Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaPrimera parte Tercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Segunda parte

José Agustín de Castro. - Anastasio de Ochoa y Cuña. - Oratoria sagrada. - El periodismo. - El Diario de México. - La Arcadia de México. - La jura de Fernando VII. - La sociedad mexicana



José Agustín de Castro (1730-1811), hijo de Valladolid de Michoacán, alcanzó por estos tiempos inusitada celebridad. Editó, en tres tomos, su Miscelánea de poesías sagradas y humanas (1797). En ellas se muestra presuntuoso y prosaico. Eso es lo que se nota, particularmente, en sus poesías religiosas. En las profanas, en muchas de las profanas, usa, con cierta agradable gallardía, de la dialéctica conceptuosa y de la riqueza culterana de los apólogos calderonianos, como en esta glosa:

Tarda la lengua en decir
una fina voluntad,
cuando los ojos la explican
en un abrir y cerrar.
Ama el corazón muriendo,
pero a la lengua ordenando
que diga de cuándo en cuándo
el mal que está padeciendo.
Habla ésta, mas el estruendo
del corazón al morir
no la deja prorrumpir;
con esto vienen a estar
pronta la vista en hablar,
tarda la lengua en decir.

Muere porque a tanto llega
de las ansias el rigor,
cuando la pasión de amor
todos los arbitrios niega.
Muere, y al hacer entrega
de su escondida heredad
¿qué otra cosa en realidad
se halla en los bienes, por junto
de aquel corazón difunto?
Una fina voluntad.

Con temor, con desconfianza,
es natural proceder
siempre que se ve no haber
en el enfermo esperanza.

Los ojos, pues sin tardanza
las miradas multiplican:
bien su pasión significan;
pero se nota por cierto
que ya el corazón ha muerto
cuando los ojos la explican.

Muere corazón tan fiel,
hallando al fin de sus días
entre las cenizas frías
un pago tirano, cruel.
Triste corazón aquel
que muere por sólo amar,
pues aun no llega a expirar
y ya le está prevenido
el sepulcro del olvido
en un abrir y cerrar.

Además de los habituales defectos prosódicos, tiene también los comunes a los escritores americanos de principios del siglo XIX: provincialismos y giros y construcciones defectuosos. En varias composiciones este poeta trata de enaltecer en la rima la germanía popular y charra. Tales ensayos no pasan de ser los loables intentos de emancipación literaria.

En la parte de su obra que él titula Poesías humanas, hay varias de tendencia satírica, que no carecen de interés por cuanto que retratan el ambiente colonial:

DIÁLOGO ENTRE LA MARQUESA Y LA CRIADA

- ¡Aquí está el chocolate! ¡Qué calor!

- ¿Qué horas?

- Las once dadas. ¡Buen dormir!

- ¡Guapa ropa me tengo de vestir!
Prevén la cascarilla y el olor.

- Ahí está el peluquero.

- ¡Gran señor!
Que se entre al gabinete a divertir;
y dispón el recado de escribir
que voy a contestar a cierto amor.

- Mas ... no se pase a Usía ...

- ¿Qué? ...

- Persignar.

- Eso después se hará.

- (Sí; como ayer.)

- Prepara la botica de peinar.

- Ya no hay misa.

- ¿Pues qué? ¿Qué se ha de hacer? ...
¿Quién es esta madama? No hay que hablar:
un demonio vestido de mujer.

DIÁLOGO ENTRE DOS CRíTICOS EN EL PASEO

- ¿Quién es aquél que corre?

- Pretendiente.

- ¿Aquél que da mil gritos?

Litigante.

- ¿Aquél pobre quebrado?

- Comerciante.

- ¿Aquél con tantos polvos?

- Escribiente.

- ¿El que habla a solas, quién?

- Poeta reciente, que no puede encontrar un consonante.

- ¿Aquél muy charlatán?

- Un estudiante, tenido por capaz entre esta gente.

- Casa de locos es tan dilatada
que el primero parece sin segundo
según tiene su tema de arraigada.

- ¿Locos? No; cuerdos son.

- Yo me confundo.
¡Cuál será de los locos la arrancada
si éstos por cuerdos corren en el mundo!

DIÁLOGO ENTRE LOS MISMOS CRíTICOS

- ¿Quién es aquel fachenda?

- Un don Aquel.

- ¿A qué horas está en pie?

- Salido el sol.

- ¿Cómo sus letras son?

- De Facistol.

- ¿Cuáles sus facultades?

- De oropel.

- ¿Pretende algún destino?

- Hacer papel.

- ¿Qué puchero es el suyo?

- Pura col.

- ¡Qué piernas tan delgadas!

- De fistol.

- ¿Y así andará en retratos?

- El, por él.

- ¿Es casado?

- Con una tal por cual.

- ¿Qué tal es su expediente?

- Muy civil.

- ¿Cómo su raciocinio?

- Garrafal.

- ¿Tan escasa es su luz?

- La de un candil.

- ¿La mantiene el marido?

- No, el rival.

- Casados de este jaez conozco mil.

Otro colaborador del Diario de México, al mismo mempo que lo eran Navarrete y Sartorio, es Anastasio de Ochoa y Acuña (1783-1833). En 1806 aparece, en el periódico que acabo de nombrar, su primera composición: es satírica. Oídla: no está contenida en la obra que con el título de Poesías de un mexicano publicó el autor en Nueva York (1828):

¿Con una tinta que venden
exquisita en el Portal,
dizque se curan su mal
los que de cisnes se ofenden,
y que ser cuervos pretenden
con presunción extremada?
- No sé nada.

¿Dizque es el gasto crecido,
que hacen hombres y mujeres
en perfumes y alfileres;
y de la coqueta, ha habido
mil quejas, porque ha subido
el precio de la pomada?
- No sé nada.

¿Y del Parnaso un espía
dizque avisó que en el Diario
se encontró más de un plagiario
que lucirse pretendía
con lo ajeno que cogía,
siempre la boca callada?
- No sé nada.

¿Dizque dice tales cosas
con su insulsa redondilla
esta pequeña letrilla,
que a unos parecen graciosas
y a otros son tan fastidiosas
que el oírlas les enfada?
- No sé nada.

Muy joven era Ochoa; contaba veintitrés años cuando publicó estos versos, que muestran su afición por un género en el que había de sobresalir.

El insigne Menéndez y Pelayo lo prefiere humanista y alaba su traducción de las Heroidas, de Ovidio, de la cual dice que es bella, muy exacta, a veces muy poética, y con cierto suave abandono de estilo que remeda bien la manera blanda y muelle del original.

En efecto: Ochoa fue un excelente latinista, como lo comprueban esa y otras traducciones de los poetas clásicos, y los fragmentos de los Heroica de Deo Carmina del mexicano Abad. Desde muy niño, según aseguran sus biógrafos, Ochoa estudió latín, y su paso por el Colegio de San Ildefonso y por la Universidad debe de haberle afirmado hacia su favorita inclinación por la lengua matriz.

Pero no es Ochoa un humanista seco y avellanado, de sabor arcaico, de estilo sin jugo, de construcciones rígidas, de trasposiciones latinizantes. No es un enfático y académico latino-parlante, a la usanza de la época. Es en todo y por todo un verdadero poeta.

No vuela mucho ni muy alto; pero si vuela con mesura y gallardía. Encuentra, a cada paso, expresiones elegantes y agradables eufonías. Es un poeta de su tiempo: artificioso y retórico, con ecos de Iglesias de la Casa, y marginales de las anacreónticas neodásicas. Mas, sin dejar de rendirle el tributo a la moda literaria, a que tan pocos espíritus pueden sustraerse, Ochoa lleva más lejos sus imitaciones, las remonta a los Siglos de oro y es, se le conoce, un asiduo lector de los poetas andaluces del siglo XVI, de Jáuregui, de Caro y Andrada (probablemente ambos bajo el nombre protector de Rioja), y de los de otras escuelas: De la Torre, Cristóbal de Castillejo, los Argensolas.

Es indudable que Lope lo impresionó, lo sedujo. El famoso sonetista Tomé de Burguillos, el estupendo Lope, es para Ochoa un ejemplo constante. Lo sigue: trata de acercársele y de reproducirlo. Algunas veces copia, con fría gracia, el modelo. Y así, por ejemplo, de aquel juguete artístico tan celebrado y comentado, Un soneto me manda hacer Violante ..... Ochoa intenta hacer otro juguete, menos donoso, pero no exento de bizarría y arrogancia:

¡Catorce versos! Mas está el primero;
pasemos al segundo; no va malo.
El tercero ... aquí es ello; mas lo igualo,
y con el cuarto ya es cuarteto entero.

El quinlo ¡qué primor! salió sin pero;
síguese el sexto; bien, si lo acabalo,
al séplimo sin pena me resbalo
y me paso al oclavo placentero.

Respiremos, en fin: el nueve es éste,
tan fácil como el diez,' y este terceto
acabe el once cueste lo que cueste.

¡Quién lo creyera! el doce está completo.
¿Y el trece? ¡Apolo su favor me preste!
El catorce ¡oh placer! ... Ya está el soneto.

No en inspiración ni en fantasía, que, particularmente en el género erótico, eran escasas en Ochoa, pero sí en arquitectura métrica igualaba y aun superaba a sus contemporáneos de México. Pocos son sus descuidos y dependen en su mayor parte de modismos y fonetismos regionales que afean la dicción o trastornan con disonancias desagradables la música del verso.

Pero en muchas rimas, en composiciones enteras, su prosodia es perfecta, y correcto y rico su léxico.

Por las poesías serias es menos conocido y estimado que por las humorísticas y jocosas.

Es ésta una injusticia explicable. Era natural que fuera más popular en aquello en que más se acercaba al alma de la colectividad, inepta para apreciar las hermosuras del humanista, y apta, en cambio, como pocas, para saborear el dulce veneno de malicia del poeta burlesco, que ridiculizaba tipos y costumbres de antaño con epigrámico donaire.

Aquí Ochoa sigue siendo, como en sus obras serias, un notable copista, aunque resulta más espontáneo, genuino y sincero en producir la vena satírica. Ya dije que Iglesias de la Casa fue uno de sus autores favoritos; pero, por paralelismo a sus graves modelos, no dejó, o dejó muy pocas veces, de acordarse de aquel risueño poeta, cuyo maravilloso gracejo representa y revive aún toda la intencionada jovialidad de una raza y de una época: Baltasar del Alcázar. Aquí y allá se sorprenden, en Ochoa, rasgos de aquel generoso humor del soldado español, y también alientos, reminiscencias y parodias, del agrio y punzante Góngora, y de Quevedo el truhanesco y desenfadado burlador.

Las festivas caricaturas de Ochoa son, por lo general, muy mexicanas, muy regionales, hechas algunas sobre frases y modismos locales, de que aún se conservan huellas en nuestras conversaciones familiares. Ochoa no logró que se desplegasen en franca risa los labios adustos de Menéndez y Pelayo.

No comprendió este crítico eruditísimo la razón de las estrepitosas carcajadas que nos arranca la lectura del satírico mexicano. Y es que el célebre polígrafo no puede darse cuenta, como nosotros, de la fácil y encantadora naturalidad, de la precisión y del tino con que está retratada nuestra vida social, y con que están pintadas, a líneas caricaturescas, las gentes coloniales: el currutaco pedantesco, la coqueta pirraquita, la doncella descocada, el perverso cócora, la vieja emperifollada, el rábula mentecato.

El Atanasio de Achoso, el A. O. y Ucaña<>, El Tuerto del Diario de México, hacían las delicias de los suscriptores de este periódico. Todos ellos eran sólo el disfraz del severo Ochoa, que solía poner a su bonete de párroco los alharaquientos cascabeles de Momo.

Además de las Heroidas, de Ovidio, tiene Ochoa otro extenso trabajo de traductor: el Facistol, de Boileau Despreaux.

Estos eran los estilos y formas, alrededor de los cuales se agruparon, para constituir núcleos de género literario, los poetas líricos mexicanos antes de 1810: el amatorio, el bucólico, el religioso, el satírjco. los prosistas, como ya lo expresé, seguían los rastros de Jovellanos, Isla, Feijóo y Cadalso, o bien se remontaban a Gracián y Quevedo, y tal cual emprendía el vuelo hasta Cervantes.

La cátedra sagrada, importantísima rama literaria, que no me es dado estudiar aquí detenidamente, se resentía, aún, en principios del siglo, del galimatías gongórico que lo contaminó en el XVIII. A la nueva era habían pasado las voces emgmáticas y pedantescas de la secta gerundiana (1).

Y poetas, prosistas, oradores eran un tardío reflejo de la Metrópoli, una reproducción retrasada de España, una rezagada manifestación de nuestras inevitables relaciones mentales con el pueblo que, mezclándose al indígena, produjo esa nueva unidad étnica: el mexicano, con caracteres antropológicos distintos de los de sus progenitores, pero con el idioma del conquistador, idioma rico, enérgico, preciso; lenguaje robusto y, a la vez, admirablemente flexible y sonoro, que lo liga para siempre a la expresión latina, y, por lo mismo, influye de un modo poderoso sobre su siquis, sobre las modalidades características de su percepción y de su afectividad.

Por el Vliejo y sólido acueducto hispano nos llegaron las linfas claras y resonantes de la literatura francesa neoclásica. Por medio de Luzán supimos de Boileau y de Rapin; por medio de Samaniego nos impresionaron las fábulas de moral caprichosa de Lafontaine; por medio de Moratín conocimos a Moliere, y por medio, en fin, de los escritores que propagaron el gusto francés, nos contagiamos de esa aborrecible enfermedad léxica que se ha hecho endémica en la América española: el galicismo.

Los medios de popularización de las bellas letras, de 1800 a 1809, fueron el periódico y el folleto. Este, sobre todo, constituía un importante vehículo literario. Es innumerable la cantidad de cuadernillos que circulaban, y que, escritos en prosa o en verso, contenían desde algún sesudo estudio sobre graves materias, excepto política, hasta un romance de ciego satirizando personas, tipos o costumbres.

Las antiguas Gazetas, periódicos de vida escasa e intermitente, se establecieron en Nueva España en el siglo XVII, y eran entonces hojas de noticias que se publicaban cuando llegaban a Veracruz barcos de España.

El estudio del eminente Joaquín García Icazbalceta sobre Tipografía mexicana trae datos sugestivos y curiosos acerca de los orígenes coloniales de las Gazetas. Eran esperadas éstas con la ansiedad con que se esperaban las naos de China que venían por Acapulco cargadas de seda oriental y de cerámica mongólica.

Ello es que en el último tercio del siglo XVIII se dieron a la estampa el Mercurio de Bartolache, los cuatro periódicos de Alzate, y, ya regularmente, con quince o veinte días de intervalo, la Gazeta de México, dirigida, por Manuel Antonio Valdés, poeta religioso y político de muy poco aliento, y tal vez el primer hombre de sentido periodístico verdadero. En la alborada del siglo XIX no quedaba en Nueva España sino esta sola publicación, constituida en órgano oficial del Virreinato para dar a conocer, además de las noticias extranjeras, algunas del interior del país, disposiciones gubernativas y bandos y ordenanzas municipales. Aunque escasos, no faltaban una que otra vez trabajos literarios y científicos.

En 1805 el doctor Jacobo de Villaurrutia y el licenciado Carlos María de Bustamante, previo permiso del virrey Iturrigaray, fundaron el primer periódico diario de Nueva España: el Diario de México.

Villaurrutia, notable letrado, adelantándose a los conocimientos ortográficos ambientes y mostrando una gran sabiduría en la fonética castellana que es casi una clarividencia, puesto que cien años después la comprueba el insigne fonologista Fernando Araujo en estudios científicos superiores, quiso que se escribiese el prospecto del flamante papel suprimiendo de los vocablos las aches mudas, las úes después de cada q, etc., con lo cual tuvo por mira simplificar el valor representativo de los signos gramaticales.

En ese prospecto se expresa el objeto del periódico y el orden y la calidad de los asuntos que trataría:

1° Avisos del culto religioso.
2° Decretos y disposiciones gubernativas.
3° Noticias de causas judiciales importantes.
4° Noticias de ciencias y artes.
5° Noticias comerciales.
6° Necrologías.
7° Anuncios de diversiones públicas.
Habrá un artículo de varia lectura, que unas veces hablará al literato retirado, otras al proyectista bullicioso; ya al padre de familia, ya a las damas melindrosas; tan pronto se dirigirá al pobre como al rico, y se dará lugar a las cartas, discursos y otras composiciones que se nos remitan, siempre que lo merezcan, que puedan servir de diversión, cuando no traigan otra utilidad, y que guarden las leyes del decoro, el respeto debido a las autoridades establecidas, que no se mezclen en materias de la alta política y de gobierno (en que por lo común yerran groseramente los que las tratan fuera de los únicos puestos en que pueden verse por todos sus aspectos) y que no ofendan a nadie. Y también se insertarán los epigramas, fábulas y demás rasgos cortos de poesía que no contengan personalidades y sean dignos de imprimirse.

Una gran ayuda, un gran estímulo fue para la literatura el Diario de México. Es la exacta fotografía de la vida ciudadana, no tanto en su aspecto oficial como la Gazeta, sino en el familiar y callejero, en el social, y también en el intelectual. El Diario dio a conocer, acogió, prohijó, empolló a los escritores que iban a llenar el primer tercio del siglo XIX.

En él hizo sus primeras armas en la Prensa quien había de dar a ésta un extraordinario impulso: el licenciado Juan Wenceslao Barquera, incansable escritor público, tan activo como Bustamante, emprendedor, atrevido, dispuesto a la lucha, incorrecto pero fecundísimo, de ilustración enciclopédica, aunque superficial, no exento de gracia en sus burlas ni falto de intención en sus malicias, individuo de significación y relieve en la historia del periodismo mexicano.

Colaboradores del Diario de México fueron: Navarrete, Sartorio, Ochoa, Beristáin, Mariano Barazábal, Ramón Quintana del Azebo, José Victoriano Villaseñor, Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, Juan María Lacunza, José Mariano Rodríguez del Castillo, Juan José de Güido, José Antonio Reyes, Pedro Cabezas, Juan de Dios Uribe, el licenciado Francisco Estrada, el doctor Antonio Uraga, Antonio Pérez Velasco, Joaquín Conde, y otros muchos cuyas firmas se ven con menos frecuencia que las de aquéllos, pero entre quienes deben contarse personajes como el insigne guatemalteco Antonio José de Irisarri, en 1806, año que pasó en México.

La primera página del periódico se cubría siempre con poesías, ya originales, ya copiadas, muchas veces comentadas, anotadas, analizadas. A esta publicación recurrían los aficionados de las provincias lejanas, en busca de refugio para sus ensayos literarios. Y los versos y los artículos iban marcando una singular tendencia: la adaptación.

Los jóvenes poetas mostraban un vago deseo de dar carácter nacional a las formas, estilos y géneros de que se valían para la expresión de su pensamiento, de mexicanizarlos por medio, no sólo de alusiones a las costumbres coloniales y del uso de nombres de cosas del país, hechos por lo común con palabras indígenas castellanizadas, sino también recurriendo a la descripción del aspecto físico de nuestra tierra, de sus paisajes típicos, de sus campos de agave, de sus diáfanos horizontes, de sus blancos volcanes, grandiosas leyendas prehistóricas cubiertas de nieve.

La intención era buena; pero, en lo general, los resultados no correspondieron a la intención. Copio aquí una anacreóntica Al pulque:

Si el vino se ha acabado,
dame pulque, mancebo;
también el pulque es don
del gran padre Lieo.
¿No ves cómo se me hinchan
las venas al beberlo?
¿Cómo se enciende el rostro,
cómo me late el pecho?
Pues advierte ora en mi alma
un entusiasmo nuevo,
cual no inspiró jamás
la trípode de Febo.
Ya alrededor de mí
girar el mundo veo;
ya la tierra a mis ojos
se cubre de humo denso;
ya mis piernas vacilan
me tiembla todo el cuerpo;
para apoyar mis pies
me va faltando el suelo.
¡Oh Baco! Tú me encumbras
hasta los altos cielos.
Urania, docta musa,
¡oh ninfa del Permeso!
reconoce el olivo
que en esta frente tengo.
Tu sacerdote soy
y he quemado mi incienso
a la falda del Pindo
y del Parnaso excelso.
Haz que conozca yo
mejor que Tolomeo,
los nombres y los giros
de estos globos de fuego.
¿Qué es esa mancha blanca
que desigual advierto
entre la Osa Mayor
del Olimpo soberbio?
¿Es pulque derramado?
Pero no: soy un necio;
conozco la Vía Láctea,
de su origen me acuerdo.
Perdona, sacra Juno,
si a comparar me atrevo
el jugo del maguey
al néctar de tu pecho.
La razón me ha faltado,
yo mismo no me entiendo.
¡Tal me han puesto los dones
del gran padre Lieo! (2)

Otra demostración de este esfuerzo de emancipación literaria se observa en las fábulas y en las sátiras. En las fábulas, la fauna y la flora mexicanas son las que, de preferencia, sirven para las representaciones apológicas; y en las sátiras abundan las locuciones y modismos de nuestro pueblo, y hasta sus característicos defectos de pronunciación.

En suma, el Diario de México se constituyó desde 1805 en órgano principal de la literatura mexicana. Gracias a su estímulo, pudo formarse en la capital del Virreinato una sociedad de bellas letras: la Arcadia de México, tomando por modelo, como todo lo que aquí se implantaba entonces, una sociedad artística española.

Leopoldo Augusto de Cueto, en su celebrado Bosquejo histórico~crítico de la poesía castellana en el siglo XVIII, nos da una idea de lo que fueron estas Arcadias:

La academia de los Arcades -escribe- formalmente constituida en 1790 por Crescimbeni, poeta con razón olvidado (pero en realidad creada antes, en el Palacio Corsini de Roma, por Cristina de Suecia, aquella reina esclarecida que, ansiosa de civilización, llevó a su lado a Descartes y a Grecia, y rindió sin tregua culto sincero a las conquistas de las ciencias y a los hechizos de las letras y de las artes) caracteriza la decadencia del verdadero sentimiento poético. Esta Academia de los Arcades, la más famosa de Italia por mérito y por desprecio (expresión de César Cantú) tuvo por objeto poner coto a los extravíos del gusto marinesco. Mas no hizo, en verdad sino trocar el delirio por el fastidio y desarrolIar ridículamente la moda pastoral, que, hija degenerada de la imaginación de Sannazaro, que había dado a la Arcadia griega una forma ideal, produjo tanta insulsez y amaneramiento en la poesía. Doce hombres insignes fueron escogidos para la formación de las leyes académicas de los Arcades, entre ellos el sabio deán de Alicante don Manuel Marti.

Todos ellos se reunían en el Bosco Parrasio del Monte Janículo, donde emblemas, usos académicos y tareas poéticas, todo tenía un carácter por demás risible y candoroso. Estaban contagiados del espíritu de afectación y de artificio que había corrompido las letras, y da de ello manifiesto testimonio la pueril descripción de designar a los Arcades con nombres más o menos griegos, a veces en sumo grado extravagantes, con lo cual se daban por alistados entre los pastores de la Arcadia. Desde el de Alfesibeo, que adoptó Crescimbeni, hasta los que usa todavía esta hoy anacrónica Academia ¡qué lista tan singular de exóticos nombres, tan extraños a veces por su sonido y siempre por la ficticia transformación personal que suponen! ¡Prelados, cardenales y hasta Pontífices, transformados en pastores de Arcadia, siempre tan amartelados, tan disertos y tan insípidos!

El éxito maravilloso de esta Academia fue la consagración de aquella plaga de poetas pastoriles que se inspiraban en su gabinete, sin ver más cielo ni más campo que la pared o el tejado de la casa vecina, y de aquella moda irrisoria que convertía entre nosotros al respetable Jovellanos en El Mayoral Jovino, al rígido magistrado Forner en El zagal Fornerio, al severo canónigo Porcel en El caballero de los Jabalíes, y al grave don Jaime Villanueva en El pastor Jamelio.

Los principales literatos que escribían en el Diario de México, desconocidos, los más, antes de 1805, formaron hacia 1808 la Arcadia de México, por idea de José Mariano Rodríguez del Castillo, quien da cuenta de la fundación en el número del Diario del 16 de abril del citado año de 1808. Los primeros Arcades, según lo dice el artículo de Rodríguez del Castillo, fueron Delio (José Victoriano Villaseñor), Damón (Anastasio de Ochoa y Acuña), Batilo (Juan María Lacunza), Anfriso (Mariano Barazábal) y Amintas (el mismo articulista); poco después se les agregó Dametas (Ramón Quintana del Azebo). Rodríguez del Castillo da cuenta (Diario, 23 agosto 1809) de que más tarde ingresaron a la Arcadia Fray Manuel de Navarrete, a quien se eligió Mayoral; Manuel Manso, con el nombre de Alexis, y el guatemalteco Simón Bergaño y Villegas, que no tomó nombre pastonil. Navarrete tampoco eligió nombre de árcade, aunque en sus versos se llamaba a sí mismo Silvio, y Mariano Barazábal le llamó Nemoroso (Diario, 20 marzo 1808 y 28 septiembre 1809).

La temprana muerte de Navarrete dio ocasión en el mismo año de 1809 de que se discutiera quién debía sucederle como Mayoral; el sucesor fue al fin Francisco Manuel Sánchez de Tagle. Pertenecieron a la Arcadia, además, Guindo (el militar Juan José de Güido, residente en Veracruz), Fileno (de quien sólo se conoce el anagrama P. F. José Leal de Gavie) y, probablemente, El zagal Quebrara (Juan Wenceslao Barquera), Mopso (el doctor Agustín Pomposo Fernández de San Salvador), Partenio (el Padre Sartorio), Marón Dáurico (el militar español don Ramón Roca) y varios versificadores no identificados hasta ahora: Palemón, Mirtilo, Fisnaro, Antimio (que no es Ochoa, como ha solido creerse). Más tarde, Ochoa susbituyó su nombre de Damón por el de Astanio, y Rodríguez del Castillo el suyo de Amintas por el de Tirsis.

Probablemente todos los árcades mexicanos, o la mayor parte de ellos, entraron en el Certamen literario que la Real y Pontificia Universidad de México abrió en e! día 6 de enero de 1809 para solemnizar la exaltación al trono de su Augusto y deseado Monarca el Señor don Fernando VII.

La famosa jura de Fernando VII fue, como se sabe, hecha en condiciones de inquietud política. Fue un golpe teatral del virrey Iturrigaray, alarmado por los rumores y agitaciones de tempestad que nos llegaban de la Metrópoli.

También aquí, no violentos ni atronadores, sino sordos y subterráneos, oíanse ruidos extraños que hacían presentir graves alteraciones en la masa social. Sobre algunas cabezas criollas y mestizas brillaba no sé qué luz siniestra precursora del rayo. La debilidad moral y económica de España nos tentaba a resolver de un modo definitivo nuestro viejo problema de libertad. Muy oculto, muy cuidado, como substancia explosiva, iba y venía, bajo protesta de sigilo, entre dos o tres hombres de los más ilustrados, uno que otro libro escrito en francés, que llevaba el nombre de un autor prohibido: Voltaire, Diderot, Rousseau, Mirabeau.

La adulación, una adulación desenfrenada, ocultaba estos ruidos medrosos. Oíd cómo hablaba la adulación por boca de la Universidad (Gazeta, 7 enero 1809):

La interposición de inmensos mares os impide a vosotros, alumnos de la Sabiduría, la envidiable suerte, que otros más afortunados gloriosamente logran, de suspender las tareas de Minerva para correr a alistarse bajo las banderas de Marte a sacrificar sus vidas por la libertad del Soberano; pero a lo menos ha quedado a vuestros ansiosos corazones el desahogo, aunque pequeño, de ejercitar vuestras plumas, que no podéis conmutar por la espada, para engrandecer a un Monarca, tanto más amado de sus pueblos, cuanto más perseguido de un tirano. Y cuando éste, intentando despojar a vuestro buen Rey del trono qUe le destinó la Providencia y le concedió la Naturaleza, ha cimentado en esta injusta separación grandes esperanzas de usurpar el corazón de sus vasallos ¿vosotros no os habéis de empeñar en declarar los leales incontrastables sentimientos de éstos, desengañar aquellas locas esperanzas, y manifestar al mundo entero que, si la astucia pudo apartar de la vista y compañía de sus hijos a un Padre el más querido, ni ésta ni violencia alguna es capaz de arrojarle del solio que cada uno de ellos le ha erigido en su corazón? ¡Ah! Nunca el trono ha exigido con más justicia el tributo de la sabiduría, y nunca serán más gloriosos los esfuerzos de las letras.

Por tanto, la Universidad Mexicana, que aún no ha satisfecho sus deseos con ver colocada sobre los pechos de sus alumnos la amable efigie del deseado Fernando, para mayor desahogo de su amor y satisfacer de algún modo los deberes que le impone una obligación verdaderamente sagrada, os convoca hoy a que, celebrando las relevantes prendas que forman el sobresaliente mérito de su joven Soberano, transmitáis hasta las más remotas edades su augusto y glorioso nombre. Quiere que ahora, más que nunca, empléeis todas vuestras luces y desvelos en celebrar a un Monarca amado y defendido con entusiasmo; que vuestras plumas, esas plumas en que está vinculada la inmortalidad de los héroes, eternicen a ese Rey, el más acreedor a los elogios, no sólo de los pueblos que tienen la gloria y felicidad de rendirle vasallaje, sino aun de aquellas naciones que sólo han escuchado su nombre y sabido su desgracia. Nada, por último, solicita con mayor anhelo que publicar a vista del mundo el amor y respeto a sus legítimos Soberanos, que la han caracterizado en todo tiempo, y que hoy la ocupan tan justa como agradablemente en consagrar al suspirado Fernando este clarísimo testimonio de una fidelidad que, inspirada y mantenida por la religión, durará en su obsequio y su defensa, mientras circule en nuestras venas la española sangre.

Uno de los primeros premios de este certamen lo obtuvo el Mayoral de la Arcadia mexicana, con unas octavas reales de brío artificial, aunque sonoro. Navarrete no supo quizá su triunfo. El dictamen del jurado calificador se publicó en la Gazeta (27 septiembre 1809). Tres meses hacía que el inspirado franciscano dormía el más tranquilo de sus sueños en la iglesia del Convento de Tlalpujahua.

Así, pues, el Diario de México, con una eficacia grande para aquellos tiempos, coadyuvó al estímulo y engrandecimiento de las letras patrias. En ese periódico se trataron, entre muchos insignificantes y efímeros, asuntos de interés universal y particular, y se propagaron conocimientos de utilidad general.

Y entre número y número, y artículo y artículo, y noticia y noticia, iban deslizándose, disfrazadas de letrillas satíricas, o de fábulas chuscas, o de cuentos extravagantes, alusiones políticas, ideas rebeldes, doctrinas de libertad.

La moda, asimismo española, de ocultarse bajo un seudónimo más o menos significativo, cuadraba perfectamente con la vida colonial al dar principio el siglo XIX, y se extendió de una manera prodigiosa. Todos se escondían, todos jugaban la careta literaria, por medio de seudónimos, iniciales, anagramas y apodos. Juan Wenceslao Barquera usaba seis falsos nombres; Barazábal, cuatro; Quintana del Azebo, nueve; Juan María Lacunza, siete; Rodríguez del Castillo, cinco, y hubo algunos tan esotéricos y enrevesados, como los siguientes: Can-azul (Lacunza); el caballero Arbueraq (Barquera); Iknaant y El tío Carando (Ramón Quintana del Azebo); El Tuerto (Ochoa); Nicolás Fragcet (Sánchez de Tagle).

Curiosa y digna de atento y penetrante análisis es la sociedad mexicana de aquella época churrigueresca y desorientada, y los arquetipos que se agitan en el ambiente colonial son por todo extremo interesantes como productos sociológicos: nuestro carrutaco, variante del español, no igual a éste, porque a la audacia y a la pereza del modelo mezcla un poco de la ladina hipocresía indígena; la pieraquita, hembra de arrestos hispanos, devota y atrevida, ignorante y presuntuosa, llena de ridícula gracia y de malas costumbres; el payo de manga embrocada, paño de sol, botas de campana y ancho sombrero de alas rígidas, campesino malicioso, caviloso, honrado y fiel, sano de cuerpo y alma, heredero de la rusticidad castellana; el lépero, paria del arrabal, humano despojo de la civilización, arrojado a la existencia por el deseo de un macho blanco satisfecho en una india sumisa y asustada; y muy encima una aristocracia nueva, sin sangre azul, sin árbol genealógico, sin abolengo linajudo ni pergaminos apolillados, pero rica, fastuosa, derrochadora y señoril; y muy abajo, un océano oscuro de superstición y tristeza y abandono, un mar muerto, sobre el que flotaba, como un eco pavoroso, el último grito de angustia de la raza vencida. La división etnológica separaba también moralmente los cuatro grandes grupos demográficos: los gachupines, los criollos, los mestizos, los indios. En realidad, sólo la religión católica juntaba las almas bajo las bóvedas de las iglesias coloniales. La devoción era el solo vínculo fuerte.

Y así vivían, con apariencia tranquila, con aire manso, con levíticas costumbres, los habitantes de las principales ciudades de Nueva España. En la casa de un canónigo, en el sarao de una condesa, en la tertulia de un oidor, en la sacristía de una parroquia, en el locutorio de un convento, se hablaba de cosas profanas o sagradas, se rezaba, se reía, se comentaba el último sermón de la Catedral, las últimas noticias del infame Corso, las fiestas populares, las luces de los barrios, las ceremonias de Pendón Real; se escribían y se componían versos; se leía la Gazeta o el Diario de México ... Y sotto voce, a espaldas de la Audiencia, detrás de la Santa Inquisición, en torno del palacio del virrey, se hacía otra cosa de mayor trascendencia: se conspiraba.


Notas

(1) Muchos fueron los oradores sagrados en México de 1800 a 1821. No renovó las glorias de Lorenzana ninguno de los tres arzobispos, hijos de España, que ocuparon la sede de la capital del virreinato desde 1802, año en que Lizana y Beaumont sucedió a Núñez de Haro (muerto en 1800), hasta 1821, fecha en que, Sin renunciarla, la dejó vacante para muchos años del terco Pedro José Ponte. Como oradores se señalaban en esta época, entre los mexicanos, además de Beristáin, Sartorio, fray Servando Teresa de Mier, y Bringas Encinas (a quienes me refiero en el presente estudio), el doctor José Nicolás Maniau, ya mencionado; el doctor Guridi Alcocer, conocido como figura política; el doctor Gómez Marín, el satírico de El Carrutaco por alambique; el Padre Nicolás de Lara, el Padre José Loreto Barraza, el doctor José Ignacio Heredia, fray José María Orruño Irasusta y el Padre Díaz Calvillo, conocidos también por sus folletos políticos; el doctor José Demetrio Moreno Buenvecino, el Padre José Pichardo, fray Luis Carrasco, el doctor José Alejandro Jove, el Padre José Mariano Ponce de León, el Padre Vicente Alnaldo, el Padre Vasconcelos y Vallarta, y Antonio Joaquín Pérez, que llegó a obispo de Puebla. En segundo orden se citan otros muchos mexicanos, tales como el doctor Alcalá y Orozco, fray José Miguel Aguilera, el Padre José Victoriano Baños, el canónigo Sebastián de Betancourt, fray Francisco Calvo Durán, el doctor conde de Pineda, fray Manuel Díaz Castillo, el canónigo Díaz Ortega, el Padre José Nicolás Flores, el Padre José Ventura Guareña, el canónigo Lema, el Padre López Torres, fray Antonio Narváez, fray José Nava, el Padre Francisco Patiño, el doctor Peña Campuzano, el Padre José María Sánchez, el Padre Juan José Sandi, el Padre Torre Lloreda, el doctor José Mariano Vizcarra. Hay que tomar también en cuenta a los oradores sagrados de procedencia extranjera, que por entonces se daban a conocer en México, entre los cuales figuran, en primera línea, dos interesantes personajes históricos: Abad y Queipo, y el insigne peruano fray Melchor de Talamantes. Otros españoles deben citarse junto a ellos: fray Ramón Casaus, el obispo de Oaxaca; fray Francisco Aguilar, el doctor Alcaide y Gil, el doctor Manuel Bárcenas, el doctor José María del Barrio, fray Dionisio Casado, el doctor González de Candamo, fray Bernardo González Díaz, el Padre Francisco Fernando Flores, el doctor Benito Moxó, fray Francisco Núñez y fray Francisco de San Cirilo.

(2) J. M. M., Diario de Méxko, 8 de febrero de 1806.- No son éstos los únicos versos al pulque: en el mismo Diario pueden encontrarse otra anacre6ntica anónima (20 de abril de 1807), un Himno firmado Homitquil (24 de mayo de 1810) y un soneto firmado El apasionado de los muertos: Trianguli pico miniticis (30 de abril de 1815). Sobre el mismo asunto hay también sendas anacreónticas de José María Moreno (Poesías, Puebla, 1821) Y de Juan José Lejarza (Poesías, México, 1827): las anacreónticas de este último, además, están llenas de alusiones al mexicano néctar, al cual la musa virgiliana de Bello tributó elegante elogio, sin conocerlo quizá.

El hábito naciente de celebrar en versos (manchados siempre por cierto sello de grosería como distintivo) el licor indígena se perdió pronto, afortunadamente.

Pero en la época a que se contrae este estudio no es de extranar que el pulcro Ochoa pusiera esta significativa nota a su oda Del agua (Diario, 20 de septiembre de 1807): Ya nuestros poetas han cantado el vino, y no se han olvidado del pulque, vaya ahora alto al agua.
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