Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo quinto Capítulo trigésimo séptimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO

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RUINAS Y DESGRACIAS

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Antes de las cinco de la mañana, y cuando apenas comenzaba a salir la luz, tocaron fuertemente la puerta de la casa de Arturo; el portero, soñoliento y refunfuñando, se levantó contra su costumbre, pues como de casa grande, jamás abría la puerta antes de las seis y media o siete de la mañana.

- ¿Qué quiere usted, soldado? -preguntó con voz regañona a un hombre envuelto en un capote amarillo, que era justamente el que con tanto atrevimiento había interrumpido su sabroso sueño.

- Vengo de parte de mi capitán.

- ¡Qué diablos quiere su capitán de usted?

- No le importa a usted, -respondió el soldado;- vengo a ver al señor Arturo de parte de mi capitán; y así, ábrame la puerta.

- Pues el niño Arturo nunca se levanta sino hasta las diez o las once; y así, vuelva.

- Vamos, tío Mónico, ábrame, porque precisamente traigo orden de mi capitán de ver al señor Arturo, -dijo el soldado desembozándose.

- ¡Ah! ¿eres tú? -dijo el viejo portero, reconociendo al asistente del capitán Manuel.

- Yo soy, tío Mónico, yo soy; pero con mil diablos, ábrame usted y suba a despertar al señor Arturo, porque tengo una cosa muy urgente que decirle de parte de mi capitán.

- Aguarda, aguarda un momento, Martín, -dijo el viejo, quitando la cadena que tenía echada el zaguán.- Maldito si me acordaba del señor capitán ni de tí; estaba medio dormido, y no te perdono, hijo de tu madre, que me hayas despertado, pues estaba soñando nada menos qie subía en un globo con D. Robertson.

- Vamos, violento tío Mónico, -dijo el asistente;- otro día me contará su sueño. Por ahora, ya le digo que me interesa ver al señor Arturo; y aunque se incomode, toque recio a la vidriera de su recámara.

- Vamos, vamos, imprudentón, -respondió el viejo,- déjame coger mi frazada, porque hace un frío toluqueño.

El portero, envuelto hasta los ojos en su frazada, subió con el asistente, y tocaron fuertemente el cuarto de Arturo, el que interrumpido en los sueños deliciosos que le ocasionaba el recuerdo de Aurora, de la que estaba ya perdidamente apasionado, respondió mandando a pasear al portero, y notificándole que si no se marchaba y lo dejaba en paz, le tiraría las botas a la cara.

- ¿Ya ves a lo que me has expuesto con tus necedades, Martín? si tú quieres, aguarda los golpes, porque yo me voy a mi cuarto a aprovechar otro ratito de sueño.

Martín entonces habló a Arturo.

- Niño, mi capitán me manda; y le traigo a usted un recado que importa.

- ¡Ah! ¿eres tú Martín? -dijo Arturo incorporándose;- entonces entra; abre la ventana, y levanta el transparente. ¿Qué se le ofrece a Manuel?

El asistente hizo con presteza lo que le ordenó Arturo y colocándose delante del catre, respondió:

- Pues, señor, mi capitán le ha encargado que le dé a usted este prendedor, que es de su merced.

- Bien, dame; y ¿qué fistol es ese? ¡Ah! es el de Rugiero; ponlo sobre la mesa; ¿pero es posible que para esto te mande el capitán antes de amanecer?

- Pues, sí señor, porque no quería que se fuera a extraviar.

- No entiendo, Martín; ¿qué nueva locura de Manuel es esa? ¿Se ha marchado acaso en la diligencia?

- No, señor, sino que lo fue a prender el mayor Garavito con soldados de caballería y me dijo que se lo viniera a decir a usted.

- ¡Aprender dices! ¿y por qué? -exclamó Arturo dando un salto, y comenzando a vestirse.

- Pues, señor, yo no sé nada; lo único que yo he visto, que mi capitán estaba muy triste anoche al acostarse.

- Dame, dame mis botas y mis pantalones, es menester que yo vaya a ver cómo está eso. Pero vamos; cuéntame algo más.

- Lo que más dolor me ha dado es que hayan mandado prender a mi capitán por un jefe que se cogía a nuestro socorro diario, y que por eso le dió mi capitán de bofetones en el cafe Progreso.

- Pero, ¿a qué horas ha ocurrido esto? -preguntó Arturo con agitación, y vistiéndose precipitadamente.

- Serían las cuatro y media de la mañana, cuando tocaron el zaguán; bajé a abrir, y me encontré con que el jefe me puso una pistola al pecho, y desmontando cosa de cincuenta hombres de caballería, colocó centinelas por todas partes, y me llevó hasta la recámara, gritando e insultando a mi capitán con unas palabras que no se pueden decir delante de las gentes.

- ¿Es cierto, es cierto lo que me dices? -dijo Arturo, rasgando con cólera un pantalón que no quería entrarle.

- Pues señor, la verdad, y yo no había de engañar a su merced.

- Dame otro pantalón, y sigue:

- Pues señor, el jefe comenzó a registrar la levita de mi capitán, y se atrevió a abrir el ropero. Yo creo que mi capitán hizo tal cólera de que el jefe le cogiera una cartita, que sería de la niña, que no pudo contenerse, y tomó su espada, y le tiró un cuchillada, que todo lo que no se hace a un lado, lo abre de medio a medio.

- ¡Bravo! bien hecho, -dijo Arturo, acabándose de poner el nuevo pantalón, que le había sacado el asistente del ropero.

- Pero en cuanto los soldados vieron esto, se echaron sobre mi capitán, y lo amarraron ... ¡Cuando lo amarran, si no lo cogen por detrás! ...

- Mi capitán es muy hombre, -añadió el asistente enternecido y limpiándose con la manga de su chaqueta una lágrima que temblaba en sus pestañas.

- Pero y tú, ¿qué hacías?

- Pues, señor, yo quería ir a buscar mi tercerola para ver si lograba doblar siquiera uno; pero parece que lo adivinaron, y el sargento dijo:

- Si este hombre se mueve, que lo maten, y me pusieron tres tercerolas preparadas en el pecho.

- Mi capitán echaba espuma por la boca de rabia, y preguntó: ¿qué se quería hacer con él?

- Que le ensillen a usted el caballo, porque vamos muy lejos de aquí.

- Yo pedí permiso para ensillar mi caballo; me lo dieron, y baje y ensille a Veloz, pensando que si mi capitán tiene alguna oportunidad, lo único que tiene que hacer, es soltarle la rienda, y afianzarse bien; naie lo alcanzará; es una águila el animalito. Yo ensillé también el Clavel; compuse en momentos una maleta para mi amo, y otra para mí, y subí dispuesto a marchar con mi capitán. Si usted viera ... ¡oh! daba lástima; los soldados todo lo habían ensuciado con sus piés; habían roto las lámparas y los espejos, y se habían embolsado lo que mejor les pareció, como si mi amo fuera un ladrón o un asesino. No pude aguantar, y fuí donde estaba el jefe.

- Señor mayor, -le dije,- mi capitán hasta ahora no ha robado a nadie nada, y estos soldados están quebrando y llevándose lo que les parece.

- ¡Calla, pícaro! -me respodió el mayor,- o te mando fusilar; bastante ha robado tu capitán en las compañías que ha mandado, para que ahora te quejes.

- Mi capitán hizo un esfuerzo de la cólera que le dió, de manera, que por poco rompe las correas con que le tenían atados los codos.

- ¿Estamos listos, grandísimos pícaros? -gritó el mayor,- porque yo no me puedo aguardar más, son muchos los pretextos y tengo órdenes que cumplir. Hizo una seña, y dos dragones se apoderaron de mi capitán, lo bajaron casi en peso, y lo montaron en el caballo.

- Supongo, señor mayor, -dijo mi capitán,- que tendrá usted la orden para mi prisión.

El mayor la sacó de la bolsa y se la mostró.

- Muy bien; entonces tengo libertad para dejar o llevarme al asistente.

- Como usted guste, -respondió secamente el mayor;- pero en todo caso que sea breve, pues yo no puedo aguardar más.

- Mira muchacho, -me dijo mi capitán,- lleva el fistol que tenía yo ayer, y que está en el cajón de la mesa de noche a la casa de Arturo, y cuida como puedas la casa. Yo entendí que lo del fistol era un pretexto y que debía venir al momento a ver a usted y contarle todo lo sucedido.

- Es una infamia, -murmuró Arturo entre dientes; y tomando su sombrero, salió del cuarto con dirección a la casa de su amigo, sin plan alguno, pues no sabía ni qué pensar de este lance, ni qué hacer en favor de su más querido amigo.

Cuando estaba en el descanso de la escalera, una criada lo llamó diciéndole que su padre deseaba hablarle; Arturo subió de nuevo la escalera, y entró al cuarto de su padre, el que estaba recostado en su cama y extremadamente pálido, lo cual pudo notar el joven, a pesar de la poca luz que penetraba al través de los cortinajes de muselina.

- ¿Está usted enfermo? -le preguntó acercándose a la cama.

- Ahora estoy mejor; pero anoche he tenido una ligera indigestión ... Dime, ¿te ha ocurrido algo de particular? pues he oído tocar el zaguán muy temprano.

- Ya se ve que sí ha ocurrido; el capitán acaba de ser aprehendido en su casa.

D. Antonio tuvo que volver la cara al otro lado, para que su hijo no advirtiera su turbación. Después, haciendo un esfuerzo para disimular, dijo:

- Hijo, siento esta ocurrencia; pero como ese muchacho es tan calavera, no es extraño que le sucedan tales aventuras. ¿Sabes lo que ha motivado esta prisión?

- Lo ignoro; ni sé tampoco dónde ha sido llevado. Iba yo a ver el estado en que ha quedado su casa, y a adquirir noticias.

- Condúcete con prudencia; no vayas a resultar complicado, y des un pesar a tu pobre madre.

Arturo salía ya de la recámara, y su padre lo llamó.

- Dime, -le dijo,- ¿está la llave de tu cómoda en tu cuarto?

- En el buró de junto a mi cama.

- Bien; necesito tomar los botones de brillantes y las alhajas que tienes, y después te diré lo que voy a hacer con ellas ...

- Entonces, -dijo Arturo,- le encargo a usted que recoja el fistol de Rugiero, que me acaba de enviar el pobre de Manuel; es una alhaja de valor, y no vaya a perderse.

- Muy bien, -contestó el padre de Arturo, y envolviéndose en las ropas de la cama, se volteó del otro lado con una aparente tranquilidad.

Arturo salió de la recámara; bajó precipitadamente las escaleras, y se encaminó a la casa del capitán, donde encontró que estaban embargando los muebles, porque el capitán estaba acusado de malversación de los fondos como capitán cajero que había sido en su regimiento dos años antes.

Arturo, indignado, reconvino agriamente al oficial encargado de recoger los muebles de Manuel; el oficial contestó, se hicieron de razones, y quedaron desafiados. Arturo prorrumpió en maldiciones contra el comandante general, contra el ministro de la Guerra y contra el gobierno; juró que el capitán Manuel era más honrado que todos los mandatarios juntos, que no había hecho más que henchir sus cofres con el dinero del erario; que juraba que el capitán no se había metido en revolución alguna, pero que él si era muy hombre de pronunciarse, aunque fuera por Mahoma, con tal de echar abajo al gobierno injusto e imbécil, que no sabía respetar las garantías de los ciudadanos.

- ¿Ustedes oyen lo que dice este caballero?

- Sí, señor, -respondieron varias personas que estaban presentes.

- ¿Y serían ustedes capaces de declarar esto en caso necesario?

- Sí, señor, -respondieron a una voz.

- Pues entonces, arresto a usted, en nombre de la nación, por traidor al Supremo gobierno y a la Patria.

Arturo sonrió mirando con desprecio al oficial; pero éste hizo una seña a los soldados que había, e inmediatamente se apoderaron del joven, el que fue conducido en el mismo coche del capitán a la Comandancia General y de allí a la prisión de Santiago Tlatelolco. Dejemos a Arturo en una celda sucia y estrecha de este antiguo y deteriorado convento, y volvamos a su casa.

Luego, que como hemos dicho, salió Arturo de la recámara, su padre, pálido y tembloroso, se levantó, llamó a un criado, y le ordenó que fuese inmediatamente a llamar al Sr. D. Fausto, y en cuanto abriesen la carrocería de Silcox y Park, se le trajera un elegante carruaje inglés que había separado algunos días antes. Fuese en seguida al cuarto de Arturo, y recogió todas las alhajas, incluso el reloj, que el joven, con la precipitación con que salió, había dejado debajo de la almohada. Entre las alhajas se hallaba el fistol de Rugiero, que contempló atentamente, fijando los ojos en él, y volteándolo en todas direcciones, para observar mejor sus brillantes y primorosos reflejos. Mientras hacía esta operación, pensaba en su interior en quedarse con el fistol, y ejecutar literalmente lo que en castellano puede llamarse un robo; llevó la mano a su frente, como para arrancarse este siniestro pensamiento, y con pasos lentos entró a la alcoba de su mujer; la madre de Arturo dormía. Como hemos dicho, era una señora enfermiza, de una complexión en extremo delicada, y a quien cualquiera emoción fuerte, postraba en el lecho, y le hacía sufrir enfermedades inexplicables, y para las cuales era ineficaz la ciencia de los médicos. pocas veces salía a la calle, si no era para dirigirse a la iglesia a confesarse y comulgar; y todo su placer, todo su mundo, estaba reducido a tener algunos ratos de conversación con su hijo Arturo, a quien aguardaba siempre todas las noches, pues la pobre madre decía que le era imposible conciliar el sueño, sin haber dado un beso maternal en la frente de su hijo. En cuanto al marido, ocupado constantemente en negocios de importancia, lleno de visitas y de tertulianos, a veces sólo veía a su mujer a la hora de la mesa, y eso cuando la excelente señora no estaba obligada, por el estado de su salud, a permanecer en su recámara.

El marido, pues, entró, y se quedó en pié silencioso y tristemente, contemplando el sueño tranquilo de su esposa; y entonces se acordó de que era la mujer que en los días de su juventud le había proporcionado la felicidad, el sociego y acaso también los más inefables placeres. Volvieron en aquel instante a renovarse en el marido desengañado, ambicioso y entregado a las especulaciones, los sentimientos amorosos y tiernos del amante, y fuertemente conmovido, iba a salir de la alcoba sin hablarle, cuando ésta, sintiendo los pasos, entreabrió los ojos, preguntando:

- ¿Quién? ¿Por qué entran tan temprano a despertarme, cuando en toda la noche no he podido conciliar el sueño? ¡Ah! eres tú, hijo, -dijo reconodiendo a su esposo.- Bien, entonces no hay cuidado, y vale más que me hayas despertado. Siéntate aquí junto a mí.

El esposo se sentó en la orilla de la cama, y con voz suave, dijo:

- ¿Te sientes mala hoy?

- Al contrario, estoy mucho mejor, y no sé por qué tengo esperanza de alivio.

- Si de repente te dijera yo, hija mía, -contestó el marido con la voz algo conmovida- que somos pobres, y que necesitamos quitar el coche y los criados, y reducirnos quizá a vivir en una modesta casa en Tacubaya, o San Angel, agravaría tu enfermedad?

- Tú te chanceas, y ya veo que estás de buen humor.

- No es una chanza, ni tampoco hemos llegado a ese caso; pero podría suceder ... El mundo da muchas vueltas; y así vuelvo a preguntarte: ¿qué impresión te causaría la pobreza?

- A mí, -contestó la señora con resignación,- me haría muy poca impresión; pocos días me quedan en la Tierra, y mis sufrimientos podría ofrecerlos a Dios en expiación de mis pecados, como le he ofrecido los tormentos de mi larga enfermedad.

- ¿Y me perdonarías, -continuó el marido,- que al fin de tus días te dejara reducida a una situación miserable?

- ¿Y no me has puesto en las manos, durante largo tiempo, todo el caudal que has adquirido? ¿Por qué te había yo de culpar cuando fueses pobre? Yo he tenido buenos carruajes, abundantes criados, magnífica casa, palco en el teatro ... en fin, he vivido como una duquesa. Si Dios determina que la fortuna cambie, ¿qué hemos de hacer sino tener resignación?

- Tu eres, hija, una santa mujer, -dijo el esposo, acercándose,- y yo no he sabido comprender toda la bondad de tu corazón; te he tratado con despego; he olvidado por la ambición los eternos y afectuosos deberes de esposo y de padre; y hoy la herencia que dejo a mi familia es la miseria ... y acaso la deshonra.

- ¡Cómo! -dijo la enferma alarmada,- ¿el peligro que nos amenaza es inevitable? ¿no tiene remedio? ¿es tan próximo, que te ves precisado a hablarme de esa manera?

- Desgraciadamente es así, hija mía, y te lo debo decir: estoy arruinado ... arruinado enteramente.

- ¡Ah! -exclamó la señora, enclavijando las manos y poniéndose pálida,- ¡mi hijo, mi pobre hijo!

- ¡Sí, nuestro pobre hijo! ... Tú no sabes lo que sufro, hija mía.

- Pero ¿cómo ha sido posible eso? cuéntame, cuéntame, por piedad.

- Mi fortuna dependía del éxito de una revolución; ha sido descubierta, y mañana, hoy mismo, tal vez, vendrán mis acreedores, y embargarán muebles, carruajes, todo.

- Bien, nada importa eso, nos mudaremos a un triste cuarto, con tal de que salvemos algo para Arturo. Toma, toma estas llaves; saca todas mis alhajas, y dalas a guardar a una persona de confianza, y que siquiera quede ese corto caudal para nuestro hijo.

- Es terrible tener que ocurrir a ese extremo, pero voy a darte gusto, supuesto que yo tampoco podré sobrevivir a esta desgracia.

- Vamos, no te desanimes, ni me hables de esa manera. Esos tristes pensamientos sin duda alguna aumentarán mis males. ¡Confianza en Dios!

- ¡En Dios! Muy difícil será que me favorezca. La ambición me ha cegado. Soñaba subir a una altura infinita, y ya ves ... he caído en el abismo. Pero dices bien, es menester valor, -añadió, reprimiendo su emoción, y tomando las llaves que su mujer le presentaba.

- Pronto, pronto, -dijo la señora, haciendo un esfuerzo como para salir de la cama,- porque se me figura ver ya al escribano y a los tinterillos, y que mi hijo, mi pobre hijo, queda en la miseria, y acaso huérfano.

- De todo esto, -dijo el marido, presentando a su mujer un cofrecito embutido de concha,- mal vendido, se podrán sacar treinta o cuarenta mil pesos. Si Arturo los sabe aprovechar, aun podrá vivir con decencia, y acaso auxiliarnos en nuestros últimos días.

- ¡Bendito seas, Dios mío! -dijo la señora al tomar el cofrecito,- que has oído mis ruegos, y que me concederás algunos días de vida, para ver a mi hijo independiente y felíz.

- Guarda, hija mía, guarda ese cofrecito mientras que yo hago algunos otros asuntos, y luego vendré por él, para depositarlo en manos de persona de toda confianza.

El padre de Arturo salió de la recámara de su mujer, y se dirigió al tocador a vestirse con toda elegancia; apenas había concluído, cuando el criado le avisó que el coche estaba en la puerta, y que D. Fausto deseaba hablarle.

- Y bien, amigo mío ¿qué tenemos? -dijo D. Antonio luego que vió entrar a su amigo.

- Nada, -contestó éste con indiferencia, dejándose caer en un sillón.

- ¿Cómo nada? -interrumpió D. Antonio algo colérico,- ¿pues qué no sabe usted? ...

- Sé que el pobre diablo del capitán a quien usted comprometió, ha sido aprehendido, y que todo está descubierto.

- Pero entonces, no comprendo esa calma.

- Pues yo sí.

- ¿Usted se quiere burlar? ¿Y nuestros negocios? ¿y el contrato?

- Yo no tengo negocio ninguno con usted.

- Vamos, hablemos con formalidad, D. Fausto; que no es para bromas lo que nos ha sucedido.

- Yo no comprendo, -contestó D. Fausto con la misma sangre fría,- ¿por qué usted dice nos ha sucedido? A mí no me ha sucedido nada, lo repito, porque los pequeños negocios que tenía en el ministerio, los he arreglado anoche perfectamente, y he quedado muy complacido del aprecio que han hecho de mi el Presidente y todo su gabinete.

- ¿Con que es decir? ...

- Es decir, -interrumpió D. Fausto,- que usted y yo tratábamos de aumentar nuestra fortuna ... se desgració el negocio, y concluyó la historia.

- ¿Y las libranzas que se me cumplen hoy? -dijo don Antonio,- supongo que me enviará usted la mitad del dinero necesario para pagarlas.

- ¡Qué locura! -dijo D. Fausto, soltando una carcajada,- yo nada sé, ni tengo que hacer con esas libranzas.

D. Antonio al oír estas palabras, se quedó mudo y extático, y pocos minutos después, con una rabia concentrada, y encarándose a D. Fausto, dijo:

- ¿Con que, es decir que usted falta a su palabra; que usted me abandona; que usted me compromete?

- Yo no abandono a usted ni lo comprometo; no tengo la culpa de que usted y su hijo boten el dinero, y no tengan con qué pagar lo que deben. ¡Buen tonto sería yo en arruinarme por gastos ajenos!

- Usted es un infame, un malvado, un hombre sin fe y sin delicadeza, -exclamó D. Antonio, tomando un vaso del tocador para tirarlo a la cara de D. Fausto.

- Venía yo prevenido para este caso, amigo mío, -dijo D. Fausto con la misma sangre fría, y sacando una pistola del bolsillo.- Si usted me falta en lo más leve, me veré obligado a volarle la tapa de los sesos.

- Pues bien, Sr. D. Fausto, -dijo D. Antonio, echando espuma por la boca, de rabia;- a pesar de su arma de usted, le repito que es un ladrón, un cobarde, un indecente, y que hombres como usted no merecen más que el desprecio.

Al acabar de decir estas palabras, tomó un guante que estaba sobre la mesa del tocador, y lo arrojó a la cara de D. Fausto.

- El enigma está explicado perfectamente; usted no tiene valor para suicidarse, ni tampoco para soportar su miseria y su deshonra; así, lo que usted quiere es, provocar una riña; y yo tengo demasiados asuntos y demasiado mundo, para que tenga necesidad de obsequiar su voluntad. He venido a decirle que no he de pagar ni un ochavo, y esto se lo repito. Las libranzas están giradas a cargo de usted; y así, usted verá cómo se compone con ellas. Con que, hasta la vista.

- Muy bien; yo pagaré a usted en la misma moneda liquidándole hoy mismo su cuenta, y presentándome al Tribunal Mercantil si usted no me la paga.

D. Fausto volvió a soltar una gran carcajada, y respondió:

- Ningunos documentos tiene usted contra mí, pues buen cuidado he tnido de recogerlos todos.

- Repito a usted, que es usted un ladrón; y si tiene ustes vergüenza y un resto de honor, se batirá usted conmigo, como lo hacen los caballeros.

- Yo no me bato con un quebrado, con un arruinado. ¿Usted qué perdería? Nada.

- Salga usted, salga usted al momento de mi casa.

D. Fausto, con mucha calma, salió del cuarto de don Antonio, y se marchó sonriendo.

- ¡Maldita suerte! ¿malditos los hombres! -exclamó D. Antonio luego que se vió solo, dejándose caer, anonadado en una silla.- Estaba yo prevenido para sufrir estos golpes; por eso preferí antes la revolución, la sangre, la muerte, el infierno mismo. De todos aguardaba yo ultrajes y desprecios; pero de ese hombre, que me debe su fortuna, y su suerte, y todo lo que es ... ¡Oh! ¡maldito sea! su sangre toda no sería capaz de saciar mi venganza.

El criado volvio a entrar a anunciarle otra vez, que el coche estaba a la puerta.

D. Antonio se acabó de vestir, y pálido y demudado por la cólera, entró a pedir a su mujer el cofrecito que contenía las alhajas.

La pobre señora, postrada de dolor, estaba acostada en el lecho sin aliento ni para hablar.

D. Antonio tomó el cofrecito, encerró en él las alhajas de Arturo y el fistol de Rugiero, y sin despedirse de su mujer, bajó la escalera, y montó en el carruaje, dirigiéndose a la casa de D. Pedro, tutor de Teresa.

Luego que se hizo anunciar, el viejo hipócrita salió a recibirlo hasta el corredor, y haciéndole mil reverencias y acatamientos, lo introdujo a su cuarto.

- ¿Qué me proporciona la honra de tener tan temprano la visita del Sr. D. Antonio?

- Cuidados de familia, amigo mío, -le contestó don Antonio sentándose,- me obligan a molestar a usted. Ya sabrá usted las funestas noticias, y que todo nuestro asunto ha venido por tierra.

- ¡Es posible! yo nada sé; me acabo de levantar, y justamente pensaba mandar a usted un recado. Dígame usted por Dios lo que hay, y en qué puedo servirlo.

- El capitán Manuel ha sido preso a las cinco de la mañana, y conducido, según me han informado, a la fortaleza de Acapulco.

- ¡Jesús! ¡Jesús! -exclamó D. Pedro, poniendo su mano en la frente;- eso es fatal, horrible. Vea usted la suerte de ese muchacho; bien temía yo ...

- Quiero, Sr. Pedro, hacer de usted una entera confianza; mi posición es peor que la del capitán, no porque tema ser perseguido por el gobierno, sino porque destruídos mis cálculos y comprometida mi fortuna en grandes negocios, me veré en la necesidad de no pagar las libranzas que se vencen hoy y serán protestadas.

D. Pedro que estaba de pie delante de D. Antonio, retrocedió abismado, y dijo entre sí:

- ¡Ya está descubierto el patrimonio de mi amigo!

- Sr. D. Pedro, -continuó D. Antonio,- ¿por qué se asombra usted? En un lance de estos, se reconoce todo el error de pedir dinero a premio, y yo he estado pagando gruesas cantidades, hasta cinco por ciento mensual.

- Pero, Sr. D. Antonio, ¿cómo ha podido usted cometer esa locura?

- ¡Qué quiere usted! yo calculaba ganar un veinticinco por ciento; pero como las cosas han pasado de otro modo, me tiene usted completamente arruinado.

- Pues, repito, Sr. D. Antonio, yo soy un pobre que no hago más que cuidar los bienes de una desamparada huérfana; pero si en algo pudiere serle a usted útil, tendría el mayor placer.

- Gracias, amigo mío, mil gracias; usted es más generoso que todos, que tenian obligaciones sagradas conmigo; yo no quiero abusar, y estoy resignado a sufrir mi desgracia. Lo único que deseo es, asegurar el porvenir de mi hijo; y conociendo la honradez, la probidad y el cariño de usted, le confío este depósito; es un depósito sagrado, son las alhajas de mi mujer, único recurso para que viva mi hijo, a quien mandé a Londres para que se educara y no aprendió más que a gastar el dinero. Ha vivido lleno de amigos y de aduladores y en la riqueza; pero pobre, todo el mundo lo despreciará. Cuando yo no tenga que darle, Sr. D. Pedro, o cuando muera, entonces ... (El orgulloso comerciante, al pronunciar estas palabras, no pudo continuar, porque tenía un nudo en la garganta).

- Vamos, serenidad, amigo mío, -dijo el tutor dándole en el hombro unas suaves palmaditas;- quizá no llegará ese extremo ...

- Entonces, prosiguió el padre de Arturo, reponiéndose un poco; yo confío en que vos venderéis estas alhajas, y aseguraréis a mi hijo una pensión. No le deis más que lo necesario para vivir, porque es muy gastador, y ...

- Fiad en mí, Sr. D. Antonio; yo desempeñaré esta obligación sagrada con el amor de un padre.

- Y no hablo a usted más que de mi hijo, porque mi pobre mujer ... pocos días tendrá de vida ... Es horrible, horrible mi situación.

El padre de Arturo dejó caer su cabeza entre sus manos, y se puso pálido como un muerto.

El tutor del Teresa, con una solicitud grande, le hizo respirar algunas sales, y le dió un vaso de agua con unas gotas de éter sulfúrico.

El viejo la picaba de médico, y aseguró a D. Antonio que era una afección nerviosa la que tenía y nada más.

D. Antonio permaneció cosa de media hora sin poder hablar, durante cuyo tiempo el tutor de Teresa trataba de exprimir los ojos y de poner la cara más afligida del mundo.

- ¡Eh, amigo mío! -dijo D. Antonio,- fuerza es resignarse a sufrir el golpe; me voy, y le ruego, por lo que más haya amado en el mundo, que sirva de padre a mi hijo y que no le abandone.

- No haya cuidado, Sr. D. Antonio, y Dios le dé valor y fortaleza.

- Aire, aire necesito, -dijo D. Antonio cuando acabó de bajar la escalera, y montándose en su coche flamante, se dirigió a la Alameda, al Paseo de Bucareli, a las hermosas calzadas de árboles que hay en las cercanías de la ciudad.

- ¡Animo! -dijo, aun podré todavía reparar mi fortuna; el aire fresco del campo me ha despejado un poco la cabeza y comunicado nuevo aliento.

Ordenó al cochero que se dirigiese a la Lonja; y como ya eran las dos de la tarde, comenzaban a entrar los corredores y almacenistas extranjeros. D. Antonio pisó con cierto desconsuelo ese edificio, donde tantos y tan buenos negocios había hecho.

Luego que entró al frío y espacioso salón, se le rodearon algunos de los que tienen por oficio, no sólo hacer negocios, sino indagar las noticias políticas y preguntarlo todo con una escrupulosa minuciosidad.

- ¿Qué tenemos, D. Antonio? ¿Qué nos cuenta usted de nuevo?

- Nada ... parece que hay su alarma, -contestó afectando indiferencia el padre de Arturo,- pero yo acabo de salir de casa, y no sé ...

- Pues se halla usted muy atrasado, mi buen D. Antonio, -dijo un comerciante;- se hallan presos ya don Esteban, D. Espiridión, y D. Ambrosio; y a siete oficiales están formando causa para fusilarlos, y otros siete han salido ya para Perote y Ulúa.

D. Antonio se puso algo pálido, fingió que tosía y se puso el pañuelo en la boca.

- Vaya, -dijo otro,- D. Antonio nos quiere hacer rabiar. No hay hombre de mejores narices que él, y ahora se hace de las nuevas.

- Positivamente no sé nada, señores, -replicó D. Antonio,- y por tanto les suplico que me impongan de lo que haya ...

- Pues la cosa es muy sencilla, -dijo un corredor;- en este país se hace todos los días un pronunciamiento, o por lo menos se fragua. Anoche descubrió el gobierno una conspiración reducida a posesionarse de Palacio, a asesinar al Presidente y a los Ministros, y a proclamar la libertad ... No nos cansemos, mientras no se comience en este país por ahorcar a media docena de bribones, no hemos de tener paz, no orden, ni garantías.

- Vamos, -dijo otro,- hay modo de hacer negocio. El ministro necesita hoy precisamente cincuenta mil pesos, y es tal la apuración, que sin duda admitirá tres o cuatrocientos mil en papeles.

- Esa sí es buena noticia, -respondió otro.

- De todas maneras hay modo de hacer negocio, -interrumpió el que había hablado primero,- y yo digo que el que quiera entrar, puede hacerlo con los ojos cerrados.

D. Antonio, que encontró la oportunidad de escabullirse, y evitar que le hiciesen más preguntas acerca de la revolución, se dirigió a una de las mesas, tomó uno de esos grandes periódicos ingleses, y se puso a leer atisbando siempre a la puerta.

Tan luego como vió entrar a un personaje vestido de azul, de cosa de cincuenta años de edad, y con anteojos de oro y sombrero de falda muy ancha, se dirigió a él, y lo llamó aparte.

- Señor D. Saturnino, podemos hacer un buen negocio -40 000 en dinero- 100 000 en bonos de 26 por 100- 100 000 en certificados de cobre, y 100 000 en créditos anteriores a la independencia.- Todo esto será pagado con derechos de conductas y derechos de importación sobre Mazatlán, Tampico y Veracruz.

- Perfectamente, -dijo D. Saturnino,- váyase usted inmediatamente al Ministerio de Hacienda, y formalice la propuesta; pero que no suene mi nombre; ya sabe usted que a mí no me gusta aparecer en estas cosas.

- Muy bien, muy bien, -dijo D. Antonio, y ordenó a su cochero que lo esperase; se dirigió a Palacio, observó muchos grupos de gente, patrullas, los cañones en el patio y los artilleros con mecha en mano. Subió las escaleras, y zumbaron en sus oídos las palabras más desagradables. Las piernas le temblaban, y la sangre le subía de rabia. Entró al ministerio, haciendo un esfuerzo sobre si mismo, y abrió las puertas con el imperio con que lo había hecho en otras ocasiones; pero se encontró con un viejo ordenanza que le impidió el paso, y le dijo terminantemente que no se podía entrar, porque el señor ministro estaba encerrado con unos señores generales.

- Dígale usted que aquí está su amigo D. Antonio, que tiene un negocio urgentísimo.

El ordenanza introdujo el recado, y a poco salió diciendo:

. Dice el señor ministro que no sabe quién es usted, y que si quiere usted, que se aguarde.

El ordenanza cerró la vidriera y volvió las espaldas a D. Antonio; éste se mordió los labios se sentó con despecho en el sofá.

Largas dos horas pasaron, y cuando ya nuestro personaje había perdido la paciencia y trataba de marcharse, fue cuando se abrieron con estrépito de par en par las vidrieras, y salió el ministro seguido de multitud de jefes y de oficiales, vestidos de todo género de colores y llenos de relumbrantes bordados, de cordones y de cruces de oro y esmalte. Detrás de esta brillante comitiva iban porción de viejas con sus mantillas y túnicos rotos y parduzcos, gritando que no tenían qué comer. D. Antonio se puso de pie, y salió al fente del ministro, pero éste torció el camino y haciéndose, como suele decirse, de la vista gorda, dejo a nuestro hombre con la palabra en la boca y la mano tendida.

D. Antonio creyó que la cólera lo ahogaba, y bajo las escaleras del Palacio, apoyándose en el barandal, porque un vértigo se había apoderado de su cabeza.

- No hay esperanza, -murmuró entre dientes, y se dirigió a la Lonja, donde se encontró con que dos o tres le salieron al encuentro a noticiarle que su hijo Arturo había sido reducido a prisión.

Esta noticia puso colmo a la aflicción de D. Antonio, y salió vacilante, pálido como un cadáver, montó en su coche y se dirigió a su casa. Al llegar a ella, se encontró con los dependientes encargados de cobrar las libranzas, las que, no habiendo sido pagadas, fueron a pocos momentos protestadas ante un escribano.

D. Antonio soportó con dignidad y con resignación este último golpe; y entrando en la recámara de su esposa, le dijo:

- Todo está consumado, ya no hay esperanza.

- ¡Pero mi hijo, mi hijo! -dijo la señora haciendo un esfuerzo para levantarse, y enclavijando las manos.

- Está salvado, las alhajas están depositadas en manos de un hombre de mucha reserva y probiedad, y con su valor tendremos para pasar humildemente los pocos días que nos quedan de vida, y nuestro hijo no morirá de hambre, ni pasará por las humillaciones de la pobreza.

- ¿Y no está ahí Arturo? ¿no vendrá pronto? -preguntó la madre.- Yo lo impondré de nuestra desgracia, y él se conformará ... el pobre muchacho me quiere tanto ...

- No, acaso no vendrá esta noche, -contestó D. Antonio algo turbado,- porque lo he enviado a San Angel a un asunto ... pero no te aflijas, hija mía ... tranquilízate mientras doy algunas disposiciones.

D. Antonio se metió a su gabinete, y escribió la siguiente carta:

Sr. D. Pedro:

El golpe lo he recibido ya, y mañana serán entregados todos mis muebles y bienes a los acreedores. Mi hijo está preso, y nosotros sin tener ni qué comer. Suplico a usted me mande quinientos pesos a cuenta del valor del depósito que le confié.

A poco volvió el criado, y trajo la siguiente contestación:

Amigo y señor de mi atención:

Siento en mi alma la funesta desgracia que han sufrido los intereses de usted, pero no siendo los bienes que poseo míos, sino de una niña que veo como mi hija, y que dentro de pocos días deberá casarse, me es imposible prestar a usted la cantidad que necesita. Juzgo que el golpe que usted ha sufrido, ha descompuesto algún tanto su cerebro, porque me habla V. de un depósito que me ha confiado y es la primera noticia que tengo, sin duda ha de haber sido otra persona, y la desgracia que ha sufrido usted le ha hecho perder la memoria.

Vea usted en qué cosa puede servirlo su atento amigo y S.S.Q.B.S.M.

Pedro

D. Antonio limpió sus anteojos, y leyó, una, dos y tres veces la carta; y cuando acabó la tercera lectura, un golpe de sangre le atacó el cerebro, y cayó sin sentido en el suelo.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo quinto Capítulo trigésimo séptimoBiblioteca Virtual Antorcha