Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaSexta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Séptima parte

La fábula y el epigrama. - Luis de Mendizabal. - La poesía popular. - Influencia de Quintana y Cienfuegos. - Ramón Roca. - Al General Félix María Calleja. - Poetas insurgentes. - Francisco Manuel Sanchez de Tagle. - La poesía de Sanchez de Tagle. - Francisco Ortega. - Periódicos y folletos. - La evolución española. - Conclusión



La poesía desmedrada y pulida de los melendistas y moratinianos calló también, como pájaro asustado, a los primeros ruidos de la tempestad revolucionaria. Muchas endechas de almíbar se deshicieron en las primeras gotas de sangre insurgente. No aletearon con la viveza de antes, ni esponjaron con voluptuosidad sus plumas tornasoladas las torcaces arrolladoras de las anacreónticas. Mirtilo empezó a dejar de llorar los desdenes de Filis, y Batilo se alejó lentamente, sin soplar flébiles gemidos en las cañas de su albogue. Poco a poco se extinguieron los cándidos erotismos seudoclásicos.

Todavía algunos pastores de la ya decadente Arcadia recuerdan su dulce manera de contemplar y de sentir la naturaleza, y de cuando en cuando, empéñanse en cantar

... del campo
la quietud e inocencia,
de Baco las locuras,
y del amor, las flechas;

pero sus cantos suenan a voz remota, o más bien a eco de lejana canción.

El Diario de México, tan entusiasta, tan ameno y literario, comienza desde 1811 a perder algo de su carácter de protector de las producciones poéticas y a ocupar a menudo el lugar preferente de los versos con algún otro escrito en prosa, sobre motivo social o político, ya que no lo haga con bandos, disposiciones u otros documentos gubernativos.

El caudal de la rima viene empobreciéndose; no es ya aquel resonante río que inundaba con frecuencia las comarcas del pensamiento; ha aplacado su corriente y ahora corre manso por el cauce de la publicidad, semiobstruido desde entonces hasta diez años después por los obstáculos de la taimada y recelosa política metropolitana.

Y ésta suele versificar. La tendencia española de cristalizar en palabras rimadas, así la vida individual como la colectiva, y de arrojar en el molde del metro la emoción que pasa, para lapidificarla, por decirlo así, en una perdurable forma verbal, halla en esta vez una derivación a propósito, y de ella se vale para seguir reflejando y expresando las impresiones de la existencia colonial: me refiero a las fábulas y a los epigramas. Unas y otros sustituyen por largo tiempo a las poesías amatorias y bucólicas, y ocupan el sitio destinado antes a éstas.

Cruzan las sátiras, como venenosos y sutiles dardos de alusión; cruzan las pasiones, los rencores, las esperanzas, con su disfraz de frivolidad y de risa. Sólo así, porque no las conocen los esbirros, pueden salir a la calle y comunicarse con la gente; sólo así pueden pasar sin castigo bajo la mirada furiosa de la censura. Son mañosas, hipócritas, mal intencionadas y traviesas. El género apológico es un arma de manejo difícil, pero de gran utilidad en las luchas arteras de la política. Es una daga florentina que necesita esgrimir con sagacidad el ingenio para luchar contra las tizonas de la tiranía colérica.

En la fábula y en el epigrama, como en redomas de vidrio quebradizo, depositaron los espíritus ansiosos de libertad el licor corrosivo de la rebelión. En fábulas y en epigramas se desgranaron, momentáneamente, las joyas de la lírica mexicana.

No se bajaban el embozo las ideas, y, como en algarada carnavalesca, pasaban por el periódico, por el folleto y por la conversación, adiestrándose en el juego de la careta.

Sobresalieron en este género que es, en cierto modo, una forma accidental de literatura política, Luis de Mendizábal, Juan Nepomuceno Troncoso, Mariano Barazábal, Juan María Lacunza, Joaquín Conde.

Como El Pensador, Luis de Mendizabal fabulízó la situación social de México. Este medianísimo poeta aconsejaba a chaquetas e insurgentes que cesaran en la lucha tenaz. Pedía moderación por medio de apólogos.

En su versificación descuidada, en su vocabulario pobre, en su desconocimiento o mala aplicación de las reglas prosódicas, se ve, desde luego, que Mendizábal no era un literato de profesión, y que no escribió sino por mero pasatiempo y para entretener ocios mejor que para dejar obra sólida y verdadera. La advertencia que va al frente del pequeño folleto que contiene las Fábulas políticas y militares lo afirma así de un modo indudable. Fue el presbítero Mendizábal sólo un poeta de circunstancias. Y únicamente por el inocente fraude de algún periodista de aquel tiempo (precisamente Troncoso), el cual comenzó a publicar las fábulas de este escritor, alterando la expresión y el sentido de ellas, quiso el autor darlas a la estampa, sin esperar corregirlas y aumentarlas, como dice Mendizábal que fue su intención.

A pesar de todo, no faltan en estas ligeras obrillas toques de donaire, ni rasgos de ingenio que hagan agradables ciertos pasajes. Luis de Mendizábal, que escribió poesías de varios estilos, ocultó su nombre, siguiendo la conocidísima moda de la época, bajo distintos antifaces de seudónimos y anagramas. Firmó las fábulas con su propio nombre, latinizado: Ludovico Latomonte. Mendizábal, según me informan, quiere decir en éuskaro: Ancho monte.

Uno de sus apólogos más celebrados en aquella época, y que entonces se discutió, comentó y citó con frecuencia, es éste de El asno, el caballo y el mulo:

Por una misma heredad,
cual Rocinante y el Rucio,
un asno y caballo lucio
pacían en buena amistad.
- ¿Qué? -dice aquél. ¿No es verdad
que el macho es el peor del mundo?
En sus feas mañas me fundo.
- Cierto -le responde el Jaco-
es coceador, es bellaco,
y, sobre todo, infecundo.
- Ni tiene tu hermosa faz.
- Ni tu humildad y candor.
- Ni tu despejo y valor.
- Ni tu inalterable paz.
Oyólos, corrido asaz
un Macho, y dijo: Eso es nulo:
tenéis mil prendas, no adulo;
pero ¡hacéis tan mala cosa ...!
- ¿Cuál es?
- La más horrorosa:
hacéis, amigos, al mulo.

¿Con la agudeza del Macho
los otros no salen reos?
Pues, perdonad, europeos,
la fabulita os despacho.
Cuanto queráis, sin empacho,
del criollo decid ufanos;
decid de los mexicanos
vicios, maldades y horrores;
pero ellos son, mis señores,
hechuras de vuestras manos.

Tan medianos como Mendizábal, desde el punto de vista técnico, son Troncoso, Conde, Barazábal y Lacunza. Los dos últimos merecen, sin embargo, especial mención, por su constancia, por su fecundidad. No pudieron salir de su zona de mediocridad, no dorada, como la de Horacio; mas tampoco por eso abandonaron la tarea ni desmayaron en el propósito, antes bien consumieron en una y otra sus facultades y talentos. Apuraron y sutilizaron su ingenio, con un tesón digno del más alto encomio, porque en ese esfuerzo mostraban su decidida voluntad por cultivar el arte y servir a la patria.

De El Aplicado (Barazábal) es esta intencionada fabulita política, Los cuatro gatos y el panadero, publicada en el Diario de México de 11 de julio de 1812:

De cuatro gatos se hizo un panadero
para extinguir de casa los ratones,
que jamás le comían un pan entero.

Pero si antes echaba maldiciones
por una u otra torta agujereada,
se pegaba después dos mojicones;

pues la gatuna ronda insolentada
despedazaba tortas a porfía,
y el panadero vio su cuenta errada.

Así del mundo en la panadería
(hablando de animales con zapatos)
son muchos los ratones, a fe mía;
pero hacen más perjuicio cuatro gatos.

En cambio, el pueblo, en plena campaña, no ocultaba sus hondos sentires, y los rimaba rudamente, pero con un calor de alma que, a través del tiempo, enciende todavía nuestro entusiasmo. Es el pueblo mexicano un cantor muy expresivo y simpático. Y en todos los episodios de su vida, apasionante y generosa como pocas, la musa anónima ha sabido encontrar estrofas sencillas y burdas, pero extremadamente cordiales y verdaderas, para rememorar y glorificar los incidentes de su epopeya por la libertad. La vihuela andaluza, hija probablemente de aquella guitarra morisca de la cual dijo el truhán y nocharniego Juan Ruiz que era de las voces aguda, de los puntos arisca, suena pulsada por las manos oscuras de nuestros campesinos con una nueva tristeza, más salvaje y doliente que la oriental, y con un nuevo ardor, más primitivo pero más sincero que el que vibra en sus cuerdas, sobre las vegas de Granada. Nuestro pueblo cantaba, en 1812, sus cancioncitas heroicas, que resonaban como amenazas melancólicas en el silencio de las noches de vivac, y como alentadores himnos de guerra, entre el estruendo del combate.

Antes de entrar en el ataque -refiere Carlos María de Bustamante, en una nota de su Cuadro histórico de la Revolución Mexicana- cuatro músicos de José Osorno tocaban el

Rema, nanita, rema,
y rema y vamos remando,
que los gachupines vienen
y nos vienen avanzando.

Por un cabo doy dos reales;
por un sargento, un doblón;
por mi general Morelos
doy todo mi corazón.

Cuando los tenían cerca largaban las guitarras y las trocaban por sus fusiles, entrando al fuego como diablos destacados; un ataque era, para estos hombres agigantados, una montería o una plaza de toros. Concluido el lance lo celebraban con igual canción, y quedaban tan serenos como si nada hubieran hecho.

Mas si la poesía desmedrada y pulida enmudeció, fue porque ante el espectáculo de la insurrección sufría un instantáneo asombro que la vigorizó poco después e hizo que se le agolpara la sangre al corazón. Un viento heroico empezó a sacudir las liras; un anhelo de rebeldía despertaba de sus ensueños plácidos a las inspiraciones contemplativas. Salían del caramillo pastoril acentos graves y enérgicos, inauditos hasta entonces. Y una transformación de las ideas y de las expresiones operábase como por obra de hechicería. Las alteraciones sociales habían traído, como ya se ha visto, alteraciones literarias, a las que, de un modo natural y fatal, cedió de buen grado, la lírica mexicana.

No que se apartase -no podía ser- de la íntima cognación filial con la poesía española; no que rompiese ni siquiera aflojase los vínculos estrechos que la ataban forzosamente al organismo de la literatura castellana; no que, torciendo el rumbo, siguiese distinto sendero que el marcado por la evolución de las letras peninsulares, sino que para la expresión de los sentimientos recién experimentados, de las ideas flamantes y ardorosas, de las agitaciones espirituales, buscó fórmulas a propósito, y las halló, instintivamente, en la imitación de los poetas hispanos más en boga entonces y que mejor reflejaban el momento histórico de la nación madre. Esta fue la ocasión propicia para que penetrasen en nuestro parnaso americano tres grandes poetas: Manuel José Quintana, Nicasio Alvarez de Cienfuegos y Juan Nicasio Gallego. Los dos primeros entraron como imperiales conquistadores. Pronto se adueñaron del gusto; de inmediato encontraron súbditos obedientes que les rindieran sumiso y admirativo vasallaje.

Manuel José Quintana, en 1812, había llegado ya al apogeo de su gloria, de su fama y de su inspiración. La poesía majestuosa y encendida, exaltada y robusta, de este soberano poeta, había ensordecido los aires con los fragores de mar y las sonoridades de guerrera trompa de una alta elocuencia. Arengas en verso eran las suyas, cantadas con la aguda entonación de aquel lirismo panflista que tenía la virtud maravillosa de avivar en las almas lumbres de pasión y entusiasmo. El cantor grandioso de la libertad, de la patria y de la humanidad, el fustigador austero de las tiranías y de los crímenes políticos, llegaba a Nueva España, algo retardado, es cierto, pero todavía a tiempo para inyectar energías y bríos en los poetas revolucionarios. Quintana -lo ha dicho con magistral palabra Marcelino Menéndez y Pelayo- es una prolongación de Meléndez Valdés, no del sensual y dulce adorador de Filis, sino del viril glorificador de Las Artes, del agrio poeta de La despedida del anciano.

Con Quintana llegó también el novador Cienfuegos, el que sedujo a toda una generación con los malsanos encantos de su arrogante y atrevida musa. Se comprende ahora el prestigio de que gozó poeta de tan ciego y desatentado arrojo; en una época de furor por toda especie de libertades, se presentó este cantor, abjurando de la meticulosidad clásica, neologista impenitente (así le llama el maestro Menéndez y Pelayo) extravagante y bello a la vez. No fue extraño a la dirección literaria de este período el cortesano, fácil y elegante Juan Bautista Arniaza, cuya facultad de rimar la palabra le granjeó tantas admiraciones. La facilidad, la facundia, la espontánea armonía de sus versos electrizaron en México a los poetas de la musa moderada y amatoria, y las imitaciones de Arriaza sustituyeron durante algún tiempo a las de Meléndez Valdés.

Uno de los primeros en prender y ataviar su versifiÍcación con joyeles y ropajes quintanescos, fue el poeta realista Ramón Roca, capitán de infantería española, granadino de notable talento y de muy completa cultura literaria. Beristáin hace de este escritor un cumplido elogio, afirmando que era un joven de bella y amena educación, y de infatigable aplicación y estudio.

Como militar parece que no dio Roca las brillantes pruebas que como poeta. José María Luis Mora lo cita alguna vez, con cierto desprecio, en la obra México y sus revoluciones, y Bustamante, refiriéndose al mismo suceso a que alude Mora, lo cuenta de la siguiente manera en la primera carta del tomo II de su Cuadro histórico de la Revolución Mexicana:

En 24 de diciembre de 1811, Morelos, antes de llegar a Cuautla, mandó al capitán Larios con cien hombres de descubierta, a fin de que observase el campo del poeta Roca. El 26 llegó a Ayacapixtla, encontróse con una guerrilla de éste y la batió, dejando muerto a un europeo apellidado Lastra, que apenas vieron cadáver los realistas, cuando echaron a huir hasta el campo de las Carreras donde estaba su comandante. Afectóse éste de un terror pánico, y sin más demora que el preciso tiempo para echar por tierra los jacales, que él llamaba tiendas de campaña, puso pies en polvorosa y no paró hasta Juchi, adonde llegó con la mitad de la gente, porque la demás se le desertó con armas hasta Cuautla.

En 11 de enero salió Larios a continuar sus correrías. En Totolápam supo que Roca se hallaba en Juchi con poco más de cien hombres y, por tanto, caminó toda la noche para darle un albazo; pero él tenía una musa de las desconocidas en el coro de las nueve de Apalo, llamada Cobardia, que era su favorita, la que le inspiró, en sueños de pesadilla, que se fugara para Ameca, como lo hizo, dejando mal de su grado oculto un cañón que cayó en manos de sus perseguidores.

El cura del lugar salió a recibir a Larios bajo de palio y le hizo muchas cucamonas; cantósele el Te Deum, que para él fue lo mismo que cantar en griego, o las coplas de la zarabanda, porque era un rústico; mas de aquí que Roca aparece haciendo el ja sobre las alturas del pueblo; pero su enemigo apenas lo entiende cuando forma su batalla, toma una partida de caballería y le sale a cortar la retirada. No necesitó más que entender este movimiento el hijo querido de las musas, cuando sin aguardar el tiro de un fusil voló a escape hasta Chalco; ni aun allí se creyó seguro; tomó segunda vez su trotero, cuyos ijares fatigó sobremanera, y a pesar de que parecía una aguililla de Buenos Aires, él creía que se movía tan suavemente como Don Quijote creyó de Clavileño, bestia del mejor paso del mundo según lo reposado que andaba.

Pero el mismo Bustamante, que, por espíritu de partido quizá, carga la mano en esta mofa sangrienta, no deja de reconocer los talentos poéticos de Roca, y así, al tratar de la ferocidad de Calleja en Zitácuaro, dice:

Yo no puedo dejar de lamentar esta desgracia; pero más lamento que la hermosa lira de don Ramón Roca, oficial (y confidente que fue después de Calleja), hubiese celebrado esta ruina con unas preciosísimas octavas que se leen en los diarios de México.

Bustamante sufrió un error de detalle: no está escrita en octavas la composición de Roca; es una oda heroica, una silva de entonación marcadamente quintanesca, que tiene la particularidad de seguir al excelso poeta español en su manera de combinar las rimas, dejando algunas libres, modo característico que distingue al autor del Panteón de El Escorial, de los versificadores clásicos, para quienes la esclavitud de trabar todos los consonantes considerábase como imprescindible obligación métrica.

Poco conocida es esta pieza literaria de subido valor, y a la vez que, como documento poético, resulta interesante comprobación de las nuevas influencias españolas en México, patentiza la innegable superioridad de este poeta sobre algunos de sus contemporáneos americanos. Hela aquí:

AL SEÑOR GENERAL DON FÉLIX MARÍA CALLEJA

ODA
Cocines majore poeta plectro Caesarem.
Horat., Lib. 4, Od. I.

¿Adónde, oh Clío, mi encendida mente
con raudo vuelo arrastras? Ignorado
furor hinche mi pecho, y por la ardiente
trompa suspira que animó inflamado
el Lírico de César. Sacra diosa,
muéstrame tú desde la cumbre hermosa
del sagrado Helicón, el héroe fuerte
a quien el verso mío
fausto celebre con acento pío.
Del centro del Elíseo prestos vuelan
mil varones y mil ante mi vista,
hijos de la victoria, que ya anhelan
merecido loor. No más resista
mi enajenado espíritu tu fuego,
oh Délfico, y el labio rompa luego,
siguiendo osado, con afán glorioso,
del alto Venusino
el grave verso y el cantar divino.
¿Será que a ti del plectro numeroso
el suave son dirija, oh gran Pelayo?
Porque el torrente rápido y undoso
no fuerte cual tú, ni vivo el rayo,
cuando del godo la infeliz fortuna
vengando airado en la soberbia luna,
el trono que se hundiera en Guadalete
en Asueva elevaste,
y de triunfos y glorias lo cercaste.
¿O acaso a ti celebre, oh gran caudillo,
pasmo y terror del edetano suelo,
bravo Ruy Díaz, perennal cuchillo
del bando alarbe, y de lealtad modelo;
o más bien tu constancia generosa,
impávido Guzmán, en la rabiosa
venganza atroz del sitiador cobarde,
cuando la sangre clara
de tu inocente hechura derramara?
Ni tu grata memoria olvidaría,
Gonzalo impetuoso, a cuyo acero
dio el turbante postrer, que deslucía
allá en el Dauro el esplendor ibero;
ni la inminente gloria que en Lepanto,
oh hijo de reyes, te cubriera, en tanto
que, anegado en el golfo turbulento
el turco poderío,
su osado arrojo lamentó tardío.
¿Y quién de tus proezas no cantara,
segundo Alcides, ínclito extremeño,
Paredes inmortal, el de la rara
pujanza fiera, y del pasmoso empeño
con que brumando peregrinas mares,
oh gran Cortés, los españoles lares
plantaste firme en las lejanas tierras
que en vértigo horroroso
desgajó hirviendo el golfo impetuoso?

Mas sobre el gran tumulto se levanta
gallarda frente del laurel ceñida,
de laurel inmortal, a gloria tanta
quedando toda gloria oscurecida.
¿Cuál dios es éste, oh musa? Arrebatado,
mi numen a su vista, emprende osado
sólo su nombre alzar. Díctame, Clío,
díctame ya sonora,
y advierte al labio lo que el labio ignora.
Porque al garzón perínclito yo veo
resplandecer brillante, cual la estrella
que anuncia el polo, y su eternal trofeo
mostrarlo virgen celestial y bella.

Salve, oh tú, timbre del honor hispano,
Félix invicto, salve; pues tu mano
doquier triunfando, y a triunfar moviendo,
detuvo la impía saña
del monstruo asolador de Nueva España.
Aún resuena en mi oreja el alarido
con que insolente en su furor horrible
el rebelde atronara al afligido
suelo español de América apacible;
aún juzgo vedo en imperiosa ira
hollar un pueblo y otro, y cuanto mira
el áureo sol en el indiano espacio,
llevar en tala fiera
sembrando espanto y cuita lastimera.
¡Ay, cuál rompe la hueste destructora
por breñas y por montes! ¡Ay, cuál brilla
tras la bandera que el infiel desdora
en mano infame la fatal cuchilla!
¡Y cómo con nefando desenfreno,
rasgando ingratos de su hermano el seno,
los bárbaros enhiestos amenazan
pisar con fuero injusto
de la alta corte el valladar augusto!
Pero se viera la tajante espada
en tu robusto brazo y la trompeta
marcial suena en la esfera atribulada:
el fogoso alazán al son se inquieta,
y cubre el suelo el prevenido infante:
das la señal guerrera, y fulminante
amenazas el orbe ... - ¿Y quién te osa?
¿Quién al golpe iracundo
plúgole ser escándalo del mundo?
Campos de Aculco y Calderón gloriosos,
hablad por mí esta vez. Vosotros visteis
bramar a los traidores orgullosos
y herir el aire con lamentos tristes.
Testigos sois del ímpetu potente
con que el caudillo a la maligna gente
pisó el erguido cuello, y quebrantando
su rabia y fiera muestra
dio nueva vida a la esperanza nuestra.
Mas no era sólo allí, que a la afligida
patria salvaras, y el feliz cimiento
de su alma libertad casi perdida
generosa afirmaras. ¡Oh momento!
¡Dulce momento aquel en que tornaste
a sostener nuestro esplendor, y alzaste
al través de peligros y de escollos
de nuevo el brazo fuerte,
nuncio al infame de terror y muerte!
¿Quién miró allá la multitud furiosa
de Zitácuaro infiel, cuando embriagada
con su crimen fatal quiso orgullosa
reina llamarse en voz desesperada,
temblar sólo a tu nombre, y oprimida
con tu invencible faz, la forajida
turba ceder, y el ímpetu violento
convertir en pavura,
viendo tomado el trono en sepultura?

No al inicuo sirvió que se elevara
sobre eminente cumbre, y prevalido
del aspereza inútil, provocara
cobarde entonces tu valor sabido;
pues llegaste y venciste; los millares
cayeron a tus pies, en cien lugares
sintieron tu furor, y más altivo
sólo en la fuga espera
salvar su cuello a tu segur severa.
Ni el tronante romper de sus cañones,
ni de la inmensa chusma el alarido,
ni el aspecto de mil y mil legiones,
ni el doble muro y foso prevenido,
nada es bastante a ti; todo perece
do tú vas; como el humo desaparece
defensa y defensor, y el sitio huellas
do el insano enemigo
halló, aunque estéril, pernicioso abrigo.
Mas ¡oh mansión del crimen! ¡Pueblo impío
de eterna execración! Ya tu locura
pasó cual tempestad, y el poderío
que frenético ansiaste en fe perjura,
voló cual aire. De tu inicuo nombre
va a finar la existencia, y porque asombre
en los remotos venideros siglos,
ni de tu inculto asiento
dejará el fuego rastro ni cimiento.
Porque no sólo al hombre, al sacro cielo
en tu delirio heriste, y apurada
fue su dulce piedad. De hoy más tu suelo
sólo verá la fiera encarnizada,
la silbadora sierpe ponzoñosa,
la corneja agorera, la azufrosa
nube, rayos y vientos; y la tierra
ofrecerá a los ojos
entre negro carbón crudos abrojos.
Y el huracán perpetuo, revolviendo
tus pálidas cenizas, presuroso
irá por donde quiera difundiendo
tu castigo terrible y espantoso.
De monte en monte sonará a su vuelo:
Zitácuaro cayó; con desconsuelo,
Zitácuaro cayó, tornará el llano;
y cuando se revuelva,
Zitácuaro cayó, dirá la selva.

En tanto tú, guerrero victorioso,
brazo de Dios, azote del malvado,
siempre cubierto de laurel frondoso
irás de un triunfo y otro coronado;
y diestra del que el orbe cual segundo
Atlante admira sosteniendo un mundo,
huirá ante ti la hueste conjurada
como la sombra fría
huye ante el claro luminar del día.
¡Honor y lauro a ti! Mi mente abruma
tanto inmortal blasón, y el grave peso
al numen sobrecarga. Sabia pluma
del latino ¿do estás? que ya confieso
mi poder vano a tanta pesadumbre.
Ven, dios de Delo, ven: de la alta cumbre
del sacro monte baja, y canta luego
lo que puedes tú sólo
llevando al héroe desde polo a polo.
Que no el inmenso océano consiente
surcar su espalda extensa y caudalosa
a barquichuelo débil, ni prudente
fuera quien de la esfera prodigiosa
el ancho espacio recorrer quisiera
con flojas alas de mezquina cera.
Ven, pues, oh Dios, y al héroe venturoso
celebra arrebatado
y yo tan sólo escucharé admirado.

Esta oda apareció en el Diario de México de 12 de enero de 1812, diez días después de la famosa toma de Zitácuaro y a los siete de haber publicado la Gazeta del Gobierno de México el terrible y enfático parte de Calleja que anunciaba la fresca victoria y la futura destrucción de un pueblo de épica grandeza. Roca firmó esta poesía con su seudónimo mutilado: Marón. Su nombre literario era un semi-anagrama: Marón Dánrico.

Este furibundo adulador del general Calleja y del virrey Venegas da asimismo pruebas de su conocimiento, no escaso, de las letras españolas, cuando ofrece al segundo de los mencionados personajes, unas rimas escritas en castellano antiguo, a estilo de las del mistificador Pellicer, conocidas por las Querellas del rey sabio. Las de Roca comienzan así:

A vos, que acudido de heroica bravura
muy más que de Esquadras asaz favorido
las nobles fazannas de tal aguerrido
cual Cid o Bernardo vos facen mesura:
A vos renovando lejana escriptura
cual vos el recuerdo de grandes cabdillos
mi pénnola acata, y en metros sencillos
se postra a la vuestra perínclita altura.

Ramón Roca colaboró tenazmente en el papel realista fundado, como he dicho, por Beristáin y Comoto, El amigo de la patria.

Pero no sólo los que podían publicar, y publicaron, alabanzas a la opresión conquistadora, sino los imposibilitados para dar rienda suelta a los arrebatos de su numen, los poetas insurgentes, se desbordaron, cuanto les fue concedido, en cantos a la Libertad y a sus héroes, entonados con mayor vehemencia que arte; mas, por su propia sinceridad, conmovedores y grandiosos. El Correo Americano del Sur (Haz click aquí, si deseas consultar este periódico insurgente que hemos colocado en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha: Precisión de Chantal López y Omar Cortés) insertó varias composiciones de esta índole, no calzadas por firma alguna, porque semejante atrevimiento llevaba aparejado el peligro de ser pagado por la muerte. Sin embargo, los autores eran conocidos de todo el mundo, y su nombre se repetía envuelto, para que no sonara mucho, en terciopelos y tafetanes de discreción.

Desde la Hernandia de Ruiz de León, poema hecho sobre el molde de la epopeya italiana, a mediados del siglo XVIII, no se habían oído en Nueva España los acentos heroicos hasta el año de 1808, en que el sentimiento de la raza se unimismó, aquí y allá, en un grito de victoria, cuando se supo el triunfo de Trafalgar.

El poeta de la revolución podía ponerse frente al poeta de la opresión, el que estaba en condiciones de contestar los bélicos arrestos de Roca, era uno de esos hombres de extraordinario prestigio moral e intelectual en México, y que figuraba desde diez años antes como uno de los más inspirados rimadores.

Cuando, al comenzar el presente estudio, aludí al certamen, abierto por Beristáin para celebrar la inauguración del monumento a Carlos IV, omití, adrede, la noticia de que uno de los premiados en ese concurso fue un joven que se había distinguido mucho en el Colegio de San Juan de Letrán, donde acababa de cursar Filosofía, Teología y Jurisprudencia, y donde también había dado raras muestras de afición decidida por los estudios literarios.

Esto sucedía en 1803. Seis años más tarde, el mismo joven, admirado, celebrado y respetado ya en todos los círculos sociales, ocupaba, por voto unánime de los árcades, el puesto de Mayoral, que dejó vacante la muerte de fray Manuel de Navarrete. A cada momento mi pluma ha tenido que detenerse para no estampar el nombre venerado de este poeta. Y es que, con deliberada intención, quise dejar este lugar al primero de los cantores de la Patria en los tiempos en que era un crimen alzar la voz para enalteceda y glorificarla (1). Este poeta amable y persuasivo, este hombre bueno, se llamó Francisco Manuel Sánchez de Tagle (1782-1847).

La melancolía y el amor me hicieron poeta: así lo declara Sánchez de Tagle en una sentida confesión íntima. Y es verdad. Las obras en verso de este patriarca literario están poseídas de incurable tristeza y de amorosa ternura. Ni la retórica, altisonante y culterana, de sus odas, ni el almibarado amaneramiento de sus versos eróticos, ni la solemnidad rebuscada de sus cantos patrióticos, ni las notas orgiásticas, de candorosa falsedad, de sus anacreónticas, pueden ocultar un fondo de disgusto, un sedimento de pena, un dejo de amargura. Y es que el poeta tenía, él mismo lo dice en su confesión, un corazón demasiado sensible y delicado, y la época en que vivió no era propicia a la quietud consoladora, a la contemplación extática, al tranquilo esparcimiento del ánimo. Epoca fue, por el contrario, agitada, tumultuosa, batalladora: las ideas, las pasiones, los intereses libraban un perpetuo combate. La sociedad mexicana, removida hasta su oscuro subsuelo por un soplo huracanado de odio, de amor y de Libertad, luchaba, por orgánico instinto, para reconstruirse sólidamente, y en esta lucha chocaban unos contra otros los espíritus, como escudos de guerra. Sánchez de Tagle, herido y maltrecho en las primeras horas de su juventud, supo templar al fin su alma y abroquelarse serenamente contra los ataques insidiosos de la maldad; supo convertir la blanda cera de su sentimentalismo en fuerte acero de convicción y de justicia, y de aquella exquisita fantasía salió más de una vez el rayo de las sagradas iras.

La existencia de este varón conspicuo fue larga y abarcó algunas características etapas de nuestra historia: los postreros años del virreinato; todos los episodios de la Independencia; el Primer Imperio; el establecimiento de la República; la invasión norteamericana. En todas ellas, con excepción de la última, que lo halló cansado y le produjo la terrible desilusión que abrevió su muerte, Sánchez de Tagle ejercitó los dones de su musa; y así le escuchamos cantar, con arcaica galantería, a doña María Inés de Jáuregui, dignísima virreina, como lanzar ditirambos a la estatua de Carlos IV, como entonar valientes himnos cívicos en loor a los héroes insurgentes, como llorar con lágrimas de pesadumbre y de encono la muerte de Morelos, como increpar con dura entonación a los realistas ante el sepulcro de Hidalgo y de Allende, como exaltar, por fin, las glorias bélicas de Santa Anna y Terán después de la derrota de Barradas. laborioso y leal servidor de la patria, hombre de sana y razonada piedad, honrado y apacible jefe de familia, por su conducta alcanzó esclarecida fama en su tiempo. Poseía juicio sereno, amplia cultura, tierno corazón, fe inquebrantable.

Se sirvió de las formas poéticas de su época, pero las dignificó muchas veces. La suave puerilidad de Melendez Valdés le sirvió para sus canciones amatorias; el coruscante rebuscamiento de Quintana y aun de Herrera, para sus odas y elegías. Caro, Rioja, De la Torre y Andrada, suelen prestarle ropaje del siglo XVI para revestir sus melancolías y sus sueños. Gustó de hacer claras las imágenes, expresándolas, sin embargo, con voces eruditas y sabios neologismos. En sus estrofas, aunque lejana, suena, en ocasiones, la intrincada música gongorina.

Las alusiones y los tropos mitológicos ornamentan su estilo. Es rimbombante, pero noble; afectado, pero pulcro. Un afán de buen decir domina y amordaza su inspiración. La Harpe, Boileau, Blair le ponen freno a su fantasía, aunque es cierto que más que fantasía tuvo Sánchez de Tagle buen sentido, razonamiento y mesura. El señor de Luzán y Claramunt es para él una sombra consejera y guiadora. Mas, de cuando en cuando, por encima de esta malla espesa de preceptismo, saltan las expresiones puras y hermosas, desnudas y libres. Salen, eso sí, esculturales y pulidas, obras, al cabo, de un paciente artífice, mas llenas, también, de emoción y de sentimiento.

Así, por ejemplo, en una de las Odas pindáricas, la claridad de la noche le hace exclamar:

¡En qué profunda y silenciosa calma
se queda absorta y sumergida el alma!

En la oda religiosa A San Vicente de Paúl, tiene esta imagen, a propósito de las devastaciones de la guerra:

Así saña infantil derriba el nido
que al diligente avión costó mil vuelos.

Pero, en general, el ardor de su fantasía se vuelve académica tibieza, por la preocupación de seguir de cerca los cánones de la poética del siglo XVIII.

Conocedor de Horacio y de Virgilio, a quienes leía con deleite, los recuerda algunas veces, al componer. Pocas huellas dejaron en él Jovellanos y los Moratín, pero muy honda, indeleble, la dejó Meléndez Valdés. Así es como se lo imagina en el Olimpo:

Un joven aparece; trae ceñida
la frente con la rama
que respeta de Júpiter la llama;
una cítara de oro tiene asida;
viene de gloria pleno,
de Venus precedido y de Sileno.

Las Gracias lo acompañan, y Cupido,
con celestial sonrisa,
por besarle la boca se da prisa;
de celos Temis muestra el pecho herido;
Primavera sin tasa
va derramando flores por do pasa.

Un enjambre de abejas susurrantes
gira con blando vuelo
en torno de su labio, y es su anhelo
poner allí la miel que en las fragantes
frescas rosas chupara
cuando por el jardín raudo volara.

Píndaro excelso y el sublime Homero,
suave Anacreón y Horacio,
Pope, Young y Virgilio, honor del Lacio,
Rousseau, Bacon, Malherbe y el severo
Boileau, Racine, el Tasso,
León, Herrera, Argensola y Garcilaso:

Reverentes lo besan y lo guían
con cariñoso celo
a do reside el árbitro de Delo,
y las hermanas nueve, que aún tañían,
El llega, y calla todo ...

Y en una nota a su composición El rompimiento, dice:

El divino Meléndez, gloria inmortal de nuestro Parnaso.

A otro divino, a Fernando de Herrera, rinde asiismo homenaje y culto. El padre de la escuela sevillana se le aparece a cada momento, en el recuerdo, y lo compele a seguirlo y parafrasearlo:

A Júpiter así, tropa salvaje
de raza gigantea
negó el debido culto y homenaje,
provócalo a pelea,
y añade insultos al primer ultraje.
Los elevados montes desquiciaron:
los ven los dioses, con pavor y asombro,
que, cual arista al hombro,
así los llevan; fieros hacinaron
uno sobre otro, y luego
van al cielo a talar, a sangre y fuego.

Llegada la ocasión, Quintana y Cienfuegos le prestaron un poco de su arrebato y lozanía.

Y no por este acercamiento a la poesía española se crea que era desconocedor de la extranjera. Familiarizado con los idiomas francés e italiano, las dos fraternas lenguas romances, leyó mucho a los enciclopedistas, a Voltaire, a Rousseau, y entretuvo sus ocios en verter, en verso castellano, un cántico devoto de aquel gran heresiarca, algunos lirismos piadosos de Jean Baptiste Rousseau, una fúnebre fantasía de Alphonse de Lamartine y algunas páginas de Metastasio. (El estío, del célebre abate, conserva, en la traducción mexicana, su deliciosa y colorida sencillez).

Sánchez de Tagle no fue un moralista en verso, como por entonces se estilaba. No escribió irónicas sátiras ni sentenciosas epístolas. Vivió transformando sus ideas con el curso de los años, adelantándose, con generosa intuición, al pensar y al sentir de sus contemporáneos. Y del mismo modo que sus vestidos que, al comenzar el siglo, eran el oscuro casacón, el calzón corto, la media negra, el zapato con hebilla de plata, y en el año de 1847, eran la levita de largos faldones, el constrictor y alto corbatín, el pantalón ajustado y largo, del mismo modo, repito, fue adaptándose su temperamento a las modificaciones del medio. Y el lunar de una virreina, y las desdichas de la Madre España, y la estatua imperial de Carlos, y el heroísmo insurgente, y la libertad de la Patria le arrancaron ya cortesanías, ya lamentos, ya elogios de vasallo fiel, ya gritos épicos, ya triunfales himnos.

Pero tanto cantó al dolor y a la tristeza como a la religión y a la patria. Al infortunio, A la melancolía, Afectos del misántropo, La infelicidad humana, son títulos en las producciones líricas de Sánchez de Tagle. Y aquí también se ve la influencia de Quintana: la orientación hacia lo abstracto. Cantó a la luna en una noche de tempestad; cantó a la luna en tiempo de discordias civiles.

Del neoclasicismo artificioso y sensual, pasó este poeta, por transformaciones sucesivas y quizá inconscientes, a un lacrimoso y escéptico romanticismo; al que lo condujeron, sin esfuerzo, la revolución literaria naciente, los nuevos modelos, y su corazón delicado y sensible. Sánchez de Tagle, desde este punto de vista, es el primer romántico mexicano.

El año de 1817 dejó de publicarse el Diario de México. Su desaparición era sintomática: la revolución parecía vencida; frustrados los anhelos de libertad. En frente de lo futuro, encapotado como un horizonte de borrasca, en sombras relampagueantes, se hacía un largo silencio doloroso y dramático. La autoridad española parecía haber recobrado su vacilante fuerza, y acallado y apaciguado, por fin, vertiendo sangre y repitiendo promesas, el tumulto amenazador de criollos y mestizos. Ninguna publicación importante sustituyó al Diario. El Noticioso, papel trisemanal fundado por el infatigable Juan Wenceslao Barquera en 1816, y que, con la Gazeta del Gobierno, sobrevivió al mutismo periodístico, es, como lo indica su título, un simple recopilador de noticias nacionales y extranjeras, y muy rara vez prohija una literatura sin savia, sin color, sin vida. No se oye un grito, no se percibe una protesta. La poesía, fatigada y anémica, espera, con el ceño fruncido, la hora en que ha de abrirse su forzado encierro. Es un ave enjaulada que aguarda a que pase la noche para cantar.

Desde 1817 hasta 1820 no se perciben movimientos intelectuales dignos de mención. Sólo la vuelta de los jesuitas, a mediados de 1816, despierta, durante un corto espacio, la modorra aparente de los poetas. Aquí torna el canónigo Beristáin, impulsador constante de las letras, a promover un certamen; y éste se efectúa en honor de los magnos educadores. Tal concurso, menos lucido y fastuoso que los anteriores, sirvió para hacer una alta revelación: el advenimiento de otro poeta mexicano que acababa de llegar a la vida y se presentaba, como el Petrarca de Juan Montalvo, apoyado en las musas invisibles: Francisco Ortega.

El poeta Francisco Ortega (1793-1849) es el más pulido y cuidadoso versificador de su tiempo.

Si en sus primeras composiciones pueden ser notados los defectos prosódicos de la época, comunes a todos los poetas mexicanos, en cambio, conforme Ortega se adueña de su arte, va corrigiéndolos lenta pero seguramente, hasta que en sus odas didácticas en elogio de Mariano José Sicilia, al publicarse las Lecciones de ortología y prosodia, la rima y el ritmo adquieren una perfección inusitada entonces. Mas la ternura y la armonía de la versificación no corren, por cierto, parejas, con el brillo del estro y el vuelo de la fantasía, que de ser así, Francisco Ortega hubiera sobrepasado notablemente el nivel que alcanzaron sus contemporáneos Sánchez de Tagle y Quintana Roo. Mesurado frecuentemente en la dicción, es calculador en la fantasía. Sus imágenes, sus tropos, sus metáforas, son obra paciente de la meditación, no espontáneo impulso de la imaginación. Esta moderación, esta discreción. impiden el arranque desmelenado de un lirismo arrebatador. Ortega es claro, pero frío, como Sánchez de Tagle, aunque, por la propensión de su gusto depurado, cae menos veces que este otro poeta en el prosaísmo. El anhelo de conservar siempre la compostura académica, lo obliga en muchas ocasiones a que sus pensamientos y sus sentimientos nobles, verdaderos y profundos, aparezcan revestidos con un traje declamatorio que les da el aspecto de engañosas ficciones.

Porque este poeta, como casi todos los de su tiempo, fue un poeta ciVlil y, llegada la oportunidad, puso su lírica al servicio de la causa política, que era una suprema causa: la causa de la patria. La efervescencia de los episodios dramáticos que se sucedieron más tarde en la vida nacional, eran algo así como los dolores de un alumbramiento, la pugna del nuevo ser al desprenderse, por esfuerzo natural y necesario, de la matriz que lo contuvo, y esa agitación, esa inquietud, llegaban a las liras de los poetas y, sacudiéndolas, les arrancaban cantos heroicos, alabanzas olímpicas, frenéticas inspiraciones. El jubilo de la libertad embriagaba a las musas, como una fuerte y agria posca.

Ortega sintió, como los otros, esta borrachera de ideal y de vida. Pero su temperamento delicado no le permitió llegar al exceso. Sus características fueron la moderación y la templanza. Hombre de gran salud moral, se detuvo en los límites de un generoso y ponderado entusiasmo. Era un sagaz y prudente observador. Por encima del tumulto de las pasiones, la severidad de su juicio clareaba como luz de estrella sobre ola de borrasca. Así, cuando la adulación de los cortesanos, la impetuosa admiración de un ejército y el ciego delirar de un pueblo, levantaron a Iturbide hasta la efímera visión de un trono, este poeta cantó el poema de la verdad y de la justicia, y quiso, con su elocuencia libre y clarividente, convencer a la ambición en sus desatentadas locuras. La oda de Ortega a lturbide es una de las páginas más honradas, valientes y puras de aquella época impura y revuelta:

¿No miras, oh caudillo deslumbrado,
ayer delicia del azteca libre,
cuánto su confianza,
su amor y gratitud has ya perdido ...?

¿De la envidia las sierpes venenosas
del trono en derredor no ves alzarse,
y con enhiestos cuellos
abalanzarse a ti? ¿Los divinales
lazos de amistad bellos,
rasgar, y conjurarte mil rivales ...?

La cándida verdad, que te mostraba
el sendero del bien, rauda se aleja
del brillo fastuoso
que rodea ese solio tan ansiado;
ese solio ostentoso,
por nuestro mal y el tuyo levantado.

Tres númenes inspiran a Ortega; son los mismos que mueven y socorren la musa de Sánchez de Tagle; los mismos que estremecen el alma deslumbrada de los mexicanos de entonces: la patria, la religión, el amor.

Ortega es un creyente de cuerpo entero; sin una vacilación, sin una duda. Era un fiel severo católico, obediente a los dogmas de la Iglesia. Su fe, un poco pueril pero respetable, era la de su tiempo; era la ortodoxia común, que, de cuando en cuando, envolvía él en la limpidez sonora de sus versos. Su poema más acabado y elegante, es, sin duda, el que, con unción verdadera y elevada entonación, escribió sobre un asunto teológico: La venida del Espíritu Santo.

Canta Ortega cuanto se refiere a acontecimientos de la época, a México libre (en un melodrama heroico en el que aparecen personificaciones de la más pura abstracción, como la Ignorancia, el Despobismo, la Libertad en diálogo y en acción, con la América, y las deidades paganas Marte, Palas y Mercurio), Al Ejército Trigarante, A Iturbide, a la Instalación de la Diputación provincial, a las Disensiones civiles, a la epopeya de Tampico. Lo curioso de estas composiciones patrióticas es que, en una de ellas, está interrumpida, de pronto, la versificación de la silva (combinación de endecasílabos y eptasílabos) y colocada una estrofa de arte menor; (una octavilla de seis u ocho sílabas) como fragmento de un himno, para volver luego a seguir el curso cadencioso de la oda. Son los primeros rayos de la alborada romántica.

Ortega se valió también de la fábula para hacer poesía política. Hay en su colección algunas composiciones de este género.

El amor que lo anspira es suave y casto, tímido y ruboroso. Se vale, como sus antepasados y sus contemporáneos, como Navarrete y Sánchez de Tagle, de la vieja anacreóntica, del lenguaje de la égloga, del disfraz pastoril, para expresar sus amorosos devaneos. Conserva todavía el convencionalismo y la melosidad de Meléndez Valdés. Como Arriaza, es, a veces, elegante y atildado.

Mas en estas farsas infantiles de una poesía mediocre y vetusta, Ortega encuentra el modo de mostrar un alma toda sencillez, un corazón todo pureza.

Los ojos de Delia lo enamoran y fascinan. Bajo este arcaico nombre, herencia de los eglogistas italianos, se oculta la única y suave pasión del poeta. No hay otra en toda la obra. Y se adivina en ella cómo el hombre realizó su ilusión y formó un hogar lleno de castidades y ensueños.

El triunfo de la revolución constitucionalista, en España, puso de nuevo en vigor la ley magna promulgada en Cádiz el año de 1812 y derogada poco tiempo después de haberse jurado aquí en medio de la convulsión insurgente. Tal fenómeno político apresuró la realización de la Independencia. Sin ponerse de acuerdo, absolutistas y liberales coincidieron en creer llegada la hora de hacer viable y definitivo el pensamiento que anidaba en todos los cerebros, el ansia que ocultamente agitaba todos los pechos americanos. El período de crisis social tocaba a su fin.

La literatura nacional rompió a hablar de nuevo, después de su forzado silencio. Habló por medio de folletos efímeros, de cuadernillos alados, de rápidos y humorísticos escritos que se cruzaban, brillando en la oscuridad de la vida mexicana, preñada de inquietud y esperanza, como insectos luminosos en la penumbra de un vasto jardín. No reapareció el periódico circunspecto y constante; no se reprodujo la época de entusiasmo y estímulo del Diario de México, no se desbordaron las publicaciones en versos fragantes como cestos colmados de rosas; pero los panfletistas de 1810 y 1812, los ágiles combatientes de las ideas, sí tornaron a presentarse. Algún papel, sin embargo, tuvo por poco tiempo el carácter de periódico, como El Conductor Eléctrico y El Argos, pero su vida fue breve, y tras de breve, intermitente. El tiroteo apasionado, vehementíSlimo, incesante, lo mantuvo el folleto. El Pensador, que escribió entonces muchas hojas volantes, pareció inagotable; su facundia, su fecundidad, hicieron explosión y alcanzaron proporciones gigantescas. Es célebre la polémica sostenida entre el librepensador Fernández de Lizardi y el conservador fray Maniano Soto a propósito de la situación.

Por ella, mejor que por otros escritos del tiempo, se viene en conocimiento del avance, cada día más firme y más rápido, de las ideas nuevas. La lucha intelectual entonces tomó un solo aspecto: el político. La Colonia no estaba, de derecho, emancipada aún del poder hispano; pero de hecho, comenzaba a estarlo ya, porque, como escribió alguna vez el general Calleja:

Seis millones de habitantes decididos a la Independencia no tienen necesidad de acordarse ni convenirse.

La terminación de tan largo período de intranquilidad fue, como se sabe, el simbólico abrazo de confraternidad que, en un pueblo del sur, se dieron Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide. El general insurgente y el coronel realista fundieron en él la aspiración de absolutistas y liberales, y sellaron, con signo de amor, una ansiada reconciliación y un perdón generoso y sincero.

Mi insigne maestro Justo Sierra, en su profundo y sintético estudio sobre la evolución política y social de México, resume y explica de esta manera y con nutrida y jugosa concisión, el fenómeno histórico de nuestra Independencia:

Un capítulo de trescientos años de historia española quedó cerrado el 27 de septiembre de 1821. Comenzaba la historia propia de un grupo nacido de la sangre y el alma de España, en un medio sui generis físico y social; ambos influyeron sobre la evolución de ese grupo: el primero, por el simple hecho de obligarlo a adaptarse a condiciones biológicas, bastante, si no absolutamente, distintas de la ambiencia peninsular; y el otro, el social, la familia terrígena, transformándolo por la compenetración étnica, lenta, pero segura, de que provino la familia mexicana. Es verdad que a su vez el grupo indígena fue transformado: admirablemente adaptado al medio en que se había desenvuelto, había adquirido un núcleo social que estaba en plena actividad en la época de la conquista. Esta, al mismo tiempo que le proporcionó, con nuevos medios de subsistencia, comunicación y cultura moral, intelectual, la facultad de ensanchar esa actividad indefinidamente, lo sumergió de golpe en una pasividad absoluta, sistemáticamente mantenida durante tres siglos, y que se extendió poco a poco a toda la sociedad nueva.

La evolución española, cuya última expresión fueron las nacionalidades hispanoamericanas, no tuvo por objetivo consciente (a pesar de que éste debe ser el de toda colonización bien atendida, y todo menos eso fue la dominación española en América) la creación de personalidades nacionales que acabaran por bastarse a sí mismas; al contrario, por medio del aislamiento interior (entre el español y el indio, abandonado a la servidumbre rural y a la religión, que fue pronto una superstición pura en su espíritu atrofiado); aislamiento concéntrico con el exterior, entre la Nueva España y el mundo español, trató de impedir que el agrupamiento que se organizaba y crecía, por indeclinable ley, en la América conquistada, llegara a ser dueño de sí mismo.

Pero la energía de la raza española era tal, que el fenómeno se verificó, y al cabo de tres siglos, gracias a la comunicación se había verificado, como un fenómeno osmótico, entre los grupos en el interior y las ideas en el exterior, se encontró España con que había engendrado Españas americanas, que podían vivir por sí solas, lo que ella se esforzó en impedir por medio de una lucha insensata ...

Por lo que toca a los hechos y aspectos puramente literarios de este lapso de veinte años que he venido analizando, creo que todos ellos pueden reducirse a dos fórmulas:

Primera. La literatura mexicana, desde 1800 hasta 1810, conservó su fisonomía neta y absolutamente española; puede afirmarse que no fue otra cosa que una rama o prolongación de la literatura hispana del siglo XVIII, con todos los caracteres de este período de decadencia: el culteranismo, el prosaísmo, unidos al atildamiento y artificio seudoclásicos.

Segunda. Las agitaciones sociales y políticas que desde 1810 hasta 1821 sufrió la Colonia alteraron las formas literarias, creando la literatura política, y dando entonación heroica a la poesía lírica, siempre con la indispensable y natural dependencia y sujeción de los modelos españoles. En las ideas y en las expresiones que se transformaron, se nota ya la influencia de la literatura francesa; pero esa influencia no es directa, sino que nos llega por medio de nuestro contacto con el alma española, la cual sufre en aquella época la sugestión y la fascinación del pensamiento francés. Nótase también una marcada tendencia, por parte de algunos escritores, a dar carácter, personalidad y peculiaridad a la literatura novohispana; a copiar y a reproducir fielmente nuestro medio físico, moral y social, y a hacer entrar en la prosa, y aun en el verso, giros y modismos populares. Esta tendencia, iniciada ya de tiempo atrás, adquiere fuerza y desarrollo durante la guerra insurgente, y tiene por origen la necesidad de hablar al pueblo, en su lengua y con su espíritu, de cosas que necesariamente debía comprender y saber, para animarlo a entrar, como primer factor, en la lucha por su libertad. De allí, la aparición del escritor que personifica este impulso: El Pensador Mexicano.

Cuando México se sintió libre, cuando tuvo la conciencia de su soberanía, pasado el primer instante de goce arrebatado y sublime, empezó desde luego a tratar de constituirse en un sólido organismo en marcha progresiva. Y en esa tarea tuvo que recurrir inmediatamente a dos nuevas formas literarias, de que hablaré al comenzar el estudio de la época siguiente; a saber: el periodismo de doctrina; la oratoria parlamentaria.

México, julio de 1910.


Notas

(1) Según José Rosas Moreno (Apuntes sobre Guanajuato, México, 1876) el primer poeta que cantó a la independencia fue doña María Josefa Mendoza. Pero no hemos podido comprobar esta aserción ni encontrar los versos de la poetisa, a quien también cita Beristáin.

Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaSexta parteBiblioteca Virtual Antorcha