Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaPrologo de Luis G. urbina Segunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA LITERATURA MEXICANA
DURANTE LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA

Luis G. Urbina

Primera parte

La estatua de Carlos IV. - Los Cantos de las musas mexicanas. - Beristáin y Souza. - La educación jesuítica. - Fray Manuel de Navarrete. - Juan Manuel Sartorio



El día 9 de diciembre del año de 1803 la capital de Nueva España renovaba el suntuoso espectáculo de una solemne ceremonia pública: el descubrimiento de la estatua ecuestre del rey don Carlos IV, erigida, sobre firme y elegante pedestal, en la Plaza de Armas. Ya en el siglo anterior, en 1796, la adulación medrosa del marqués de Branciforte, que quiso congraciarse COn el soberano y hacerse perdonar sus turbias relaciones con el favorito Godoy, se había apresurado a colocar, en el mismo sitio, una escultura provisional, de estuco dorado, mientras duraba la obra magna de la fundición, limadura y cincelado del hermoso modelo con que el artista valenciano Manuel Tolsá perpetuó, revistiéndola de la augusta indumentaria de los emperadores romanos, la innoble figura del monarca español. Más de un año duraron las arduas operaciones, que requerían diversos artífices, y en las que Manuel Tolsá hizo las funciones de escultor, vaciador, fundidor e ingeniero, con sorpresa, admiración y entusiasmo de los habitantes de México.

Por fin, aquel día azul y claro, bajo los ardores de nuestro sol americano, que, aun en los meses del invierno, tiene alegrías primaverales, después de la solemne misa de gracias que se celebró en la Catedral -por ser día de cumpleaños de la reina María Luisa- de vuelta al Real Palacio, el excelentísimo señor virrey José de Iturrigaray, acompañado de la Real Audiencia y demás tribunales, de otros cuerpos ilustres y de la nobleza, que con tan glorioso motivo concurrió al besamanos; asomados a los balcones todos los personajes de la comitiva, y, además, la excelentísima señora virreina María Inés de Jáuregui y el ilustrísimo señor arzobispo Francisco Xavier de Lizana, en medio de un repique general de campanas, sobre el mar de cabezas que alborotadamente colmaba la gran plaza, se rasgó en dos mitades el velo encarnado que cubría la regia efigie, y apareció el bronce reverberante, perfilando en el aire límpido el contorno del caballo magnífico, el grueso torso del jinete, el extendido brazo cuya mano empuña con dignidad el cetro, y, por coronamiento, la testa, a la que pulidos retocamientos no pudieron quitar su aspecto de dueña nariguda y obesa, tocada con la simbólica rama de laurel.

Inmediatamente -dice la Gazeta de México- se le hicieron los supremos honores debidos al original que allí se representaba. Se descargaron diez piezas de artillería, colocadas, de antemano, en el interior de la Elipse, especie de circo diseñado en el centro de la plaza por un zócalo de piedra labrada, sobre el cual se asentaba una verja de hierro. A los costados de la estatua estaban formados en batalla los regimientos de la Corona y de Nueva España. Las músicas de estos cuerpos rompieron en himnos de triunfo.

El regimiento de Dragones de México, que estaba fuera de la Elipse, al mismo tiempo que los otros y que la artillería, saludó el acto del descubrimiento con tres ruidosas descargas. Las aclamaciones sacudieron la atmósfera.

Calmados los vítores, serenada la multitud, el virrey mandó que fueran abiertas a un tiempo las cuatro puertas de la Elipse, correspondientes a los cuatro puntos cardinales, y el pueblo entró en ella, en nervioso desorden, para satisfacer su infantil curiosidad de ver de cerca, ya en materia definitiva y perdurable, la obra del célebre escultor.

Para solemnirzar con mayor decoro el acontecimiento, José de Iturrigaray ordenó también se iluminase por tres noches toda la ciudad, que se hiciese repique general, paseo público de gala, y demostraciones de regocijo en el teatro. El pueblo se regocijó en una corrida de toros. De todos los barrios, cruzados todavía por canales fangosos, acudió la plebe con su repugnante aspecto de incuria y de miseria, y, rondando la estatua, sentó sus reales en la Plaza Mayor, y allí comió y bebió al aire Libre. La aristocracia, durante tres tardes, ostentó sus carrozas en los paseos de la Alameda y de Bucareli.

Currutacos y petimetras lucieron en paseos nocturnos, bajo las portaladas de Mercaderes y Agustinos, su falso y ridículo lujo. Indios y rancheros llegaron, en peregrinaciones, a contemplar el prodigio artístico, de paso para el Santuario de Guadalupe, donde comenzaban ya las suntuosas fiestas de la Virgen. la ciudad entera pululaba de gentío abigarrado y pintoresco.

Los laberínticos pasillos del Parián estaban incesantemente henchidos. los puestos de toldo de petate y tripié de palo, en donde se voceaban los nombres de frutas o comidas regionales, sembraban, al capricho, el pavimento, en torno de la Elipse.

El pueblo, cuya fantasía infantil quedó herida por la plástica avasalladora de la estatua, empezó a tejer ficciones rudas y cándidas acerca del monumento, y pronto la musa plebeya hizo correr de boca en boca versos refe rentes al Caballito, como dieron las gentes mexicanas en la flor de apodar la obra del Fidias valenciano, según la hiperbólica expresión de los panegiristas.

Y no diré la poesía popular, sino la facultad musical de la nación hispana, particularmente en la región andaluza; esa facultad casi inconsciente, manifestación idiosincrásica de la raza, de hallar espontánea y fácilmente la expresión rítmica y rimada, y de poner en los cerebros más oscuros una chispa de poesía primitiva; esa facultad, repito, se había extendido y desarrollado como prolífica semilla en terreno fértil, en las clases bajas de toda Nueva España, que habían aprendido el castellano, excepto el indio, que conservaba, con su dulce idioma autóctono, aglutinante y semiflexional, la triste y hosca gravedad de sus costumbres, no modificadas, y de su idolatría apenas transformada en un cristianismo de forma grosera y embrionaria. El cantar callejero, la copla volandera, la aleluya oportuna, la sentencia, versificada, de un proverbio local, fueron siempre constante entretenimiento del pueblo mexicano; marcaron siempre uno de sus rasgos mentales más genuinos y persistentes.

La relación de la ceremonia, escrita por la Gazeta de México (7 de enero de 1804) trae este curioso pasaje, que describe con fotográfica fidelidad una faz del estado social qe la época:

Deseando el ilustrísimo señor arzobispo que la pública demostración de amor y lealtad del pueblo mexicano para con su augusto Monarca, en la colocación de la estatua ecuestre, se hiciese más plausible entre sus amadas ovejas, mandó vestir en este día con traje uniforme a más de doscientos niños pobres, que de su orden le presentaron los curas de esta capital, sacándolos de las escuelas de sus respectivas parroquias. No contento este digno prelado con testimonio tan expresivo de su afecto a nuestros Soberanos, y de caridad para con los pobres de la capital, quiso también dar una prueba de su ejemplar humildad, conduciendo a dichos niños en procesión hasta la Santa Iglesia Catedral, en donde oyeron de rodillas la Misa de Gracias, y de allí, por entre un inmenso concurso de gentes, al salón del Palacio de los excelentísimos señores Virreyes, quedando Sus Excelencias muy complacidos y edificados con un acto tan tierno y piadoso. De vuelta al Palacio Arzobispal, dio su ilustrísima a cada uno de los niños la limosna de un peso fuerte para que socorriesen a sus padres y familia.

Dice además la relación que el oidor Mier y su esposa obsequiaron al escultor y a su consorte (y no a los niños pobres, como afirman Bustamante y otros) con un suntuoso banquete y un tejo de oro de quince marcos de peso.

Lo que no dice la Gazeta, y éste es el punto interesante para el presente estudio, es que José Mariano Beristáin de Souza, deán de la Catedral, abrió un certamen literario, con seis premios de cincuenta pesos cada uno, y con un brevísimo plazo de cinco días para presentar las composiciones. Concurrieron a él más de doscientos poetas, y las obras premiadas, con otras muchas, se dieron a la estampa en un opúsculo titulado Cantos de las musas mexicanas (1804).

Como se ve, la Iglesia, primera fuerza social entonces, socorría a la infancia paupérrima con una mano, y llamaba con la otra a los hombres de letras. Era públicamente generosa. En la oscuridad de los templos, en el fondo de los claustros, juntaba ambas manos, más que para orar, para recontar los cuantiosos caudales y para oprimir las pusilánimes conciencias.

Los Cantos de las musas mexicanas coleccionados por el canónigo Beristáin son una muestra elocuente de la literatura vernácula al comenzar el siglo XIX. Desde la dedicatoria del coleccionador, campea el estilo enfático y sobrecargado de la poesía española en el siglo XVIII. Un eco de las fanfarronerías pomposas del autor del Polifemo suena en aquellas octavas trufadas de adjetivos adulatorios, y construidas con giros de forzada elegancia. Ya en su sermón de gracias, escrito siete años antes con el mismo motivo, en su pomposo sermón del Caballito, este orador había desplegado en la cátedra sagrada toda la truculenta riqueza de su literatura y toda su hiperbólica y palaciega adulación.

Demos un paso más a lo interior de su grandeza -había dicho entonces refiriéndose a Carlos IV-. Tú, Señor, que diste a Carlos Antonio una estatura tan gallarda, corpulenta y sobresaliente como la de Saúl, en señal de la altura y eminencia del solio a que le destinabas; Tú le diste también, como a David, una humildad digna de su elevación; como al hijo de Betsabé un corazón dócil, obediente a tus preceptos y a los de su padre; como a Ezequías un amor tierno por la felicidad de sus pueblos; como a Josías una religión la más pura, y un celo por Tu ley el más vivo y acendrado. ¿Y podré yo, Señor, hablar dignamente de la fidelidad, generosidad y moderación que concediste al Príncipe de Asturias? Carlos Antonio es un don de Dios, y como tal, ejemplo de hijos fieles y de vasallos leales; don de Dios, destinado, por lo mismo, a regir un gran Imperio en los tiempos de las sublevaciones, de las ingratitudes y de los parricidios; don de Dios, lleno del espíritu de obediencia, del espíritu de amor, del espíritu de respeto a su rey y padre dignísimo ...

Carlos IV -¡oh mexicanos!- frecuenta muy a menudo, con indecible regocijo de la Iglesia y edificación de sus pueblos, los sacramentos de la Penitencia y Eucaristia; Carlos IV no habla a los obispos y sacerdotes con aquel tratamiento de vos o de que la Majestad de sus antecesores acostumbró siempre, sino con otro más respetuoso y honorifico; Carlos IV reza; Carlos IV hace oración; Carlos IV ayuna; Carlos IV canta por las mañanas los salmos de David. ¡Qué ternura para ti, Iglesia Santa! ¡Qué espectáculo tan agradable al mismo Dios! Y para vosotros ¡qué incentivo de amor y de respeto, españoles! Después de un Eduardo de Inglaterra, de un Enrique de Alemania, de un Esteban de Hungria, de un Luis de Francia, de un Fernando de Castilla, y otros que veneramos en los altares, yo no sé cuántos reyes puedan haber dicho con David, literalmente, lo que Carlos IV: Cantabo et Psalmum dicam domino. Un rey de este carácter es el que San Juan Crisóstomo deseaba ver para darle el Imperio de la Tierra y de los Mares ...

En esta pieza oratoria, la retórica envuelve en una pasamanería chillona el servilismo más hipócrita y ruin. Es todo un retrato moral del hombre que, años más tarde, fulminó sus cláusulas altisonantes contra los autores de la emancipación, contra los revolucionarios. Era, indudablemente, este criollo poblano, uno de los más conspicuos intelectuales de su tiempo: era ilustrado, era cortesano. Activo y enérgico defensor realista, quizá no tan leal como activo, escribió tonantes tiradas retóricas para el periódico y para el púlpito. Ahí están sus artículos en El Verdadero Ilustrador Americano, en El Amigo de la Patria; ahí está su Declamación cristialza en la función de desagravios a la Virgen de Guadalupe. De cualquier modo, todo se le puede, todo se le debe perdonar, porque dejó un monumento de paciencia y de inteligencia en su Biblioteca hispanoamericana septentrional, índice literario de tres siglos, muy nutrido y completo, si bien no siempre verídico ni justo, pero sin el cual no es posible hacer estudios sólidos de aquellas épocas acerca de nuestras letras patrias.

Pues bien; como la dedicatoria, todos los Cantos de las musas mexicanas (1804), todas las poesías contenidas en esa colección, marcan los distintivos singulares del período de la decadencia literaria española del siglo XVIII: la vacuidad, la hinchazón, el prosaísmo. En América vivíamos un poco retrasados en modas y en literatura; tardíamente nos llegaban ambas cosas de la metrópoli. Es verdad que comenzaban ya los poetas de Nueva España a paladear el gusto francés. La Poética fría, atildada y amanerada del buen Ignacio de Luzán Claramunt de Suelves y Gurrea había pasado de mano en mano durante dos generaciones entre la juventud literaria de México; es verdad que el estilo neoclásico de Meléndez Valdés comenzaba a filtrarse entre los platerescos ornatos del culteranismo, y que, aunque poco, influía ya Leandro Femández de Moratín en la compostura, armonía y proporción del verso y de la prosa: pero en uno y otra quedaban todavía perceptibles los dejos extravagantes de Góngora, las alambicadas circunlocuciones de Baltasar Gracián y los atrevidos arrestos de concepto y de expresión de Francisco de Quevedo. Las formas literarias del siglo XVII se resistían a desaparecer y hallaban arraigo y vida, no ya sólo en los métooos de enseñanza y cultura, sino también en nuestro modo de vivir colonial, en nuestras costumbres, viejas y persistentes, que nos daban el aspecto de una España arcaica al principiar el siglo XIX.

El hecho de que en una población de ciento cincuenta mil habitantes (de los cuales más de la mitad se componía de turbas de analfabetas, de inculto y grosero pueblo) se presenten en cinco días, a disputarse un premio exiguo y un alto honor, doscientos poetas, demuestra que nuestros grupos de civilización eran esencialmente literarios. Y no, por cierto, fue cosa extraña en la capital de México este fenómeno de entusiasmo poético; recuérdese que en 1585 refiere Bernardo de Balbuena que entraron en un certamen más de trescientos poetas (había más poetas que estiércol, es la frase de Fernán González de Eslava), y que en 1682 la Universidad novohispana celebró un brillante certamen en honor de la Inmaculada Concepción, al que concurrieron, en banda innumerable, liras gongóricas para entonar cantos de artificio y divertimiento, verdaderos juegos de palabras, sonetos ecoicos, octavas de doble rima, estrofas compuestas, a manera de centones, con versos sueltos del lírico cordobés, arregladas y combinadas, como las piedras en un mosaico, para producir la sombra de un oscuro sentido.

Ya, por entonces, la severa mordaza de la regla, la pávida preocupación religiosa, habían hecho enmudecer en la fría celda de su Monasterio de San Jerónimo a la monja apasionada y genial, a la profunda Sor Juana Inés de la Cruz, en cuyos divinos discreteos, en cuyos aéreos y luminosos alambicamientos, como en urdimbres tejidas con rayos de sol, se enredaron para siempre los sueños y los desengaños de un amor misterioso y sin esperanza. En el espíritu de la Décima Musa se anidó el genio más alto de la poesía americana de los siglos coloniales. Tras ella no quedaron sino marañas líricas, ingeniosas y efímeras, no se oyeron sino extrañas canciones, churriguerescas y frágiles, ruidos retóricos, extravagantes y vacíos.

Los conceptistas y los culteranos españoles habían atiborrado nuestra imitada literatura de insana exuberancia, de falsas ornamentaciones, de oropelescas y caprichosas joyas, de mal gusto. Como rocío inesperado en los ardores de un jardín veraniego, cayó al mediar el siglo XVIII, en la literatura mexicana, el preceptismo amanerado y gélido, pero sensato y circunspecto, de los rimadores y doctrinarios franceses, con Luzán a la cabeza.

Y las enciclopédicas enseñanzas del fraile benedictino Benito Jerónimo Feijóo, que en su Teatro crítico y en sus Cartas eruditas discutía con espíritu libre verdades positivas, en aquel tiempo de paralización científica en España; y las sátiras agudas y donosas del Padre Isla en su Fray Gerundio de Campazas, modelo de estilo claro y fácil Y de burla elegante; y las censuras risueñas y hondas de José de Cadalso, en sus Eruditos a la violeta -los tres, hablistas diáfanos- fueron lentamente influyendo en los modos de escribir la prosa en Nueva España, sin que pueda afirmarse que por eso perdió nuestra literatura su viejo carácter encrespado, campanudo y pomposo.

El movimiento evolutivo de las letras se había retardado un poco en la América española, donde imperaban aún, en la lírica, como en dominio conquistado, el elegante, sensiblero y almibarado Juan Meléndez Valdés, y con él fray Diego González y, algo menos, los dos Moratín, el grave Nicolás y el pulido y marmóreo Leandro, cuando ya en España anunciaban, con sus clarines de oro, un alba nueva, el arrebatado y radiante Manuel José Quintana y el vehemente y enardecido Nicasio Alvarez de Cienfuegos, ambos transformadores violentos de los moldes poéticos, en los que insuflaron soplos cálidos de Revolución Francesa.

En México se cantaba y se vivía a la antigua. La educación jesuítica marcó profundamente sus huellas en el alma de los colonos españoles, en los criollos y los mestizos que pasaron por las aulas universitarias mexicanas, donde la metafísica sumergía el pensamiento en profundidades de penumbra azul, y la dialéctica era como una malla de razonadas sutilezas. La filosofía escolástica imperaba en toda su magnificencia. Aristóteles y Santo Tomás dividíanse el señorío espiritual. Platón andaba errante, fuera de las aulas, en la mente de algunos pensadores idealistas. A la mitad del siglo XVIII, los jesuitas, consumados latinistas y teólogos, habían influido poderosamente en las orientaciones mentales de Nueva España. Ellos disciplinaron y formaron hombres de la talla de Francisco Javier Clavijero, el historiador; de Andrés Cavo, el autor de los Tres siglos de México; de Miguel Mariano Iturriaga, el teólogo; de Diego José Abad, el poeta de la celebrada obra latina Heroica de Deo Carmina; de Francisco Javier Alegre, autor latino del poemita épico Alexandriados y de la égloga Nysus, traductor latino de la Batracomiomaquia y de la Ilíada; de Agustín de Castro, traductor de Safo, de Séneca el trágico, de Fedro, Horacio, Virgilio, Juvenal, y de Milton, Young y Gessner; autor de una historia de la literatura mexicana y de varios poemas castellanos.

Desterrada la Compañía de Jesús, quedaron, sin embargo, por largo tiempo, sus herencias intelectuales. Quizá una buena parte de ellas tocó al doctor Juan Benito Díaz de Gamarra, profesor de filosofía moderna en México, primer expositor, aquí, de Descartes, Locke y Gassendi; y alcanzó al célebre presbítero José Antonio Alzate, cuyas Gazetas de literatura sirvieron tanto como propagadoras de cultura literaria y científica.

En el último tercio del mismo siglo XVIII florecieron, como distinguidos hombres de letras, Luis Montaña, docto en ciencias y artes; José Nicolás Maniau, profesor de teología y filosofía en la Universidad de México, y que, entre otros méritos notables, tuvo el de haber sido protector del poeta Francisco Ortega; Rafael Sandoval y José Ignacio Borunda, que se dedicaron a investigaciones filológicas y arqueológicas sobre la civilización precortesiana, y los hermanos Bruno y José Rafael Larrañaga, estudiosos latinistas y poetas que vivieron hasta más allá de la primera década del siglo XIX.

Pero estos dos últimos, y José Agustín de Castro, y Luis González Zárate, y Casandro de Rueda y Berañejos, y Carlos y Manuel Calderón de la Barca, y los hermanos FrancÍsco y Elvira Rojas y Rocha, y todos los literatos que pasaron de un siglo a otro su bagaje de versos, no hicieron otra cosa sino prolongar la ensordecedora garrulería o el rimado prosaísmo, de cepa genuinamente española, ya un tanto modificados aquí y allá, como dije, por el seudoclasisismo de la reciente escuela.

Entre aquella vocería lírica, entrando apenas el siglo nuevo, oyóse de pronto una voz dulce y amable, una voz casi femenina, que entonaba suaves endechas amorosas. Las entonaba con una afabilidad y una cordialidad musitadas, con un perceptible trémolo de sollozo y un ligero humedecimiento de lágrimas, que llegaban al corazón. Era como si entre la algarabía de las aves de corral se escuchase, a intervalos, el zurear de una paloma en celo. Odas de forma anacreóntica, como entonces se las llamaba, odas lindas y pulcras, que, aun limitando las del cantor de Rosana en los fuegos, tenían un acento muy personal de candor y pureza:

Por la margen de un río
que mansamente corre,
la zagala Clorila
cogiendo estaba flores.
Una le pido, y ella,
tan inocente, entonces,
a escoger, de las que echa
en sus faldas, me pone.
Su confianza respeto;
mas entretanto, dióme
palabra de ser mía
en lícitos amores.
Pasó el verano, vino
el otoño, y conformes
fueron siempre los frutos
a sus honestas flores.
Aprended, zagalejas,
y vosotros, pastores,
a disfrutar placeres
que no son los de Dione.

De estas dulzuras eróticas pasaba la voz a suspirar nostalgias de perdida felicidad, de bien lejano, de vaporoso ensueño desvanecido:

Mortal hipocondría,
que siento como daños
de mis molestos infelices años,
enferma de mi musa la alegría.
Ya no, como solía,
canta de los pastores
inocentes amores:
ya no canta las simples zagalejas
coronadas de flores
tras de blancas ovejas.
Ya no canta ¡ay de mí! la Doris bella
ni la Clori serrana;
ésta grata y aquélla
tan cruel como hermosísima tirana.
Ya le influye otra estrella,
otra estrella de aspecto rigoroso.
Y mudada la alegre perspectiva
del tiempo venturoso,
los males llora de mi suerte esquiva.
¡Ay musa! ¡Desgraciada musa mía!
Tras del alegre canto
vaya tu triste llanto,
al modo que la noche sigue al día.
Este alivio me da en las ocasiones
que el alma dolorida
quiera llevar con menos aflicciones
los ratos tristes de mi amarga vida.
Así exclamaba, cuando
en éxtasis quedó mi fantasía:
entonces parecióme que veía
una deidad llorando:
mi misma Musa que invocado había.
Era su rostro ya marchito y feo;
sin luz sus ojos, como amedrentados
al ruidoso tropel de mis cuidados;
su cabellera blanca y sin aseo;
toda su contextura
a la corva figura
de la triste vejez muy semejante.
¡Qué aspecto tan extraño el que tenía!
Pone en mi mano un lúgubre instrumento,
unísono al que pulsa la elegía,
de ébano negro; y en el mismo instante
me echa sus brazos, y con raudo vuelo
por los vientos se sube
hasta entrarse en el seno de una nube,
que le sirvió como de oscuro velo ...
Del letargo volví; pero agitados,
como de un grave ensueño, mis sentidos,
levanto hasta los cielos mis gemidos,
en lágrimas los ojos empapados.

¿Quién era ese poeta, que con la miel bucólica de los tiempos de Boscán, clarificada momentos después por el lusitano Montemayor y por Gil Polo, edulcoraba la fruta, insípida antes y de áurea corteza, de la poesía colonial? ¿Qué aliento virgiliano, venido del mismo seno de la Naturaleza, no del oscuro rincón del aula, con fragancia de campiñas en flor, y no con olores de manoseados escolios, oreaba los vetustos arabescos de las ruinas escolásticas?

El Diario de México, en 1806, al calce de los Ratos tristes puso la siguiente nota:

El autor de estos Ratos tristes es el mismo de Las flores de Clorila. Se nos ha remitido una carta en que se dice ser natural de la villa de Zamora. Otros dicen que es de Celaya y nosotros hemos dicho que es de Querétaro. Siete ciudades de la Grecia se atribuían el nacimiento de Homero. Sea de esto lo que fuere, poco nos importa. Sus producciones son muy belIas y conservamos varias de las mejores, que se irán insertando.

En la villa de Zamora, hacia mediados de 1768, había nacido el poeta. Había venido a México en su primera juventud y luego, muy pronto, se había vuelto a la provincia de Michoacán, donde tomó el hábito de San Francisco. Bajo las arcadas del claustro de Querétaro, el joven fraile comenzó a soñar silenciosamente y a metrificar sus sueños. Sus estudios de latín diéronle considerable fuerza expresiva y pulieron su versificación. A Valladolid de Michoacán, donde residió mucho tiempo, a Silao, a San Antonio de Tula, pueblecillo de la intendencia de San Luis Potosí, y al Real de minas de Tlalpujahua, e! franciscano fue siempre acompañado de su musa. Tiempo hacía que, antes de que el Diario de México diese publicidad a las primorosas anacreónticas, e! nombre del poeta sonaba en los grupos literarios. Algunas obras suyas corrían, manuscritas, entre los cultivadores líricos (1). El glorioso recién llegado a las letras se llamaba e! reverendo Padre fray Jose Manuel Martínez de Navarrete (1768-1809).

Cuando con suave timidez se decidió a que sus inspiraciones saliesen de la celda, como salen los pájaros de la jaula, el guardián del convento de Tlalpujahua tenía treinta y siete años, gallarda figura, aire bondadoso y manso, y acrisolada fama de virtud.

Con su rostro apacible y sus ojos azules y limpios, suavemente iluminados por la lámpara perenne de una extática fantasía, fray Manue! de Navarrete exteriorizaba los encantos de ternura y serenidad de su espíritu. Son los mismos que caracterizan su poesía.

Entre los adornos de una retórica muy convencional y artificiosa, como la que entonces constituía e! primer elemento poético, se sorprenden en Navarrete expresiones vivas, enérgicas, animadas y sinceras.

El sentimiento se revela, rompiendo moldes impuestos y quebrando adornos de papel dorado. Late, por debajo de la tela sonora y meliflua de una versificación marginal, un corazón de hombre tierno y apasionado. Brilla la imaginación rica y verdadera, entre las cuentas de vidrio de un erotismo suave y pulcro.

Meléndez Valdés influye, casi completamente, en la forma poética de Navarrete. El gusto neoclásico, delicado hasta la insinceridad, simétrico hasta la monotonía, frío hasta el aburrimiento, invade casi toda la obra del fraile mexicano.

Sin embargo, entre las nimiedades caseras y las quejas almibaradas, entre los cantos a la pollita de Clori y a los canarios de Lisi, y los lamentos de los pastores de biscuit de las églogas, que son una prolongación del italianismo de Garcilaso, se agitan emociones dulces e ingenuas que nos producen ahora, a través de un siglo, la impresión de la realidad bien sentida. Lo que con más espontaneidad canta Navarrete es el amor y la tristeza.

Mejor que en la oda pindárica, que intentó más de una vez, y que en la elegía lacrimosa, recargada de citas mitológicas, y que en los cantos místicos y éticos, su poesía encuentra en la melancólica terneza o en el apacible ardor del idilio las expresiones naturales y hermosas y las imágenes lúcidas y evocadoras.

Siente con mucha intensidad la naturaleza y la describe COn brillantes matices. Su silva La mañana tiene toques magistrales de colorista.

Allí está mejor el poeta que en los cantos de gran aliento. Un lejano perfume de helenismo da, a veces, a sus pequeñas odas, aristocrático sabor. Los amores que le inspiran son, más bien que pasiones, entretenimientos apasionados, juveniles ansias, devaneos amorosos. Las deidades paganas, con sus simbólicos atributos, cruzan a cada instante por los versos de Navarrete, que, en su neoclasicismo, de ellas se vale como de emblemáticas expresiones. Cupido, retoza; Venus, sonríe; Jove, el almo padre, es frecuentemente invocado; pasan corriendo las Gracias con las cabelleras desatadas; Pan sopla su agudo caramillo, bajo la frescura de las frondas, y sátiros y ninfas bailan en el claro del bosque, en torno de la fuente, en cuyos cristales arde el sol. Hasta las fábulas de Navarrete toman el aspecto de sátiras antiguas:

Una vieja de ochenta
y un viejo de cien años,
para aumentar el mundo
sus bodas concertaron.
Como dos armazones
de fragmentos humanos
se presentan aquellos
novios apolillados.
A las nupciales fiestas,
como era de contado,
vino el Dios Himeneo
con su cirio en la mano.
Vino la madre Venus,
sus toallas preparando;
y su hijo también vino
y sus harpones trajo.
Cercáronse del lecho,
cuando ya se acostaron,
aquellos esqueletos
en forma de casados.
Y al verlos tan endebles,
tan viejos, tan cascados,
unos a otros se miran
los dioses soberanos.
Apartáronse al punto
Himeneo cabizbajo,
avergonzada Venus,
y Cupido llorando.

Sin embargo, de cuando en cuando, fray Manuel de Navarrete, cediendo a las influencias del medio y al gusto de la época, cae en un prosaísmo grosero, usa expresiones triviales y crudas, imágenes burdas, toscas y mal encubiertas alusiones de sentido soez.

Leed el Prólogo ingenuo, que ha pasado a las ediciones del poeta, probablemente, con serios errores tipográficos:

Dirá quien mis versos lea
tal vez sin ningún primor:
váyase el rudo pastor
a cantar allá a su aldea.
Mas para cuando así sea,
desde ora mi musa acuerda
decirle, pues que discuerda
con su oído mi estilo llano:
Vaya el necio ciudadano
con su crítica a la mi ...
re-fa-sol-la. Esto es,
a comer con música,
que son dos gustos a un tiempo.

Como acontece a casi todos los poetas mexicanos, no siempre tiene pureza su léxico. Con relativa insistencia se deslizan los regionalismos en la dicción poética; y, por hacerse más familiar, más íntimo, recurre a muy vulgares locuciones mexicanas. Uno de sus pruritos es el de ábusar del diminutivo, el de aplicado impropiamente, como suele hacer nuestro pueblo:

Heme de holgar ahora
con algunos versitos ...

Sí, Cupidillo tierno,
muy mole, muy blandito ...

La tortolita tierna
que en jaulita curiosa ...

Incurrió también Navarrete en otro abuso: abusó de la sinéresis, como todos o casi todos sus contemporáneos, y gran parte de los que le precedieron: ha sido éste un defecto común, por muchos años, en la poesía mexicana. No romper los adiptongos, darles valor unisilábico, es un vicio prosódico fuertemente arraigado en nuestra fonética americana.

Pero a pesar de sus imperfecciones, que entonces no se reconocían, o no se notaban, o eran perdonadas por los técnicos, el poeta ejerció, al aparecer, un súbito y vigoroso predominio. Juan Wesnceslao Barquera (llegará la hora de hablar de este hombre laborioso) escribía al diarista de México en noviembre de 1805, refiriéndose a las primeras composiciones de Navarrete, insertas en el periódico: ... en ellas verá usted que el lustre y la belleza de esa facultad no es tan extraña de nuestro clima. Bellas producciones del buen gusto que interesarán nuestros papeles y harán el honor del poeta que me las ha comunicado. Alternarán las mias siguiendo sus propias huellas.

Eso hicieron muchos: seguir las huellas de Navarrete, y. por lo mismo, afirmarse en la imitación meléndez-valdesiana es un fervoroso mariano.

La gloria de Navarrete fue como un relámpago: luminosa y breve. Cuatro años duró. En 1809 murió el poeta. No fue tampoco larga su agonía; pero, rápida como vino, le dejó tiempo para cumplir con un escrúpulo de su conciencia; su primer biógrafo lo dice:

Hallándose en esta situación, hizo salir de su recámara a una señora anciana, que le cuidaba, llamada doña Josefa Silva, con pretexto de enviarla por un medicamento; y, aprovechándose de aquel intervalo, puso fuego a sus manuscritos (2).

Tal decisión no era entre los poetas rara en tiempos pasados, ni mucho menos tratándose de frailes y creyentes. La lumbre se comía los secretos. Estas reservadas discreciones, que no parecen ser otra cosa que un excesivo pudor contra las malignidades del mundo, traen a la memoria los últimos momentos de San Juan de la Cruz, entregando a las llamas las cartas de la Doctora de Avila. Se sabía -agrega el biógrafo- que perecieron treinta sonetos dirigidos a Anarda. ¿Qué pasó por el ánimo del virtuoso poeta? ¡Quién sabe!

Marcelino Menéndez y Pelayo disculpa los inocentes erotismos del fraile franciscano, atribuyéndolos a prurito de imitación y artificio. A decir verdad, yo veo algo más que el afán literario en la obra de Navarrete, y, más que veo, siento que un alma, delicadamente simpática, revela un poco, descubre a medias sus misteriosas agitaciones de ternura y afecto. Nada real, nada positivo se encontrará tal vez, en lo referente a devaneos amorosos, en la vida de este virtuoso varón. Pero de las reconditeces de su corazón apasionado salen estas voces suaves y castas, estos reclamos de ave, estos versos de dulzura inefable. Los deliquios pastoriles, las aventuras idílicas, no están vividos sino soñados. El Padre Navarrete no amaba a Clori, ni a Filis, ni a Lisi, ni a Anarda; amaba a la ilusión; amaba al amor. Y en la lámpara de su fe, como en un vaso sagrado, caían y se quemaban gotas de poesía pagana, esencias de voluptuosidad y deleite.

Ello es que, en su tiempo, nadie puso reparo a los cánticos eróticos de Navarrete. José Manuel Sartorio, a quien tocó juzgar, como censor, de las odas que, con el título general de La inocencia, dedicó el poeta a la Arcadia Mexicana, de la cual fue electo Mayoral, dijo: ¿Quién puede negar su aprobación a estas bellezas tan dignas de salir al público?

El censor que así habló pasaba entonces por uno de los sabios en bellas letras más rectos y juiciosos. Era un hombre lleno de piedad, de bondad y de santidad, el presbítero José Manuel Sartorio (1746-1829). Era tamo bién un poeta. Un poeta ramplón, aniñado, humilde.

Cuando hizo el elogio de Navarrete alcanzaba los sesenta años. Había sido alumno de los jesuitas, rector de Colegios, catedrático de historia y disciplina eclesiásticas, capellán de varias instituciones religiosas, examinador sinodal del Arzobispado de México, presidente de Academias de humanidades. Su fama de orador se había extendido por todo el reino. Sin embargo, su vida no había dejado de ser modesta y pobre. No poseía bienes de fortuna; amaba las letras; cultivaba el latín; vivía una vida sencilla, cristiana, amable y pura. Era un cura risueño, afable, nervioso; un imaginativo incansable. Gustaba de hacer versos, muchos versos. Rimaba incesantemente su existencia, hasta en los episodios más baladíes y comunes. Cuando no tenía qué rimar, rimaba las oraciones de sus breviarios. Así, su obra poética resulta caudalosísima; casi toda ella es sagrada y piadosa. Tradujo, glosó, parafraseó, imitó pasajes bíblicos, plegarias cristianas, vidas de santos, letanías, secuencias, antífonas.

Era inagotable, constantemente prosaico, fofo y chavacano.

Una mano amiga, una curiosa gratitud, recogió en 1832 cUantas rimas del Padre Sartorio pudo encontrar. Son muchas. Están coleccionadas en siete gruesos tomos en octavo. Allí se leen, además de las poesías místicas, décimas de encargo, sonetos sobre temas familiares, octavas para felicitación, epigramas insulsos, redondillas para colectar limosnas, epitafios extravagantes, fábulas insustanciales, canciones para despertar a las novicias el día de su profesión; versos sueltos a personas y animales, a damas nobles, a madres abadesas, al arzobispo, el virrey y a un can llamado el Mono, y a la victoria de un perico; a las caseras, a los pobres que andaban desnudos, a una viejecita que pidió versos al poeta: verdaderas inocentadas todas. Varias de estas fruslerías están escritas en versos latinos. Las más, en castellano de inferior calidad. Se dirían ensayos de un párvulo en una pizarra escolar. Escuchad:

A una viejecita que aseguraba haberme amado desde niño, y me pidió le hiciese un verso para tener consigo una cosa de mi composición.

(Décima extemporánea.)

Puedo, Ignacia, asegurar
que correspondo al cariño,
con que, desde que era niño,
tú me comenzaste a amar.
Ninguno podrá negar
que yo un ingrato sería
si a amor de tanta hidalguía
mi amor no correspondiese.
El verso ya está hecho: cese
de cantar la musa mía.

A OTRO

Hermanito mío querido,
goza el día de tu Santa;
y con alegría tanta
que lo goces muy cumplido
José María Julián,
hijito mío querido,
unos versos me has pedido;
ya te los doy: aquí están.

A UNA COMADRE RELIGIOSA

Luego al instante que supe
que la suerte te me dio
por comadre ¡oh, cuánto yo
me he alegrado, Guadalupe!
Pero sin que me preocupe,
es fuerza que más me cuadre
que apellidarte comadre,
como tu criado servirte
y, como tu hijo, decirte
Madre, Guadalupe, Madre.

Se nota desde luego que tales insulseces están elaboradas de encargo. El Padre Sartorio repartía a sus feligreses versos y bendiciones. La sacristía de su parroquia, a manera de un ínfimo Parnaso, se había convertido en un lugar donde las musas bajas y populares dictaban al bachiller las rimas más tontas. En ocasiones la sátira asomaba su aguijón entre estas florecillas de trapo. Y he aquí que la gracia resultaba ingenua, pero burda:

ALUDE A UN PERRO LLAMADO EL TERRIBLE

Contáronme, señora (caso horrible),
que en vuestra casa vive una gran fiera,
a quien su condición brava y severa
mereció que le llamen El terrible.

Parecióme, por tanto, inasequible
el horror de subir vuestra escalera,
temiendo que el mastín me acometiera
y me hiciera un servicio no sufrible.

Mas sabiendo después que, a hocico abierto,
abrasó solamente entre sus fraguas
las enaguas de Albina: -Ya a cubierto
estoy -dije, saliendo de mil aguas-
no será tan terrible, no, por cierto,
pues acomete sólo a las enaguas.

SOBRE EL BANDO QUE CONDENÓ A CÁRCEL
A LOS POBRES DESNUDOS

Una manta a su cuerpo trae pegada,
y tal vez nada más, la pobre gente;
mas no ofende al pudor, pues finalmente
es su tápalotodo una frazada.

Chupa y calzones lleva una alindada
currutaca persona: es evidente;
mas los bultos descubre impuramente
de partes y trasero. ¡Ay, que no es nada!

No obstante, la celosa policía
perdona a ese tapado descubierto
que más bien la sentencia merecía,

y condena al desnudo, aunque cubierto.
¿Esto por qué será? Juro a fe mía,
que es porque el pobre siempre hiede a muerto.

Aunque docto y severo en sus composiciones religiosas, todo lo que en estos juguetes profanos es vulgar y atrevido, no abandona Sartorio su pedestre y desmañado estilo, y sólo muy de tarde en tarde se perciben, por entre el musitar de beatas de su versificación, algunos cristalinos acordes de harpas bíblicas y una que otra vibración de tiorbas angélicas.

Ensayó este poeta su numen en metros y combinaciones diversas: arte mayor y menor; liras a lo fray Luis; octavas reales, endechas, serventesios, coplas, romances. Y hasta combinaciones rítmicas de raro acento musical, como en este bello pasaje dialogado, en un rasgo dedicado a Nuestra Señora de los Dolores:

MARIÓFILA
¿Oyes, Partenia fiel? Ven; vamos juntas al monte de la mirra.

PARTENIA
En hora buena; vamos unidas.

MARIÓFILA
¿Y sabes a qué vamos?

PARTENIA
A llorar con María.

MARIÓFILA
¿Sabes qué pena?

PARTENIA
Muy afligida.

MARIÓFILA
¿Harás por consolarla?

PARTENIA
Es madre mía.

MARIÓFILA
¿Y lágrimas bastantes darás?

PARTENIA
Corridas.

MARIÓFILA
¿La aliviarás?

PARTENIA
Confía.

MARIÓFILA
¿Pues ya qué nos detiene para ir a toda prisa?

PARTENIA
Hermana, vamos, y en el viaje que hacemos mátenos el dolor.

MARIÓFILA
¿Cómo le mostraremos nuestro sensible amor?

PARTENIA
Mariófila, las dos llorando sin cesar.

LAS DOS
La podremos ¡oh Dios! algún tanto aliviar.

PARTENIA
Ya oigo de mi adorada el funesto gemir.

MARIÓFILA
La pena de mi amada no puedo ni sentir.

LAS DOS
Almas ¿cuál es aquella, que de esta Madre bella comprenda el gran pesar?

Estos versos extraños nos sugieren la idea de que son adaptaciones a un canto ritual.

Mas después que alguien se ha dado cuenta de labor tan pródiga queda la impresión de haber recorrido un vasto campo árido, un llano extenso, que sólo aquí y allá deja asomar, entre los secos yerbajes de noviembre, el cáliz pálido de una que otra retrasada amapola.

Y este poeta prosaico y fecundo, este émulo de Rabadán, de repente, por obra de una extraordinaria exaltación sentimental, sacudía sus ramplonerías, olvidaba su verbosidad casera, cerraba los ojos ante la vulgar visión de la vida, y prorrumpía en deliciosos himnos de amor sacrosanto, inspirados en la más pura fuente mística, en los cánticos del profeta, en las divinas fioretti que en la sombra medieval se mecen acariciadas por brisas del cielo, en los deliquios enfermizos de Santa Teresa, en las contemplaciones luminosas de Luis Ponce de León. Es incorrecto todavía; pero ya no torpe, ni inferior, ni trivial; ya es un verdadero poeta, no exento de los defectos de artificiosa retórica de su época; más expresivo, sincero, embargado por un hondo sentimiento y abrasado por las lumbres del estro. Su fantasía se eleva y la elevación es súbita y prodigiosa. El humilde y sano cura que escribe versos sobre el papel de china en que envuelven su regalo de dulces las viejas abadesas; el abastecedor de décimas de ocasión en las fiestas del barrio; el piadoso juglar que excita la caridad cristiana poniendo redondillas lacrimosas en el plato de las limosnas, sufre inesperadamente una transformación, o, mejor dicho, una transfiguración. Vuela arrebatado en una nube de incienso. Sube de rodillas, con las manos juntas y los ojos extáticos. Por debajo de la sotana le palpitan las alas. ¿Qué ha pasado? Una cosa sencilla: que canta el amor y el dolor de la Virgen María; que una devoción profunda lo ha vuelto uncioso e inspirado, que es un fervoroso mariano.

Un panegirista del Padre Sartorio, el doctor José María Torres y Guzmán, vicerrector de la Archicofradía de la Santa Veracruz, nos va a explicar el misterio, nos lo va a explicar con fe de creyente y revelaciones de milagro:

Dos meses contaba de nacido -dice- cuando dio las primeras señales de aquel amor tierno y reverente que siempre conservó a la madre del Verbo Eterno; y que, en sentir de algunos Santos Padres, es un claro signo de la predestinación. Lloraba a todo grito, y se manifestaba bien en él la bilis que lo dominaba, dando malos días y peores noches a sus padres, cuando advirtieron éstos la repentina cesación de sus lloros. Averiguan el motivo, y le ven fijos los ojos en una imagen de la Santísima Virgen. Pero no es una mera casualidad la que lo aquieta a su presencia; las cosas contingentes suceden raras ocasiones; y en él correspondió el éxito a la experiencia todas las veces que se hizo. Se interpone el padre entre su vista y la imagen, y él, inquieto, la solicita y llora hasta que se le descubre. Le traen otra distinta, y sin el niño que aquélla tenía en los brazos, y muestra la misma severidad y se alegra y se sonríe. Se le presenta una estampa de la Señora y da señales del mismo gozo: alarga sus manecitas, la toma y la coloca sobre su corazón, cruzando encima de ella los brazos. Se le pretende quitar y la defiende ...

Su padre le dio las primeras lecciones para conocer las letras de nuestro alfabeto, y sin necesidad de la segunda, él las conoció todas, sin equivocar ni una; ya se le preguntasen en el orden que tienen, ya se le colocasen separadas y en desorden. Quiere aquél enseñarle a juntar las letras para formar el vocablo, y, dirigiendo el discípulo su vista a la parte opuesta de la que se le enseñaba, pronuncia por sí solo, y con nueva admiración de su padre, el dulce nombre de María, que en efecto estaba escrito.

Refería el mismo presbítero, don José Manuel Sartorio, siempre bañado en lágrimas, estos pasajes de sus primeros días que fueron el retrato en miniatura de sus futuros años (3).

La candorosa hipérbole de este pasaje nos da la clave espiritual del cura de la Santa Veracruz. Aquí aparece, envuelta en credulidad infantil, una predisposición muy marcada: la predisposición al misticismo. Sartorio se creyó un predestinado, un elegido por la Madre de Dios. Y he aquí por qué, en ocasiones, son tan ardientes sus reclamos místicos; tanto, que saborea en ellos un extraño gusto de voluptuosidad pagana:

¡Ojalá sólo a ti ame
y no a vanos objetos mi dulzura!
Pues ea, dame, dame
a beber de tus pechos leche pura,
que ésta me apagará la humosa hoguera
de cualquier otro amor de baja esfera.

Déjame dar mil besos
a esos hermosos pies que me enamoran:
pies puros, pies ilesos,
pies que postrados ángeles adoran;
pies que triunfantes con denuedo vivo,
hollaron de la sierpe el cuerpo altivo ...

¡Oh resplandor del cielo,
océano de grandeza desmedida!
Ven a nuestro consuelo,
benigna sana mi inmortal herida,
y con tus dulces pechos virginales
alivia mi afición, cura mis males.

Estas imploraciones, de un evidente sensualismo, nos revelan también el apasionado temperamento de Sartorio. Bien se adivina, bien se siente correr, bajo la blancura de esta vida ejemplar, el fuego de la sangre italiana. Los requiebros y las ternezas a María alcanzan su grado máximo de ardor expresivo:

Sí, mi alma, yo te amo;
mi vida, te quiero;
mis ojos, te adoro;
mi bien, te confieso.

Mi madre, te aclamo;
mi luz, te venero;
mi amparo, te imploro;
mi salud, te aprecio.

Te invoco, esperanza;
te llamo, consuelo;
te nombro, dulzura;
te ansío, refrigerio.

Tú eres mi señora;
tú, mi dulce dueño;
tú, de mis servicios
adorado objeto.

Tú, mi sol hermoso;
tú, mi claro cielo;
tú, mi bella luna;
tú, mi firmamento;

tú, mi jardln noble;
tú, mi alegre huerto;
mi pensil tesalio
y mi campo ameno.

Pero este poeta que, bajo el nombre de Partento, adoró, con fervor tan vivo, al más hermoso símbolo de la castidad y del dolor en la leyenda cristiana, tuvo otro amor tan grande, tan hondo como éste; otro amor por el cual sacrificó el buen cura su reposo, su tranquilidad, su bienestar; otro amor que él cantó, no ya en versificación arrebatadora y arcaica, sino en cláusulas impetuosas, en discursos elocuentes, en limprovisadas y ardentísimas arengas: el amor a la Patria. Más de veinte años de su ancianidad inmaculada dedicó este mexicano al servicio de ese otro primer amor. El fue de los primeros, de los pocos que se negaron a hacer del púlpito una tribuna política en contra de la libertad.

La historia literaria puede abandonarlo al terminar el año de 1809. La historia política debe ocuparse en seguir sus pasos, a través de las vicisitudes sociales, hasta el año de 1829, en que el Padre Sartorio entregó, por fin, a María y a México su ya agobiada vida. El mismo la sintetizó, haciéndose su propio epitafio:

Conditus hac vili, jacet en, Sartorius urna. Is fuit Orator, nunc tace, hospes abi.

Oculta bajo de esta
losa triste y funesta
yace el pobre Sartorio.
Fue orador; aplaudióle su auditorio;
mas nunca ha predicado
mejor que ahora callado.
La muerte, en fin, su asunto fue postrero;
oye el serm6n, y vete, pasajero.


Notas

(1) El Diario de México comenzó a publicar los versos de Navarrete el 2 de enero de 1806. Ya había hecho mención de ellos Juan Wenceslao Barquera, en una caria publicada el 20 de noviembre de 1805.

(2) Memoria sucinta de los principales sucesos de la vida de fray Manuel Navarrete, escrita por un íntimo amigo suyo: figura en todas las ediciones de las poesías de Navarrete.

(3) Oración funebre que en las solemnes honras del presbílero don José Manuel Sartorio ... pronunció el doctor don José María Torres y Guzmán ... Imp. de Valdés. México, 1829.
Índice de La literatura mexicana durante la guerra de la independencia, de Luis G. UrbinaPrologo de Luis G. urbina Segunda parteBiblioteca Virtual Antorcha