Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaSegunda parte Cuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Tercera parte

El bando de Venegas. - El edicto de Abad y Queipo. - Proclama de Calleja. - Folletos realistas. - Manifiesto de Hidalgo. - El Despertador Americano. - Francisco Severo Maldonado. - José María Cos.- El Ilustrador Americano



Dos días después de que, con gran pompa y reales honores, la audiencia de México entregó en el palacio virreinal el mando de la colonia al excelentísimo señor virrey Francisco Javier Venegas, en el lejano pueblo de Dolores, de la intendencia de Guanajuato, estallaba la insurrección. En la madrugada del 16 de septiembre de 1810, un viejo cura, astuto y enérgico, rompió el silencio de la conspiración, preñado de pequeños rumores. Fue un acto violento, precipitado, sin plan, sin cálculo; fue un acto de decisión, de heroísmo, de sacrificio; un acto supremo de fe en la patria que venía. Miguel Hidalgo y Costilla, el padre de ella, era un sacerdote ilustrado; muy afecto a la literatura francesa, que él bebía en sus mismas fuentes, sin necesidad de recurrir a las malas traducciones españolas, que rara vez nos llegaban de la Península. Se había hecho notable como estudiante en el Seminario de Valladolid. Se cuenta que, ya cura, emprendió la versión castellana de varias obras de Racine, y que en las escuelas de su curato estableció clases de lengua francesa. Hidalgo era un hijo directo de los enciclopedistas; un admirador de los trágicos oradores de la Convención; un jacobino.

La noticia del levantamiento se recibió en la capital de Nueva España, probablemente, antes de que publicase algo respecto de ella la Gazeta del Gobierno. El periódico oficial de 25 de septiembre da a conocer un curioso documento en que el Consejo de Regencia de España e Indias se dirige a los americanos en demanda de auxilios pecuniarios. Es una proclama lacrimosa y doliente y, al mismo tiempo, rebosante de odio contra Napoleón. Entresaco, por curiosidad, un pasaje que da idea del estado de ánimo de la nación española entonces:

Si alguna vez -¡oh americanos!- la exageración con que llegan las noticias a una tan larga distancia; si los rumores que hacen correr los malignos; si las insinuaciones pérfidas de los intrigantes y ambiciosos hacen vacilar vuestra esperanza para cansar vuestra generosidad y debilitar vuestra fe, volved los ojos al inocente Monarca que idolatráis y oíd las voces con que se dirige a vosotros y os implora:

- No me desamparéis; por hallarme reducido al funesto cautiverio a que la alevosía me condujo, no dejo de ser vuestro príncipe, vuestro padre; el mismo soy a quien con tanta exaltación aclamasteis, y en cuyo nombre cifrabais la felicidad de los dos mundos. ¡Oh americanos! poned la consideración en lo que sufren mis hijos de España por su independencia y por mi nombre; ved a cuánta costa cumplen con los juramentos que desde el principio hicieron. Estos juramentos os ligan del mismo modo a vosotros que a ellos. ¡Pero qué diferencia! El destino os colocó lejos de los atentados de la usurpación, y el incendio no puede acercarse a vosotros. No dudo yo, no duda vuestra patria que, puestos en la misma situación que ellos, mostraríais la misma bizarría y haríais iguales sacrificios. Pero al fin la fortuna os concede a menos costa la felicidad y la gloria. Vosotros pagáis la deuda del Estado en plata y oro, ellos en sangre; vosotros, en esas regiones impenetrables a la voracidad de los tiranos, sufrís inquietudes, perplejidades, ansias por la suerte de la Metrópoli; los españoles combaten, perecen y por todas partes sienten el destierro, la devastación y el incendio. Ellos no se cansan de resistir; ellos no desesperan de vencer. Y vosotros ¿os cansaréis de auxiliar?

Sí, americanos, vuestros hermanos de Europa os piden y reclaman vuestra generosidad y vuestros envíos. No vienen vuestros caudales, como en otro tiempo venían, a disiparse por el capricho de una corte insensata, a sumergirse en el piélago insondable de la codicia hidrópica de un favorito; vuestro oro y vuestra plata son tan necesarios al Estado como la sangre y los brazos de los españoles; vuestro oro y vuestra plata se convierten, luego que llegan, en soldados que mantienen la libertad de la patria; preparan mi rescate y defienden mi corona. ¿Podéis enviarlos a más bella aplicación, a uso más digno ...? ¡No me desamparéis!

A continuación de esta proclama publicó lá Gazeta el bando de Venegas, en el que excitaba a los habitantes del reino a concurrir, según sus facultades, para tan santa y justa causa.

Y aseguran los historiadores que tal proclama y bando produjeron desastroso efecto entre los americanos, cansados ya de echar torrentes argentinos en el tonel danaidesco dei Tesoro español.

Pero si la Gazeta de 25 de septiembre nada dice relativo al levantamiento de Hidalgo, en cambio, la del 28 da a conocer el bando en el cual Venegas ofrece diez mil pesos por cada una de estas tres cabezas: la de Hidalgo, la de Allende, la de Aldama. Y el mismo número trae, además, un suplemento que contiene el edicto de excomunión con que el obispo electo de Valladolid, Manuel Abad y Queipo, fustiga al cura de Dolores y a sus capitanes. El edicto es una pieza literaria de forma tribunicia. Posee sonoridad oratoria. Se ven en él los esfuerzos por llevar el convencimiento, la persuasión, la intimidación a todo un pueblo. La dialéctica teje mañosamente sus redes traidoras; la retórica bruñe sus tropos ornamentales; la elocuencia afila sus dardos silbantes.

Era Manuel Abad y Queipo, su autor, persona de mucho entendimiento y de mucho prestigio, que a estas dos circunstancias unía un temperamento de luchador. Asturiano, hijo ilegítimo del conde de Toreno, había logrado sobreponerse a las dificultades que le acarreaba su ilegitimidad, y gobernar, con todas las prerrogativas y la dnvestidura de obispo, la diócesis de Michoacán. Abad y Queipo era de vasta lectura, de espíritu libre, de palabra fácil. Su edicto contra los insurgentes es manifestación de una pluma gallarda y briosa; dice así:

Omne regnum in se divisum desolabitur.- Todo reino dividido en fracciones será destruido y arruinado, dice Jesucristo nuestro bien. Capítulo XI de San Lucas, versículo XVII.- Sí, mis amados fieles: la historia de todos los siglos, de todos los pueblos y naciones, la que ha pasado por nuestros ojos de la Revolución Francesa, la que pasa actualmente en la Península, en nuestra amada y desgraciada patria, confirman la verdad. infalible de este divino oráculo. Pero el ejemplo más análogo a nuestra situación lo tenemos inmediato en la parte francesa de la isla de Santo Domingo, cuyos propietarios eran los hombres más ricos, acomodados y felices que se conocían sobre la tierra. La población era compuesta, casi como la nuestra, de franceses europeos y franceses criollos, de indios naturales del país, de negros y de mulatos, y de castas resultantes de las primeras clases. Entró la división y la anarquía por efecto de la citada Revolución Francesa, y todo se arruinó y se destruyó en lo absoluto. La anarquía en la Francia causó la muerte de dos millones de franceses, esto es, cerca de dos vigésimos, la porción más florida de ambos sexos que existía; arruinó su comercio y su marina, y atrasó la industria y agricultura. Pero la anarquía en Santo Domingo degolló todos los blancos franceses y criollos, sin haber quedado uno siquiera; y degolló los cuatro quintos de todos los demás habitantes, dejando la quinta parte restante de negros y mulatos en odio eterno y guerra mortal en que deben destruirse enteramente. Devastó todo el país quemando y destruyendo todas las posesiones, todas las ciudades, villas y lugares, de suerte que el país mejor poblado y cultivado que había en todas las Américas es hoy un desierto albergue de tigres y leones. He aquí el cuadro horrendo, pero fiel, de los estragos de la anarquía en Santo Domingo.

La Nueva España, que había admirado la Europa por los más brillantes testimonios de lealtad y patriotismo en favor de la madre patria, apoyándola y sosteniéndola con sus tesoros, con su opinión y sus escritos, manteniendo la paz y la concordia a pesar de las insidias y tramas del tirano del mundo, se ve hoy amenazada con la discordia y anarquía, y con todas las desgracias que la siguen y ha sufrido la citada isla de Santo Domingo. Un ministro del Dios de la Paz, un sacerdote de Jesucristo, un pastor de almas (no quisiera decirlo), el cura de Dolores, don Miguel Hidalgo (que había merecido hasta aquí mi confianza y mi amistad), asociado de los capitantes del regimiento de la Reina, don Ignacio Allende, don Juan de Aldama y don Josef Mariano Abasolo, levant6 el estandarte de la rebelión y encendió la tea de la discordia y anarquía, y, seduciendo una porción de labradores inocentes, les hizo tomar las armas; y cayendo con ellos sobre el pueblo de Dolores el 16 del corriente al amanecer, sorprendió y arrestó los vecinos europeos, saqueó y robó sus bienes, y pasando después a las siete de la noche a la villa de San Miguel el Grande, executó lo mismo apoderándose en una y otra parte de la autoridad y del gobierno. El viernes 21 ocupó del mismo modo a Celaya, y según noticias parece que se ha extendido ya a Salamanca e Irapuato.

Lleva consigo los europeos arrestados, y entre ellos al sacristán de Dolores, al cura de Chamacuero y a varios religiosos carmelitas de Celaya, amenazando a los pueblos que los ha de degollar si le oponen alguna resistencia. E insultando a la religión y a nuestro soberano, Don Fernando VII, pintó en su estandarte la imagen de nuestra augusta patrona, Nuestra Señora de Guadalupe, y le puso la inscripción siguiente:

Viva la Religión. Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América. Y muera el mal gobierno.

Como la religión condena la rebelión, el asesinato, la opresión de los inocentes, y la Madre de Dios no puede proteger los crímenes, es evidente que el cura de Dolores, pintando en su estandarte de sedición la imagen de Nuestra Señora, y poniendo en él la referida inscripción, cometió dos sacrilegios gravísimos insultando a la religión y a Nuestra Señora. Insulta igualmente a nuestro Soberano, despreciando y atacando el gobierno que le representa, oprimiendo sus vasallos inocentes, perturbando el orden público y violando el juramento de fidelidad al Soberano y al Gobierno, resultando perjuro igualmente que los referidos capitanes. Sin embargo, confundiendo la religión con el crimen y la obediencia con la rebelión, ha logrado seducir el candor de los pueblos y ha dado bastante cuerpo a la anarquía que quiere establecer. El mal haría rápidos progresos si la vigilancia y energía del Gobierno y la lealtad ilustrada de los pueblos no lo detuviesen.

Yo, que a solicitud vuestra y sin cooperación alguna de mi parte, me veo elevado a la alta dignidad de vuestro obispo, de vuestro pastor y padre, debo salir al encuentro a este enemigo, en defensa del rebaño que me es confiado, usando de la razón y la verdad contra el engaño, y del rayo terrible de la excomunión contra la pertinacia y protervia.

Sí, mis caros y muy amados fieles; yo tengo derechos incontestables a vuestro respeto, a vuestra sumisión y obediencia en la materia. Soy europeo de origen; pero soy americano de adopción por voluntad y por domicilio de más de treinta y un años. No hay entre vosotros uno sólo que tome más interés en vuestra verdadera felicidad. Quizá no habrá otro que se afecte tan dolorosa y profundamente como yo en vuestras desgracias, porque acaso no habrá habido otro que se haya ocupado y ocupe tanto de ellas. Ninguno ha trabajado tanto como yo en promover el bien público, en mantener la paz y concordia entre todos los habitantes de la América, y en prevenir la anarquía que tanto he temido desde mi regreso de la Europa. Es notorio mi carácter y mi celo. Así, pues, me debéis creer.

En este concepto, y usando de la autoridad que ejerzo como obispo electo y gobernador de esta mitra: declaro que el referido don Miguel Hidalgo, cura de Dolores, y sus secuaces los tres citados capitanes, son perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrilegos, perjuros, y que han incurrido en la excomunión mayor del Canon: i>Siquis suadente Diabolo, por haber atentado a la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero y de varios religiosos del convento del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados. Los declaro excomulgados vitandos, prohibiendo, como prohibo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo la pena de excomunión mayor, ipso facto incurrenda, sirviendo de monición este edicto, en que desde ahora para entonces declaro incursos a los contraventores. Asimismo exhorto y requiero a la porción del pueblo que trae seducido con títulos de soldados y compañeros de armas, que se restituyan a sus hogares y lo desamparen dentro del tercero día siguiente inmediato al que tuvieren noticia de este edicto, bajo la misma pena de excomunión mayor en que desde ahora para entonces los declaro incursos y a todos los que voluntariamente se alistaren en sus banderas, o que de cualquier modo le dieren favor y auxilio.

Item: declaro que el dicho cura Hidalgo y sus secuaces son unos seductores del pueblo y calumniadores de los europeos. Sí, mis amados fieles, es una calumnia notoria. Los europeos no tienen ni pueden tener otros intereses que los mismos que tenéis vosotros los naturales del país, es, a saber, auxiliar la madre Patria en cuanto se pueda, defender estos dominios de toda invasión extranjera para el Soberano que hemos jurado, o cualquiera otro de su dinastía, bajo el gobierno que le representa, según y en la forma que resuelva la nación representada en las cortes que, como se sabe, se están celebrando en Cádiz o Isla de León, con los representantes interinos de las Américas, mientras llegan los propietarios.

Esta es la egida bajo la cual nos debemos acoger: este es el centro de unidad de todos los habitantes de este reino, colocado en manos de nuestro digno jefe el excelentísimo señor Virrey actual, que, lleno de conocimientos militares y políticos, de energía y justificación, hará de nuestros recursos y voluntades el uso más conveniente para la conservación de la tranquilidad del orden público y para la defensa exterior de todo reino.

Unidas todas las clases del Estado, de buena fe, en paz y concordía bajo un jefe semejante, son grandes los recursos de una nación como la Nueva España, y todo lo podremos conseguir. Pero desunidos, roto el freno de las leyes, perturbado el orden público, íntroducida la anarquía, como pretende el cura de Dolores, se destruirá este hermoso país.

El robo, el pillaje, el íncendio, el asesinato, las venganzas, incendiarán las haciendas, las ciudades, villas y lugares, exterminarán los habitantes, y quedará un desierto para el primer invasor que se presente en nuestras costas. Sí, mis caros y amados fieles: tales son los efectos inevitables y necesarios de la anarquía.

Detestadla con todo vuestro corazón; armaos con la fe católica contra las sediciones diabólicas que os conturban; fortificad vuestro corazón con la caridad evangélica, que todo lo soporta y todo lo vence. Nuestro Señor Jesucristo, que nos redimió con su sangre, se apíade de nosotros y nos proteja en tanta tribulación, como humildemente se lo suplico.

Y para que llegue a noticia de todos y ninguno alegue ignorancia, he mandado que este edicto se publique en esta Santa Iglesia Catedral y se fije en sus puertas, según estilo, y que lo mismo se ejecute en todas las parroquias del obispado, dirigiéndose al efecto los ejemplares correspondientes.

Dado en Valladolid a 24 días del mes de septiembre de 1810.
Sellado con el sello de mis armas y refrendado por el infrascrito secretario.
Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán.
Por mandato de S. S. I. el obispo mi Sr.
Santiago Carmiña, secretario.

El edicto de Abad y Queipo fue comentado, exaltado, amplificado en el púlpito de casi todos los templos de Nueva España, que se habían convertido en una especie de clubes políticos. La iglesia entraba en el combate con un vigor extraordinario. Las imprecaciones sagradas eran una mezcla de grito y de sollozo como los trenos de Jeremías. La cátedra del Espíritu Santo fulminaba tremendos anatemas, que relampagueaban en las nubes de incienso, sobre la cabeza de los fieles.

Por su parte, el ejército ensayaba en sus proclamas una forma literaria más concisa y pujante. El 2 de octubre de 1810, el general Félix María Calleja del Rey, desde San Luis Potosí, dirigía a las tribus de campesinos ignorantes, que oían este extraño lenguaje sin entenderlo, la siguiente proclama, que es una arenga militar impresa:

Soldados de mis tropas, os han reunido en esta capital los objetos más sagrados del hombre: religión, ley y patria.

Todos hemos hecho el juramento de defenderlos y de conservarnos fieles a nuestro legítimo y justificado gobierno. El que falte a cualquiera de estos juramentos no puede dejar de ser perjuro, y de hacerse reo delante de Dios y de los hombres. No tenemos más que una religión que es la católica, un soberano que es el amado y desgraciado Fernando VII, y una patria que es el país que habitamos y a cuya prosperidad contribuimos todos con nuestros sudores, con nuestra industria y con nuestras fuerzas. No puede haber, pues, motivo de división entre los hijos de una propia madre. Lejos de nosotros semejantes ideas que abriga la ignorancia y la malicia. Sólo Bonaparte y sus satélites han podido introducir la desconfianza en un pueblo de hermanos. Sabed que no es otro su fin que dividirnos, y hacerse después dueño de estos ricos países que son, tanto tiempo ha, el objeto de su ambición. No podéis dudarlo: sabéis los emisarios que ha despachado, las intrigas de que se ha valido, y los medios que emplea para l1evar a cabo este proyecto.

¿Y permitiremos nosotros que logre sus fines? ¿Que venga a dominarnos un tirano, y que nuestros altares, esposas, hijos y cuantos bienes poseemos, caigan en manos de aquel monstruo por el medio que se ha propuesto de introducir la discordia en nuestro suelo? A esto conspira la sedición que han promovido el cura de Dolores y sus secuaces: no hay otro camino de evitarlo que destruyendo antes esas cuadrillas de rebeldes que trabajan en favor de Bonaparte, y que con la máscara de la religión y de la independencia sólo tratan de apoderarse de los bienes de sus conciudadanos, cometiendo toda clase de robos, de asesinatos y extorsiones que reprueba la religión, como lo han hecho en Dolores, San Miguel el Grande, Celaya y otros lugares donde han llegado. No lo dudéis, soldados: del mismo modo veréis robar y saquear la casa del europeo que la del americano; la aniquilación de los primeros es sólo un pretexto para principiar sus atrocidades, y el peligro en que suponen la patria por parte de aquellos que tantas pruebas tienen dadas de su religiosidad y patriotismo, es un artificio de que se valen para engañarnos y hacemos caer en el lazo que nos ha preparado el tirano.

Vamos, pues, a disipar esa porción de bandidos que como una nube destructora asolan nuestro país, porque no han encontrado oposición. Si ha habido, por desgracia, en este reino gentes alucinadas y perdidas, que de acuerdo con las ideas de Bonaparte se hayan atrevido a levantar el estandarte de la rebelión, y que, al mismo tiempo que protestan reconocer a nuestro legítimo y adorado Monarca, niegan la obediencia a las autoridades que nos gobiernan en su nombre, seamos nosotros los primeros que a imitación de nuestros hermanos de la Península defendamos y conservemos los derechos del trono, y limpiemos el país de estos perturbadores del orden público que procuran derramar en él los horrores de la anarquía.

El superior gobierno quiere que tengáis parte en esta empresa, y, usando de los grandes medios que están a su disposición, os invita a castigar y sujetar a los rebeldes con el ejército que ha salido ya de México y marcha para su exterminio. Yo estaré a vuestra cabeza y partiré con vosotros la fatiga y los trabajos: sólo exijo de vosotros unión, confianza y hermandad. Contentos y gloriosos con haber restituido a nuestra patria la paz y el sosiego, volveremos a nuestros hogares a disfrutar el honor que sólo está reservado a los valientes y leales.

San Luis Potosí, 2 de octubre de 1810.
Félix Calleja.

Como se ve, Napoleón era en México, al comenzar la insurrección, un nombre milagroso. Sonaba como un toque de clarín. Realistas e insurgentes lo pronunciaban, con odio igual, con la misma cólera; lo invocaban para enardecer los ánimos, para amedrentar a los timoratos.

Y lo que decía Calleja de los insurgentes, éstos lo afirmaban de los realistas. Estas fueron, según fray Servando Teresa de Mier, las primeras palabras de Hidalgo, en la madrugada del 16 de septiembre:

... No hay remedio; está visto que los europeos nos entregan a los franceses; veis premiados a los que prendieron al virrey y relevaron al arzobispo porque nos defendían: el corregidor, porque es criolIo, está preso. ¡Adiós religión! Seréis jacobinos; seréis impíos. ¡Adiós Fernando Séptimo! ¡Seréis de Napoleón!

El emperador francés representaba dos papeles contradictorios: por un lado era la opresión, la tiranía; por el otro era la rebelión, la libertad. Unos y otros pretendían engañarse. Napoleón era sólo una máscara de tragedia que ocultaba los rostros verdaderos. Napoleón era un ardid de los españoles contra los criollos; de éstos contra aquéllos. Napoleón era como un canto de reclamo para fascinar a la ignorancia. Queríase, a todo trance, desviar y debilitar un aborrecimiento real, transformándolo en otro de mero artificio y engaño.

Sea lo que fuere, la revolución dio origen a un nuevo género literario en Nueva España: la proclama, la arenga. Fue este un género accidental; una literatura de circunstancias, expresión característica de las perturbaciones sociales, de las exaltaciones espirituales que agitaban la oscura masa de nuestro pueblo americano.

Y mientras la revolución crecía, con voracidad de llama estimulada por el viento; mientras se ponían en acción hombres de un vigor y de una voluntad prodigiosos, mientras las multitudes ciegas y famélicas se desbordaban como una inundación sobre campos labrados, sobre ciudades del Bajío, la literatura tomaba su parte en la agitación, los hombres de letras pugnaban por hacer triunfar sus ideas, revistiéndolas de los más coruscantes y ruidosos ropajes. Los realistas, más poderosos, con mayores elementos, extendieron sus ardorosas prédicas por el reino entero: hicieron circular a millares los folletos escritos, ya en estilo peinado y académico, para convencer a los cultos; ya en lenguaje burdo y popular, para penetrar en la caótica conciencia de las masas. El nombre de estos pequeños opúsculos indica desde luego su carácter: Centinela contra los seductores (especie de periódico); Cartas patrióticas de un padre a su hija sabre la conducta que debe abservar contra las seducciones insurgentes, El militar cristiano, diáloga entre Mariquita y un soldado raso, Memoria cristiana-política sobre lo mucho que la Nueva España debe temer de su desunión en partidos, La erudita contra los insurgentes, diálogo. entre una currutaca y dan Felipe, El patriotismo del lancero, diálogo entre Mariquita y un lancero, Carácter político y marcial de las insurgentes, Manifiesto filantrópico sobre las circunstancias del día, papel erudito y muy interesante, Proclama de una americana a sus campatriotas, Carrera del cura Hidalgo, El Napoleón de América, El Anti-Hidalgo.

Infatigable folletista de la causa española fue el doctor Agustín Pomposo Fernández de San Salvasdor, colaborador ocasional del Diario de México bajo el seudónimo de Mapso. Se distinguió entre todos por su catolicismo intransigente, por su realismo furibundo, por su incesante prédica antifrancesa y antirrevolucionaria, Los títulos sólo de algunos de sus folletos nos ponen al tanto del espíritu que en ellos domina: Desengaños que a los insurgentes de Nueva España, seducidos por los francmasones, agentes de Napoleón, dirige la Verdad de la Religión Católica y la Experiencia. - El Madelo de los cristianos presentado a los insurgentes de América. - Las fazañas del Quijote de Michoacán Miguel Hidalgo. - Convite a los verdaderos amantes de la Religión y de la Patria. Muchos de estos folletos eran como periódicos, puesto que se reproducían en el nombre, aunque con distinto material literario.

Entre esta avalancha llamó mucho la atención una pieza de oratoria sagrada que se apresuraron a publicar ampliamente los realistas: el Sermón de la Reconquista de Guanajuato, pronunciado el 7 de diciembre de 1810, en la Iglesia parroquial de esa ciudad, por fray Diego Miguel Bringas y Encinas, criollo natural de Sonora, apasionado enemigo de la insurrección, severo, áspero, rectilíneo, seco, leal y fiel como el que más a su causa, hombre cuya conducta era resultado de una profunda convicción, de un maduro y seguro examen. Los sermones de Bringas y Encinas son una apretada malla de razonamientos jurídicos, teológicos y políticos, por entre cuyos hilos saltan a veces las imprecaciones declamatorias, las violentas interjecciones, los vocativos enérgicos e iracundos. El fraile del Convento de Santa Cruz de Querétaro no manejaba el idioma con elegancia ni limpieza; pero sí con dignidad, sobriedad y facilidad. Gran efecto hacían sus peroraciones majestuosamente declamadas, bajo las bóvedas resonantes de las iglesias, sobre un concurso preparado por imponentes actos litúrgicos.

Mas la oratoria sagrada fue menos eficaz que los folletos mamposeantes, que los papeles de ocasión que iban de aquí para allá, ágiles, sutiles, venenosos, epigramáticos, abejas zumbadoras que picaban y en la punzadura dejaban su gotita de miel. El obispo Casasus, Ramón Roca, Fermín Reigadas, Florencio Pérez Comoto, escribían panfletos erizados de agudezas y burlas y de graves máximas o de argumentaciones casuísticas, como las de los estudiantes que sustentaban acto público en los salones de sus colegios. El españolismo esgrimía sus armas intelectuales, proyectaba y calculaba sus batallas; los sermones, los bandos, los edictos, las proclamas, eran a modo de ejército de línea disciplinado y compacto; los folletos, los panfletos, las hojas volantes, eran las traviesas y peligrosas guerrillas.

Los revolucionarios carecían de recursos de propaganda literaria. Difícil debe de haber sido al cura Hidalgo imprimir y hacer circular su manifiesto, página primera quizá, por tiempo y por interés histórico, del florilegio proclamante. Es una defensa enérgica contra el absurdo edicto de la Inquisición, en el que se atribuyen al jefe insurgente faltas contra el dogma, que de seguro él no comebió, sólo con el objeto de presentarlo como un hereje abominable a los ojos de una sociedad ultramontana y timorata. Veamos este manifiesto de Hidalgo, curioso documento que, sin retórica, casi sin literatura, en aquel período de superabundancia, de exceso oratorio y declamatorio, dice con su limpia y elocuente sencillez más que muchas artificiosas proclamas:

Me veo en la triste necesidad de satisfacer a las gentes sobre un punto en que nunca creí se me pudiese tildar, ni menos declarárseme sospechoso para mis compatriotas. Hablo de la cosa más interesante, más sagrada, y para mí la más amable: de la religión Santa, de la fe sobrenatural que recibí en el bautismo.

Os juro, desde luego, amados conciudadanos míos, que jamás me he apartado, ni en un ápice, de la creencia de la Santa Iglesia Católica; jamás he dudado de ninguna de sus verdades; siempre he estado íntimamente convencido de la infalibilidad de sus dogmas, y estoy pronto a derramar mi sangre en defensa de todos y cada uno de ellos.

Testigos de esta protesta son los feligreses de Dolores y de San Felipe, a quienes continuamente explicaba las terribles penas que sufren los condenados del Infierno, y a quienes procuraba inspirar horror a los vicios y amor a la virtud, para que no quedaran envueltos en la desgraciada suerte de los que mueren en pecado. Testigos las gentes todas que me han tratado, los pueblos donde he vivido, y el Ejército todo que comando.

¿Pero para qué testigos sobre un hecho e imputación que ella misma manifiesta su falsedad? Se me acusa de que niego la existencia del Infierno, y un poco antes se me hace cargo de haber asentado que algún Pontífice de los canonizados por santo está en este lugar. ¿Cómo, pues, concordar que un Pontífice está en el Infierno negando la existencia de éste?

Se me imputa también el haber negado la autenticidad de los Sagrados Libros, y se me acusa de seguir los perversos dogmas de Lutero. Si Lutero deduce sus errores de los libros que cree inspirados por Dios ¿cómo el que niega esta inspiración sostendrá los suyos deducidos de los mismos libros que tiene por fabulosos? Del mismo modo son todas las acusaciones.

¿Os persuadiríais, americanos, que un Tribunal tan respetable, y cuyo instituto es el más santo, se dejase arrastrar del amor del paisanaje hasta prostituir su honor y su reputación? Estad ciertos, amados conciudadanos míos, que si no hubiese emprendido libertar nuestro reino de los grandes males que le oprimían, y de los muchos mayores que le amenazaban y que por instantes iban a caer sobre él, jamás hubiera sido yo acusado de hereje.

Todos mis delitos traen su origen del deseo de vuestra felicidad; si éste no me hubiese hecho tomar las armas, yo disfrutaría de una vida dulce, suave y tranquila, yo pasaría por verdadero católico, como lo soy y me lisonjeo de serlo; jamás habría habido quien se atreviese a denigrarme con la infame nota de la herejía.

¿Pero de qué medio se habían de valer los españoles europeos, en cuyos opresoras manos estaba nuestra suerte? La empresa era demasiado ardua: la nación que tanto tiempo estuvo aletargada, despierta repentinamente de su sueño a la dulce voz de la libertad; corren apresurados los pueblos, y toman las armas para sostenerla a a toda costa.

Los opresores no tienen armas, ni gentes, para obligarnos con la fuerza a seguir en la horrorosa esclavitud a que nos tenían condenados. ¿Pues qué recurso les quedaba? Valerse de toda especie de medios, por injustos, ilícitos y torpes que fuesen, con tal que condujeran a sostener su despotismo y la opresión de la América; abandonan hasta la última reliquía de honradez y hombría de bien, se prostituyen las autoridades más recomendables, fulminan excomuniones que nadie mejor que ellas saben no tienen fuerza alguna; procuran amedrentar a los incautos y aterrorizar a los ignorantes, para que, espantados con el nombre de anatema, teman donde no hay motivo de temer.

¿Quién creería, amados conciudadanos, que llegase hasta este punto el descaro y atrevimiento de los gachupines? ¿Profanar las cosas más sagradas para asegurar su intolerable dominación? ¿Valerse de la misma Religión Santa para abatirla y destruirla? ¿Usar de excomuniones contra toda la mente de la Iglesia, fulminarlas sin que intervenga motivo de religión?

Abrid los ojos, americanos, no os dejéis seducir de nuestros enemigos; ellos no son católicos sino por política; su Dios es el dinero, y las conminaciones sólo tienen por objeto la opresión. ¿Creéis, acaso, que no puede ser verdadero católico el que no esté sujeto al déspota español? ¿De dónde nos ha venido este nuevo dogma, este nuevo artículo de fe? Abrid los ojos, vuelvo a decir; meditad sobre vuestros verdaderos intereses; de este precioso momento depende la felicidad o la infelicidad de vuestros hijos y de vuestra numerosa posteridad. Son ciertamente incalculables, amados conciudadanos míos, los males a que quedáis expuestos si no aprovecháis este momento feliz que la Divina Providencia os ha puesto en las manos; no escuchéis las seductoras voces de nuestros enemigos, que bajo el velo de la religión y de la amistad os quieren hacer víctimas de su insaciable codicia.

¿Os persuadís, amados conciudadanos, que los gachupines, hombres desnaturalizados, que han roto los más estrechos vínculos de la sangre -¡se estremece la Naturaleza!- abandonando a sus padres, a sus hermanos, a sus mujeres y a sus propios hijos, sean capaces de tener afectos de humanidad a otra persona? ¿Podréis tener con ellos algún enlace superior a los que la misma naturaleza puso en las relaciones de su familia? ¿No los atropellan todos por sólo el interés de hacerse ricos en la América? Pues no creáis que unos hombres nutridos en estos sentimientos puedan mantener amistad sincera con nosotros; siempre que se les presente el vil interés, os sacrificarán con la misma frescura que han abandonado a sus propios padres.

¿Creéis que al atravesar inmensos mares, exponerse al hambre, a la desnudez, a los peligros de la vida inseparable de la navegación, lo han emprendido por venir a haceros felices? Os engañáis, americanos. ¿Abrazarían ellos ese cúmulo de trabajos por hacer dichosos a unos hombres que no conocen? El móvil de todas esas fatigas no es sino su sórdida avaricia; ellos no han venido sino por despojarnos de nuestros bienes, por quitarnos nuestras tierras, por tenernos siempre avasallados bajo sus pies.

Rompamos, americanos estos lazos de ignominia con que nos han tenido ligados tanto tiempo; para conseguirlo, no necesitamos sino unirnos. Si nosotros no peleamos contra nosotros mismos, la guerra está concluida, y nuestros derechos a salvo. Unámonos, pues, todos los que hemos nacido en este dichoso suelo; veamos desde hoy como extranjeros y enemigos de nuestras prerrogativas a todos los que no son americanos.

Establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que, teniendo por objeto principal mantener nuestra Santa Religión, dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de este pueblo; ellos entonces gobernarán con la dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avisará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el Soberano Autor de la Naturaleza ha derramado sobre este vasto continente.

NOTA.- Entre las resmas de proclamas que nos han venido de la Península desde la irrupción en ella de los franceses, no se leerá una cuartilla de papel que contenga, ni aún indicada, excomunión de algún prelado de aquellas partes contra los que abrazasen la causa de Pepe Botellas, sin que nadie dude que sus ejércitos y constitución venían a destruir el cristianismo en España.

Valladolid, diciembre 15 de 1810 (1).

El primer órgano que tuvo la Revolución fue, probablemente, El Despertador Americano, que fundó en Guadalajara Francisco Severo Maldonado (¿-1832), de Tepic, doctor en Teología y Cánones, talento penetrante y diáfano, dialéctico elocuente y bizarro. El carácter perjudicaba mucho a Maldonado: era excesivamente extravagante y de una arrogancia y presunción inauditas (Mora, México y sus revoluciones). Era, tal vez, un degenerado superior.

El Despertador Americano tuvo vida efímera: cinco números se publicaron solamente (Existe aquí un error en la información brindada por Luis G. Urbina, ya que en sí fueron siete los números que se publicaron del Despertador americano Haz click aquí , si deseas consultar los números de este vocero insurgente que hemos colocado en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha. Aclaración de Chantal López y Omar Cortés). En el inicial, el ilustrado hijo de Tepic da a la estampa la primera proclama verdaderamente literaria de la revolución. La dirige a todos los habitantes de América. Está escrita con gran verbosidad y ardimiento:

¡Nobles americanos! ¡Virtuosos criollos, celebrados de cuantos os conocen a fondo por la dulzura de vuestro carácter moral y por vuestra religión acendrada! Despertad al ruido de las cadenas que arrastráis ha tres siglos; abrid los ojos a vuestros verdaderos intereses, no os acobarden los sacrificios y privaciones que forzosamente acarrea toda revolución en su principio; volad al campo del honor; cubríos de gloria bajo la conducta del nuevo Washington que nos ha suscitado el cielo en su misericordia, de esa alma grande, llena de sabiduría y de bondad, que tiene encantados nuestros corazones con el admirable conjunto de sus virtudes populares y republicanas. Coronaos de nuevos laureles, acabando de destrozar al enemigo o forzándole a adoptar nuestros designios saludables y patrióticos ...

¡Hermanos errantes! ¡Compatriotas seducidos! No fomentéis una irrupción de los españoles afrancesados en vuestra Patria, que la inundarían de todos los horrores del vandalismo y de la irreligión: los mismos europeos que entre nosotros habitan, por sus enlaces de todo género con los renegados, favorecen abiertamente esta irrupción y aspiran a ella con descaro manteniendo al reino indefenso. ¡Ciegos! Al resistir a nuestros hermanos libertadores, resistís a vuestro propio bien: os remacháis vosotros mismos la cadena de la servidumbre ...

Dos meses después de editar El Despertador Americano, en mayo de 1811, el doctor Maldonado se separó del cura Hidalgo, pidió indulto, que le fue concedido, y comenzó a redactar un semanario, El Telégrafo de Guadalaxara, en defensa de la causa realista. El lenguaje que usó en esta publicación es de una violencia y de una virulencia inusitadas. Su primer artículo, titulado Discurso a los habitantes de América, comienza así:

Americanos: libres ya de las cadenas de la violencia que nos impuso el apóstata más rapaz y sanguinario que jamás se ha visto, puede nuestra pluma en lo sucesivo ser el órgano de la verdad e intérprete de la justicia agraviada; ya podemos hablaros en la efusión de nuestro corazón, y descubriros nuestros más íntimos y verdaderos sentimientos. En esta época venturosa, en que los ejércitos del Rey triunfan por todas partes, en que la insurrección declina con rapidez, convirtiéndose, como lo previeron los sensatos, en unas meras cuadrillas de bandoleros, y en que podemos respirar de los horrores de ocho meses, es preciso aprovechar momentos tan preciosos y levantar con fuerza la voz para desengañar a los pueblos miserablemente seducidos que corren precipitados a su ruina y la del reino entero. Ya hasta aquí hay materia de llanto para todo el siglo. ¿Qué corazón sensible, no digo a la voz del Evangelio, sino a los gritos de la Naturaleza, podrá recordar sin dolor lo acaecido en este período de tribulación? Tended la vista, si tenéis valor para hacerlo, sin experimentar las convulsiones del espanto, mirad todos los países invadidos por los enemigos de nuestro sosiego. ¿Qué descubrís sino los recientes y deplorables estragos que han arrastrado consigo la anarquía, la confusión y el desorden, robos, saqueos, depredaciones, asesinatos, frutos aciagos y amargos de la proscripción más atroz y más injusta que el rencor, la irreligión, la ignorancia y la barbarie fulminaron contra millares de inocentes, unidos con nosotros por medio de los lazos más estrechos de la religión, la Naturaleza y la política?

Hay, en todo el discurso, un tono vengativo y colérico, que deja sospechar alguna rencilla personal entre don Miguel Hidalgo y Costilla y don Francisco Severo Maldonado. ¿Cuál fue ésta? ¿Qué viento de pasión hizo girar hacia rumbo contrario las energías del cura de Mascota? Hidalgo es insultado, denigrado, maldecido, por su voluble correligionario, quien le llama infame y descarado sibarita, Sardanápalo sin honor y sin pudor, hidra abominable que el Infierno ha abortado.

La cólera ciega a Maldonado y, ya ciego, lo empuja al insulto, a la ofensa, a la calumnia. Sus desahogos, en fuerza de querer ser venenosos, llegan algunas veces a la puerilidad. Mas cuando logra serenarse este escritor impetuoso, expresa su pensamiento con mucho vigor, con mucha belleza, en períodos armónicos y sólidamente trabados, en cláusulas de majestuosa y numerosa oratoria:

Exalte Clavijero cuanto quiera la ilustración y conocimientos de los antiguos mexicanos; llénese en hora buena de la admiración y entusiasmo que justamente excita en el inteligente todo el artificio de la Rueda Astronómica, cuya exactitud prueba que ninguno de los pueblos antiguos supo arreglar mejor su calendario; pondere sus descubrimientos sobre la eficacia y virtudes de muchas plantas para curación de las dolencias humanas; alabe, en fin, con todo encarecimiento, el primor y destreza con que fabricaban algunos tejidos de algodón, de pluma y del pelo fino de ciertos animales; su habilidad para fundiciones de metales, y para el corte y labores de las piedras más duras. Pero el filósofo, el observador sabio e imparcial de los hombres, sólo tendrá por ilustrados a los mexicanos de aquel tiempo, comparándolos con sus coetáneos los salvajes de las Islas y de Tierra firme.

No tenían noción alguna de las ciencias, carecían de las artes liberales y era muy imperfecto el estado en que poseían algunas de las mecánicas. Su escritura, reducida al embarazoso y difícil mecanismo de los emblemas o jeroglíficos, no era a propósito para hacer grandes progresos. Sus telas de algodón eran admirables, es verdad, por la finura e igualdad del hilado, por la viveza y duración del colorido, y por la belleza y primor de los matices; pero, no teniendo más instrumentos ni utensilios que el malacate y el zozopaxtle, y careciendo de tornos y telares, todos estos tejidos exigían un dispendio considerable de tiempo y una paciencia infinita, de que sólo es capaz el carácter flemático del indio. La agricultura, la primera y más esencial de las artes, la verdadera fuente del sustento, propagación y multiplicación de nuestra especie, apenas había salido de la infancia. Privados enteramente de toda clase de herramientas y de los animales que son de tanto auxilio en los ramos más importantes' del cultivo, no podían sacar de la tierra la mitad de las riquezas que ahora rinde con el trabajo combinado de hombres y animales. Sus cosechas, por más abundantes que fuesen, no eran bastantes a librarlos de los horrores del hambre que los aquejaba con frecuencia, precisándolos, no pocas veces, a devorar los más inmundos y asquerosos reptiles.

Así es que, excepto México y algunas otras comarcas, todo el vasto Continente no presentaba al espectador más que campos despoblados, chozas miserables, indios macilentos.

Pero llegan los españoles a las costas de Nueva España, conducidos por una particular disposición de la Providencia, y todo comienza luego a cobrar nueva vida y nuevo aspecto. Los conductores de la verdadera libertad y religión, lo fueron también de las Ciencias y las Artes.

Sí, indios ingratos e injustos; los españoles establecieron desde luego entre vosotros escuelas gratuitas de primeras letras, para que aprendieseis a leer y escribir. Ellos fundaron Colegios en que os instruyeseis en todo género de conocimientos científicos. Ellos os comunicaron, entre otros, los de Mineralogía, Docimástica, Química, Metalurgia, ciencias importantísimas cual otra alguna, y sin cuyo auxilio permanecerían aún sepultados en el seno de la tierra los inmensos tesoros que antes poseíais inútilmente y que la Naturaleza depositó en vuestros opulentísimos cerros. Ellos hicieron florecer en vuestro suelo la agricultura, la industria y el comercio. Ellos se trajeron de la España los ganados caballar, vacuno, lanar y de cerda, absolutamente desconocidos en las Américas, y que os han servido de un socorro incomparable para vuestro alimento, vestido y penosas faenas de labranza. Ellos trajeron consigo y os participaron semillas apreciables, capaces de reemplazar la falta o escasez del maíz, ensanchando increíblemente todos los ramos del cultivo, ceñido antes a la siembra y colección de este grano. A tamaños y tan inapreciables bienes han puesto los españoles el sello, manteniéndoos por trescientos años en el regazo y dulzuras de la más profunda paz (2).

Aquí el punto de vista es falso, porque la mayor parte de esos primores no pasó de la categoría de ley escrita ni fue debidamente llevada a la práctica; pero Maldonado supo dar a su reproche un emocionante acento de persuasión. Eso procura ser cuando lo dejan. sus arrebatos iracundos: un persuasivo, que trata de salvar la razón y ponerla por encima del bullir hervoroso de sus pasiones. Su talento, muy bien cultivado, le permitía envolver en ropajes brillantes sus paradojas y sofismas, y dar correcta forma de argumentación a sus odios y rencores.

¿Hay en la actitud, de furibundo realista, de Maldonado, un fondo de venalidad o de miedo? Posiblemente, José de la Cruz, dominador del tipo oriental en Guadalajara, protegió y sostuvo, forzó tal vez, esa actitud del cura de Mascota. Los biógrafos de éste, que es, sin duda, un personaje importante en el período revolucionario, tienen poco que decir de cuanto se refiere a la vida de Maldonado. Fue ella probablemente inquieta sólo de pensamiento. Sus turbulencias eran mentales. En los escritos que de Maldonado quedan, se percibe la potencia de un cerebro infatigable para elaborar el concepto. Se sorprende al teorizante. Antes que el doctor José María Luis Mora, comenzó Francisco Severo a ser sociólogo. Y sus teorías, más o menos utópicas, tuvieron, con frecuencia, apoyo en datos estadísticos y en preceptos de economía política, ciencia que fue él de los primeros en nombrar y conocer en Nueva España. Fantasea mucho, y en casi todo lo que escribe hay repentinos relampagueos de iluso. No por ello deja de ser un pensador de cierta profundidad, que atavía con donosura sus ideas, y que, cuando así lo desea, juega aparatosamente con la falacia. Soñó, en la madurez de su vida, con un proyecto de regeneración social, en el que se declara enemigo del ejército. En algunas observaciones se adelantó a su época. A veces, su talento se perdía en la metafísica de un deísmo de estilo siglo XVIII.

Copio aquí uno de los rasgos de su extravagancia, contado por uno de sus biógrafos:

La dedicatoria que nuestro compatriota puso al frente de su última obra, titulada El triunfo de la especie humana, y escrita con el objeto de persuadir de las ventajas del establecimiento de la escala de comunicaciones y centros agrícolas, industriales y mercantiles, en que pensaba, y que quiso realizar por sí mismo, da una idea de la energía de los sentimientos filantrópicos que animaban a Maldonado, no menos que de la confianza con que esperaba la realización de sus proyectos.

Dice así:

Al Rey de la naturaleza, - Al Vice-Dios - de la tierra, - A la obra maestra - de la Bondad, Sabiduría y Omnipotencia - del Ser Supremo: - Al hombre. - A la Universalidad de las Naciones - esparcidas por la superficie - de la pequeña esferoide - en que gravitamos. Al género humano - envilecido y degradado - por el despotismo y la miseria - bajo el nivel y condición del bruto, - para su pronta y completa reparación, - y para la indefectible y rápida - conquista - de todos sus derechos - naturales e imprescriptibles, - ofrece, dedica y consagra - esta irresistible y poderosa palanca - su más activo y fiel representante.

El Cosmopolita (3).

Cuando la Independencia fue un hecho, el doctor Maldonado reapareció como partidario de ella. En 1821, perteneció a la Soberana Junta Provisional Gubernativa, en calidad de vocal. Alcanzó larga vida, amargada en los últimos años por una incurable ceguera.

El segundo periódico revolucionario fue El Ilustrador Nacional (Haz click aquí, si deseas consultar los seis números que aparecieron de este vocero insirgente y que hemos colocado en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha. Precisión de Chantal López y Omar Cortés). Apareció hacia 1812, como órgano de la famosa Junta de Zitácuaro, al frente de la cual estaba el general Ignacio Rayón, uno de los insurgentes más constantes, más fieles, más decididos. En Sultepec, un criollo de admirable vigor moral, de comprensión profunda, rápido en la decisión, caprichoso y violento en el carácter, de muy educado ingenio, el doctor José María Cos ( ? -1819), fundó este periódico, sin recursos, sin elementos, construyendo con sus propias manos una imprenta, labrando en trozos de madera unos caracteres, usando de una mezcla de aceite y de añil como de tinta, poniendo no sólo su inteligencia y su sabiduría al servicio de la causa, sino también su inventiva, su trabajo mecánico, su impulso muscular, su industriosa habilidad.

El doctor Cos era todo vivacidad, ardimiento y fe. Un ansia de figurar, de ser el primero, de tener mando, de llegar al dominio y a la obediencia por la razón, de poner orden, cálculo y medida en el desordenado tumulto revolucionario, embargó constantemente su existencia política. Como a hombre de acción y de pasión, nunca lo abandonó el ímpetu; pero no era éste ciego ni desatentado, como el de otros de sus compañeros, sino, por el contrario, casi siempre engendrado en el raciocinio y en el cálculo.

Toda su vida anterior a la revolución lo abonaba.

Había sido maestro de retórica y latinidad; de filosofía y de teología. El Obispado de Guadalajara y la Intendencia de Zacatecas le habían dado comisiones deLicadas y honoríficas. Su espíritu se había disciplinado en el estudio y en la cátedra.

De ahí que sus proclamas tengan un acento de conciliación, un aire de convicción y de reflexión. La que escribió en Pátzcuaro el 21 de octubre de 1814 así lo demuestra:

Españoles habitantes de América:

Habiendo variado la constitución de nuestro suelo, así por los sucesos inopinados de la Europa como por nuestra organización interior, deben también variar nuestros sentimientos, nuestras operaciones y lenguaje. Las voces crueles, bárbaras e impolíticas de un pueblo arrebatado, que clamó en los primeros transportes de su conmoción ¡Mueran los gachupines!, exacerbaron vuestros ánimos, y la poca fe, con que debía contarse, de una plebe agitada, sin dirección y sin sistema, puede disculpar el desprecio con que habéis recibido por una y otra vez nuestras amigables propuestas. Hoy, la nación, casi toda, está sujeta a cierta forma de gobierno, que sabe respetar los derechos de la fe pública y el idioma de la urbanidad; que os convida a formar una masa común de ciudadanos iguales, y os propone sincera y francamente la paz por tercera vez. La experiencia funesta de cuatro años de guerra nos ha convencido plenamente de que, si no tenemos los unos y los otros una fuerza bastante para dominarnos en breve, no nos faltan arbitrios para mantener nuestra lid destructora, hostilizarnos y consumirnos sordamente. Hagamos, pues, un esfuerzo sobre nuestro propio entusiasmo, y despreciando las ilusiones ridículas del fanatismo y la manía de querer grabar en el pueblo rudo ideas quiméricas de la prosperidad de España, perdida ya para siempre, pensemos seriamente en volvernos la paz y la felicidad a que unos y otros aspiramos.

Uníos a nosotros. Este es el desenlace más fácil que puede tener la acción en que nos vemos empeñados antes que las relaciones exteriores constituyan a esta nación inculta en el riesgo de ser juguete de las astucias de otra nación extranjera. Uníos a nosotros: vuestras personas serán respetadas y libres vuestras posesiones. Uníos a nosotros; os veremos como hermanos, y, borrándose con esto todos los agravios recíprocos, correremos a recibiros con la oliva y a estrecharas sinceramente en nuestros brazos (4).

En esta tirada se ve la cordialidad de un hombre que, sobreponiéndose a sus habituales violencias, dominando las vivacidades de su carácter, busca, en la razón y en el sentimiento, apoyo y fuerza para sus proyectos insurgentes.

Pero donde las dotes literarias de Cos encuentran terreno vasto y arraigo firme es en el periódico. Tras El Ilustrador Nacional, fraguado a las volandas, en el campo de batalla, y difícilmente distribuido, para hacer prosélitos de la causa, el doctor zacatecano, con el auxilio de una imprenta dramáticamente sustraída de la capital por el asombroso grupo de Los Guadalupes, fundó en Sultepec, en mayo de 1812, El Ilustrador Americano (Haz click aquí, si deseas consultar los veintiocho números de este vocero insurgente que hemos colocado en nuestra Hemeroteca Virtual Antorcha. Precisión de Chantal López y Omar Cortés). En él prodiga la riqueza, no muy abundante, pero sí muy vibrante, de sus facultades de letrado. La forma de sus escritos sigue siendo aparatosa e hinchada. Mas ya la ampulosidad literaria no suena a hueco; ya es la expresión sincera de las agitaciones revolucionarias, de las inquietudes sociales, de la momentánea descomposición orgánica de un grupo humano que trata de reconstruirse y provoca tremendas crisis psicológicas, delirantes fiebres espirituales que se exteriorizan en fórmulas ostentosamente retóricas, pero que cuadran bien con las efervescencias de la realidad y de la vida.


Notas

(1) Colección de documentos para la historia de la guerra de la independencia de México, formada por J. E. Hernández y Dávalos. México. 1877-1882. Tomo I, documento núm, 54, y tomo II, documento núm. 164.

(2) El Telégrafo de Guadalaxara, 19 de julio de 1811.

(3) Diccionario de historia y geografía, México, 1853-1856, artículo Maldonado.

(4) Colección de documentos, ya citada, de Hernández Dávalos. Tomo V, documento 182.

Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaSegunda parte Cuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha