Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo sexto Capítulo trigésimo octavoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO SÉPTIMO

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SANTIAGO TLATELOLCO

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Vamos, alerta Turco, y cuidado con mascar la caza ... Ya sabes que te cuesta muy caro esa maña ... Vamos a ver qué haces con ese aguilucho que está en aquel árbol, y voy a tirarle ... mira ... pon cuidado.

El perro, con una maravillosa inteligencia, dirigió su vista hacia el árbol que le señalaba su amo; dió dos o tres brincos, y después, meneando la cola, se colocó junto al cazador gruñendo tímidamente.

El cazador preparó su escopeta, apuntó al aguilucho, y por fn, disparó. El pájaro voló de la rama, y fue a caer en una barranca a poca distancia.

El salir el tiro, volar el pájaro y correr ladrando en su seguimiento, fue todo obra simultánea y de un instante.

El perro, precipitándose violentamente por el declive de la barranca, llegó poco tiempo después que el ave herida de las alas y sin fuerza, había caído en medio de un arroyo, que con estrépito y saltando entre rocas y arbustos, corría en el fondo del precipicio.

- ¡Hola! Turco, aquí, aquí, sin destrozar el pájaro ... pronto, aquí, bribón ... toma, toma.

El cazador, al mismo tiempo, que con toda la fuerza de sus pulmones hablaba con su perro, había echado su escopeta al hombro, y con una ligereza comparable a la del fiel sabueso, descendía por una estrecha vereda. El perro, que después de perseguir al aguilucho logró cogerlo, subía con rapidez hacia donde se hallaba su amo.

- ¡Pícaro! ya comenzabas con tu maña vieja, y has destrozado un ala a esta infelíz águila, como si no hubiese sido bastante la munición.

El Turco, humildemente dejó el ave a los piés de su amo, se acostó en la tierra, y volvió a gruñir tristemente, como si llorara por la reprimenda de su dueño.

- ¡Dios mío! -dijo el cazador,- hay en esta barranca tantos conejos como piedras. Tres días enteros pasaría yo aquí sin comer.

Mientras esto decía, volvió a cargar su escopeta, que era de una excelente fábrica inglesa, y disparó, casi sin apuntar, a la multitud de conejos que saltaban de los matorrales. El perro, avisado, listo y atento a los movimientos de su amo, se lanzó sobre la caza inmediatamente que oyó tronar el fulminante, y trajo a poco en la boca un conejo; y sea dicho de paso, con la mayor delicadeza, de suerte que su amo en vez de reñirlo, le hizo muchas caricias, a que el perro correspondió abundantemente. Volviendo a cargar su escopeta, repitiendo la misma conversación con el Turco, el cazador, no sólo bajó hasta el fondo del precipicio, sino que subió a una eminencia situada en el parte opuesta, y desde donde se descubría una de las más encantadoras vistas.

El sitio en que pasaba esta solitaria escena entre un cazador y su perro, era en la cumbre de la Sierra-Madre, en el camino de Tampico, y a dos o tres leguas de un pueblecito llamado Jaumabe.

Algunos de los lectores, que hayan subido a la cumbre de la alta cordillera, podrán recordar la fría y delgada atmósfera que se respira; la majestad infinita en que se encuentra el hombre que mira aglomerarse las nubes a sus pies, y formarse las tempestades, la pintoresca vista de los arroyos, que, como serpientes fabulosas con escamas de plata, se deslizan y pierden en medio de los espantosos precipicios que forman las montañas; y luego, entre las rocas áridas y enormes, hay a veces un pequeño valle, ameno, verde, fresco, lleno de flores silvestres, con un estanque cristalino y un bosquecillo de árboles. Tendiendo la vista, se divisan o inmensos valles, que se pierden entre la bruma y las nubes de púrpura que van elevándose del horizonte, o series de montañas, colocadas unas tras otras, como una perspectiva, donde van disminuyéndose, y deslavándose las tintas azules, hasta formar un medio color vaporoso e indefinible: tal era la perspectiva que tenía el cazador delante de sus ojos, y la cual contemplaba extático volviéndose hacia todas partes, y examinando cada uno de los puntos con una minuciosa atención.

- Es divino este paisaje, -dijo el cazador, suspirando y limpiándose con su pañuelo el sudor que corría por su frente,- me encantan estas vistas, mi pasión dominante es la caza y me estaría semanas enteras en las montañas, pero esta grandeza de la naturaleza, este silencio, esta soledad, lastiman demasiado mi corazón; y si no me preocupara tanto la caza, puede ser que me hubiera disparado un tiro.

El cazador se quitó el morral que tenía lleno de aves, y se recostó debajo de un árbol frondoso y copado. El Turco, meneando la cola, y con el mejor humor del mundo, daba saltos y brincos sobre su amo, y le lamía el rostro y las manos.

Cosa de media hora permaneció el cazador en una especie de éxtasis o meditación que cesó cuando distinguió tres hombres a caballo, que venían por un estrecho sendero practicado en un costado de la montaña, único camino posible en aquella serranía.

El cazador se puso en pie, echó su morral y su escopeta al hombro y descendió por la pendiente con la misma presteza con que había subido. Saltando con ligereza atravesó el arroyo, y subió al punto desde donde había tirado al aguilucho. A este tiempo, los tres hombres que habia divisado, estaban ya muy cerca. Uno de ellos, que montaba un hermoso caballo colorado Sangre linda, le puso espuelas, y se adelantó a galope, hasta el punto en que se hallaba nuestro infatigable cazador, y que era precisamente uno de esos pintorescos pedacitos de tierra frondosos y llenos de árboles.

- Tunante, -dijo el cazador,- hace tres horas que te estoy aguardando ...

- ¿Qué quieres? el camino es pésimo, y por poco se desbarranca la mula.

- ¿No hubo novedad?

- Ninguna, y sólo tengo el sentimiento de que los informes salieran falsos. Ni rastro de ese demonio de viejo.

- Tengo un hambre insoportable, porque esa barranca que está adelante, la he subido y bajado dos veces. Haz venir la mula, y haremos un almuerzo pastoril, y después platicaremos detenidamente, porque me parece cosa milagrosa que nos hayamos reunido otra vez, después de tantas desgracias y contratiempos. Tú y yo tenemos muchos motivos de darnos un tiro; mas para eso, cualquier tiempo es bueno ... Es menester tener valor, verdadero valor, para soportar las desgracias ... cazar y beber unos tragos de aguardiente de a 36 grados y hacer ejercicio ... y recibir el día como lo mande Dios.

- Acá, acá, muchacho, -dijo el cazador dirigiéndose a un mozo que traía la mula de carga. Entre amos y mozos descargaron la mula, quitaron el freno a los caballos, y debajo de un árbol dispusieron un almuerzo, que consistía en buenos trozos de queso, jamón, lenguas de cíbolo, algunas frutas secas, unos tragos de aguardiente, y agua fresca y pura que trajo uno de los mozos del clarísimo arroyo, que corría en el fondo de la barranca. A estos manjares, que todo viajero experimentado, debe llevar cuando atraviesa las asperezas de la Sierra Madre, añadieron un tierno y sabroso conejo, que con presteza, asaron los mozos al estilo de los presidiales de las fronteras.

Así que los amigos más bien devoraron, que no comieron, los manjares ya referidos, y que les parecieron más exquisitos, a causa del apetito que viene después de un ejercicio activo, abandonaron los despojos de este homérico banquete a los sirvientes, con encargo de que no dejaran sin su parte al activo y fiel sabueso, que con una humilde resignación se había contentado con olfatear los conejos y levantar sus ojos melancólicos cada vez que sus amos llevaban los manjares a la boca.

Los dos viajeros, como habrá podido maliciar el lector, eran nada menos que el capitán Manuel y nuestro amigo Arturo.

En el capítulo anterior quedó Arturo en la fortaleza de Santiago y Manuel en camino para la de Acapulco. Se hacen, pues, indispensables, algunas explicaciones.

El padre de Arturo, atacado de una congestión cerebral, a causa de los infinitos pesares que le había producido su desgracia, y más que todo la ingratitud de D. Fausto y la inaudita maldad del tutor de Teresa, permaneció en cama dos o tres días, privado de sentido y abandonado de todo el mundo, como sucede cuando cambia la fortuna. De la tertulia de grandes personajes, de todas clases y profesiones, que por las noches iban a su casa en elegantes carruajes a llenarlo de adulaciones y a tomar su sabroso chocolate, ninguno volvió, sabiendo que había quebrado; que su hijo estaba preso, y que la conspiración había sido descubierta; todos temieron complicarse y despertar sospechas; y sin cuidarse de la suerte de sus aliados, ni mucho menos de la del capitán, se encomendaron los unos en sus haciendas o casas de campo, y los otros hicieron alarde de su adhesión al gobierno que querían derrocar, procurando ganar la amistad y confianza del Presidente y sus ministros. En cuanto al buen tutor de Teresa, valiéndose precisamente de estas circunstancias, logró hacer con el ministro de Hacienda un negocio, en que ganó algunos miles de pesos.

Entre tanto, como la ley del más fuerte es la que impera, y el gobierno, por débil que fuera, era mucho más poderoso que dos jóvenes calaveras, sin experiencia y sin apoyo, el capitán Manuel fue encerrado en el castillo de Acapulco, y el elegante Arturo se le dejó olvidado en un calabozo de Santiago, como se deja en un cuarto de una casa un trasto inservible.

El capitán Manuel, a los ocho días de permanecer en la fortaleza de Acapulco, fue acometido por unas calenturas intermitentes, y el padre de Arturo, sin haber podido volver a hablar, sin abrazar ni bendecir a su hijo, murió atendido amorosamente por su esposa, pero abandonado de todos los que en los tiempos de su riqueza se llamaban sus amigos.

La madre de Arturo, que, como se ha visto, estaba a orillas del sepulcro y arrastraba una existencia trabajosa y enfermiza, fue la que sobrevivió a esta catástrofe; y Dios le dió el valor necesario para soportar el dolor de ver muerto a su esposo, y de enterarse de que su hijo, víctima de una locura, o quizá de una calumnia, se hallaba encerrado en una prisión. La pobre señora, pálida, demacrada, vestida de luto, hizo un día un supremo esfuerzo; se levantó de la cama, y mandó traer uno de esos desbaratados y sucios simones, ella, la elegante, que siempre había atravesado las calles de la ciudad rápidamente en carrozas inglesas, tiradas por hermosos caballos, acompañada de una criada anciana, que necesitaba apoyo, y que sin embargo era la única persona en el mundo en quien tenía que apoyarse, se dirigió a la fortaleza de Santiago a ver a su hijo; un instante de amor de madre le había vuelto la vida y las fuerzas.

Cuando llegó a la arruinada y solitaria fortaleza, tendió la vista, y observó con tristeza la cumbre de los volcanes alumbrada por los rayos del sol poniente, y la multitud de cúpulas brillando como si feran de oro, con los últimos reflejos del astro. Suspiró profundamente; levantó los ojos al cielo, y cuando los bajó, dos lágrimas habían rodado por sus hundidas mejillas. Bajó del coche apoyada en la anciana; las dos estaban ya cercanas a la muerte, y caminaban con trabajo en la tierra. Al introducirse por aquellos patios sombríos y ennegrecidos por el humo; al subir por aquellas escaleras ruinosas y frías, sintió que las fuerzas la abandonaban, y que todos sus males se renovaban terriblemente. La vieja sirvienta, con una voz trémula, preguntó a un sargento, que tocaba una jaranita:

- ¿Dónde está el cuarto del niño Arturo?

El sargento se la quedó mirando, y siguió tocando una sonata popular; la madre no podía soportar los acentos de esa música.

- Señor, -dijo por fin con voz doliente;- soy su madre, su madre de Arturo, de un joven que está prisionero.

- Hay muchos prisioneros aquí, señora, -contestó el sargento:- ¿es oficial?

- No, no es oficial; mi hijo es un joven, que debe usted quererlo mucho.

Y aquí la madre comenzó a hacer la descripción de su hijo, con el acento apasionado con que siempre las madres hablan de sus hijos.

- Sí, señora, lo conozco; vea usted, está en ese cuarto de enfrente, -respondió el sargento, señalándole una puerta estrecha y pintorrada de color pardo.

La madre lentamente, y sin desclavar los ojos de aquella puerta, detrás de la cual estaba su hijo, la única ilusión que tenía en la vida, se dirigía para entrar; el sargento la contuvo, diciéndole que no se podía entrar, y que había orden estrecha de que permaneciera rigurosamente incomunicado; que si quería, fuese a la Comandancia General.

La madre sacó un peso, y se lo dió al sargento, diciéndole:

- Quisiera ver a mi hijo, ya que no puedo hablarle.

El sargento echó a andar delante de la señora; la llevó a un patio, y le señaló una ventana. Allí, sin corbata, pálido, con la barba crecida, aparecía como engastado en el cuadro de la ventana el busto de Arturo. La madre, extática como el niño a quien sorprende un juguete; como el ciego que vuelve a ver la luz; como el que ha perdido una alhaja de valor, y la encuentra, se quedó contemplando la figura de su hijo.

Arturo, por su parte, distraído, embebecido en sus pensamientos, miraba el horizonte, que terminaba en una cadena de altas montañas, de donde se descubrían algunas columnas de humo, que se desvanecían en el azul de los cielos.

- ¡Arturo! ¡Arturo! -dijo la madre, enclavijando las manos; pero como su voz era muy débil, no fue escuchada por el joven.

La madre permaneció silenciosa e inmóvil, fijos los ojos en la pálida y hermosa figura de su hijo.

Arturo cambió la dirección de su vista, y dirigió una de sus miradas sobre la mujer enlutada que, como la estatua del dolor, parecía fijada en el suelo. De pronto no reconoció a su madre; pero los latidos de su corazón le anunciaron que era una mujer querida la que estaba allí. Después miró la fisonomía de la sirvienta, que, agobiada por los años, y también por el dolor de haber presenciado la catástrofe de la casa, estaba muda y silenciosa junto de su ama.

- ¡Madre!, ¡madre! -dijo Arturo conmovido;- ¿por qué es ese luto?, ¿por qué ese rostro pálido y tan cadavérico?

La madre se limpió los ojos con disimulo, procuró sonreir, y no pudiendo hablar, saludo con su pañuelo a Arturo.

- ¿Por qué es ese luto, madre? -volvió a preguntar Arturo.- El viento es fuerte y muy frío, y también podría usted morir ... ¿Es verdad que ha muerto mi padre? ... Sí, esta inquietud, estos latidos de mi corazón, me anuncian que somos muy desgraciados.

Como el joven dijo en voz alta y perceptible estas palabras, llegaron a oídos de la madre, quien inclinó la cabeza, y llevó su pañuelo a los ojos.

- ¡Muy bien, madre! -dijo el joven;- ese luto y esas lágrimas me confirman que mi padre ha muerto. Pero recordad, que no tengo ya en el mundo más que a mi madre.

- Y yo vivo unos momentos más, sólo por mi hijo -dijo la madre con voz baja.

- ¡Y no poderla abrazar! ... ¡no poder enjugar sus lágrimas con mis besos! ... ¡Oh!, ¡eso es cruel! -exclamó Arturo, queriendo romper los fierros de la ventana.

Y la madre, como si también hubiera participado del pensamiento de su hijo, dijo con voz adolorida:

- ¡Y no poder darle un abrazo antes de morir! ... ¡Si yo besara su frente, sería muy felíz!

Diciendo estas palabras, y sintiéndose muy fatigada, hizo una señal de adiós a su hijo, y se retiró apoyada de la anciana.

Al día siguiente aun tuvo fuerzas para volver a salir a la calle, y entonces se dirigió a la Comandancia General y a los ministerios, para solicitar que le concedieran el ver a su hijo, siquiera una sola vez; pero todo en vano. De una oficina la enviaban a otra, y en todas ellas no recibía más que desaires y desengaños. Retiróse, pues, a su casa, convencida de que Dios le privaba antes de morir, del placer de ver a su hijo. Como ya le era imposible levantarse, escribió a Arturo la siguiente carta:

Hijo de mi corazón:

Antes de leer esta carta, es menester que te prepares a resistir el dolor, y que te sirva de ejemplo esta mujer enfermiza y aislada, que no tiene en los últimos instantes que le quedan de vida, más compañeras que la fe y la esperanza en Dios. Tu padre ha muerto a consecuencia del pesar que le causó la pérdida repentina de todas sus riquezas. Esta es una lección dura para nosotros, pero que debe recibirse como enviada de la mano de Dios. Yo quería que tú no fueras pobre, y tu padre depositó todas mis alhajas en poder de D. Pedro N ...; y este hombre, lleno de honradez, según decía tu padre, ha negado el depósito ... Yo muero pobre, y tú quedas también en la miseria. El único patrimonio que te queda, es esa bolsa con quinientos pesos en oro, que te envío, y que debes a mi amorosa solicitud. Fuerza es decirte, hijo mío, que me restan muy pocos días de vida, y que ya no tendré la incomparable dicha de besar tu frente pálida y hermosa ... Vas a quedar huérfano ... ¿sabes lo que es no tener una madre? Es estar solo; completamente solo en el mundo. El amor del hermano, el cariño de un amigo, el amor de una querida, son nada comparados al amor de una madre, y de una madre como yo, para quien has sido su adoración. Ya que el Señor ha dispuesto que no pueda yo dejarte ningunos bienes, debo al menos encargarte que mis consejos se graben en tu corazón. Ante todas las cosas, sé religioso, hijo mío; espera y confia en Dios. Tú no sabes aún cuántos y cuán eficaces consuelos nos dá la religión en los momentos de desgracia. ¿Crees que si Dios no me hubiese concedido el don de la fortaleza, habría podido sufrir tan crueles golpes? Y yo, hijo mío, en lugar de desesperarme y maldecir, he besado y bendecido la mano que me ha mandado las desgracias. Si por moda, o por despecho, pierdes las creencias religiosas, serás mucho más desgraciado. Cuando estés en esos momentos terribles, en que se reniega de Dios y de la vida, recuerda aquel tiempo, en que te sentaba sobre mis rodillas, y acariciando tus cabellos, y cubriendo de besos tus lindos ojos y tus blancas mejillas, te enseñaba yo que había un Dios, que había creado el cielo azul, las olorosas flores y los primorosos pájaros. Perdona a tus enemigos; ama a tus semejantes; jamás se reconcentre en tu corazón el odio. Practica la caridad, para que, como Job, puedas decir en cualquiera época de tu vida: He sido el ojo de los ciegos, el pié de los cojos, el padre de los desvalidos. Que ahora, que por la desgracia y la orfandad, vas a conocer el lado más horrible de la vida, se graben en tu corazón estas máximas, que te darán consuelo y resignación. Ya ves, hijo mío, tu pobre madre, que quisiera para tí todos los tesoros del mundo, no tiene más tesoro que dejarte, que el de sus consejos; y aunque no puede despedirse de tí, te envía su bendición. Adios, mi Arturo, mi hijo querido: recibe el último beso que te envía,

Tu Madre

Luego que la señora acabo de escribir esta carta, sobre la cual habían caído algunas lágrimas, las fuerzas le faltaron, pues había concluído la energía de las emociones que retenían su alma en el enflaquecido cuerpo. Envió, pues, a Arturo la carta, el dinero y algunos libros; y cuando vinieron a decirle, que su hijo la había recibido, entró en una aparente tranquilidad. En la noche llamó a la vieja criada, y con voz apagada, ya, pero con sus potencias expeditas, hizo las disposiciones para su entierro, se confesó y recibió los Santos Sacramentos. Al día siguiente, a la madrugada, dirigiendo a Dios sus plegarias, y pronunciando el nombre de su hijo, cerró apaciblemente los ojos, para dormir en la tumba el último y eterno sueño. Su cadáver fue encerrado en un cajón común, y llevado al panteón de Nuestra Señora de los Angeles. Los únicos dolientes eran: Monico el portero y la antigua sirvienta, un par de viejos que había sobrevivido a la momentanea ruina de una de las más opulentas casas. El vástago de ella, el jovencito educado en Inglaterra, quedaba olvidado en un calabozo, a merced de las pasiones y de los viles manejos que en este desgraciado país llaman política.

En cuanto a Arturo, como ya se ha visto, que en medio de su locura y de su versatilidad, idolatraba a su madre, la carta que recibió le hizo una profunda impresión. Luego que acabó de leerla, la besó muchas veces con ternura y veneración; la dobló cuidadosamente, y la puso sobre su corazón, como si deseara que las líneas que en sus últimos momentos había escrito su madre, se introdujesen en su pecho. Después se sentó, mordió una punta de su pañuelo, y de sus ojos comenzaron de vez en cuando a caer algunas lágrimas; no salió de esta especie de doloroso letargo hasta que entró el oficial de guardia, quien prendado de su carácter, había concebido vivas simpatías y sincera amistad por él.

- ¿Qué ha sucedido, Arturo? -le preguntó.

- Un pesar de familia, amigo; mi madre, mi madre, está en los últimos momentos de su vida ...

- Arturo, si quiere usted verla esta noche, lo podrá usted hacer, pero fío en que usted volverá, y en que se ocultará de todo el mundo.

- A estas horas mi madre ha de haber muerto; pero acepto siempre su ofrecimiento, amigo mío, -dijo Arturo, estrechando la mano del oficial.

- Muy bien, yo daré a usted mi capa, y a las oraciones podrá salir, y volver a las nueve, porque si al jefe de día se le da la gana de ver a los prisioneros, seré hombre perdido.

- ¡Gracias!, ¡mil gracias!, amigo mío, -volvió a decir Arturo.

- Ahora, debe usted comer alguna cosa, -dijo el oficial.

- Un poco de café.

El ordenanza trajo el café, y Arturo quedó aguardando con impaciencia el momento convenido.

Por un incidente imprevisto, relevaron al oficial a las cinco de la tarde, y Arturo no pudo verificar ya su salida.

Inútil sería pintar los sufrimientos del joven; el que se haya visto durante muchos días privado de la comunicación con la sociedad, solo y aislado con sus propios dolores, comprenderá cuánto debía ser su martirio. Los primeros días, la carta de su madre era un escudo que tenía contra la impaciencia y la desesperación, y cada vez que le venían ímpetus de estrellarse la cabeza contra los fierros de la ventana, la leía, y le sobrevenía una humilde, aunque triste resignación. Pasaron días y más días, y entraban y salían oficiales de guardia; unos cariñosos y atentos con el prisionero, otros bruscos y altaneros; pero ninguno de ellos le daba esperanzas de libertad, porque, según decían, habiéndose perdido la sumaria que se comenzó a formar, no podían tomársele ningunas declaraciones, ni resolver absolutamente sobre su suerte.

Tantos días de encierro, tantos días de soledad, tan cruel injusticia, fueron insensiblemente creando en el alma del joven un odio profundo a la sociedad, y llenando de amargura su corazón; así es que, su carácter se volvió sombrío, feroz, intratable. La carta de su madre no le servía ya de talismán; y además, un recuerdo momentáneamente adormecido, con sus inesperadas desgracias, se presentó de nuevo, agudo y punzante en su memoria; este recuerdo era el de Aurora. Mientras él, pobre, desvalido, abandonado de todo el mundo, gemía en una prisión, Aurora, alegre, hermosa como una ave del Paraíso, reía, platicaba, embelesaba con su canto a los mil amantes y adoradores, que todas las noches concurrían a la tertulia de su casa. Arturo estaba celoso, y concebía tremendos y descabellados proyectos; y sólo estaba a la mira de que entrase de guardia algún oficial con quien pudiera entenderse, para pedirle una noche licencia, y aparecer de repente pálido, con la barba crecida y el vestido desordenado, a confundir, a saciar su ira y a vengarse de sus penas en aquellos entes miserables y ridículos, que gozaban de las sonrisas y de las miradas de Aurora. Otras veces la aborrecía tanto como al perverso viejo, que le había robado el patrimonio de su padre; pero en el fondo, la desgracias y la soledad le habían avivado su naciente pasión, y la realidad era que estaba frenéticamente apasionado de Aurora, y apasionado ... sin esperanza.

Sin esperanza, sí, porque aun cuando saliera de la prisión, estaba resuelto a no volver a ver a una mujer ingrata, que lo había abandonado en los momentos solemnes de su desgracia. Y por otra parte, pobre, sin aquel brillo y aparato, que es necesario para dominar hasta cierto punto el corazón de una mujer coqueta y frívola, ¿con qué títulos debía presentarse Arturo en lo sucesivo, en esa brillante tertulia, donde en tiempos mejores había dominado como un rey absoluto? Arturo, en este punto no encontraba remedio, y un pesar sordo oprimía su corazón; y cuando se apartaba un momento de su mente estos pensamientos, eran reemplazados por otros más funestos. Todos los días, a la misma hora en que le había hablado su madre por última vez, Arturo se asomaba a la ventana, y creía ver acercarse lentamente, como una sombra silenciosa empujada por la brisa de la tarde, una figura vestida de luto acompañada de una anciana. La figura llevaba a su rostro un pañuelo blanco; después lo tendía en el aire, como en señal de despedida, y entonces los ojos del joven se encontraban con la opaca y llorosa vista de la madre.

Arturo, todas las tardes, por una especie de instinto, salía a la ventana; allí la fuerza de su fantasía le representaba la escena que acabamos de describir; y cuando la visión terminaba, Arturo, cabizbajo, pensativo y sombrío y revolviendo en su cabeza el más extraño conjunto de ideas se retiraba y se arrojaba en su lecho; entonces no pensaba ni en su orfandad, ni en su pobreza, ni en Aurora, sino única y exclusivamente en su madre.

De esta manera transcurrían largos y llenos de fastidio los días del prisionero; su rostro se iba extenuando, su barba crecía, los ojos se hundían en sus órbitas ... ¿Y Celeste? Es menester decir que aunque preocupado enteramente con el amor de Aurora, sentía una profunda simpatía por la muchacha, y tenía la más viva curiosidad de averiguar qué resultado habían tenido las diligencias del padre Anastasio en su favor. Revolviendo así en su cabeza tan distintos y encontrados pensamientos, Arturo, como hemos dicho, pasó muchos días de soledad. Una de tantas tardes en que Arturo, enajenado con la visión, permanecía en la ventana, sintió que le tocaban suavemente el hombro; volvió la cara, y se encontró con Rugiero.

Arturo de pronto se sobresaltó; pero este movimiento fue instantáneo; y como hacía tanto tiempo que no tenía comunicación con sus amigos, y con las personas con quienes estaba acostumbrado a tratar, no pudo menos de echarse en los brazos de aquél, por uno de aquellos movimientos involuntarios que no pueden reprimirse. Rugiero lo abrazó también con amistad y ternura, y lo invitó a que se quitase de la ventana; Arturo obedeció con la humildad de un niño, y ambos amigos se sentaron, uno enfrente del otro, en unas desquebrajadas y ordinarias sillas.

Rugiero estaba vestido, poco más o menos, de la misma manera que cuando Arturo lo vió por primera vez en su casa, y sólo podía notarse, que en vez del fistol de hermosos brillantes que el lector conoce, y que ha sido objeto de la codicia de todos los que lo han visto, tenía en su blanca y fina camisa de holanda, un ópalo tan pequeño, que sólo cuando lo hería diagonalmente la luz, se observaba como si estuviera adherida a la camisa una chispa encendida. Arturo notó también que Rugiero tenía un chaleco de terciopelo, de un color incomprensible, y que tan pronto, y según le daba la luz, aparecía de un color sanguinolento, como de un tristísimo morado. La última y rápida observación que hizo el joven, fue que su amigo jamás cambiaba de moda en cuanto a las botas, y que siempre terminaban en una exagerada punta.

Después de hacer con la brevedad del pensamiento, es decir, con más brevedad que el relámpago estas observaciones respecto al vestido, hizo otras con respecto a la aparición de Rugiero; la cerradura y gonces de la puerta hacían cada vez que se abría, un destemplado ruido, y a pesar del profundo silencio no había oído abrir. Además, ¿cómo lo había dejado entrar el oficial de guardia? Arturo, a pesar de estas conjeturas, que de pronto le hicieron olvidar los pensamientos lúgubres en que estaba sumergido, no quiso hacer ninguna pregunta a Rugiero, y se sentó pensativo, y bajó los ojos, porque cuando los fijaba en el chaleco de terciopelo, sentía que un vértigo quería acometerle.

Rugiero se abotonó la levita, adivinando sin duda el motivo por qué el joven no podía dirigirle la vista; y Arturo respiró como desahogado de un peso, y dirigió ya libremente la vista a su amigo, sin que dejara de llamarle la atención el ópalo pequeñito; de vez en cuando se le figuraba también que en los ojos de Rugiero brillaba una chispa de fuego.

- No os entreguéis tanto a la pena, Arturo, -dijo Rugiero.- ¡Todas las tardes una misma cosa! Al fin os llegaréis a olvidar enteramente ...

- ¿Qué queréis, Rugiero? -dijo el desconsolado joven,- cuando uno está solo y olvidado de sus queridas, de sus amigos, de todo el mundo, ¿qué ha de hacer, sino formarse un mundo secreto de fantasmas, de visiones halagüeñas y de quimeras? Todas las tardes viene mi madre; la veo enlutada, llorosa, dirigiéndome su última mirada llena de lágrimas y su último adiós con su blanco pañuelo; la brisa de la tarde me trae esta visión adorada, que se desvanece y pierde con los últimos rayos del sol. En la noche, agobiado de melancolía y cuando quieren asomar a mis ojos las lágrimas, se me aparece radiante y hermosa la figura divina de Aurora; escucho su voz armoniosa y las dulces notas de su piano; respiro el perfume de las rosas naturales que tiene entrelazadas entre sus blondos cabellos, y un mar de deleites baña mi alma, si mis ojos se encuentran con los suyos, y su amable sonrisa, descubre una hilera de dientes lustrosos y blancos. Y así, en esta especie de insombio paso las noches, y al día siguiente el rechinido de los gonces de la puerta, cuando entra un soldado a darme el desayuno, me recuerda que estoy preso, que no tengo querida, que no tengo amigos, que mi madre no existe, y que donde quiera que vaya, no encontraré más que el desamparo, la miseria y la soledad ... Ya veis, Rugiero, es la realidad horrible.

- En todo lo que habéis dicho, Arturo, no encuentro cosa digna de contestar, -respondió Rugiero con su acostumbrado tono sarcástico,- sino los cargos que me hacéis. Yo no he estado en México; un asunto urgente me llamó a los Estados Unidos, y hasta ayer que llegué, no he sabido vuestras desgracias. Si yo hubiera estado aquí, no habríais sufrido nada, porque yo habría salvado de la quiebra a vuestro padre, y le habría puesto en las manos armas bastantes para defenderse de sus enemigos ... Pero ya esto no tiene remedio ... por ahora, y para que no os quejéis de la soledad, os traigo un compañero.

- ¿Un compañero? -preguntó Arturo,- ¿dónde está?

- Aquí lo tenéis.

Rugiero sonó los dedos y salió de debajo de su silla un hermoso perro sabueso. Era el animal blanco y bien manchado de negro con unas hermosas orejas suaves y cubiertas de un pelo que parecía de seda; tenía unos ojuelos inteligentes y vivarachos y que revelaban la noble raza de que procedía.

- Es un excelente cazador, -dijo Rugiero,- y un compañero fiel; así que se acostumbre a vuestra vista, cuando estéis enfermo, os calentará los pies; cuando estéis triste, os hará mil fiestas y os lamerá las manos; cuando estéis en el camino, velará vuestro sueño, y cuando os entreguéis a la caza, lo veréis lanzarse entre las barracas y las lagunas tras de la presa; y en la llanura, os parecerá que el animal tiene alas de un águila.

El noble sabueso parecía satisfecho de escuchar tales elogios, y con timidez, y moviendo la cola, levantó las dos patas y las puso en las rodillas de Rugiero.

- Mira, Turco, -le dijo Rugiero acariciándole la cabeza,- este señor va a ser tu nuevo amo; quiérelo mucho, y pórtate bien; ve a hacerle cariños.

El sabueso dió, alegrísimo, dos o tres vueltas alrededor del cuarto, y habiéndolo llamado Arturo, vino a poner sus patas en sus rodillas.

- Rugiero: no sois capaz de imaginaros cuánto os agradezco este regalo, -dijo Arturo haciendo mil cariños al sabueso.- He oído, o leído, que un prisionero comenzaba ya a domesticar una araña; estaba yo pensando hacer lo mismo; pero prefiero a este hermoso animal, y puede ser que me haga olvidar hasta del amor de Aurora.

- Ya veis, Arturo, -dijo Rugiero,- que no busco a los amigos cuando están en la opulencia; pero que los visito cuando se hallan en una prisión. Ya os he traído un compañero, y dentro de pocos días espero que podréis tomar una escopeta, y salir a cazar por los hermosos alrededores de México.

- ¡Cómo! -preguntó lleno de placer Arturo,- ¿créeis que saldré pronto de esta maldecida celda?

- Así lo espero; la revolución está ya muy adelantada, y cuando caiga el gobierno, se abrirán para vos las puertas de esta prisión, y para el joven Manuel las del castillo de Acapulco.

- ¿De Acapulco? -preguntó el joven,- pues, ¿y qué ha ido a hacer Manuel al castillo de Acapulco?

- Parece que habéis perdido la memoria, amigo mío.

- Es verdad, es verdad, -exclamó Arturo, dándose una palmada en la frente.- Creed que todo lo que por mi pasa, me parece un sueño.

- La vida es un sueño, según ha pretendido demostrarlo en una comedia el viejo Calderóan de la Barca; pero lo que tiene una poca de realidad es, que mi fistol está en poder de D. Pedro, tutor de Teresa.

- ¡El fistol en poder de D. Pedro! -dijo Arturo asombrado.

- Ni duda.

- Pero, ¿cómo sabéis? ...

- Porque he estado a visitarlo en su casa, y se lo he visto en la camisa.

- ¿Es posible, Rugiero?

- Como observó que yo fijaba mi atención, me dijo que lo había comprado a vuestro padre en una gruesa suma de dinero ...

- ¡Imposible, Rugiero! ¡Imposible!, no creáis semejante cosa, -dijo el joven con visibles muestras de aflicción.

- Yo no he dicho que lo creo, amigo mío, -contestó Rugiero con cariño,- sino que refiero simplemente el hecho.

- Ya recuerdo, -interrumpió Arturo, volviendo a darse otra palmada en la cabeza ...- mi memoria está perdida; y no puedo ni aun tener presentes las cosas más importantes. Mi padre, creyendo que ese viejo era un hombre honrado, depositó en su poder unas alhajas que mi buena madre había querido consignarme, para ponerme a cubierto de la miseria. Concibo que como no dió documento, ni testigo alguno presenció este acto, el bribón pudo negar a mi padre el haber recibido las alhajas; presumo que mi padre incluiría el fistol con las demás prendas. Está suficientemente explicado el asunto, Rugiero.

- Me parece exacto vuestro razonamiento, Arturo.

- Sabéis, Rugiero, que soy un hombre de honor; no tengo con qué pagaros; pero os prometo que el mismo día en que salga de esta prisión, tomaré una pistola, y la dispararé sobre la cabeza de ese bandido, vengando al capitán y vengándome yo también.

- Y a fe, -dijo Rugiero,- que el capitán tiene motivos sobrados para aborrecer al viejo, porque él ha sido nada menos la causa de su destierro.

- ¿La causa de su destierro decís? -preguntó Arturo.

- Exactamente, porque él fue el denunciante de la conspiración que vos ignoráis, y que se tramó en la casa de vuestro padre. Manuel, comprometido por vuestra amistad, se prestó a ser instrumento; y entonces el viejo, que estaba en el secreto de todo, encontró oportunidad para alejarlo, e impedir con esto el proyectado casamiento con Teresa. Ya veis que, y aunque indirectamente, él ha sido también la causa de la muerte de vuestros padres y de vuestra completa ruina ... No se puede negar que ese hombre tiene talento.

- Y lo que decís, ¿es cierto? -preguntó Arturo con una voz concentrada y después de algunos momentos de silencio.

- Evidentemente, como estar nosotros aquí sentados, -contestó Rugiero con tono afirmativo.

Arturo sacó del bolsillo la carta de su madre, la hizo mil pedazos y los arrojó por la ventana.

- ¿Qué hacéis? -preguntó Rugiero.

- Tenía yo un talismán, -contestó Arturo,- que me precavía de las malas pasiones; pero ahora estoy libre, estoy contento, porque alimento en mi corazón una esperanza como la del amor, como la de las riquezas.

- ¿Y qué esperanza es esa? -preguntó maliciosamente Rugiero.

- ¡La venganza! -respondió Arturo levantándose de su asiento, apretando los puños, y recorriendo a grandes pasos el cuarto, como un león irritado en el estrecho tramo de su jaula,- el día en que yo logre ver a este hombre inicuo revolcándose en su sangre y exhalando entre dolores horribles el último suspiro, entonces será el momento más venturoso de mi vida; y ni el sol me calentará, ni la comida me sustentará, ni vendrá el sueño a mis ojos, ni refrescará mis sienes el soplo del viento, hasta que no haya conseguido una venganza completa y haya visto morir al asesino de mis padres, al perseguidor de mi amigo y al ladrón de mi fortuna.

Todas estas palabras, que salían de su boca como siniestros presagios, las decía Arturo con una voz ahogada por la rabia, y sin cesar de pasearse de uno a otro extremo del cuarto. Cuando acabó de pronunciar su última sílaba, faltándole las fuerzas, se dejó caer en la silla; Rugiero entonces con mayor calma, le dijo:

- Lo que vos llamáis venganza, no es más que justicia, necesaria sobre todo en una sociedad como esta, en donde no se la conoce. Decidle a un juez: este hombre es el asesino de mi padre, el denunciante de un secreto, el ladrón de mi patrimonio; el juez os pedirá las pruebas, y como precisamente de los actos más reprobados e inicuos jamás hay pruebas, vos pasaréis por un infame calumniador, y vuestro enemigo triunfante sonreirá al ver vuestro despecho y vuestra derrota. Así, lo que vos creéis venganza, no es en realidad más que una inflexible justicia, que es necesaria e indispensable.

- Es verdad, es verdad; justicia, -dijo tristemente Arturo, cuyas pasiones halagaba el lenguaje de Rugiero,- y os juro que venganza o justicia, la he de tomar satisfactoriamente, aunque tuviera que ir al cabo del mundo.

- Ahora, todo lo que he dicho, es sincero, -añadió Rugiero,- sin que a ello me mueva el deseo de recobrar mi fistol; no os he dicho que lo necesito, si viene a vuestras manos, me lo devolveréis; si no, paciencia.

- Gracias, Rugiero; pero el que me dispenséis de la obligación de devolveros el fistol, no cambia absolutamente en nada mi resolución; estoy afirmado en ella, y nada en el mundo me hará variar. No pienso ya en amores, ni en la fortuna; mi porvenir es la venganza; y ahora quisiera yo sufrir algunos meses más de prisión, para que mi alma acabara de llenarse de hiel.

- Pues ya os he dicho, Arturo; pronto el partido victorioso vendrá a abrir las puertas de esta prisión, y vos seréis el mártir de la libertad, y estaréis en posesión de adquirir empleos en la hacienda, y grados en la milicia y condecoraciones. Aprovechad la ocasión; tomad un empleo en una de las aduanas de los puertos del Sur; aprovechad el tiempo, para hacer tan breve como se pueda una fortuna; después os marcharéis a disfrutar en ese bello París, u os quedaréis en México, porque el que tiene dinero, en todas partes del mundo se divierte. Si ahora dais un balazo a ese viejo, os echarán mano, y os meterán en una cárcel de donde no saldréis en muchos años. Por el contrario, si sois un hombre de cien mil pesos de capital, os será muy fácil mandarle echar unos polvitos en el chocolate al pícaro viejo, o pagarle a alguno que lo mate a palos como a un perro.

- Todo eso será muy bueno, Rugiero, pero vos me habéis dicho que yo tenía justicia, y yo la he de ejecutar como un caballero, cara a cara con mi enemigo, sin valerme de una mano tenebrosa, que arroje un veneno en un manjar.

Rugiero lo interrumpió con una estrepitosa carcajada.

- ¿Por qué os reís, Rugiero? -preguntó Arturo algo amostazado.

- Porque verdaderamente causa risa esos escrúpulos en un hombre que tiene la resolución de asesinar a otro.

- Entonces no os entiendo; vos me habíais dicho que era justicia y no venganza.

- Está bien; pero la sociedad lo calificará siempre como un asesinato. Lo que yo os he aconsejado, es, que ya que tenéis formada una resolución en vuestro espíritu, y que para vos es casi una necesidad aniquilar a un enemigo tan pérfido, lo hagáis de manera que no os resulte daño alguno.

- Es demasiado tarde ya, y me retiro, -continuó Rugiero desabotonándose la levita, y como el cuarto estaba oscuro, pudo el prisionero notar que el chaleco morado parecía de una materia transparente y luminosa, y que el pequeño ópalo se encendía de vez en cuando, iluminando toda la camisa y reflejándose siniestramente en el pálido rostro del misterioso personaje.

Rugiero abrió la puerta, y los gonces no rechinaron; rozó con sus vestidos al centinela, y éste continuó durmiendo profundamente; por fin, atravesó, sin hacer el menor ruido, los silenciosos y lóbregos corredores, y los soldados que estaban recostados de distancia en distancia no se movieron. Arturo, asomando la cabeza por la puerta, vió, lleno de una especie de pavor, desaparecer a su fantástico amigo, y corrió en seguida a la ventana que caía al campamento, y observó que Rugiero subió a un elegante carruaje tirado por dos caballos frisones, negros como el azabache, los cuales, al chasquido del látigo del cochero partieron a todo escape.

- Todas las acciones de este hombre me parecen fantásticas y sobrenaturales; pero voy creyendo que es una preocupación mía y nada más. En el fondo, Rugiero es un amigo, pues en todas las desgracias y aventuras que he tenido lo he encontrado dispuesto a servirme.

Haciendo estas reflexiones Arturo se quitó de la ventana, pues había perdido de vista en un momento al coche, y sólo el viento traía ya muy disminuído el chasquido del látigo del cochero.

Arturo se acostó en su lecho como de costumbre, pero sintió al mismo tiempo que alguien se arrojaba sobre él. Sobresaltado dió un salto, y entonces un suave gruñido le indicó que era el sabueso que le había regalado Rugiero.

- ¡Pobre Turco! -dijo Arturo acariciándolo;- quizá te habré lastimado ... te había yo olvidado ... ven, ven, -y Arturo invitó al perro a que volviese a subir a la cama, de donde había descendido creyendo enojado a su nuevo amo.

Arturo permaneció así,entregado a sus cavilaciones infinitas en las cuales pasaba horas enteras, y es menester decir que lo ocupaba de preferencia la idea de vengarse del tutor de Teresa. Fatigado ya de tanto devanarse los sesos, encendió la luz, y el primer objeto que llamó su atención fue una curiosa bolsa de seda verde con borlas de oro: la tomó, y examinándola, la encontró llena de doblones.

- ¡Oh, magnífico hombre es este Rugiero! Será un malvado, será un aventurero, será acaso el diablo mismo; pero lo cierto es que se porta como un caballero.

El soldado entró, como de costumbre, cerca de las diez con la cena, y el joven, por una de aquellas anomalías inexplicables en la naturaleza humana, cenó con más apetito que de costumbre, y olvidando por un momento pesares, amores y venganza, le estuvo dando al Turco los restos de la cena, y admirando la finura y buena educación de que estaba adornado su nuevo compañero.

Ocho días cabales habían transcurrido desde que pasaron las escenas que acabamos de describir.

Arturo ya no se ponía a la ventana para ver la sombra querida de su madre: Rugiero no había vuelto, y el sabueso había cesado de distraer a nuestro personaje, si bien había crecido, a pesar de eso, el mutuo cariño y simpatía que existió desde el principio entre el prisionero y el perro.

El fastidio volvía de nuevo terrible y sombrío a apoderarse del joven, y la idea de la venganza dominaba en su alma vigorosa e inmutable.

Un día oyó un confuso ruido y vocería; se levantó de su lecho, y cuando se disponía a escuchar, la puerta de la prisión se abrió de par en par, y una multitud invadió la habitación, gritando desaforadamente vivas a la libertad y a la federación, y abrazando y levantando en peso al prisionero, a quien veían como un verdadero mártir de la libertad.

La explicación es muy sencilla. Una revolución, un poco mejor combinada, estalló, y en un día fue consumada y derrocada la administración; resultando sólo ocho o diez soldados muertos y quince o veinte heridos. La revolución no era mejor que la que intentaron D. Pedro y cómplices: eran intereses de diversas personas, deseosas de mejorar su fortuna; de aspirantes que querían obtener empleos y de magnates destronados del poder que a toda costa querían volver a reconquistarlo. Para esto se había acudido a las frases comunes de la libertad, el pueblo, el honor, la justicia; palabras que en política nada significan, pues el pueblo se queda siempre lo mismo; y el partido caído sigue conspirando para volverse a levantar aún en el instante mismo de su derrota ... en fin, el primer día de la revolución sus partidarios, como es de suponerse, estaban entusiasmados y contentos, y el nuevo gobierno prometía en su programa cosas lindas y maravillosas ... Un grupo de revolucionarios, hallándose en disposición de espíritu bastante alegre merced a que habían bebido un poco de licor, y teniendo a su cabeza al fiel asistente de Manuel, determinaron correr a la fortaleza de Santiago y dar libertad al prisionero. Al llegar a las inmediaciones la tropa se puso sobre las armas; pero enterada de que eran pronunciados, como también estaban ya en las nuevas ideas, depusieron su actitud hostil y comenzaron en coro a gritar vivas y mueras hasta desgañitarse. El oficial se opuso al principio a dar libertad al joven; pero pensando sin duda que era un mérito relevante el libertar al oprimido por la tiránica administración caída, dejó obrar al pueblo, limitándose a poner un parte al nuevo comandante general.

Arturo distribuyó algunos pesos a sus libertadores, lo cual le valió nuevos y ruidosos aplausos; y despejado el campo, se halló en disposición de salir a los corredores, a los patios y respirar el aire libre, alzar los ojos y mirar la espaciosa anchura de los cielos, andar y hacer uso expedito de sus miembros. Esta placer no se puede comprender más que por el que haya estado durante muchos días encerrado y solitario en una prisión. Arturo hizo su toilette con mucho esmero; pero, a pesar de eso, pálido, enflaquecido, y con una barba crecida, trabajo hubiera costado reconocerlo aun a su misma madre. Luego que estuvo listo, en un coche simón que mandó a buscar, abandonó la prisión, abrazando al oficial y dando por última vez a los soldados algunas monedas: de la prisión fue a establecerse, con su reducidísimo equipaje, a un cuarto del hotel Washington; y su primer cuidado fue dirigirse al ministerio de Guerra para solicitar una orden tronante para la libertad del capitán Manuel. El nuevo gabinete lo recibió con señaladas muestras de atención, y no sólo se extendió inmediatamente la orden para la libertad de Manuel en los términos que quiso, sino que se le ofrecieron empleos en la milicia o en la hacienda para él y su amigo. Pensó un momento adoptar los consejos de Rugiero; pero resistió la tentación, dió las gracias comedidamente al ministro y realzó con este desprendimiento más su modestia y patriotismo.

Así que logró remitir a Manuel la orden de su libertad, acompañada de una larga carta en la que le hacía una fiel relación de las desventuras que ya sabe el lector, fue a una mercería, compró unas excelentes pistolas inglesas, las cargó y, armado así, se dirigió a la casa del tutor de Teresa.

Este viejo astuto y culpable, tan luego como se consumó la revolución, echó bien sus cálculos y reflexionó que naturalmente Arturo y Manuel deberían muy pronto hallarse en libertad y podrían tomar una señalada venganza, abrigados por el influjo del partido que se había alzado contra el gobierno. Resolvió, pues, con el mayor secreto, marcharse de México; pero lo hizo con tantas precauciones que ni los criados, ni sus amigos, ni nadie pudieron saber donde se hallaba. D. Pedro había escrito repetidas cartas a la Habana, y había enviado otro agente; pero en último resultado lo que sabía era que Teresa no estaba en la isla de Cuba, y unos le decían que se había embarcado en el vapor inglés con dirección a Veracruz, y otros que se había dirigido a Cádiz fugándose con su amante. Antes de marcharse el tutor escogió las cartas que, sin comprometerle, conoció harían una profunda impresión en el alma ardiente del capitán, les puso un sobre escrito y se las envió, diciendo con su infernal sonrisa:

- Vaya, enviaremos un alivio al prisionero; los celos le quitarán la calentura y le divertirán en su soledad. En cuanto al otro fatuo de Arturo, ya tendrá que pedir limosna en las calles.

La separación de Teresa disminuyó grandemente la insensata pasión que había concebido por ella y se concentró en el vil y detestable vicio de la avaricia: se lisonjeaba con que Teresa quizá se habría muerto, y entonces quedaba dueño del caudal, y al mismo tiempo sentía un maligno placer al reflexionar que Manuel no había logrado ser el esposo de Teresa.

- Sí, primero muerta, que no mujer de ese infame prostituido. ¡El, rico y felíz con Teresa, y yo, pobre, y envilecido, y despreciado! ... ¡Oh! no ... la muerte, la sangre, el crimen, el infierno primero ...

Estos y otros pensamientos tenía el viejo al tiempo de meterse en el coche ...

Como hemos dicho, Arturo, provisto de su par de pistolas y con la más firme y fría resolución de dejar por lo menos inutilizado al perverso viejo para el resto de su vida, se dirigió a la casa y pasó resueltamente el umbral de la puerta. El portero le salió al encuentro para impedirle el paso; pero él lo desvió con la mano, le arrojó una mirada terrible y subió las escaleras. Las criadas quisieron oponerle resistencia, pero procedió de la misma manera que con el portero, y el resultado fue que, todos atemorizados y llenos de estupor, lo dejaron penetrar por todas las piezas de la casa. Arturo no encontró al personaje que con tanta ansia buscaba y reflexionando que podría infundir a los criados desfavorables sospechas, pensó que lo mejor sería transigir con ellos; y en efecto, llamó al portero con una voz afable, y apellidándolo hijo mío.

- Te habrás asombrado, -le dijo,- de que, sin hablar palabra, me haya introducido en todas las piezas de la casa; pero necesitaba yo precisamente ver al Sr. D. Pedro para entregarle un dinero de San Luis.

El criado, engañado por este razonamiento, pidió perdón al joven de haberlo detenido.

- Dime, -le preguntó,- ¿a qué horas se marchó tu amo?

- A las cuatro de la mañana.

- ¿Y para dónde fue?

- Señor, no sé.

- ¿Por qué garita salió?

- Señor, lo ignoro.

- ¿Y cuándo volverá?

- Quien sabe.

- Hombre, ¿tú te quieres burlar de mí?

- No, señor; mi amo ni quiso decir ni a los cocheros donde iba; mandó que se dirigieran a la Plaza Mayor, y de allí ... no se sabe por qué calle tomaría.

- Hombre: dime la verdad; mira que me importa mucho verlo hoy mismo.

- Señor, esta es la verdad; pregunte V. a las criadas.

Estas confirmaron todo lo que el portero había dicho.

Arturo quedó completamente desorientado, sin saber qué hacer, ni a dónde dirigirse con sus grandes pistolas. casi estuvo tentado de reirse y de abandonar el proyecto de vengarse; pero al retirarse, cabizbajo y pensativo para su posada, se le vino a la memoria la muerte de su madre y todas las desgracias de la familia, y dijo:

- Es cobardía e infamia dejar impunes estos atentados.

Corrió a un alquiler de caballos, pidió uno fuerte y brioso y se dirigió a las garitas, preguntando minuciosamente cuantos coches habían salido ese día. Desgraciadamente dos coches con idénticas señas habían salido: uno por la garita de San Lázaro y otro por la de Guadalupe.

Arturo quedó otra vez desorientado, y dando una fuerte palmada en la cabeza de la silla.

- ¡Vive Dios! -dijo,- que he de buscar a ese maldito hombre hasta el fin del mundo.

Prendió las espuelas al caballo y echó a correr en dirección a Tlalnepantla, siguiendo las huellas del carruaje y preguntando a todos los transeuntes que encontraba por el camino.

No hubo quien le diera razón.

Luego que llegó al pueblo se dirigió a la primera tienda.

- Amigo, ¿ha pasado un coche por aquí?

- Sí, señor.

- ¿A qué hora?

- Muy temprano.

¿Y siguió el camino?

- Volvió para México, -dijo el tendero con calma.

- ¿Para México?

- Sí, señor.

- ¿Y quién venía adentro?

- Un señor ya anciano con una muchacha.

- ¡Con una muchacha!

- Ciertamente.

- ¿Y qué señas tenía el viejo?

- No puse mucho cuidado; pero creo sólo tenía dos dientes.

- ¡Ese es! -exclamó Arturo,- ¡oh miserable!

- ¿Pero qué, la niña? ... -se atrevió a preguntar tímidamente el tendero.

Arturo, sin responder, puso las espuelas al caballo y regreso a la garita.

. Hombre, V. me ha engañado vilmente, -dijo al guarda.

- ¿Por qué? -preguntó éste asombrado.

- Porque me dijo V. que había salido un coche.

- Es verdad, salió el coche.

- Pero V. no me dijo que había regresado.

- Tampoco V. me lo preguntó, -respondió el guarda riéndose.

Arturo lo dejó con la palabra en la boca otra vez, prendió espuelas al caballo y no paró hasta la casa de D. Pedro.

- ¡Este maldito creyó burlarme, -decía entre sí;- pero se ha engañado.

Luego que llegó se apeó del caballo, y precipitadamente subió la escalera. Las criadas le confirmaron a una voz que el señor D. Pedro no había vuelto: Arturo, valiéndose del pretexto de que había olvidado alguna cosa puso entrar por todas las piezas de la casa y quedó convencido de que en efecto el tutor no estaba en la casa. Otra vez, pensativo, bajó la escalera y se dirigió maquinalmente al rumbo de la garita de San Lázaro; se informó minuciosamente de la hora en que había salido el coche y calculó que podría haberse valido el viejo del medio de hacer una falsa salida. Confirmado en sus ideas, echó a correr por la calzada siguiendo las huellas de un carruaje.

Cuando llegó al Peñón viejo, hizo a los cajeros de la tienda las mismas preguntas que en Tlalnepantla, y ¡cuál fue su sorpresa! al enterarse que había estado allí un momento el coche y había regresado a México, y que el viajero, que era muy notable por tener sólo dos dientes negruzcos que descubría cuando se reía, venía acompañado de una muchacha de no malos bigotes, como suele decirse.

Arturo se volvía loco, preguntó minuciosamente las horas de la llegada y regreso del carruaje, e hizo varias operaciones aritméticas, a pesar de las cuales le fue imposible dar crédito a la velocidad con que el astuto viejo había podido hacer estas caminatas. Para no fastidiar al lector, diremos, que Arturo regresó ya de noche a México, bastante desconsolado por la inutilidad de sus tentativas, pero resuelto a buscar sin tregua ni descanso al enemigo, como en efecto lo hizo; habiendo logrado saber por fin que D. Pedro había marchado para San Luis Potosí a una de las haciendas de Teresa. En este intervalo, el capitán Manuel llegó a México, flaco, débil y con el rostro amarillento y consumido, a consecuencia de las calenturas que había padecido y de los tormentos que naturalmente le causaba la separación de Teresa y la incertidumbre que tenía por suerte. Los dos amigos separados después de tan largo tiempo, se contaron sus mutuos padecimientos, y concertaron sus planes, reducidos a emprender la marcha para San Luis, en busca de D. Pedro; de grado o por fuerza apoderarse de su persona, conducirlo al punto más alto de la Sierra, hacerle allí ver y confesar sus crímenes, y en seguida desbarrancarlo en el precipicio más profundo. hecha así una brillante justicia, según decían, Manuel se embarcaría en el puerto de Tampico con dirección a la Habana, con el fin de traer a Teresa; y Arturo regresaría a México con un cargamento de efectos, para lo cual contaban con el dinero del capitán. Hicieron perfectamente sus cálculos, tanto para apoderarse de la persona de don Pedro y evitar las pesquisas de la justicia, como para sistemar en lo futuro sus gastos y la manera de trabajar y de vivir con cierto desahogo.

Bajo el primer punto de vista, el viaje fue inútil, porque no encontraron a D. Pedro en la hacienda; pero como fueron incansables en sus indagaciones, supieron que podía estar en una finca situada en la raya de los Estados de Tamaulipas y de San Luis, o que de no encontrarse allí, debería hallarse del otro lado de las montañas, en una de las extensas posesiones del conde de Sierra-Gorda. El capitán, que tenía también noticia de que al pie de las montañas había un rancho donde podría hallarse el tutor, se separó de Arturo, que siguió el camino recto; y los dos amigos se encontraron en aquel bellísimo punto que hemos descrito al principio de este capítulo, y en donde Arturo, mientras que venía su amigo se puso a cazar, ejercitando así a su fiel sabueso. Concluido el frugal almuerzo, y después de haber dormido un rato una deliciosa siesta, a la sombra de los árboles, los viajeros se pusieron en camino, y a cabo de una fatigosa marcha llegaron a un delicioso y tranquilo pueblecillo.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo sexto Capítulo trigésimo octavoBiblioteca Virtual Antorcha