Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaTercera parte Quinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Cuarta parte

Andrés Quintana Roo. - Noticias y rumores. - José Ruiz Costa. - Juan Wenceslao Barquera. - El pensador mexicano. - Fernandez de Lizardi. - Testamento de Lizardi.- El periquillo sarniento. - Don Catrín de la Fachenda



Entre esas fórmulas, ningunas más útiles, tal vez, que las que usó el insigne Andres Quintana Roo (1787-1851), figura prominente en la época, personaje de subido interés en el drama revolucionario, no sólo por el viril esfuerzo que desplegó para hacer triunfar el lideal de independencia, no sólo por la consagración íntegra de su alma y de su cuerpo a la lucha de la libertad, sino por su noble y admirable aventura amorosa con doña Leona Vicario, mujer digna de la apoteosis épica, quien, sobreponiéndose a las preocupaciones de su tiempo, a las imperfecciones de su educación y a las exigencias de su clase, a las debilidades de su sexo, levantó su corazón hasta las más elevadas cumbres de la bondad humana, y amó la libertad y soñó en la patria, y alentó con su fe ciega y ardiente a los caudillos, sin que lograran arredrarla persecuciones, miserias y sufrimientos de todo linaje.

Andrés Quintana Roo, en unión de Ramón López Rayón, más bravo éste en los azares de la guerra que en las lides de la pluma, colaboró con el doctor Cos en El Ilustrador Americano (Haz click aquí, si deseas consultar este periódico insurgente que hemos colocado en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha. Precisión de Chantal López y Omar Cortés), fundó luego en el mismo campo insurgente el Seminario Patriótico (Haz click aquí, si deseas consultar este periódico insurgente que colocamos en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha. Prfecisión de Chantal López y Omar Cortés), escribió proclamas, redactó manifiestos, pronunció discursos, y supo hallar en las fuentes de su saber el caudal vivo y claro de una avasalladora elocuencia. Este fue uno de los literatos revolucionario más bienfamados en aquel período. Infatigable en el producir, rápido en el concebir, expresivo y Vlibrante en el decir, sus escritos impresionaban profundamente. Eran impetuosos sin ser desordenados, elegantes sin ser amanerados, sencillos sin ser vulgares. Se conocía en ellos que el autor había estudiado mucho la oratoria latina, y que en su oído había quedado, como, según la fábula, quedó el rumor del mar en el caracol, el eco majestuoso de las cláusulas de oro de las oraciones ciceronianas. Todos, o casi todos los períodos de estos escritos razonados y fogosos, tienen la severa armonía tribunicia; todas, o casi todas las ideas, se revisten con la amplia y noble toga de severos pliegues, siguen los lineamientos clásicos. Alguna vez, la sobriedad de sus discursos los hace aparecer como fragmentos de alegato.

No fue tampoco rehacio Quintana Roo al cultivo de la poesía. Desde sus mocedades seminaristas empleó sus ocios en ataviar sus pensamientos con las galas, sutiles y ricas, de la palabra cantada. Y su depurado gusto de latinista lo llevó, constantemente, como en prosa, a recurrir a los modelos eternos de la arquitectura literaria. Y si en sus discursos y proclamas suenan las cláusulas de Cicerón, en sus versos se perfilan las soberanas y lapidarias imágenes de Horacio.

Al cumplir los veinte años, ya su nombre de poeta recorría la capital y andaba de corrillo en corrillo. Una figura distinguida, un porte aristocrático, una fina elegancia, auxiliaban eficazmente a su talento. Procedía de una acomodada familia yucateca. En Mérida, en el Seminario Conciliar, había hecho los más importantes estudios de su carrera de abogado, que terminó en México, en cuya Real y Pontifjcia Universidad obtuvo su título de Bachiller en Artes y Cánones. En el suplemento al Diario de México de 14 de enero de 1810, se publicó una oda en versos libres, dedicada Al señor don Ciriaco González de Carvajal, en su partida a Sevilla como Consejero de Castilla e Indias.

Tal composición poética está calzada, según el uso de entonces, por las iniciales A. Q. R. Aunque don Ramón Quintana de Azebo, además de los seudónimos de que se valía para ocultarse, solía también jugar con las letras primeras de su nombre, la circunstancia de que por lo general no dejaba este literato de colocar antes de la A la partícula prepositiva del, y el hecho de que se trate en esa poesía de honrar a un caballero amigo muy estimado del señor doctor don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, bajo la dirección y protección del cual hacía Quintana Roo su pasantía de abogado, me inclinan a creer que es éste y no aquél, es decir, Quintana Roo y no del Azebo, el autor de los referidos versos. Y de no existir semejantes circunstancias, otra, de índole distinta, me habría confirmado en mi creencia: el estilo. La tendencia clásica, el pulimento elegante y a la vez sencillo, el giro castizo, acusan la filiación erudita del nuevo escritor. Hay en él un poeta menos espontáneo que ilustrado y exquisito. Y más que poeta, resulta a la postre Quintana Roo versificador de buen gusto. Es un hábil marginalista. Muestra de ello es la poesía a que hago referencia y que copio aquí, como una curiosidad literaria, y a la vez, como una prueba de que los hombres de aquella edad no eran ni podían ser rectilíneos en las manifestaciones de sus ideas y sentimientos, y de que, por el contrario, tuvieron más de una vez que esconder su anhelo de emancipación con el antifaz risueño e hipócrita de la cortesanía:

Tened a bien, Señor, que yo afligido,
a la par que gozoso, lleno el pecho
de encontrados afectos, ora llore,
ora, cantando vuestra ausencia, ría.
Miro surta en el puerto osada nave
librar inquieta las fugaces velas
a los vientos alígeros, y veo
el ancla que a levarse a vos espera.
¿Partís, Señor? ¿Las playas
dejáis del mexicano rico imperio,
de este suelo feliz, afortunado
del buen olor de vuestro nombre lleno?
Aquí do un tiempo anunciar os oímos,
ministro de la ley, los inefables
oráculos de Themis, a los hombres
acuitados deidad siempre propicia.
Aquí también donde la viuda triste,
el horfanico sin amparo, hallaron
lenitivo a sus males, convirtiendo
su faz llorosa a vuestro pecho blando,
de todos sois amado; la memoria
de vuestra íntegra fe, nunca manchada
con feos dones que inclinar procuran
de la justicia la balanza al lado
del opulento, en daño del que gime.
Esta memoria de virtudes, propias
de un ministro, un filósofo y un sabio,
grata corre y alegre entre nosotros,
como cuando en el valle el ruido se oye
y blando susurrar del arroyuelo,
cuya frescura al labrador produce
las mies deseada, a su fatiga premio.
¿Huís, Señor, de estas gentes?
¿Con paso presuroso
camináis de la mar a los peligros,
al furor de las olas inconstantes
y a la furia de vientos enemigos?
¿Pues cómo no? ¿Si el fuego
del santo patrio amor en vuestro seno
ardiendo activo vuestro pie dirige
y os conduce a pagar el justo feudo
a la patria debido? Ella reclama
al servicio que en vos hallar espera.
Confiada en la actitud que habéis mostrado
en mil altos destinos, ora os llama
el augusto consejo de dos mundos,
empleado en trastornar con sabia mente
las inicuas medidas del que trata
de aprisionar la patria en sus cadenas.
Id, Señor, id en paz; propicio el cielo
a mi ruego conceda favorable
navegación que para vos le pido;
que a su benigno imperio el raudo viento
enfrente su furor, y sólo sople
el que al deseado puerto os encamine.
Y tú, océano inmenso, que ahora llevas
ilustre carga, calma tus hinchadas
olas por do la nave transitare;
es también mi deseo que a la Iberia
libre encontréis, Señor; que ya no exista
en su dichoso suelo rastro o huella
de los pérfidos Galos detestables,
y que esté nuestro amable rey Fernando
a sus fieles vasallos gobernando.

Por el tono y la fácil gallardía de estos versos, se infiere que el joven seminarista era un asiduo lector, a la vez que de los clásicos españoles, de los clásicos latinos. Véase todavía más palpable esta influencia en el siguiente soneto, publicado en junio de 1810 en el mismo Diario de México.

Hija parlera del excelso Divo,
joven sonora que la noble gloria
del héroe estampas en la fiel historia,
su nombre conservando siempre vivo;

Tú, alma Clío, que de verde olivo
la sien ornada, y trompa meritoria
empuñas, para hacer a su memoria
el elogio más noble y expresivo:

Etemiza en tu libro duradero
los grandes hechos de quien ha sabido
modelo ser de jefe verdadero;

de Pérez Valdelómar, conocido
por general bizarro, cuyo esmero
a Yucatán en todo ha engrandecido.

Quintana Roo escribió mucho, al decir de sus contemporáneos. Buena parte de sus escritos se publicó anónima. Sin embargo, los artículos que de él se conocen y pueden identificarse por las iniciales consabidas, son relativamente escasos, lo cual no impidió que el insigne yucateco gozara de larga y nunca entibiada fama.

Y es que, principalmente por la palabra y por el ejemplo, constituyó, durante prolongados años, un superior modelo de virtudes cívicas. Y es, asimismo, que, llegado a la madurez, traspuesta ya la edad de la pujanza y del combate, alcanzada la libertad y creada la Patria, Quintana Roo difundió y propagó su saber y su patriotismo en las nuevas generaciones: se hizo un maestro.

Guillermo Prieto, en las ingenuas Memorias de mis tiempos, cuenta, con delicioso candor, el episodio que transcribo:

En una de las tardes (hacia 1836, probablemente) tristona y lluviosa por cierto, llamó a la puerta de la Academia (la de Letrán) un viejecito, con su barragán encarnado, a cuadros, con su vestido negro, nuevo y correcto, y su corbata blanca, mal anudada, y un sombrero maltratado con la falda levantada por detrás. Era penoso el andar del anciano; su cuerpo notablemente inclinado. Tez morena; ojos negros muy expresivos y brillantes, y una frente verdaderamente olímpica y llena de majestad.

El viejecito tocó la puerta, y sin más espera se entró de rondón en el cuarto y se sentó con el mayor desenfado entre nosotros, diciendo:

- Vengo a ver qué hacen mis muchachos.

La Academia se puso en pie y prorrumpió en estrepitosos aplausos, que conmovieron visiblemente al anciano. El nombre de Quintana Roo, que tal era nuestro visitante, fue pronunciado por todos los labios, y por aclamación irresistible fue elegido nuestro presidente perpetuo.

El júbilo por este nombramiento fue tan ardiente como sincero. Nos parecía la visita cariñosa de la Patria.

Con elementos literarios tan valiosos como el licenciado Quintana Roo y el doctor Cos, que escribían en el campamento insurgente, aprovechando los instantes que los azares de la guerra les dejaban libres, en medio de la agitación y del sobresalto, entre el tumulto y las aventuras de la contienda, a la llama humosa de las fogatas del vivac, la revoluci6n hacia su camino en las conciencias y tenía una voz elocuente y alta que, a pesar de las prohibiciones, de las excomuniones, de los castigos, de las amenazas de muerte, de la feroz crueldad realista, resonaba clara y rotundamente en los espíritus, despertando anhelos de justicia y de libertad. Los papeles insurgentes se mandaban romper y quemar: la mano del verdugo era la encargada de cumplir la orden virreinal en las plazas públicas de la capital y de las provincias. Todo inútil: en fragmentos, en cenizas, en polvo, se difundía y volaba por los ámbitos del país el alma de la patria.

Entre tanto, en la capital de la Colonia se vivía en una inquietud silenciosa, pero expectante. Al parecer, la tranquilidad reinaba, como antaño, en la vida neoespañola. La Gazeta publicaba, de cuando en cuando, los partes militares de los jefes realistas, anunciando las constantes derrotas de las desordenadas fuerzas ánsurgentes. El Diario de México, con veladas alusiones, con suaves eufemismos, apenas, si, también de tiempo en tiempo, dejaba entrever la situación real del virreinato. La agitación no salía a la superficie; se quedaba revolviendo y enturbiando el fondo. Los folletos contra los insurgentes se repartían en profusión inusitada. El Gobierno, para hacerse perdonar la sangre inocente y la culpada, vertidas sin tasa, las violentas y enérgicas disposiciones, las medidas crueles, los bandos de terror, anunciaba una política de dulce y afectuosa conciliación, de tardía confraternidad, de equidad e igualdad, de acariciadora esperanza en un porvenir cercano de paz y de justicia.

Pero en las valijas de correos de las diligencias que recorrían las provincias, venían las noticias alarmantes, las cartas confidenciales, las narraciones de los incidentes revolucionarios, las descripciones de las ciegas y cruentas venganzas de las turbas, los asesinatos, las depredaciones, los crímenes, los asaltos de unos; las poblaciones diezmadas, las mujeres ejecutadas impíamente, la furia loca, los excesos de opresión y de represión de los otros; y por todas partes las matanzas, los desenfrenos, el delirio, la visión roja de un pueblo que pasa, iracundo, famélico de pan y de derecho, agitando las teas del incendio y las banderas de la muerte.

Nada públicamente escrito; todo comunicado en secreto, a la sordina, en voz muy baja, en cuchicheos de tertulia, en rumores de sacristía, en acercamientos femeninos de basquiña a basquiña, en rápidos vocablos y en claves convencionales, bajo los embozos de las capas. La Censura vigilaba; atisbaba la Inquisición; la traición, arteramente, huroneaba.

El nombre del general Calleja sonaba muy alto, nota aguda de una presuntuosa y falsa epopeya, en tanto que, casi en silencio, se pronunciaban, con veneración, con religiosidad, los nombres de los héroes que habían sucumbido ya, cubiertos de ignominia y de vergüenza, pero firmes en su apostólica fe de mártires, y se repetía, con asombro y entusiasmo, el nombre de otro cura, de José María Morelos y Pavón, quien acababa de realizar la prodigiosa hazaña del Sitio de Cuautla.

De repente, un grito de júbilo, un grito sonoro y vibrante, salió, como un contenido desahogo, de algunos viriles y fuertes pechos: era que la Constitución de Cádiz les otorgaba el derecho supremo de la palabra libre. La Constitución fue jurada el día 30 de septiembre de 1812. El bando sobre la libertad de imprenta se promulgó el 5 de octubre siguiente.

El Diario de México del día 7 del mismo mes es decir, dos días después de aquel en que el bando recorrió las calles de México, trae esta efusiva expansión del editor José Ruiz Costa:

Amados compatriotas:

Ahora sí que el Soberano rompió las negras cadenas del despotismo y arbitrariedad, y dejó la América de ser el juguete de los tiranuelos. Contemos desempuñado el cetro de hierro, y puesta la barrera incontrastable a los esfuerzos de las pasiones y al espíritu desolador de ambición y tiranía; pues la libertad de la Prensa, base titular de la libertad política y civil, l1egó a tomar asiento entre nosotros, a pesar del terror pánico que tiene trémulos a todos los monstruos que han merecido el nombre abominable de enemigos de la humanidad.

Sean nuestras plumas las terribles clavas que labren la ruina de semejantes hidras; velemos sobre la favorecedora Constitución que hemos jurado, presentando a la faz de las naciones o al filo de la espada, al sacrílego que infrinja sus leyes con el objeto solapado de entregarnos lentamente a la anarquía más horrorosa, y labraremos así la base de nuestra futura felicidad; nuestras plumas serán aquellos célebres censores que dejaron tan ilustres memorias entre los romanos.

¡Americanos! Llegó el deseado momento de hacer ver al mundo vuestros agravios, quejas y distinguidos talentos, y que si el Telégrafo americano, Diario de México y otros papeles que he tenido el honor de presentar al público (que tanto me ha favorecido) se llenaron con asuntos frívolos, disputas pueriles y discursos formados en provincias de felicidad más temprana, reimpresos a beneplácito del Gobierno, que nos quitaba el lugar o gusto para vaciar nuestros pensamientos, fue porque carecíamos las más de las veces de objetos en que fijar nuestros discernimientos, particularmente en gobernantes, a quienes la fuerza nos hacía mirar como a cosas endiosadas.

En ninguna parte de la Monarquía española se presentan más objetos para los escritores, como en este ensangrentado y desgraciado reino.

La Naturaleza, ese reloj animado por la Sabiduría eterna, nos presenta interesantes cenizas, y su sonido triste, capaz de enternecer cualquier corazón sensible, hace tiempo que hiere los oídos, como pudieron herir los agonizantes quejidos de medio millón de inocentes seducidos al exhalar su último aliento, por las heridas profundas que hicieron hijos en padres y padres en hijos; su penetrante eco parece que hace escuchar: ¡Considerad la causa de vuestros males espantosos! ... ¡En qué vendréis a parar! ... ¡Cómo se detendrán arroyos de sangre !

Ojalá que así como he merecido el favor de Su Majestad por haber derramado casi toda la sangre que circuló en mis venas, y los intereses de mi familia, en obsequio de la Patria, queriendo imitar a mi amado padre, mereciera también el de todos mis conciudadanos, y fuera capaz de ayudarles a labrar su felicidad futura en los pequeños ratos que me lo permita mi trabajosa ocupación, en medio de mis pocos años y mis débiles conocimientos.

El joven que así se expresaba con tan macarrónica literatura y con la apariencia de defender la causa española, sufría uno de los primeros atentados del Gobierno contra la famosa libertad de imprimir. El papel de que Ruiz Costa era editor, el tantas veces mencionado Diario de México, trae en su número 2,575, del tomo XVII, correspondiente al lunes 19 de octubre de 1812, la relación que transcribo, suscrita por el mismo Ruiz Costa:

He recibido un discurso relativo al señor comandante del primer batallón americano, y es necesario, para que se publique, que su desconocido autor dé una responsabilidad de su papel, porque yo no soy responsable de opiniones ajenas.

El día 17, al mediodía, me sorprendieron en mi casa dos oficiales del expresado batallón, mandándome que entregara todos los papeles que tenia. Me resistí a tal delirio, y me amenazaron con la justicia, enviando por ella el uno al otro; ceñí mi sable con objeto de resistir la violencia si hubiera llegado a más. Llegó, en efecto, no sé qué miembro de justicia, al parecer escribano o alcalde, y dijéronme los oficiales que traían orden verbal del excelentísimo señor Virrey para que les entregara el papel ya citado. Yo continué mi resistencia por no creer que el señor Virrey fuera capaz de mandarme aquella orden ejecutiva por medio de unos oficiales que no eran sus ayudantes y que atropellaban mis derechos; y habiéndome dicho Su Excelencia que no dio tal orden ¿no es esto una desvergüenza, falta de respeto e insulto? ¿Pues qué, así debe entregar, a unos oficiales, los papeles un depositario de la opinión pública y de los secretos ajenos? Si supieron que yo tenía tal papel ¿por qué lo exigían violentamente? ¿Así se atropella a un ciudadano? ¿Así abusan de la autoridad del capitán general unos oficiales de guerra? ¿Así cumplen con la Constitución sabia que el día antes celebraron?

Se dice ya en la ciudad que me fueron a prender ... ¡Qué escándalo! Sólo faltó que hubieran llevado una compañía de cazadores y me hubieran pasado por las armas en el acto.

Si esto sucede con un hombre de conducta pública, que tiene a sus puertas la guardia del señor coronel de Nueva España, que se hallaba rodeado de testigos, y que sin haber faltado a nadie sostenía su derecho a 50 varas del real palacio ¿qué hubiera sucedido a un inocente cualquiera, indefenso y sin testigos, a 50 leguas de distancia, no queriendo obedecer un capricho igual ...?

La actitud de Ruiz Costa tuvo por resultado que, poco tiempo después, el disgusto del virrey Venegas obligase al editor del Diario de México a dejar su puesto en ese periódico. El cual comenzó una nueva época bajo la dirección del licenciado Juan Wenceslao Barquera, quien había estado dirigiendo, desde 1811, El Mentor Mexicano, semanario discretísimo y entretenido. Este literato, que calzaba casi todos sus escritos periodísticos en el Diario, con la letra D, se había expresado en términos un tanto ambiguos y solapados, al juzgar de la libertad de la prensa.

Decía el 9 de octubre de 1812:

Que esta libertad es un lazo, es innegable; pero ¿para quiénes? Para los enemigos de la Patria, para los calumniadores, infamadores y precipitados. Pero para un declamador de la verdad y para un hombre de bien, ingenuo y sencillo, no es lazo; éste, escudado con la justicia, como es público, puede hacerla ver a la Junta provincial de censura en caso de juicio; y aun dado el de que ésta le faltase, tiene el recurso de aguardar la declaración de la censura suprema. Hablad verdades, mexicanos, y acabad de conformar vuestras opiniones en justicia.

Trampa creía, pues, el licenciado Barquera la prerrogativa de la nueva Constitución; trampa fue, en efecto, aunque muchas gentes de buena fe creyesen otra cosa. Entre ellas no faltó quien entonara himnos triunfales a la recién otorgada libertad. Oíd esta anacreóntica:

Llenad las hondas copas
del néctar de Lieo,
pues ya de nuestra gloria
llegó el dichoso tiempo.
Con himnos sonoros
el día celebremos
en que la dulce patria
recobra sus derechos.
Y baje al hondo abismo
y expire en voraz fuego
la horrenda tiranía
verdugo de los buenos.
¿La veis, la veis, amigos,
bajar en raudo vuelo,
risueña y amorosa
del alto firmamento?
¡Oh, libertad preciosa!
Ven a mi tierno pecho,
y en él por siempre mora
y enciéndele en tu fuego.
Loor a los patriotas
del español Congreso
que el fiero despotismo
lanzaron de este suelo.
Y mengua a los serviles,
y odio y baldón eterno
al déspota que intente
violar nuestros derechos (1).

Era, a pesar de todo, tal la efervescencia social, tal el deseo de romper aquel largo y temeroso silencio, que, a los tres días de haberse promulgado el liberal decreto, apareció un semanario célebre, el más célebre de nuestra historia de Independencia: El Pensador Mexicano.

Lo redactaba un hombre de ingenio, de atrevimiento y de valor: José Joaquín Fernández de Lizardi (1774-1827).

El número primero de este papel trae en la portada un epígrafe tomado de las fábulas de Fedro: Neque enim notare singulos mens est mihi¡ verum ipsam vitam et mores hominun ostendere ... Ergo hinc abesto, Livor, ne frustra gemas. El periódico de Fernández de Lizardi comenzó con sumo tacto, con estudiada discreción, al punto de que la misma Gazeta del Gobierno anunció la aparición de El Pensador Mexicano, en un aviso en el que indica los puestos y alacenas donde podía encontrarse el nuevo papel. Pero a medida que avanzaba Fernández de Lizardi en el análisis de la situación, iba enardeciéndose su atrevimiento y las verdades políticas saliendo de su pluma en un estilo franco y sencillo que no dejaba lugar a dudas. Escuchad un fragmento del número 5 del Pensador:

¡Qué capaz que en tiempo de Carlos III hubiera Godoy sido, no digo Príncipe de la Paz, pero ni pifano de la guerra! Dos malos ministros sé que tuvo, pero no duró mucho su privanza; y que, ya se ve, que en línea de ambiciosos y déspotas, no eran capaces de descalzar a don Manuelito; pero ¡ah fortuna de pícaros! murió Carlos III, subió al trono el sencillote Carlos IV, tocó la guitarra Godoy, cantó sus boleritas, lo oyó la Reina, le acomodó el músico, habló por él al Rey, se quitaron los embarazos de Florida y Aranda, y se llevó el diablo a España y a las Indias, de pilón.

Las Indias, sí, las Indias; esta preciosa parte de la Monarquía; esta margarita inestimable de la Corona de España; esta bolsa donde la Divina Providencia derramó a manos llenas el oro, la plata, los ingenios, la fidelidad y la religión, yace sepultada en la más horrible confusión, en la guerra más sangrienta, y camina por la posta a su certísimo exterminio, no por culpa de nuestros siempre amados Soberanos, ni de los buenos ministros, ni de los ilustres españoles, sino por el mal Gobierno sostenido por los déspotas tiranos; por esta maldita antipatía de criollos y gachupines, fomentada cerca de tres siglos por los indignos de una y otra especie, pues es menester considerarlos como animales de distinta especie, ya que ellos no han querido ser unos por la religión, por la sociedad ni por el origen. Sí, monstruos malditos, vosotros los déspotas, y el mal Gobierno antiguo, habéis inventado la insurrección presente, que no el cura Hidalgo, como se ha dicho: vosotros, unos y otros, otros y unos, habéis talado nuestros campos, quemado nuestros pueblos, sacrificado a nuestros hijos y cultivado la cizaña en este Continente.

No una cabeza que tengo, aunque tuviera más que las que la fábula concedió a la hidra Lernea las apostara, seguro de no perderlas, a que si nos hubiéramos amado sin rivalidad, si nos hubiéramos socorrido mutuamente, si hubiéramos sido hermanos, no en el nombre, sino en el corazón; si hubiéramos tenido siempre un Gobierno protector, unos ministros sabios, políticos y amantes de la Humanidad, que no hubieran atado las manos a los americanos, sino franqueádoles los arbitrios de la industria y la Naturaleza para que adquiriesen con menos embarazo su subsistencia; si a los indios se les hubiera tratado como lo que son y no como lo que quisieron que fueran; si se les hubieran concedido los privilegios de hombres, quitándoles exenciones de neófitos, exenciones que les han sido terriblemente perjudiciales (como lo probaría en caso necesario); si hubiéramos gozado, por último, los generales beneficios de la libertad que nos acaba de conceder la Nación, no digo Hidalgo, ni el mismo Lucifer hubiera sido capaz de reunir tan en breve las numerosas gavillas con que vimos comenzar la insurrección, ni ésta hubiera tomado cuerpo ni los pueblos se hubieran obstinado.

Así daba principio a su magna labor pública un literato que tres años antes apenas se había dejado distinguir por algunos versos, por algunas letrillas satíricas, y, tal vez, por alguno que otro folleto intencionado y cáustico.

La fecundidad de este escritor es incomparable. Fue periodista político, costumbrista, novelista, poeta lírico y dramático. No comenzó, como tantos otros, a brillar desde la primera juventud. En la madurez de la vida estaba cuando apareció en México El Pensador Mexicano: se acercaba a los cuarenta años.

Fernández de Lizardi puede llamarse, literariamente hablando, hijo de la Constituaión de Cádiz. Ella lo alentó, lo estimuló, lo lanzó definitivamente. Desde que se promulgó la libertad de imprenta, él se presentó como un voluntario del pensamiento.

Juzguemos, desde luego, al periodista.

En ninguna otra de sus obras se revela Fernández de Lizardi tan de cuerpo entero como en la que, precipitadamente escrita, en la hoja volante, en el papel, refleja la momentánea impresión, el influjo directo del medio social sobre el espíritu generoso y libre de este hombre atrevido.

Es en el periódico, en su periódico, donde resultan más relevantes sus facultades, y también mejor delineados sus defectos. Su estilo es llano hasta la chavacanería; su tendencia a la observación y a la imagen naturalista, lo lleva a ser exacto hasta la grosería. Los diálogos, que él maneja con magistral soltura, están copiados con tanta propiedad, que el léxico usado en ellos se halla pletórico de modismos y vocablos regionales; el lenguaje del pueblo está trasladado allí con fidelidad, con verdad, pero sin arte, sin artificio alguno, sin gusto.

Es realmente digna de estudio y reflexión la manera del Pensador, su procedimiento. Se trata, en cierto modo, de un folklorista espontáneo, que hizo de refranes, louciones y giros populares, una literatura especial, genuina y característica, tan apropiada a las circunstancias que ninguna otra supo encontrar el camino para llegar más pronto al alma de la muchedumbre. No fue él el iniciador, es verdad, de este modo de llevar ideas y sentimientos políticos a las últimas capas sociales, para hacer propaganda entre los que se habían salvado del analfabetñsmo; otros, anteriormente, emprendieron esta tarea de copistas verbales; pero en Fernández de Lizardi se acentuó, se definió y se perfeccionó el sistema.

Mientras los literatos de gabinete, los letrados universitarios formulaban y conformaban su literatura de acuerdo con los preceptos de la retórica pulcra, fría y severa de entonces; mientras las altisonancias del lenguaje, la morbidez escultural de la cláusula, la forzada trasposición, el retorcido hipérbaton, la construcción latinizada, el academismo, en fin, el atildado academismo seudoclásico, llenaban los escritos realistas e insurgentes, El Pensador torcía el rumbo, desnudaba su estilo de la pedante ornamentación churrigueresca, y hacía entrar, naturalmente, su pensamiento en la forma baja, en la expresión prosaica, en la ramplonería familiar y casera. Es cierto que tan lejos estaban del arte los academistas como el sencillo imitador del habla popular; pero éste, sin pretenderlo quizá, orientaba el movimiento literario hacia una senda nueva, más amplia y de horizonte más dilatado. En su trivialidad había una gran dosis de sinceridad, de verdad, de naturalidad. Y estos elementos habían de incorporarse después a nuestra literatura, y de sanarla un poco del terrible mal del énfasis.

El Pensador, por lo general, no abandonó su habitual llaneza. Escribió para el pueblo y en él entró, como nadie lo había logrado.

A veces, sin embargo, la profundidad de su sentimiento, la claridad de su pensamiento, son poderosos impulsos y bastan por sí mismos, sin necesidad de ajeno esfuerzo a remontar su estilo, a elevar su palabra a las alturas aquilinas de la elocuencia. Entonces no sólo persuade, sino conmueve y arrebata.

Pero nunca, ni cuando rastrea con apariencias de puerilidad, ni cuando vuela con fascinaciones de inspiración, lo abandona su maravilloso buen sentido: es él segura y constante brújula para encontrar el norte de su pensamiento; es su encantado talismán en cualquier misterioso laberinto.

Sus ideas avanzan, sus pasiones se expanden, sus palabras se adornan, sus ataques se envenenan, sus alabanzas se hinchan, hasta donde lo permite el buen sentido.

En medio de aquella sociedad que reventaba en fermentaciones de rencor y de odio, cuando la costra social estallaba para dar salida a gases de libertad largo tiempo comprimidos; cuando la exaltación tomaba proporciones de frenesí, y las pasiones estaban ciegas y locas, y una gran nube de sangre palpitaba en la atmósfera, Fernández de Lizardi, combatió en favor de la Independencia con una serenidad extraordinania. Era un equilibrado, un ponderado. Por eso calculaba y veía mejor que otros, y por eso también, su pensamiento, que era la verdad misma, penetraba más hondo en las conciencias.

El Pensador no usó, o usó muy pocas veces el insulto violento. A su servicio estuvo sutil y penetrante: la ironía.

Y es asimismo de llamar la atención que, en tanto que el doctor Cos, y el licenciado Quintana Roo, y el doctor Maldonado, y Bringas y Enainas, y Beristáin, y Fernández de San Salvador, se enardecen con los hervores que engendra su pluma turbulenta, Fernández de Lizardi conserva su juicio sereno y escribe artículos sensatos y razonados en frío.

A cuanto pudo alcanzar su delicadeza, fue, el autor del Periquillo, un fino ironista. Hubo momentos en que todos alrededor suyo blasfemaban y gritaban, y él sonreía. Mas aquella sonrisa, en su cara roja y cenicienta de mestizo lampiño, inquietaba más a los gachupines que las noticias de los alborotos insurgentes. Aquella sonrisa grave y fatídica, era la señal de la reivindicación, era la libertad, era la justicia.

Ningún escritor hizo tantos adeptos ni convenció a tantos rehacios como éste con su tranquilo pensar y su don prodigioso para esgrimir el ridículo y la burla.

Cohibido, cada vez más, por la censura; encerrado en el círculo de la prohibición que se reducía minuto a minuto en torno de sus ideas, El Pensador se veía obligado a sortear peligros y a burlar vigilancias, valiéndose de subterfugios de ingenio, de personajes simbólicos, de fabulas emblemáticas y oscuras, o de triviales y maliciosos paliques. A través de ellos dejaba transparentar sus opiniones, todas encaminadas a sugerir la emancipación.

Ahí están, característicos de este modo de escribir, sus artículos. Ahí está la Proclama del Pensador a los habitantes de México en obsequio del excelentísimo señor don Félix María Calleja del Rey, en la que con el ropaje coruscante de un panegírico, lanza Fernández de Lizardi al feroz general realista la sátira más terrible y sangrienta. Ahí está la famosa Visita a la Condesa de la Unión, donoso cuento que no es otra cosa que una revista política. Ahí está la Carta al excelentísimo señor don Francisco Javier Venegas, sarcástica invectiva envuelta en dulzura y suavidad.

En sus ratos de holgura y alegría, era un censor municipal que se burlaba de las descabelladas disposiciones, de los inútiles bandos y reglamentos del Concejo. Gustaba este escritor, no sólo de lucubrar en las regiones del ideal, sino de descender también a la tierra para ejecutar obras útiles y prácticas. Sus modos de ver, no son, en este género, otra cosa, que una aplicación de su buen sentido. El lo hizo considerar la escuela como meta suprema de regeneración, sin la cual, la libertad resultaría infecunda. En cuanto produjo este laborioso se sorprende su vocación de moralista; en nada tanto como en sus prédicas sobre la instrucción pública. Era un maniático de la educaoión.

Señores párrocos e Ilustres Ayuntamientos -decía- vosotros sois los que debéis emprender esta obra útil y provechosa a la sociedad futura. A vosotros se os ha confiado este cargo por Dios, por la Sociedad y por la Patria. Es bien sabido que el primer paso que se debe dar para este asunto, es la apersión de escuelas de primeras letras; ésta es la piedra fundamental sobre la que debe levantarse el edificio de la educación popular.

Y, en seguida, para no desmentir su juicio de hombre práctico, indicaba los medios a que debía recurrirse para alcanzar el ponderado propósito.

Estos son sermones cívicos de 1814. Hoy nos parecen comunes y corrientes; en aquel tiempo eran raros y comprometedores.

El Pensador era un creyente, un cristiano, un católico observante y sumiso. Ni otra cosa era posible en México al principiar el siglo XIX. El ambiente levítico que se respiraba aquí entonces, lo respiró Fernández de Lízardi a plenos pulmones. En su testamento está su confesión. Allí se ve que lo único que detestaba este hombre de sano criterio, era el absurdo religioso. Sin embargo, en sus declaraciones muestra a las claras que no era, ni con mucho, un teólogo, y que, por lo tanto, ignoraba la interpretación verdadera de los dogmas.

Digo yo, el capitán Joaquín Fernández de Lizardi, escritor constante y desgraciado, conocido por El Pensador Mexicano, que, hallándome gravemente enfermo de la enfermedad que estaba en el orden natural me acometiera, pero en mi entero juicio, para que la muerte no me coja desprevenido, he resuelto hacer mi testamento en la forma siguiente:

Declaro ser cristiano católico, apostólico y romano, y como tal, creo y confieso todo cuanto cree y confiesa nuestra Santa Madre Iglesia, en cuya fe y creencia protesto que quiero vivir y morir; pero esta protesta de fe se debe entender acerca de los dogmas católicos de fe, que la Iglesia nos manda creer con necesidad de medio. Esto sí creo y confieso de buena gana y jamás, ni por palabra ni por escrito, he negado una tilde de ello.

Mas acerca de aquellas cosas, cuya creencia es piadosa o supersticiosa, no doy mi asenso ni en artículo mortis.

El Pensador novelista, es poco distinto del Pensador periodista. Ni en la forma pierde su estilo grueso y seco, pero preciso y claro, ni en el fondo deja su marcada, su honda tendencia ética. Ya en 1814, había comenzado a ensayar su péñola en el cuento y la narración, mientras dio a la estampa su miscelánea periódica Alacena de Frioleras.

Se adivina también en las novelas de Fernández de Lizardi, la precipitación, el ahínco, el aceleramiento con que fueron escritas. Es un autor superabundante, que tiene siempre a su disposición, no un tesoro de ideas nuevas y brillantes, sino una serie de ordenados conceptos de sociología y de moral, ejemplificados constantemente con casos de la vida práctica. Sus teorías estaban basadas en lecturas de los pensadores franceses de la segunda mitad del siglo XVIII, aplicadas a las condiciones peculiares de su país y de su época. Y se valió de la novela como de un género a propósito, por su apariencia de entretenimiento y frivolidad, para la propagación eficaz de sus ideas políticas y de regeneración social.

Cuatro obras del susodicho género escribió Fernández de Lizardi: El Periquillo Sarniento (Haz click aquí, si deseas consultar esta obra que antaño colocamos en nuestra Biblioteca Virtual Antorcha. Precisión de Chantal López y Omar Cortés), La Quijotita y su prima, Noche triste y día alegre, Don Catrín de la Fachenda. Este último es trabajo póstumo (apareció en 1832) y quizá pudiera caber dudas acerca de su perfecta autenticidad. No existen precisas comprobaciones que demuestren ahora con toda claridad el verdadero origen de Don Catrín de la Fachenda; y sólo nos quedan dos datos muy dignos de tomarse en consideración, además de la semejanza literaria: la honorabilidad del impresor don Alejandro Valdés, en cuya oficina se hizo la primera edición del Periquillo, y el hecho de no haberse levantado protesta alguna de los contemporáneos del Pensador, a la aparición de su referida obra póstuma.

El Periquillo Sarniento es un cuadro completo de la existencia colonial, de la que nos quedan, todavía, vestigios característicos. Es la historia de un mexicano de entonces ... ¡ay! y de muchos de ahora: es una sátira flagelante de las costumbres de antaño, de las cuales algunas son de hogaño porque han persistido y flotado por encima de la ola civilizadora.

Cada episodio tiene, por lo común, su lección moral, largo discurso persuasivo a manera de moraleja.

Críticos entusiastas derivan esta novela de las picarescas españolas. Es verdad.

El héroe de la novela mexicana, de la primera, tal vez de la única novela mexicana que está llena de capitoso sabor local, es un truhán de la familia de Lazarillo de Tormes (Haz click aquí, si deseas consultar esta novela que también tenemos en los anaqueles de nuestra Biblioteca Virtual Antorcha. Precisión de Chantal López y Omar Cortés) y de Guzmán de Alfarache. Es un mestizo; pero en él se reconocen los ímpetus de la sangre española. Es audaz, pendenciero, jugador, amigo de la holganza y del vicio; y, no obstante, un fondo de generosidad y nobleza lo hace simpático. Indudablemente que Fernández de Lizardi había leído las novelas picarescas, y asimismo, aquel genial resumen galo de ellas: el Gil Blas. Usa de los procedimientos narrativos de estas obras, a las cuales se asemeja por la copia brutal pero vigorosa y franca de la vida, sin engañifas, sin ambajes, sin tapujos ni hipocresías. Y también posee de ellas cierta marcada complacencia en describir y contar escenas del más crudo naturalismo.

El Pensador en ninguna página de El Periquillo Sarniento llega a ser inmoral; en bastantes, sin embargo, es sucio hasta el asco. Nótase, a pesar de ello, su afán de presentar horrible y repugnante el vicio. Es la suya una prédica escatológica. Esto es lo que les da peculiaridad a los episodios, que, por otra parte, tienen mucho color, mucha viveza y están estudiados con muy rara penetración. Toda la voluminosa novela, repito, no es más que un pretexto para que el moralizador predique, y señale y analice el sociólogo.

La sátira de las costumbres es tremenda. Los errores de educación, los vicios sociales, los abusos de autoridad, los rancios privilegios, las torpes reglamentaciones, las falsas ideas sobre los hombres y las cosas, los viejos modos de ver y de vivir, están espontánea y admirablemente expuestos y ridiculizados.

En la ficción, las aventuras se suceden, alisladas, unas de otras, por largos intervalos de digresiones morales exornadas de citas de historia clásica, y alguna vez de versos y sentencias latinas. Era el gusto de la época.

Y el rasgo persistente del carácter del novelista se revela en su anhelo por interpolar en el cuento reglas de conducta y prescripciones higiénicas.

El Periquillo Sarniento es un tipo; es más: es una galería de tipos chuscos, malignos, ridículos, perversos, bondadosos: Juan Largo, el doctor Purgante, el escribano Chanfaina, Luisa, el Chino; toda una teoría de personajes auténticos, moviéndose en primer término y teniendo por fondo los coros más abigarrados y típicos: tumultos de léperos, rondas de serenos, cuadrillas de ladrones, procesiones de indios; el desfile, en fin, de una muchedumbre popular que cruza por la literatura mágica de un risueño e intencionado evocador.

La ciudad de México está reproducida con una fidelidad de grabado antiguo. El México viejo resucita lleno de frescura y lozanía, animado por el poder maravilloso de una pluma fácil y amena.

No es minucioso Fernández de Lizardi para sus descripciones; es, por el contrario, sobrio, breve, simple. No son los suyos lienzos acabados, sino bocetos ligeros. Pero posee la facultad de los escenógrafos: dar efectos enérgicos y exactos con pinceladas de brocha gorda.

Todos los críticos están conformes en que El Pensador era un revolucionario. Eso fue siempre; en esta obra, más, tal vez, que en ninguna otra de sus fábulas. Era un demoledor.

No lo es menos en La Quijotita y su prima, que resulta otro inacabable sermón moralizador; otra sátira de costumbres, otra acción desarrollada con lentitud e interrumpida por digresiones y comentarios sobre educación, higiene, religión y urbanidad.

La novela pretende comprobar, en su desarrollo, cómo no sólo las malas inclinaciones sino también los malos hábitos, destruyen toda felicidad y acarrean toda desgracia.

Con el mismo propósito que El Periquillo y La Quijotita, fue escrita la narración, de gusto netamente mexicano, llamada Don Catrín de la Fachenda. Trátase de la vida de un pícaro de los tiempos coloniales, y, en particular, se trata de pintar, con idéntico pincel epigramático y moralista, este tipo de Nueva España: el catrín. Los episodios novelescos de esta obra no carecen, como es de rigor en los procedimientos de Fernández de Lizardi, de su moraleja correspondiente.

Pudiera yo casi afirmar que, salvo el origen, que es bastante turbio en este héroe Don Catrín de la Fachenda no es otro que el mismísimo Pedro Sarmiento en una nueva serie de aventuras, no muy distintas por cierto, de las anotadas ya, en la pormenorizada crónica de su vida. La impresión, por lo menos, que produce Don Catrín, es la misma que la que produce El Periquillo: el estilo corriente y fácil; la observación burda pero exacta; la sátira tosca pero espontánea, y, por bajo de todo, una severa predicación contra los malos hábitos, las perversas costumbres y los errores rutinarios.

En Las noches tristes y el día alegre es ya otro el aspecto literario. En estos diálogos, El Pensador imita, acercándose mucho al modelo, las famosas Noches lúgubres de José Cadalso. El poeta español, cuya existencia agitada y apasionada terminó de manera tan heroica y trágica, escribió las Noches lúgubres, imitando, a su vez, como se sabe, al poeta inglés Young. Sin embargo, en su libro patético y macabro, Cadalso puso todo el horror, toda la locura, todo el ciego arrebato de un amor bruscamente interrumpido por la muerte. Y esa especie de necrofilia espiritual cometida en el cadáver de la actriz María Ignacia Ibáñez, da acentos de verdad y sinceridad a las Noches lúgubres.

Algunos soplos de ese aliento pavoroso pasan por las páginas de la imitación mexicana. Y queriéndose adaptar Fernández de Lizardi al estilo solemne y elegíaco del autor gaditano, cuajó sus Noches tristes de exclamaciones, de interjecciones y deprecaciones, que, a través de los años, nos suenan ahora a vacío, a falso y artificioso. Aquí fue donde El Pensador pagó su natural tributo a la moda. No obstante, hay también en este trabajo de nuestro novelista, como en el del español, un deseo de reproducir la verdad exaltándola y deformándola.

El escritor mexicano recuerda en sus Noches tristes las angustias y los sufrimientos que lo conturbaron durante las persecuciones de que fue víctima en plena lucha por la Independencia. En este sentido son interesantes los diálogos, no ya como literatura únicamente, sino también como sicología. En las hojas de este breve trabajo del Pensador se confiesa una alma.


Notas

(1) Anónimo. Diario de México, 8 de octubre de 1812.

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