Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo séptimo Capítulo trigésimo nonoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO TRIGÉSIMO OCTAVO

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EN LA CUMBRE DE LA SIERRA

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Era Jaumabe un pequeño vergel, en donde no se veían, como en otros pueblos de la República, esos miserables jacales color de ceniza, de ramas secas o de pencas de maguey por cuyas hendiduras brotan espesas columnas de humo, y que en su interior con su suelo de tierra húmedo parecen más bien cabañas de salvajes que las habitaciones rústicas de la gente del campo. Sus calles estaban tiradas a cordel, formadas de aseadas casitas pintadas de blanco; cada una de ellas tenía un huerto de granados llenos de flores, y de otros árboles frutales, que formaban pintorescos y frescos bosquecillos. La plaza, de poca extensión, tenía algunos edificios de cal y canto, igualmente aseados y una iglesia, que por su pequeñez y estructura, y por dos crecidos cipreces en la puerta, despertaba las ideas más tiernas; sencilla como la religión, modesta como la virtud misma, era más grande por su humilde pequeñez, que las más elevadas catedrales. Arroyuelos de agua cristalina corrían por en medio de las calles y de las huertas, formando un acompasado murmullo, y las calandrias, los gorriones y los tordos que venían de las floridas barrancas de la Sierra caían en los bosques de granados, se paraban en los techos de palma de las habitaciones, gorgeando gozosos; y desplegando luego sus alas, iban sobre los arbolillos a ostentar el variado colorido de sus plumas. Todo estaba en silencio y calma, sólo se veía en las calles algún ranchero, vestido enteramente de gamuza amarilla, y algunas muchachas robustas, de gallardo y airoso cuerpo, con sus enaguas azules que dejaban descubiertas hasta la pantorrilla sus piernas torneadas, lustrosas y blancas. El ruido que hacían los caballos de los viajeros, y el ladrido del Turco, despertaba la curiosidad de algunas ancianas, que se asomaban a las puertas de las casas.

- En verdad, -dijo Arturo,- que es un pueblo pintoresco, bastante ameno, y mejor de lo que yo me lo esperaba en estas montañas.

- No es la primera vez, como te lo debes figurar, que paso por aquí, -contestó Manuel,- y he notado un defecto, y es, que cuesta mucho trabajo alojar a las bestias, porque creo, que con excepción de dos casas, ninguna tiene caballeriza.

- Tomaremos, si te parece, -dijo Arturo,- algún refresco en esta tienda; y en efecto, se apearon en la que estaba situada frente de la iglesia.

- Amigo, -dijo el capitán,- deseamos dos vasos de sangría, o al menos una limonada, si no hubiese vino de Burdeos.

- Al momento, caballeros, -dijo el tendero,- pasen y siéntense. Cabalmente tengo aún dos botellas de San Julián, que conservaba para mi uso, porque esta gente bárbara no conoce ni el nombre, beben agua.

El tendero que decía esto, era un hombre flaco, de tez morena, ancha nariz y grande boca, y una cabeza inmensa, a causa del mucho pelo erizado que tenía. En su tienda, de mediana extensión, y que tenía un mal armazón y mostrador de madera amarillenta, había licores, velas, cohetes, indianas, efectos de mercería, jamones, manteca, maíz, zapatos, jorongos; en fin, cuanto se puede imaginar, para las necesidades y comodidades de la vida; así es que, D. Mariano (que así se llamaba) era el hombre necesario y el tendero más afamado de los dos o tres que existían en el pueblo, los cuales tenían con él, una inútil y vana competencia.

Con la mayor agilidad preparó dos grandes vasos de sangría, que los viajeros bebieron con ansia y placer, y en seguida les ofreció cigarro, y los invitó a que descargaran las mulas en su casa, ofreciéndoles un regular cuarto para ellos y un amplio corral para criados y caballos.

Sin dificultad aceptaron el ofrecimiento; y ejecutada toda la maniobra necesaria, se sentaron a descansar y a fumar en una banca de madera colocada en un costado de la tienda. El tendero no dejaba de despachar a sus marchantes; pero en los ratos desocupados tomaba un libro de un pequeño armario colocado en el mostrador junto a la frasquera del aguardiente, y se ponía a leer con grande atención. Arturo, movido de la curiosidad, no pudo menos de preguntarle qué obra leía, qué tanto entreteniniento le causaba.

- El Diccionario filosófico de Voltaire, -contestó don Mariano con aire de satisfacción, y levantándose, arrimó el cajón, e invitó a sus huéspedes a que registraran su librería.

Arturo y el capitán comenzaron a hacer el registro, y encontraron, entre otras preciosidades, el Citador, la Guerra de los dioses, la Doncella de Orleans, Lucinda, el Barón de Faublas, las Ruinas de Palmira, el Hijo del carnaval y el Emilio de Rousseau.

- Buena colección de obras tiene usted, -le dijo Arturo con mucha seriedad.

- Sí, señor; las únicas que me gustan leer, y que sé casi de memoria, particularmente la Profesión de fe del Presbítero Saboyano. Es menester convencerse de que los frailes nos han contado mil mentiras, y de que ya pasó la época en que nos dejábamos engañar como chiquillos. Yo creo que existimos como los caballos o los coyotes, y que acabado el cuerpo, se acabó todo; pues por más que se empeñan los frailes en decirme lo contrario, yo, convencido de lo que he estudiado, no me dejo alucinar.

- Vea usted, -dijo Arturo,- la inmortalidad del alma es materia que ha sido debatida por hombres muy sabios y profundos, y todavía ... lo mejor es ...

D. Mariano se encogió de hombros, y sonrió con desdén.

- Es decir, -interrumpió el capitán,- que usted ¿no es cristiano?

- ¿Y qué quiere decir cristiano? -preguntó el tendero.

- Hombre ... parece que quiere usted que le conteste con el padre Ripalda, -repuso el capitán sonriendo.

- ¿Y quién es el padre Ripealda? -dijo el tendero,- jamás he oído tal nombre, tal vez será algún judío.

- Es decir, que por lo visto, -contestó el capitán,- ¿ni de chico enseñaron a usted la doctrina?

- Sí, mi madre me enseñó a hacer unos cuantos garabatos con los dedos, y mi maestro el Todo fiel cristiano, pero lo aprendí como un perico; y lo olvidé, cuando la ilustración y el talento de estos autores me han enseñado la verdad.

- ¿Y cuál es la verdad que ha aprendido usted, amigo? -le interrumpió el capitán, mordiendo con apetito una tajada de queso, y echando un trago de vino, pues nuestro filósofo, sin dejar ni sus estudios ni su negocio, había dispuesto, como hemos dicho, un refrigerio para los viajeros.

- La verdad ... la verdad, -respondió el tendero tartamudeando,- es que ...

- La verdad, es -dijo Arturo,- que ni usted ni nosotros, sabemos una palabra de cosas para cuya inteligencia se necesita mucho estudio ...

- Es lástima, -contestó el tendero con desdén,- que personas que han vivido en una ciudad, que se dice tan ilustrada como México, sean fanáticos, que todavía van a misa y oyen sermones.

- ¡Cáspita! -dijo el capitán, volviendo a tomar otro sorbo de vino, y llevando el barreno, como suele decirse, a nuestro filósofo, -¿conque usted no oye misa?

- Desde que estoy en este lugar, no sé como está la iglesia; las gentes de aquí no me quieren mucho por eso, y dicen que ya estoy condenado en vida; pero como al fin necesitan de los efectos de mi tienda, que son muy buenos, vienen a comprarme, y yo hago mi negocio, a costa de tantos y bárbaros sujetos enteramente a la voluntad del cura.

- Así sucede generalmente en la mayor parte de nuestros pueblos, -dijo Arturo,- pero cuando el cura es honrado, caritativo y virtuoso, esto, lejos de ser un mal, es un positivo bien.

El tendero soltó una carcajada, de la cual se amoscó un poco Arturo.

-Cree usted, -se presuró a decir D. Mariano,- que hay un sólo cura bueno?

- Seguramente que hay muchos, -interrumpió Manuel,- yo que he corrido años enteros la República, he encontrado eclesiásticos muy recomendables, y dedicados enteramente a su ministerio; pero ... dejemos esas generalidades, y dígame usted, ¿el cura de aquí, qué clase de persona es?

- Es un angelito, como dicen las viejas de México, -contestó D. Mariano.- En efecto, quien lo ve, queda enamorado de él; no sabe quebrar un plato, y la hecha de caritativo y sabio; pero bien que sabe hacer su negocio e irse a su casa. Monta muy buenos caballos; corre por las veredas y precipicios como un vaquero; mata un águila al vuelo; tiene su casa con mucho lujo, y sobre todo, -continuó el filósofo acercándose mucho a los viajeros, y tirando un beso al aire, -una muchacha como un dulce, como una perla, como una Sofía de Rouseau.

- ¡Una muchacha! -exclamaron los dos calaveras poniéndose en pie, y bailándoles de alegría los ojos.

- Sí, una muchacha, -repitió el tendero, y- tan linda, que en todo Tamaulipas no hay una cosa que pueda comparársele; a ustedes, que vienen de México, donde hay tanta bonita, no debe parecerles costal de paja.

- ¿Y cómo podríamos ver esa alhaja escondida entre las asperezas de la Sierra Madre?

- Es muy sencillo: diríjanse al curato a pedir posada, como peregrinos y caminantes que son, y el padre tendrá que permitir que pasen una noche en su casa; pero con todo y eso no salgo responsable de que vean a la niña, porque el curita es celoso como un turco, y la guarda debajo de siete llaves.

- ¿Y cómo vino a dar esta muchacha a poder del cura? ¿La trajo acaso de Tampico o de San Luis? -preguntó Arturo.

- No, señor; de México. pasa en el pueblo por su hermana, y estos bárbaros rancheros creen esta fábula; pero yo, hombre de mundo e instruído, y que tengo mis libros y mi maestro, que es el sublime Voltaire, pienso de distinto modo, y creo ... pero ¿para qué es hablar? vayan al curato y se desengañaran.

La charla del tendero fastidió a nuestros dos jóvenes, quienes se burlaban de la falsa sabiduría del pobre hombre, que, olvidado en un pueblo desconocido de la Sierra, había digerido tan mal su escogida Biblioteca; pero la relación que les había hecho de un cura que tenía buenos caballos, atrevido y diestro en los caminos, y además una linda muchacha, picó fuertemente su curiosidad; así es que se hablaron en secreto, y luego dijeron al tendero:

- Amigo resolvemos emprender una nueva aventura, y conocer a toda costa a la celestial belleza que tiene secuestrada el cura; así, a reserva de volvernos a ver, pensamos dirigirnos al curato a pedir posada. Un hombre caritativo, como debe ser el cura, no la rehusará a unos viajeros cansados, y que sin duda alguna no le serán gravosos, pues traen los bolsillos bien provistos.

- Muchas felicidades en la campaña, amigos míos, -dijo el tendero suspirando,- quizá serán más dichosos que yo; pero cuidado ... mucho cuidado al dividirse el botín.

- ¿Sabes, Arturo, que este tendero además de ser un tonto, tiene sus ribetes de bribón? En un momento ha destrozado la reputación de este pobre cura, que quizá será un buen hombre. Vamos, vamos; emplearemos el tiempo en conocer lo que hay de verdad en toda esta historia.

Dirigiéndose en efecto a la casa cural, que en el exterior era de modesta apariencia; pero en realidad era la mejor del pueblo: una puerta en medio y dos ventanas a cada lado, formaban la fachada, coronada de un escudo con unas armas españolas borradas y maltratadas y seis almenas en cada lado. Tenía el aire de un castillejo antiguo, y había pertenecido seguramente, en tiempos más remotos, a alguno de los capitanes conquistadores que se establecieron en las colonias de Nuevo-Santander.

Los dos amigos, luego que entraron, y examinaron un momento el esmero con que estaba adornado el patio, tiraron de un cordel, y sonó repentinamente una campanilla; un par de hermosos perros de agua salieron en fuerza de carrera de las piezas, ladrando con mucha furia; pero luego que vieron a nuestros viajeros y particularmente al Turco, cambiaron de idea, comenzaron a mover la cola, y concluyeron por hacer a los jóvenes mil fiestas, y por retozar locamente con el sabueso, como para darle pruebas de lo mucho que estimaban su visita. Poco tiempo después salió una anciana, un poco encorvada, con la cabeza blanca enteramente y vestida al estilo antiguo, es decir, con enaguas de angarípola, armador o justillo, y zapatos de un tacón altísimo.

- Buenos días, buenos días, caballeros, -dijo con agrado, y enseñando a los jóvenes una dentadura todavía fuerte y completa.

- Buenos días, señora, -respondió Arturo.

- Estos perros son muy traviesos, -continuó la anciana,- y habrán asustado a ustedes con sus ladridos.

- No, nada de eso, señora, -dijeron los jóvenes,- por el contrario, han hecho buenas migas con el nuestro.

- Me alegro, me alegro mucho; pasen a sentarse, y digan lo que mandan.

- Buscamos al señor cura, -dijo Arturo,- hemos oído muchos elogios de su virtud, y deseamos saludarle antes de partir de este lugar.

- Es verdad, caballeros, el señor cura es un hombre muy virtuoso; y nada menos ahora no está en la casa, porque ha ido a auxiliar a un moribundo a dos leguas de aquí; pero no importa, pasen a sentarse; llamaré a la señorita su hermana.

Manuel dió con el codo a su compañero, y éste con algún desenfado, replicó:

- Como usted guste, señora; ya hemos dicho que nuestro objeto era saludar un momento al señor cura. No sabíamos que tenía una hermana; pero aprovecharemos esta oportunidad de conocerla y saludarla, si la señorita no se molesta.

- ¡Qué disparate! -exclamó la anciana,- la niña Purificación no se molesta nunca, pues el señor cura le ha encargado que reciba bien a todos los viajeros, y que los atienda. Voy a que hagan chocolate, pues siempre que se camina, el hambre aumenta.

Los jóvenes hicieron mil cumplimientos a la anciana, la que los introdujo a la sala, excusándose de dejarlos solos, por la precisión que tenía de disponer el chocolate.

Cuando los jóvenes salieron de la casa del tendero volteariano, el cielo estaba azul y despejado; pero como sucede frecuentemente en la Sierra, de improviso las nubes se aglomeran en los picos de las montañas, y se forman en instantes esas terribles tempestades, que hacen huír los ganados, y obligan aun a las águilas a refugiarse en las concavidades de las rocas.

- ¿Qué te parece la casa del cura y el ama de gobierno? -dijo Arturo al capitán.

- Magnifico está todo; y acabo de creer que el tendero no es más que un calumniador, veremos a la hermana, y entonces formaremos un juicio exacto ... Pero ... el pobre cura está muy lejos de aquí, y no tarda en desatarse una tormenta formidable; mira, Arturo, aquella nube que sube por el Norte.

- En efecto, -dijo Arturo, observando por la ventana,- el temporal va a ser fuerte.

- Si este temporal asalta a Teresa en el mar, -dijo Manuel, poniéndose pálido ...- ¡Oh! será terrible que la pobre criatura perezca de una manera tan siniestra ...

- Es menester no abandonar nuestra idea, amigo mío, -le contestó Arturo, oprimiéndole el brazo,- ese hombre ha matado a mi familia también, y no le podemos perdonar ... por lo demás, -continuó con más calma,- no creo probable tu temor; las tempestades que estallan en las alturas de la Sierra, casi nunca se extienden hasta la costa ... La idea repentina te ha sobrecogido, no vale nada ... debes desecharla, pues Teresa estará todavía en la Habana ...

- No sé, no sé, Arturo, -dijo Manuel tristemente,- por qué razón me vino esta idea; pero el caso es, que el corazón me dió un vuelco, y que ahora mismo creo ver como en un espejo una goleta en medio de un mar negro e irritado, casi pronta a sumergirse en el abismo ...

La cerrazón había aumentado con rapidez; el cielo estaba cubierto de un manto gris, iluminado en partes por los últimos rayos del sol poniente. Los jóvenes se pusieron en silencio a contemplar aquel cielo tan sombrío y tan siniestro.

- Señores, -dijo una voz,- dispensadme que tanto os haya hecho aguardar; y al mismo tiempo escucharon el ruido de una vidriera que se abría.

El timbre de esta voz hizo estremecer el corazón de Arturo; él la había escuchado en otro tiempo; pero no podía acordarse ni dónde ni cómo ... Volvió la cara, y articuló algunas palabras, fijando la atención en la persona que había hablado, y que aun estaba en pie asida del pasador de la vidriera, mientras que Manuel más cortesano en aquel momento, se adelantó, haciendo caravanas, y dirigiendo a la joven algunas excusas.

- Sentaos, señores; no dilatarán en traer la luz, porque ahora se ha oscurecido a causa del tiempo; mi hermano está lejos de aquí, y probablemente va a cogerle esta tormenta, -dijo con alguna aflicción la joven.

- Es probable, señorita, -contestó el capitán,- y tiene usted muchísima razón en estar cuidados, porque según creo, estas tormentas de la Sierra, son muy peligrosas.

- Mucho, mucho, -dijo la joven, levantándose y alzando las cortinas de la ventana.

En efecto, los relámpagos se sucedían sin intermisión; los silbidos del viento se dejaban oír, y gruesas gotas de lluvia se estrellaban contra la vidriera.

- ¡Jesús! -dijo la joven, dejando caer la cortina de muselina y volviéndose al asiento.

- Quizá, -dijo el capitán,- el señor cura no está lejos y llegará antes de que la tormenta estalle.

- Lejos o cerca, nada le sucederá, porque Dios está siempre con él y lo cuida, -dijo la muchacha con una completa seguridad.

- Perfectamente, señorita, -le respondió el capitán,- esa tranquilidad la da ciertamente la religión. Nada le sucederá al señor cura; y mucho menos cuando tiene un ángel de guarda que vele por él.

La joven bajó el rostro ligeramente.

Mientras pasaba esta rápida conversación, Arturo había estado como petrificado, y maquinalmente había seguido los movimientos de la muchacha, poniéndose en pie para observar la tempestad, cuando ella lo hizo, y sentándose luego, cuando ella volvió a su asiento. Cuando un relámpago iluminaba momentáneamente con una pálida luz la estancia, Arturo fijaba la vista en la joven y se le presentaba a su imaginación como una sombra, como la imagen vaporosa y aérea de una mujer que había visto es otros días. Mil veces sucede, y acaso lo habrán experimentado algunos de nuestros lectores, que uno cree que las cosas que está mirando, las ha visto otra vez y en una vida anterior a la existencia presente, como si se hubiera muerto y resucitado después de un cierto número de años, para presenciar y ver escenas idénticas.

Después de un rato de silencio, la anciana entró con una luz en la mano, y seguida de una criada que traía una charola con dos pocillos de chocolate, blanca mantequilla y algunos bizcochos; colocó la luz y el chocolate en una mesa redonda; arrimó unas sillas, e invitó a los viajeros, con su acostumbrada afabilidad; la joven, con una voz agradable, dijo:

- Señores, cumplo, al obsequiar a ustedes, con la voluntad de mi hermano, quien tiene especial gusto en servir a todos los viajeros; y por cierto que son muy pocos, pues sólo de vez en cuando se ven por aquí caballeros tan finos como ustedes.

Arturo desde que trajeron la luz, no se había atrevido a levantar los ojos; pero impelido por la curiosidad, poco a poco los fue dirigiendo a la joven, pintándose en su semblante la admiración y la sorpresa; de tal suerte que Manuel no pudo dejar de notarlo.

- Señorita, -dijo Arturo,- su voz de usted me ha hecho en la oscuridad una profunda impresión; y ahora ... no cabe duda, esa agradable voz la he oído otra vez, y su semblante es ... sí, es el mismo, no cabe duda, o hay dos criaturas perfectamente iguales y angélicas en el mundo.

En el momento en que Arturo habló, como si sus palabras hubieran tenido una atracción magnética, la joven fijó en él los ojos; fue por momentos poniéndose pálida, y soltó impensadamente la servilleta que tenía en la mano, y que procuraba acomodar bien en la mesa.

- ¡Sí, es ella! ¡ella, no me cabe duda! -dijo Arturo, adelantándose hasta muy cerca de la joven, y examinándola con alegría.

- ¡Ah! -dijo en voz baja la joven y como si nadie la escuchara,- ¡es Arturo! lo habría debido conocer sólo por su voz.

- ¡Celeste! ¡Celeste! -exclamó Arturo, abrazándola con entusiasmo.- ¡Qué felicidad tan inesperada de encontrarte; a tí, a quien no había olvidado, y a quien creía que jamás volvería a ver!

Celeste correspondió el abrazo del joven con modestia y respeto; y dejándose caer en la silla, porque la emoción no le permitía estar en pie, inclinó con alguna tristeza el rostro; pero esta tristeza fue momentánea porque levantando a poco su linda cabeza, procuró reírse y dijo:

- Una casualidad felíz, señor Arturo, no debe ser un motivo de tristeza. El chocolate se enfría, y yo he querido acompañar a ustedes, aunque interrumpiendo la obligación que tengo de tomarlo con mi ... hermano.

Al decir esta última palabra, una ligera tinta nácar cubrió sus mejillas; pero Arturo, que lo advirtió, se apresuró a tranquilizarla, diciéndole:

- El capitán Manuel es mi íntimo amigo, y sabe parte de mi vida, si no es que toda ella. Una sola cosa quiero saber, Celeste. ¿El cura de este lugar y dueño de esta casa es el padre Anastasio?

- El mismo, -respondió la joven;- y a él le doy el título de hermano, aunque debía darle el de padre, por su caridad u nobleza.

Una nube de tristeza y de duda pasó por la frente de Arturo, y con voz algo concentrada dijo:

- Es verdad, Celeste, bien merece el título de padre, pues cuando se emprende una obra buena, debe hacerse completa.

- No volvamos a ideas tristes, -dijo la joven sonriendo.- Pronto creo que estará aquí el señor cura; pues la tormenta se disipará, y él tendrá un verdadero placer en encontraos aquí.

- Aquí está ya mi chocolate, -continuó, mirando entrar a la anciana con otra charola;- después continuaremos hablando. Vaya, señor capitán, comience usted.

El capitán, que aun no volvía en sí de la sorpresa que le había causado la imprevista escena que acababa de presenciar, obedeció maquinalmente, accediendo a la invitación de la señorita.

Mientras duró este improvisado convite, del cual supo aprovecharse maravillosamente el capitán, pensó que naturalmente Arturo tendría que hablar algo de importancia con la muchacha, y que debía aprovechar el tiempo, antes de que regresase el padre Anastasio; así es que, levantándose, dijo:

- ¿Me permitirá usted, señorita, que antes de que arrecie la lluvia, vaya a disponer algunas cosas en nuestro alojamiento?

- El padre me reñiría, -dijo la muchacha,- si yo consintiese que ustedes se quedasen en otra parte; de suerte que permitiré a ustes, señor capitán, que se vaya un momento, con tal de que empeñe su palabra en que pasará la noche en esta casa.

- Por mi parte, -contestó el capitán,- acepto; pero de todas maneras necesito cuidar de que los caballos y los mozos tengan una buena cena.

Arturo estaba encantado de oír el lenguaje de Celeste, que era el mismo de una señorita educada en la capital.

- Bien, Manuel, -dijo con vivas muestras de satisfacción,- acepto yo también el hospedaje, y te encargo que sólo dilates en casa de nuestro amigo el tendero el tiempo absolutamente necesario.

Estas palabras las pronunció Arturo con un tono muy marcado.

- He comprendido perfectamente, y vuelvo al momento, -dijo el capitán, haciendo una graciosa cortesía, que fue contestada con una amable sonrisa de Celeste.

Esta y Arturo quedaron solos, uno enfrente de otro; se miraban en silencio; se volvían a mirar, y si no era pasión, si no era un amor vehemente lo que sus ojos revelaban, sí eran las emociones de un sentimiento demasiado tierno, quizá demasiado ardiente, para ser el de una simple amistad; la joven habló primero.

- Señor Arturo, -dijo levantándose de su asiento,- yo tengo con usted una deuda de gratitud ... Estamos solos y debo aprovechar este momento para suplicarle a usted que me permita darle un abrazo.

Celeste estaba vestida con un traje blanco de muselina, y una pañoleta color de rosa graciosamente prendida cubría su cuello; su fisonomía, su aire candoroso y sencillo eran los mismos; y sus mejillas, que habían recobrado su delicada frescura y adquirido cierta morvidez, y sus apacibles y melancólicos ojos azules, revelaban que la calumnia no había manchado la virginidad de su alma. La joven, con su talle flexible y elegante, estaba en pie, tendiendo los brazos a su protector, y éste la contemplaba con una especie de religiosa admiración.

- En este momento, Celeste, olvido todas mis desgracias, -dijo el joven estrechándola contra su corazón;- jamás había experimentado un placer tan inefable.

- Mira, Celeste, yo también he sufrido muchas desgracias; como tú, he gemido en una prisión; como tú, soy huérfano y sólo en el mundo; como tú, soy pobre y desvalido; como tú, no tengo en el mundo quien me ame. Cuando tú eras pobre y yo rico, debí ser más generoso, y darte, no una miserable suma de dinero y una funesta alhaja que te originó una gran desgracia, sino mi corazón y mi nombre. Si tú eres bastante buena para perdonarme, ¿me quieres permitir que te ame ahora?

Celeste se puso algo pálida, y desprendiéndose de los brazos del joven, se sentó en la silla.

- No, señor Arturo,- dijo tristemente;- de ninguna manera puede ser digna de ser amada la mendiga, la presa de la cárcel; y por otra parte, ¿a qué turbar mi tranquilidad? ¿por qué arrancarme de este oscuro asilo? ¿por qué obligarme a abandonar a un hombre que me ha dispensado tantos beneficios? No, señor Arturo, -continuó la muchacha, procurando sonreirse, y limpiando con su pañuelo algunas lágrimas que involuntariamente se habían escapado de sus ojos;- yo no olvido jamás lo que he sido; y hoy y siempre no seré para vos más que la infeliz criatura agradecida, a quien en la esquina de la calle de Vergara disteis una moneda para que no muriese de hambre y cubriera su desnudez.

- Si tú supieras, Celeste, -contestó Arturo,- que yo te ame desde el momento en que te ví; pero respetando tu situación, jamás te lo quise decir, y te abandoné ... pero no hay poder para huir del destino, y él quizá me ha traído por una serie de desgracias hasta tu casa, hasta el ignorado pueblo en donde como una rosa has estado oculta. ¿Cuándo te habría podido encontrar en la vida, Celeste, si la casualidad no me hubiera traído hasta tus brazos?

Celeste, que jamás había oído estas palabras de amor, las creía religiosamente, porque ignoraba que todos los amantes dicen lo mismo, y prometen, y juran, y al fin desprecian ... y olvidan. No nos atrevemos a decir que estas fueran las intenciones de Arturo; pero sí era evidente que trataba de adquirir un amor nuevo, para olvidar a Aurora; para renunciar acaso a sus ideas de venganza, y que para ello aprovechaba, de la mejor buena fe del mundo, la ocasión que se le presentaba; el capitán había tenido la siniestra intención de enamorar a la supuesta hermana del cura, y Arturo lo ejecutaba al pie de la letra.

- Señor Arturo, -dijo la joven en ademán suplicante,- las palabras de usted me causan mucho mal, y siento que de hoy en adelante yo seré una mujer desgraciada y ... acaso ingrata.

- Es decir, que me amas, Celeste, -interrumpió Arturo con vehemencia,- porque si no fuera eso, no sentirías esa inquietud que tú misma confiesas ... Mira, Celeste, resuélvete, y tendremos una vida muy felíz, porque yo consagraré para tí el fruto de mi trabajo, y viviremos en una deliciosa mediocridad ... Sé lo que puedes decirme; pero ... tranquilízate, pues conozco demasiado el mundo, y no haré caso, ni de sus sarcasmos, ni de su desprecio, si tú me amas.

- Señor Arturo, vuelvo a rogar a usted, -dijo Celeste con una admirable sencillez,- que no me hable más de amor, pues yo nunca puedo ser la esposa de usted, porque un inconveniente insuperable se opone a ello.

Un pensamiento siniestro pasó por la mente del joven, quien arrugando la frente y con voz concentrada, y tomando una mano a la joven:

- ¡Sería posible! -dijo,- que el padre Anastasio ...

- Señor Arturo, -le interrumpió Celeste levantándose, y dando a su rostro un aspecto severo; -usted no es ya el mismo que yo conocí; creo que no querría usted borrar, con una injuria, los beneficios que tengo grabados, aquí en mi corazón.

- Siempre la misma alma noble y enérgica, -dijo Arturo para sí; y luego, dirigiéndose a Celeste:

- Lo que tú crees una ofensa, -le dijo,- no es más que una prueba de mi amor ... Siéntate, y háblame con franqueza; yo no me ofendería si me dijeras que ya tu corazón es de otro.

- De ninguno absolutamente, -dijo Celeste más tranquila;- yo no olvido que debo ser honesta, pero tampoco que la desgracia hizo que cayeran sobre mí en los primeros días de mi juventud, manchas que me alejan para siempre de toda idea de amor. Quiero, pues, ser agradecida con mis bienhechores, y cumplir con Dios; este es mi único porvenir; y puesto, señor Arturo, que os debo dar cuenta de mi vida, porque así me lo dicta mi corazón, voy a hacerlo brevemente.

De la prisión donde tantos días gemí, y de donde salí por las diligencias de usted y del padre Anastasio, fuí trasladada al colegio de las Vizcainas; no fue sino después de algunos días de estar allí, cuando recobré el uso de mi razón, que casi había perdido; y entonces me ví rodeada de gentes con quienes yo quería tener comunicación, y que me inspiraban confianza; pero en ellas me impuso Dios un nuevo tormento. Sin duda sabían algo de mi vida, pues todas las colegialas huían de mí; no me hablaban; me veían con miedo y con desconfianza; y la señora, a cuyo cargo estaba, me trataba con una severidad terrible; me reñía pos la más simple de mis acciones, y me tenía como una criada, trabajando de día y de noche; es cierto que había mejorado de condición; pero esta especie de aislamiento a que me condenaba el desprecio, hacia mi vida muy amarga, y hería dolorosamente mi corazón. El padre Anastasio me preguntaba si estaba contenta, y yo, sonriendo y procurando contener mis lágrimas, le decía que sí, porque no quería molestarlo; y aun creía algunas veces que, dudando de mí, él mismo me había impuesto este castigo; era yo muy injusta, pues, por el contrario, él encargaba siempre que se me tratara con la mayor consideración. Un día el padre vino y me dijo:

- ¡Hija mía! voy a partir lejos de aquí a servir un curato de la Sierra; dejo pagada tu pensión en el colegio por seis meses, y he recomendado a la rectora que te considere como a su hija. Escríbeme frecuentemente por conducto de ésta; sé humilde, virtuosa y obediente como lo has sido hasta aquí, y Dios te recompensará. Adiós, hija mía.

El padre, por primera vez, me tendió la mano; yo se la estreche con efusión, y la llevé a mis labios, y entonces cayeros dos lágrimas, que temblaban en mis ojos.

- ¿Lloras? -me dijo retirando su mano,- ¿y por qué? ... Eso no está bueno; bastante has sufrido en la cárcel; y por nada de este mundo querría yo que estuvieses aquí a fuerza; dime lo que te pasa, dime por qué lloras, o de lo contrario, me darás que sentir.

Yo le referí entonces lo que me pasaba en el colegio.

- ¡Qué injustas son las gentes de este mundo! -dijo suspirando, y se retiró, prometiéndome volver al día siguiente.

Volvió en efecto, y me dijo:

- He resuelto sacarte del colegio, y que te vayas conmigo al curato. Yo no sé que van a decir algunos que lo sepan; quizá que soy un clérigo prostituido, pero no por eso te he de abandonar, mientras mi consciencia esté tranquila, y Dios satisfecho de mis rectas intenciones. Será necesario que tú pases por mi hermana, y seré para tí nada más que tu hermano, tu padre, el protector de tu inocencia. ¿Rehusarás acompañarme?

- Tengo en el cielo a Dios, y en el mundo a usted, -le respondí,- en los dos confío; haré lo que usted quiera.

Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, una carretela paró en la puerta del colegio; me despedí de la rectora, y monté en el carruaje que acompañaban cuatro mozos. Sólo después de haber pasado San Luis, y al cabo de quince días de camino, volví a ver al padre Anastasio. Pocos días después llegamos a este pueblo.

Sr. Arturo, usted no es capaz de tener idea de las virtudes de este padre, ni de los desinteresados favores que he recibido de él. A poco tiempo de llegado, se informó de los pobres y de los enfermos que había; socorrió a los unos, visitó personalmente a los otros, siendo al mismo tiempo el médico y el confesor, y asociándome a estos trabajos caritativos, que yo con mucho gusto desempeñaba, mientras él permanecía en la iglesia, predicando y confesando a los fieles. la iglesia y esta casa estaban casi arruinadas, y en el momento ordenó se compusieran y se asearan, sin sacrificio de los pobres, como hacen, según sé, otros curas que por todos cuantos medios hay, sacan la sustancia del pobre para ganar dinero. Esto era en cuanto a sus deberes como cura; en cuanto a mí, tenía la solicitud de un padre; y convino en llamarme Purificación, para recordar siempre que la práctica de la virtud no se había de separar de nosotros. Me destinó una habitación distante, que le enseñaré a usted, Sr. Arturo, y a la cual muy raras veces ha entrado; e hizo venir de Tampico estos muebles, un piano, y otras cosas destinadas para mi uso. Increíble parecerían a usted, Sr. Arturo, los progresos que he hecho: he leído a Lamartine. a Walter Scott y a Chateaubriand; sé tocar en el piano todo lo que ha podido enseñarme el pobre organista del pueblo; he estudidado la historia natural, y he conocido, en una palabra, los placeres del entendimiento, de los cuales no tenía idea. He vivido felíz, muy felíz, -continuó dejando escapar un suspiro,- y soy, en una palabra, otra mujer diferente ... de todo lo cual tengo que darle gracias a Dios. ¿No os parece, pues, señor Arturo, que debo ser la esclava del hombre que me ha hecho tan señalados beneficios?

Arturo escuchó con mucha atención e interés la sencilla y verídica narración que le había hecho Celeste; y como había él por su parte recibido tan crueles desengaños en el mundo, le parecía imposible que el cura hubiese hecho esto desinteresadamente; así es que lleno de un celo interior, que él mismo no habría querido confesar, se imaginaba que Celeste, acaso sin saberlo, estaba enamorada del eclesiástico; éste era un pensamiento temerario, pero no imposible, porque la seducción marcha por diversos senderos. Atormentado con estas dudas por una parte, y encantado por otra, con el lenguaje de la muchacha, a la que podía llamarse una señorita bien educada, sentía movimientos de verdadero despecho e impaciencia.

- Decididamente, -exclamó Arturo con un mal humor horrible,- soy un hombre completamente desgraciado y maldito de la fortuna.

- Sentiré que el padre no haya llegado, -gritó el capitán desde el corredor, y haciendo intencionalmente mucho ruido, porque la tormenta arreciaba; los cielos se venían abajo, como suele decirse.- ¡Cáspita! ¡y qué gotas!

La venida del capitán interrumpió la interesante conversación, Arturo, cortado hasta cierto punto, trató de despavilar la vela, de toser y de disimular tanto como le fue posible.

- Supongo, señorita, que Arturo habrá divertido a usted mucho con su conversación; nuestra vida es una novela, capaz de entretener toda una noche a la persona más triste.

- Mucho me alegro de que haya usted venido, porque ya Arturo comenzaba a tener muy mal humor, y yo no encontraba medio para distraerle de sus tristes pensamientos.

- El capitán sabe muy bien, -contestó Arturo,- que el placer de encontrar una persona que se considera perdida para siempre en el mundo, es demasiado vivo para que pueda tener lugar la tristeza; lo único que por mi parte me aflige, es tener que abandonar muy pronto esta morada tan felíz, quizá para no velver más a ella.

- ¡Dios mío! -dijo la joven sobresaltada,- el padre aún no viene, y la tormenta es ya deshecha.

En efecto, los truenos se sucedían sin interrupción, y la lluvia arreciaba por momentos; acababa de pronunciar Celeste estas palabras cuando se oyó el ladrido de unos perros.

- ¡Ahí está! ¡ahí está! -dijo Celeste con alegría,- Zoraida y Celín, cuando no van con él, salen a recibirlo.

Los perros invadieron la sala, dando brincos; y a poco el cura entró al patio a caballo, acompañado de un criado, que siempre le seguía. Celeste, llena de júbilo, salió a recibirlo a la puerta, haciendo seña a lo jóvenes de que se ocultaran en la otra pieza.

- Hermano, -le dio,- te tengo preparada una sorpresa agradable; dos viajeros han llegado a visitarte, y están aquí; adivina quiénes son.

- ¿Dos viajeros están aquí, Celeste? -preguntó el cura.

- Sí, por cierto. ¿Quienes son? Recuerda entre tus amigos.

- No; es imposible que haga memoria, -contestó el padre después de un momento de reflexión ...- Sácame de la duda ...

- ¡Ah! es verdad ... -repuso la muchacha tentando la ropa del padre,- estás mojado, y debes cambiarte el vestido. Señores, aquí tenéis al dueño de esta pobre casa.

Arturo y el capitán salieron de la pieza donde se habían ocultado, y se arrojaron a los brazos del padre Anastasio, antes de que éste pudiera reconocerlos.

- Vamos, padre, -le dijo el capitán,- ¿pensaba usted tener en su casa a los dos calaveras que han hecho con usted su confesión general?

El padre a su vez, y así que los hubo reconocido, les correspondió sus abrazos con una ternura verdaderamente sincera.

- ¿Qué casualidad me proporciona este placer, amigos míos? -les dijo, invitándoles a sentarse.

- Verdaderamente el destino o la Providencia nos ha traído a esta casa; y ya contaremos a usted nuestras aventuras, con tal de que primero se cambie usted la ropa, pues puede hacerle mal la humedad.

El padre Anastasio obedeció, y a poco volvió a salir a la sala, donde los tres amigos departieron agradablemente, contándose mutuamente los sucesos, su vida desde la última vez que se vieron.

Ya muy cerca de las doce de la noche, y después de haber cenado alegremente, se retiraron a descansar: Celeste a su departamento, que, como hemos dicho, estaba enteramente separado; el cura a sus piezas; y los jóvenes a una habitación expresamente consignada a los huéspedes, y que se componía de dos piezas tan aseadas, limpias y cómodas, como el resto de la casa.
Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo séptimo Capítulo trigésimo nonoBiblioteca Virtual Antorcha