Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaCuarta parte Sexta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Quinta parte

El teatro. - Obras teatrales. - Los remendones. - Auto mariano. - El juguetillo. - El Correo Americano del Sur



Las piezas teatrales de Fernández de Lizardi que han podido llegar hasta nosotros son: la segunda parte del melodrama El negro sensible (1825), cuya primera parte, de autor ignorado hoy, se representaba ya en 1805; el Auto Mariano para recordar la milagrosa aparición de nuestra madre y señora de Guadalupe, y una Pastorela en dos actos, de la cual se han hecho en México muchas ediciones.

El erudito mexicanófilo Luis González Obregón cita también, en la biografía del Pensador, El unipersonal de don Agustín Iturbide, que, según el juicio del escritor nombrado, es un monólogo de verso endecasílabo en el que hace serias reflexiones, acerca de sus errores políticos, el efímero primer Emperador.

Francisco Pimentel en su Historia crítica de la poesía en México (México, 1885), libro de una utilidad indiscutible para la investigación literaria en nuestro país, se refiere a una pieza en cuatro actos y en verso, poco menos que desconocida, del autor del Periquillo: La tragedia del padre Arenas. Según he podido averiguar, un ejemplar de esta obra rarísima se halla en la biblioteca del sabio Pimentel.

No se distingue, por cierto, como poeta dramático el insigne y fecundo escritor revolucionario. Su estilo desenfadado y tosco, no escaso de ingenio, aunque sí de gusto, lo acompaña a través de las peripecias escénicas.

El teatro en México era una rama entera de nuestro árbol artístico. Vivía éste, como se ha visto, alimentado por la savia española; mas la flor última, la poesía dramática, esa flor que revienta en las ramas del arte cuando una literatura ha llegado a su plenitud, no era ni podía ser entre nosotros una lozana muestra, prometedora de sápidos y brillantes frutos. Nuestro teatro, que durante el período colonial se nutrió de reproducciones e imitaciones (aunque entre éstas hubiese algunas de valor indudable, como Los empeños de una casa, de Sor Juana Inés de la Cruz, y poetas como Fernán González de Eslava hubieran tratado de dar color local a sus composiciones), nuestro teatro, repito, al anunciarse la emancipación, pretendía también buscar personalidad y carácter vernáculos, y llevaba al tablado tipos, costumbres y sucesos genuinamente nacionales. Quería en suma encontrar, como en la fábula, campo abierto para el desarrollo de una variedad nueva dentro de la ineludible unidad de la lengua y de la raza.

Las más famosas comedias de Lope, Tirso, Moreto, Rojas Zorrilla, Calderón, Guillén de Castro, Vélez de Guevara, Montalbán, Fernando de Zárate, Solís, Bancés Candamo, Zamora y Cañizares, se representaban en México al principiar el siglo XIX, con gran contentamiento y aplauso del público virreinal. Don Juan Ruiz de Alarcón pasaba con El tejedor de Segovia y La verdad sospechosa despertando en el auditorio del Coliseo Nuevo un sentimiento de orgullo: aquel ingenio de tan robustos vuelos nos pertenecía; había nacido en tierra americana; había estudiado filosofía en la Universidad de México; de aquí su musa se había llevado inspiración y asunto para triunfar en la España gloriosa de Felipe IV.

No faltaban tampoco en los programas de espectáculos nombres de dramaturgos del siglo XVIII: las comedías de Moratín y los sainetes de don Ramón de la Cruz entretenían y alegraban a los colonos. Moliere, y aun Shakespeare, un poco alterados, castellanizados, adaptados, cruzaban de cuando en cuando el escenario con sus arquetipos simbólicos. Y las tragedias y los melodramas de la escuela francesa tan en boga entonces, acudían, en buen número, a provocar ansias y lágrimas con sus efectismos y sensiblerías.

Mas no por eso los poetas nacionales abandonaban la tarea de hacer comedias, ni los grupos literarios dejaban de dar pábulo y estímulo a esas inclinaciones.

En 1805 el Diario de México, fiel a sus propósitos de alentar la producción intelectual, comenzó a abrir una serie de concursos para premiar obras teatrales: sainetes, dramas, tragedias.

De estos concursos salieron para la escena los sainetes: El blanco por fuerza de Antonio Santa Ana; El hidalgo en Medellín, de Juan Policarpo; El miserable engañado y la niña de la media almendra, de Francisco Escolano y Obregón; El rábula, de autor mexicano desconocido. También por ese tiempo, y gracias a los tales concursos, fueron escritas, aunque ignoramos si representadas, las comedias La Mamola y La Florinda, un drama: Cortés en Tabasco, un melodrama: La mexicana en Inglaterra, y una tragedia de asunto azteca: Xóchitl.

De este mismo impulso, sostenido hasta que los acontecimientos políticos sustrajeron, para ellos solos, todas las fuerzas intelectuales del país, brotaron probablemente las tres comedias de Juan Wenceslao Barquera: La delincuente honrada (título imitado de la obra de Jovellanos), La seducción castigada y El triunfo de la Educación, y las piezas dramáticas de Anastasio de Ochoa y Acuña: El amor por apoderado, La huérfana de Tlalnepantla, y la tragedia histórica Don Alfonso, que, según noticias de los papeles de entonces, fue representada con gran éxito el año de 1811.

Fernando Gavila, español, actor, autor y director de la compañía del Coliseo Nuevo, en 1808, era el encargado, asimismo, de arreglar y poner en escena espeluznantes y lacrimosos dramones, y piezas de espectáculo en las que funcionaban, para engendrar efectos escénicos, escotillones y tramoyas. A semejanza de la mosquetería de los corrales madrileños, gustábamos mucho aquí de los bailes obscenos y de las coplas picarescas. Apuntaba ya nuestra hereditaria inclinación a la pornografía en el teatro.

Y no sólo, sino que en petipiezas, pasillos y tonadillas, aderezados con el espontáneo y gentil gracejo novohispano, deslizábanse dichos picantes, chuscas salidas y salpimentadas y groseras expresiones populares.

El poeta José Agustín de Castro, citado ya en el presente estudio, publicó una petipieza titulada Los remendones, cuyos personajes son Lucas y Gervasio, zapateros de viejo; Pepa la poblana, y Tules la mexicana. El lugar de la escena es el barrio de San Pablo, de México. Para que se vea comprobada mi observación de que los dramaturgos, como los fabulistas, trataron de llevar al tablado gentes autóctonas y costumbres peculiares, reproduzco el comienzo de Los remendones:

(Accesoria: Sale Pepa muy andrajosa, y con ademanes de enfado.)

PEPA.
¿Qué hará este diablo de Lucas?
Ni una noticia ligera
he tenido de él; parece
que se lo tragó la tierra.

(Sale Tules también muy rota, pero con banda a la cintura, y el trenzado bajo, a usanza de las mujeres del Barrio de San Pablo, hablando con Pepa.)

TULES.
¿Qué haces, niña? ¿Quién es causa
de cólera tan a secas,
que te hallo luchando sola
sin que el contrario parezca?

PEPA.
Déjame, Tules, que estoy
aquí, como una verbena
de ver que el diablo de este hombre
no conoce la vergüenza.
Quince días ha que de casa
salió con la estratagema
de solicitar dos reales
que le cobra la casera.

TULES.
¡Ay, mi vida! Te aseguro
que los hombres de esta tierra
son maulas. ¿Pues qué dirás
del mío, que con gran paciencia
se cobijó días pasados
aquella sábana puerca,
y ha que no le veo la cara
cuatro semanas con ésta?

PEPA.
Seis años ha que yo y Lucas
vivimos en esta guerra,
y del dichoso conjungo
aun no se da providencia.
Yo no sé qué gana tuve
de enredarme con tal bestia,
pues me tenía mejor vida
de muchachita doncella.
No digo que era de coche,
vajilla, ni otras grandezas;
pero vivía, no lo dudes,
con más descanso en la Puebla.

TULES.
El demonio son los hombres,
y lo que más me envenena
es ver a un despedazado
querer gastar tanta ostenta.

PEPA.
Para eso no hay otro Lucas,
que si tratarme lo oyeras,
te daría risa no poca
lo pelucón que se muestra.
Te aseguro que si el trasto (enojada)
delante se me pusiera
le había de decir horrores,
pues ya conoces mi lengua.

(Lucas, adentro, en voz alta.)

LUCAS.
¿Remendar?

(Sale envuelto en su frazada, el sombrero roto, y en una cestilla los instrumentos de su ofida, y le dice Pepa con ironía y enojo.)

PEPA.
Hola, tatita,
mira esto. ¿Ya no se acuerda
de la posada? Aquí vivo.
¿De dónde, bueno, mi perla?
¿No ve usted pardear la tarde,
y que no son horas éstas
de remendar?

LUCAS.
(Con cachaza.) Muchos hay
que por la noche remiendan.
En fin ¿qué ocurre, madamas?

PEPA.
Mil y más cositas nuevas
que tengo en sal esta noche
para usted, señor don Pelmas.

LUCAS.
Yo no vengo para dichos.

PEPA.
Ni yo lo estoy; pero es fuerza
responder a su pregunta.

LUCAS.
Y bien ¿cuál es la respuesta?

PEPA.
(Con enojo.)
Que lo que ocurre son piojos,
hambres, desdichas, miserias;
de modo que me imagino
en otro año de cincuenta.

LUCAS.
(Con Orgullo.)
Está bien. ¿Quién me ha buscado?

PEPA.
(Con mofa.)
Un santuno su colega,
tres Marqueses, dos Oidores,
y un Corregidor de fuera.
De parte del Consulado
dos convites, y que esperan
se digne Usía de prestarles
el honor de su asistencia.

LUCAS.
Vamos con tiento, señora,
y modérese en arengas
de ironía, que nadie burla
a don Lucas de Villegas.

PEPA.
(A Tules, aparte.)
Mira, niña ¿no era mano
de romperle la cabeza
a loco tan vanidoso?
¿Has visto qué desvergüenza?

TULES.
(A Pepa, aparte.)
Dile el huevo y quien lo puso,
por tu vida, en mi presencia;
que yo prometo explicarme
cuando Gervasio parezca.

PEPA.
(A Lucas, más enojada.)
Pues dígame el don figura,
don trapo, don chimenea,
don rabo de papelote,
don pañal, don servilleta
¿quién, pues, había de buscarlo
que un Alguacil, con licencia
de ponerlo por sus drogas
en el cepo de cabeza?
¿No se mira ese pelaje,
tan fatal, que le chorrean
las hilachas del fundillo
a modo de mamaderas?
¿No se mira esos zancajos,
esos chanclos, esas medias,
que más decente está Judas
el sábado que lo cuelgan?
¿No se mira esa carilla
de Pastor de Nochebuena,
muy poblada de bigotes
con que arruina cuanto encuentra?
¿Quién, pues, había de buscarlo,
ni a qué intento? Mejor fuera
saber ser hombre de casa
para poder mantenerla;
y no que aquí está una pobre
imitando a doña urgencia,
hija de un tal don latido,
y de una doña flaqueza.
Yo no vine de mi patria
para ser anacoreta,
en cueros toda la vida,
y mantenida con yerbas.
De modo, que temo mucho
que con el tiempo me huela
la barriga a campo santo
según el pasto que encierra.

LUCAS.
(Con entono.)
Pues dime, mujer del diablo
¿qué te falta?

PEPA.
Buena es ésa
¿qué te falta? Todo, todo.

LUCAS.
Ea, vamos, que no hay paciencia.
¿Qué ha que falto yo de casa?

PEPA.
Quince días.

LUCAS.
¿Y en la alacena
no dejé cuartilla? Ya
armarías alguna fiesta.

TULES.
(A Lucas, con mofa.)
¡Ay, señor Luquitas! ¿Ahora
quiere usted que le den cuentas
de cuartilla?

LUCAS.
Sí, señora,
que no es alguna Marquesa;
y cuartilla son dos tlacos,
que si por cacaos se ferian
importan cuarenta y ocho,
que son muy bonita renta.

PEPA.
(Con ironía.)
Pues oiga usted la memoria
de lo que compré con ella.

LUCAS.
Diga usted, que no es razón
desperdiciar las monedas.

PEPA.
Un trajecito de moda,
ocho pares de chinelas,
un brillante, varias cintas,
dos abanicos, dos muestras,
para ir a un baile de fama
con que don Pedro Contreras
recibe a una Comadrita
en la calle de Zuleta;
porque como saben todos
que soy señora de esfera,
y dama de un Mayorazgo,
ayer me enviaron esquela.

LUCAS.
Muchas son esas perradas,
mire usted, señora Pepa,
que si me enfado, no habrá
demonio que me contenga.

(Asoma Gervasio envuelto en una sábana rota y sucia, con sombrero muy usado, e igualmente andrajoso que Lucas, y con los mismos avíos de remendón, y dice a Tules en tono de cólera disimulada.)

GERV.
Eso sí, señora Tules,
usted en visita: es pieza
llegar un hombre a su casa,
y hallar a usted en la ajena.

TULES.
(Con mofa.)
Mira esto: no sé de dónde
cuide usted de mi asistencia,
cuando ha que falta de casa
cuatro semanas enteras.

(Sale Gervasio y responde.)

GERV.
Eso ha sido indispensable,
según las graves, diversas
situaciones, en que a muchos
nos ponen las ocurrencias.

TULES.
(Con ironía.)
Es verdad, no me acordaba
de las continuas tareas
que sufre usted por empleado
en el Crimen, en la Audiencia,
en el Tabaco, en la Aduana,
en la Casa de moneda,
en la Dirección de azogues,
en el Tribunal de Cuentas;
a más de los muchos autos
que en Palacio se le entregan
en virtud de la confianza
que hace de usted su Excelencia;
de modo que aunque se tratan
allí distintas materias,
para otros son las comunes;
mas para usted las secretas.

GERV.
(Enojado.)
Para ella, y toda su casta,
la picarona altanera,
que así se explican, delante
de don Gervasio de Cuenca.

TULES.
(Con mofa.)
¡Jesús! ¡Qué don tan cantado!
(A Pepa, aparte.)
Mira, niña, qué llanezas;
con menos causas hay jaulas
en San Hipólito llenas.

GERV.
Don, y muy don, y cuidado
como sobre el don se alterca,
que yo sé que soy muy don
y lo tuvo mi ascendencia.

TULES.
Que usted tiene Don, no hay duda,
pero por atrás, y es prueba
el que lo conocen todos
por el remen-dón.

GERV.
No es esa
la circunstancia.

TULES.
Pues, Tata,
yo no sé de dónde venga
ese don.

GERV.
De que mi padre
fue primo de una Condesa.

Pero volvamos al Pensador. En cuanto se refiere a literatura dramática, no hizo más ni mejor que sus contemporáneos. Así como en la petipieza de Castro se imita la jerga del lépero, en el Auto Mariano Fernández de Lizardi imita el balbuciente y salvaje castellano del indio. Habla Juan Diego delante del señor obispo, y, refiriendo la aparición de la Virgen de Guadalupe, dice:

On cosa traigo, Teopixqui,
que te lo ha de dar contento.
Yo lo soy de Cuautitlán,
y me los llamo Juan Diego;
de Tolpetlac los venía
a Tlaltelolco: en el cerro
de Tepeyacac, señor,
hoy todavía amaneciendo
los oyí con música alegre
y los ví todito el Cielo,
porque los ví ona Niñita,
tan linda que ... yo no puedo
decir osté, Pagre mío,
como lo era ese portento.
En fin, ella me llamó,
y me los dijo: Juan Diego,
yo soy la Madre de Dios,
María Virgen, anda luego
a México, y dí al obispo,
que quiero que me haga un templo
en este mismo lugar,
donde nostraré el afecto
de Madre, a cuantos devotos
busquen mis piedades. Esto
es, señor, lo que ví yo,
y cumpliendo los preceptos
de una Reyna tan hermosa
los vine a decir ...

Pero no siempre puede sostener esta imitación indígena y, a veces, obliga al mismo Juan Diego a expresarse, correctamente, en ardorosos arranques liricos:

¡Sus ojos! Si los vieras,
de admiración y gusto te murieras,
lindos, negros y bellos,
iguales a las cejas y cabellos;
la frente es despejada,
la nariz es pareja y afilada;
una y otra mejilla
son dos fragantes rosas de Castilla;
la boca es un rubí, pero pequeño;
la barba es de primores un diseño.
El cuello es firme, blanco y bien torneado,
las manos, sólo Dios que las ha criado,
¡Con qué gracia las llega
juntas al pecho, en ademán que ruega!
Viste, de oro bordada,
una túnica roja o encarnada,
a la que a su cintura
un cíngulo morado la asegura,
y cierra junto al cuello
un gracioso botón, de luz destello,
que en el medio grabada
tiene una negra cruz. Está adornada
con un manto decente,
que de pies a cabeza honestamente
la cubre: su color ¡oh, qué consuelo!
¡cuál otro puede ser, sino de cielo!
Mirase guarnecido
de un dorado filete, muy pulido,
y en el centro del manto, en luces bellas,
tiene cuarenta y seis lindas estrellas.
Una corona peina
la cabeza imperial de esta gran reina;
a toda esta belleza cual ninguna,
sirve de peana la menguante luna;
¿y qué mucho si un ángel con ternura
también está a los pies de su hermosura?
Este dibujo, la rudeza mía
es el que puede hacerte de María.

Estos versos nos hacen olvidar al autor popular y trivial de la Pastorela y del melodrama del Negro sensible, y nos recuerdan al poeta lírico. Y al recordárnoslo, refrescan y acarician nuestra memoria con una remembranza infantil. Todos los niños mexicanos, durante las generaciones que caben en un siglo, hemos recogido de los labios de nuestras madres, para recitarlo con ellas, a modo de plegaria cotidiana, el Himno a la Divina Providencia:

Mano divina, sacra y admirable
del Ser Eterno, que por modo sabio
mueves del globo la pesada mole
sobre el sol mismo sin ningún trabajo ...

Pero lo más notable del poeta lírico está en las Fábulas. El carácter de 'moralista del Pensador se encuentra a sus anchas en este género de poesía eminentemente docente. La forma convencional de las lecciones éticas que contienen las fábulas cuadra sobremanera con las inclinaciones de Fernández de Lizardi, quien, dando animación a lo inanimado, y habla y raciocinio a lo mudo e irracional, sabe herir la imaginación, e infiltrar en el intelecto una verdad, ejemplificada por modo peregrino en una breve y sentenciosa ficción, para que pueda correr de boca en boca y retenerse largo tiempo.

Desde el padre Esopo las bestias toman el lugar de los hombres. El maravilloso La Fontaine puso en el hocico de monteses alimañas la sonrisa alada del esprit. Samaniego e Iriarte dieron gravedad de castellano viejo y adusto, de severo dómine, a las fieras hurañas.

Es verdad que, lo mismo en el poeta francés que en los literatos españoles, aparece con más frecuencia la malicia que la virtud, y que sus curiosos apólogos tienen más de mundología que de moral. Lamartine, con espíritu tan desprendido de la tierra, tan henchido de ideal, sentía repugnancia por las fábulas, y no tuvo empacho en encararse con la crítica consagrada y llamar cínico y malo al buen La Fontaine. Las lecciones de sentido práctico y egoísta de este excelso vividor sublevan al poeta de la melancolía y de la fe.

El Pensador siguió particularmente las huellas de Samaniego. Para fabulista poseía Fernández de Lizardi las cualidades esenciales: laconismo, intención, gracia. Es cierto que su gracia solía ser gruesa y fuerte y que muy rara vez encontraba el matiz exquisito de la elegancia; pero ésta la suplía bastante bien con fluidez y desenfado, y aquella se clarificaba de las más oscuras impurezas al pasar por las alquitaras de la versificación. Descuidada era ella, mas no escasa de donaire, y por algún giro peculiar, por el uso de algún empolvado arcaísmo, por tal cual violenta construcción, se infiere que el literato mexicano pensaba mucho en los poetas de los siglos XVII y XVIII.

Estaba Celia hermosa
una noche leyendo entretenida,
cuando una mariposa
entró, vido la luz inadvertida ...

¿Quién no rememora, por ejemplo, al leer estos versos, el Murciélago alevoso de fray Diego González?

Pero el genio epigramático del autor del Periquillo halla conveniente a su ironía el molde frágil y exiguo de la fábula.

José Joaquín Fernández de Lizardi no era un poeta, como en el alto sentido no lo fue tampoco su modelo, Félix María Samaniego. Carecía de inspiración, de hondo y puro sentimiento de lo bello. Su musa tenía cortadas las alas por la mano de la realidad y caminaba con paso firme por el suelo, ya ceñuda, ya sonriente, señalando vicios y ensalzando virtudes.

Era una musa que no se desdeñaba de recorrer, con la greña suelta, los suburbios de México, y de compartir la vida íntima del lépero y del catrin, para conocerlos y retratarlos mejor. Vivía del pueblo y para el pueblo. Era, puede afirmarse, el pueblo mismo.

Medio siglo más tarde, galvanizada de año en año por el Payo del Rosario, por el Gallo Pitagórico, por las Cosquillas, se puso en pie, más vigorosa, más bella, iluminada con deslumbradores destellos de poesía. Caminaba también por los barrios de la Metrópoli y se mezclaba con la plebe; pero, por un prodigio del arte, volaba, de cuando en cuando, con vuelos inquietos de ave regocijada. La musa del Pensador cantaba en el alma de Fidel. Había cambiado de nombre: se llamaba La musa callejera.

Pero grande como es el caso de atrevimiento, de perseverancia y de inteligencia de Fernández de Lizardi, no es un caso aislado. No estaba sólo en la capital cuando dio principio a la lucha literaria en pro de la libertad y de la justicia. Lo acompañaba otro valiente y fogoso espíritu; otro hombre de una tenacidad y de una laboriosidad rayanas en lo increíble: Carlos María de Bustamante (1774-1848).

No creo llegado el momento de hablar de este conspicuo colaborador en la formación de la patria nueva. Su puesto, en concepto mío, está en el período siguiente, entre el grupo magno de historiadores que floreció después de 1821. Allí el licenciado Bustamante representa principalísimo y glorioso papel; allí, en la madurez de su talento y de su vida, en el reposo de las fatigas del combate insurgente, desarrolla sus excepcionales y cultivadas facultades de observador y de narrador, un tanto desarregladas por la vivacidad del carácter y la inquietud alocada de la imaginación.

No es posible, sin embargo, hablar del Pensador Mexicano y pasar en silencio otro papel que se publicó casi simultáneamente: El juguetillo.

Impresión tan entusiasta como la que produjo El Pensador Mexicano, causó también el periódico de Bustamante. Está escrito El juguetillo en lenguaje menos corriente, menos familiar y casero que el usado por Fernández de Lizardi. Y la argumentación más nutrida y sólida, la dialéctica manejada con mayor seguridad y pericia, la cita y la alusión hechas con aplomo doctoral, despiertan, no interés más vivo, pero sí confianza más completa que los artículos del Pensador. No llega Carlos María de Bustamante a escritor correcto y académico. A semejanza de su compañero literario, carece del sentido de finura y elegancia que poseían otros de sus contemporáneos; el mismo Lizardi lo aventaja en ver el color y en trazar, con bruscas pinceladas, cuadros pintorescos. Mas en punto a usar de la ironía y de la reticencia para envolver y disfrazar sus ideas atrevidas y revolucionarias, no le va en zaga Bustamante al autor de la Proclama a los habitantes de México. Desde el primer número de El juguetillo, se vale de estos necesarios recursos de ingenio. En estos términos se dirige a un panegirista del general realista Félix María Calleja:

Señor Panegirista: las almas elevadas no se nutren con mentiras, ni se envanecen con elogios desmesurados. El ambicioso de gloria, en los términos que permite la razón, por la que las pasiones mismas, bien ordenadas, son unas virtudes, siempre buscan la verdad: miran como delito separarse de ella, le tributan homenaje y odian a los que la adulteran. Si el señor Calleja ha obrado bien, si ha economizado la sangre de los hombres, si ha llorado sobre los cadáveres de los vencidos como César en las llanuras de Farsalia; si ha enjugado las lágrimas de los infelices; si ha recibido con los brazos abiertos a los que imploraban su misericordia; si ha guardado el derecho de la guerra; si ha hecho observar la disciplina; si ha respetado las propiedades, venerado el santuario, honrado a sus ministros, conducídose como un general, dejando por los lugares de su tránsito, no las huellas de la desolación y de la muerte, sino las de la paz y beneficencia a semejanza de un genio bienhechor, él hallará en el fondo de su corazón aquella dulce páZ que es el fruto de la buena conciencia¡ él oirá con ánimo igual las injurias del que lo aborrece como los aplausos del que lo venera y aprecia. Si en los momentos de tranquilidad recorre la memoria de sus jornadas militares, él se acordará si las madres sacaban a sus hijos de pecho y se los presentaban en los caminos como hacían los admiradores de César desde Brindis hasta Roma para decirles. He aquí el padre de los vencidos; he aquí el genio bienhechor desconocido en las edades pasadas ... Esta es satisfacción, que sólo él se podrá proporcionar, si ha sabido ganarla con sus virtudes, y que usted no podrá darle con su panegírico.

Bustamante lanzaba a los cuatro vientos este cruel sarcasmo, precisamente cuando la Colonia entera temblaba todavía de pavor al recuerdo de los cruentos furores, de las iras locas, ciegas, frenéticas, del general realista; de Zitácuaro arrasado; de Cuautla saqueada; de las multitudes pasadas a cuchillo; de las mujeres, de los ancianos y de los niños mandados asesinar en un momento de vesania impulsiva.

Llano como El Pensador; pero un poco más cuidadoso de la expresión, Bustamante escribe con el mismo afincamiento que aquél; y, no obstante, su ilustración, su profesión, sus lecturas, le servían para ennoblecer y aliñar la forma y desenvolver, con precisión y armonía mayores, la idea. Mas lo que seduce y simpatiza y conmueve en los artículos de El juguetillo, es que de todos ellos se escapa, como de mal cerrado vaso, un espiritual perfume de amor por la patria, de fe en la patria. Y así era, y así fue siempre; los errores, las vacilaciones, las contradicciones de Carlos María de Bustamante, no lograron jamás opacar ni mellar su patriotismo fuerte y puro, como bloque de diamante.

Pocos números de El juguetillo se publicaron: seis solamente. Bustamante, como Fernández de Lizardi, fue perseguido, y no preso como éste, porque logró escapar a tiempo de la celada que le tendieron los esbirros. Apareció, pocos meses después, en el campo de la literatura insurgente, a mediados del año de 1813, dirigiendo y redactando El Correo Americano del Sur (Haz click aquí, si deseas consultar este periódico insurgente cuyos números hemos colocado en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha. Precisión de Chantal López y Omar Cortés) que en Antequera (Oaxaca) había fundado, por orden de Morelos, el doctor José Manuel de Herrera.

En derredor de estos dos importantes papeles sediciosos de la capital, agrupáronse durante ese corto período de libertad intelectual, otras publicaciones, de las cuales no tenemos noticia exacta. (Un número, por ejemplo, de El Despertador de Michoacán ha podido llegar solamente a nuestras manos). Pero que hubo más de los citados, nos lo demuestra el fragmento que sigue, y es de una carta reservada del virrey Calleja dirigida a Fernando VII en 18 de agosto de 1814:

En dos meses de práctica que aquí tuvo en tiempo de mi inmediato antecesor la imprenta libre, causó tal irritación en los ánimos y abortó en tan extraordinario número de papeles sediciosos, incendiarios, e insultantes, que estuvo muy próximo el momento de una sedición activa en esta capital, principiando a manifestarse con aparatos violentos con motivo de la primera elección popular para Ayuntamiento, que fue también el primer triunfo efectivo de los rebeldes.

Descompúsose el populacho preparado con los papeles y, alentado por los malos que se mezclaron en la multitud, se inundó la ciudad de pelotones de gente que por ser de noche conducían gran número de hachones; gritaron vivas a Morelos, a la independencia y a los electores, todos americanos, sospechosos, y la mayor parte infidentes; vocearon muertes a los europeos y su Gobierno; intentaron forzar la torre de la Catedral para soltar las campanas, y osaron presentarse ante el Palacio a pedir la artillería. La imprenta libre quedó, pues, suprimida; y yo representé vivamente a la regencia, suspendiendo también el cumplimiento de otra orden que se me comunicó después, para que, no obstante dicha ocurrencia, pusiese en ejercicio aquella ley constitucional.

La represión gubernativa a que se refiere Calleja fue tan enérgica y completa, que ya en 1816 el silencio había vuelto a conquistar sus viejos dominios en Nueva España. La revolución misma parecía vencida y exangüe. Los grandes caudillos habían sucumbido fiera y gloriosamente. La sangre de Morelos había sido lavada, según la heroica leyenda, por las aguas piadosas del lago de San Cristóbal. México dormía en un triste sopor de anemia. La libertad, momentáneamente, enmudecía.

Pero en 1817, con la romántica expedición de Mina, vinO un libro insurgente que ya en España andaba causando alboroto. El autor, que lo escribió en Londres, lo trajo a México en su equipaje de revolucionario. Se llamaba Historia de la revolución de Nueva España. Lo firmaba el señor José Guerra, doctor de la Universidad de México. Bajo este nombre, compuesto con uno de los suyos de pila y el apellido materno, se ocultaba un escritor conspicuo, un ser extraordinario, un aventurero de novela: fray Servando Teresa de Mier (1765-1827).

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