Presentación de Omar CortésCapítulo decimoctavo Capítulo vigésimoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DECIMONONO

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LA CÁRCEL DE LA ACORDADA


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Llámase justicia en todos los países del mundo, el acto de corrección o de castigo que la sociedad, para su conservación, tiene derecho de imponer a los que se separan de las reglas de la moral o de los preceptos que imponen leyes: esta justicia es indudable que no puede aplicarse sino después de que han precedido ciertas formalidades que pueben que una persona, de cualquier sexo que sea, ha merecido el rigor de la ley. Las faltas, según su gravedad, requieren más o menos castigo; así es que la justicia, que no es otra cosa que la razón personificada, impone castigos, que son varios e infinitos, de los que los más usuales son: la privación de la libertad, las penas corporales, como el encierro en un calabozo oscuro, los grillos y las cadenas, -porque los azotes, aun para el ejército, están abolidos por las constituciones republicanas de México y por otras leyes,- y finalmente, la pena de muerte, que tantos filósofos y amigos de la humanidad han combatido tenazmente. En cada país la justicia tiene sus lugares de castigo establecidos bajo diferentes sistemas, según su grado de civilización; pero sería largo detenernos en descripciones materiales. Las prisiones son siempre sitios de horror, de miseria y de penas, y desde los Plomos de Venecia, donde gimió el poeta Silvio Pellico, hasta las mazmorras de la Inquisición, donde lloró su sabiduría Galileo; y desde la Conserjería, la Roquette y Mazas, en París, hasta las penitenciarías de los Estados Unidos, esos lugares han sido y serán siempre, para los que entran inocentes y son víctimas de la arbitrariedad de los hombres, mansiones de duelo y de llanto, como para los réprobos el infierno que les espera al fin de esta vida. Según las máximas religiosas, según la moral universal, según la civilización, según el sentimiento innato grabado en el corazón de todos los hombres, el objeto de las leyes y su aplicación no debe de agobiar al criminal con tormentos inútiles, ni depravar más su alma, ni hacerlo más obstinado, y por consiguiente remiso en la enmienda, ni separarlo para siempre de la carrera del bien y del honor, sino por el contrario, procurar por cuantos medios sean dables su salvación; y en último caso, cuando en su alma, corrompida por los crímenes, no pueda penetrar ni el más ligero rayo de verdad, segregarlo enteramente de la sociedad, para que no la contagie y dañe con sus vicios. pero en una de las partes del mundo en que menos se puede contar con estas reglas, es en México, en donde el inocente comienza por sufrir inauditas penas desde el punto en que es acusado, y el criminal encuentra siempre mil medios para evadir el castigo. Para no difundirnos en una disertación que haría dormirse a los lectores, pasaremos a los hechos, refiriendo sólo algunos de los padecimientos de la pobre muchacha Celeste, a quien dejamos en uno de los capítulos anteriores entregada a la envidia de las vecinas y a la acusación brutal de un alcalde de barrio o juez de paz.

Algunas ocasiones la raza humana es más feroz que el tigre y más maligna que los espíritus que cayeron arrojados del cielo por la espada de fuego del arcángel.

Apenas se organizó la tumultuosa comitiva que conducía a Celeste para la cárcel, cuando vecinas y vecinos se agruparon con perversa curiosidad a las ventanas, puertas y corredores de la casa, elogiando la energía del alcalde y bendiciendo al cielo, pero mezclando sus bendiciones con las palabras groseras de la gente baja, porque las libraba de una prostituta que les daba mal ejemplo y de una ladrona que podía robarlas a ellas mismas. Gentes que pocos días antes elogiaban el juicio y la hermosura de Celeste, la vituperaban ahora amargamente, porque la veían entregada a los ultrajes y malos tratamientos de los corchetes que representaba la justicia. ¿Por qué será tan cruel la naturaleza humana?, ¿por qué no recordamos que Dios sufrió tanto por los hombres, y no guardamos un sentimiento de compasión para los desgraciados?, ¿por qué ahogamos ese buen instinto que duerme en el fondo de nuestra alma? ¿No merece nuestra piedad el criminal, en el hecho de ser tan infelíz, que por necesidad, por ignorancia, o por depravación, ha faltado a sus deberes sociales?

Describiremos más minuciosamente algunas escenas que omitimos al fin del capítulo y que servirán para dar más valor al cuadro que nos hemos propuesto bosquejar.

El golpe que sufrió Celeste viéndose acusada de ladrona, rodeada de esbirros, con el cadáver de su padre, muerto de dolor, y con su infelíz madre moribunda, fue uno de esos acontecimientos inesperados que causan tantos y tales tormentos, que la mente humana no alcanza a comprenderlos, y que la pluma es impotente para describirlos.

Celeste quedó por un momento privada de la razón, como si hubiese experimentado algún ataque de sangre en el cerebro: después se arrojó sobre el cadáver de su padre; pero éste desahogo de lágrimas, que le habría aliviado algo, no duró mucho, pues los detestables e inicuos corchetes, conocidos con el nombre de Aguilitas, intervinieron muy pronto.

- ¡Eh, déjese de lágrimas y de gritos escandalosa! -dijo uno de ellos;- mejor fuera que no hubiera robado.

Celeste no oía, ni dejaba de llorar, abrazando a su padre.

- Le digo que se levante y marche, -dijo otro con voz brutal.

Celeste, ocupada en su propio dolor, no obedecía.

- ¡Caramba! -dijo el tercero a la muchacha, añadiendo un soez juramento,- nos hemos cansado de aguardar y es menester no dejarse faltar así. Esta brusca arenga fue acompañada de la acción, pues tomó a Celeste por el brazo, y sacudiéndola violentamente, la puso en pié. Cuando el aguilita retiró la mano, dejaron sus dedos una huella morada en el brazo blanquísimo de la muchacha.

Otro corchete, para demostrar que tenía tanto celo por la administración de justicia como su compañero, tomó del brazo a la muchacha y la desvió violentamente hasta sacarla fuera del umbral de la puerta; allí se agruparon todos al derredor de Celeste, alegando que había fundamentos para creer que tenía algunos objetos ocultos; le arrancaron violentamente el rebozo que la cubría, y dejaron descubierto el seno virginal de la doncella.

Cuando separaron a Celeste del cadáver de su padre, de la manera inicua que se ha referido, tenía los ojos secos, pues las lágrimas desaparecieron súbitamente; y con una indiferencia y estoicidad terribles, paseó su vista por los rostros deformes de los esbirros que la rodeaban, en los que un observador imparcial hubiera fácilmente descubierto las señales de la lujuria, de la codicia y de los demás vicios vergonzosos de que está plagada esa gente. Celeste se dejó empujar de un lado a otro, sin oponer resistencia alguna, y aun sin dar muestras de la impresión del dolor físico que naturalmente debían causarle estos tratamientos; mas cuando uno de ellos le quitó como hemos dicho, el rebozo que cubría su seno, por un movimiento involuntario de pudor, se cubrió, cruzando sus dos manos sobre el pecho y exhalando una dolorosa exclamación.

- ¡Hipócrita! -dijeron algunas vecinas.

- ¡Pobre muchacha! -murmuraban algunas viejas compasivas.

El alcalde, cuyo fin trágico conoce el lector, autorizaba estos tratamientos e instigaba a los esbirros a que pronto pusieran en camino al muerto, al herido, a la enferma y a la muchacha; pero quizá por un movimiento de celos, le disgustó que otros mirasen los atractivos de que él había querido ser dueño, y arrancó bruscamente el rebozo de las manos de un aguilita y lo echó sobre las espaldas de Celeste.

Como no queremos omitir ninguno de los pormenores que puedan contrinbuir a dar a estos cuadros todas las sombras y horror que tienen en la vida real y positiva, describiremos el orden de esta comitiva. En una escalera se colocó el cadáver del viejo insurgente, y a puñadas y cintarazos se obligó a dos de los curiosos espectadores a que lo cargaran; después iba el herido atado en una silla, envuelto en una frazada sucia, y con parte de los calzoncillos blancos, que estaban visibles, cubiertos de fresca sangre: luego seguía la anciana enferma, colocada en lo que vulgarmente se llama una parihuela, y cerrando esta procesión, donde estaban representadas la miseria, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, es decir, todas las plagas más terribles que pueden afligir a la humanidad, iban la inocencia y el martirio, representados en la muchacha. Al derredor se agrupaban los hombres y mujeres de la vecindad, y los que de la calle habían acudido al escándalo, y detrás iban multitud de muchachos desnudos, sucios, con grandes y enmarañadas cabezas que silbaban, hacían grotescas contorsiones, y que con un diabólico instinto se introducían por entre las gentes para darles un piquete con un alfiler, cortarles una cinta, o hacer otro daño semejante, y quienes bien podían pasar por los dignos bufones de esta justicia que con tanta barbarie se administra en México.

Celeste caminó desde la puerta de su cuarto hasta la de la calle, y llegó a ella justamente en el momento en que se presentaba una patrulla de cuatro soldados y un cabo, que algún vecino oficioso había ido a buscar, y sea que la vista de los soldados le produjese una fuerte impresión en los nervios, sea que saliese por un momento del estupor en que había estado, con un movimiento de desesperación inaudito se desasió de las manos de los aguilitas y se dejó caer en el suelo. Los soldados comenzaron a dar golpes con el cañón de los fusiles a diestra y siniestra, y dispersando en un momento el grupo de gente, penetraron al centro, y despojando de su autoridad a los de la policía, lo primero de que trataron fue de que siguiese todo adelante; pero como a esto se oponía la resistencia de Celeste, uno de ellos la tomó por la cintura y la levantó: la muchacha, cubriéndose fuertemente el rostro con las manos, se dejó caer de nuevo; el soldado, exasperado, dejó caer la culata de su fusil en el hombro de ésta, y un grito de terror se levantó entre los espectadores, mientras Celeste exhalaba un doloroso lamento y el soldado dejaba caer de nuevo la culata de su fusil sobre la espalda de la joven.

Un sacerdote, que confesaba a un moribundo en la casa de la vecindad, y que había presenciado parte de estas escenas, advertido por una mujer, se abrió paso por entre la multitud y contuvo al soldado, al tiempo mismo en que iba quizá a dar el tercer golpe a Celeste.

- ¡Oh!, ¡esto es inicuo! -dijo con energía el eclesiástico:- ¿quién os da facultad para tratar así a esta desgraciada?

La mirada firme del padre contuvo a los soldados; y así ellos como todos los circunstantes guardaron un respetuoso silencio: muchos movidos de su piedad, expresada fielmente en su rostro juvenil y modesto, se quitaron el sombrero y se disponían a ayudarlo, lo que no dejó de intimidar a los soldados.

- Esas armas, -continuó el eclesiástico exaltado,- deben guardarse para los enemigos extranjeros, y no para una pobre criatura indefensa.

- Es una ladrona que se resiste a ir a la cárcel, -dijo en voz alta uno de los aguilitas.

- ¡¡¡Silencio!!! -interrumpió el padre poniéndose un dedo en la boca y mirando fijamente al esbirro con aire de autoridad.

El esbirro se quitó el sombrero, y bajó los ojos: el padre se inclinó entonces, y tomando con sus manos tiernamente la cabeza de la muchacha, le dijo:

- Vamos, hija mía, levántate y obedece; yo te lo ruego, en nombre de Dios, que padeció más por nosotros: vamos, hija, levántate.

Celeste se puso de pié, movida por aquella voz suave y religiosa que resonó en lo íntimo de su corazón, y fijó sus grandes ojos en el eclesiástico.

- Sufres mucho, ¿no es verdad, hija mía? Te han maltratado, -le dijo éste, tomándole afectuosamente la mano.

Celeste sólo pudo contestar echándose en los brazos del padre y ocultando su faz, anegada en llanto, en el pecho del eclesiástico.

Toda aquella gente cambió súbitamente de sentimientos con el ejemplo de caridad del buen clérigo; y ya, lejos de acriminar a la joven, comenzaron a compadecerla, hasta el punto de que hubo algunos que trajeron una poca de agua en una vasija y la hicieron beber algunos tragos. El padre levantó la llorosa faz de Celeste, le dijo algunas palabras al oído, y dando su mano a besar a los chicuelos que se la tomaban, desapareció entre la multitud que llenaba la calle. Su intención era ir al día siguiente a la cárcel, valerse de su influjo y de sus conocimientos, y lograr la libertad de esta criatura que le parecía absolutamente inocente: estas fueron las palabras consoladoras que dijo a la muchacha, y las cuales abrieron alguna esperanza en su alma desolada.

La comitiva, en los términos que se ha dicho, siguió su camino por las calles principales y con dirección a la Diputación, aumentándose cada vez más con la multitud de gente, que no tiene más ocupación que vagar al acaso, deteniéndose en las tabernas a presenciar los pleitos, y acompañando hasta las cárceles públicas a los heridos, muertos y agresores. Lo que pasaba en el alma de la muchacha, mientras iba atravesando las calles tan populosas y llenas de gente de una y otra acera, no puede definirse. Ya cerca de la cárcel las fuerzas la abandonaron, y sólo máquinalmente, y sostenida por dos mujeres caritativas, pudo llegar a la prisión: al día siguiente fue conducida a la Acordada.

La Acordada es un antiguo edificio construído desde el tiempo del gobierno español, y que ha servido y sirve de prisión a los criminales de ambos sexos: su aspecto exterior no es de ninguna manera tétrico; y por el contrario, como está situado en el término de la hermosa calle de Corpus-Christi, tiene cercana la frondosa Alameda y el Paseo de Bucareli, desde donde se descubre una de las vistas más pintorescas que puedan imaginarse. Por fuera sus altas paredes están borroneadas al temple, de un color rojo oscuro, y sólo la balconería, con vidrieras viejas y rotas y sin otra clase de adorno, anuncia algo de abandono e incuria del interior. En un costado hay una puerta con una reja que da entrada a una pieza en la que hay un banco de piedra, donde se colocan los cadáveres sangrientos y deformes de los que son asesinados en las riñas que frecuentemente hay en las tabernas de los barrios. Es una cosa singular el observar en las tardes, cómo las lindas jóvenes que van en sus soberbios carruajes, se tapan los ojos y vuelven disimuladamente la vista, para no ver aquellos cadáveres desnudos y sangrientos, que con tan poco respeto a la decencia, se exponen a la espectación en uno de los parajes más públicos de la capital.

La guardia que custodiaba a Celeste hizo alto en la puerta; y a ella, acompañada siempre de los esbirros, se le hizo subir por una escalera oscura y sucia situada en el costado: una gruesa puerta con un boquete guarnecido de rejas de fierro se abrió, y con un espantoso rechinido volvió a cerrarse, después que hubieron pasado las personas únicamente necesarias. Celeste estaba casi sin vida; pero el ruido de aquella lúgubre puerta que se cerró tras ella, el de las cadenas de los presidiarios que entraban, la vista de algunas cabezas con erizados cabellos que divisó incrustadas en los boquetes, como si fuesen visiones del infierno, y el eco bronco de los juramentos y la confusa vocería que escuchaba, hicieron que un calofrío horrible como el de la muerte recorriera su cuerpo; y por un movimiento nervioso iba a oponer la misma resistencia que le valió los golpes de los soldados, cuando recordó aquella voz dulce del eclesiástico, aquel rayo de esperanza que había arrojado en su alma, y obedeció a sus verdugos, cubriendo su rostro con sus manos, y arrojando un profundo y ahogado gemido.

Celeste fue llevada por varios callejones lóbregos, llenos de polvo y de basura, hasta una pieza en la que había malas sillas, peores mesas y grandes armazones llenos de papeles: allí estuvo expuesta, hasta que llegaron el juez y el escribano, a las miradas lúbricas y curiosas de todos los carceleros, esbirros y corchetes; horda terrible, de cuyas garras, si el reo sale libre, el inocente sale sin honor.

Celeste no pudo contestar una palabra a lo que le preguntaron, porque cuando quería hablar, el llanto y la vergüenza se lo impedían: el escribano le rogó, se impacientó, juró, caló sus gafas dos o tres veces con rabia, fumó media cajilla de cigarros, y por fin, sentadas las primeras declaraciones, que atestiguaban que la muchacha había robado, y que a consecuencia de su resistencia había resultado un hombre herido y su padre muerto, fue consignada a la prisión como ladrona, escandalosa y parricida.

- ¡Eh!, parece que promete esperanzas la niña, -dijo un tinterillo de chaqueta de indiana, pantalón azul muy ancho y fisonomía picaresca y maligna.

- La muchacha tiene buenos bigotes, y apuesto mis dos orejas a que pronto saldrá libre por más delitos que tenga. ¿Te acuerdas de muchos casos semejantes? ...

- Parece muy romántica; y como habrá leído Los misterios de París, se figurará ser Flor de María. ¿Cuántas Flor de María has visto por esos barrios, camarada?

- Ja, ja ... ya se le quitará el romanticismo con la compañía de las presas; y en cuanto esté un poco más alegrilla, indagaremos cómo va la causa, para que nos toque algo ...

- Vaya, Benito, parece que tienes tu plan ... Hablemos claro.

Los dos interlocutores se aproximaron, y Benito, que era uno de los tinterillos, le respondió:

- Bribón, ¿y tú no tienes plan ninguno?

- ¡Yo! ...

- Tú ...

- Acaso ... Pero no hablo como ...

- Muy bien, así me gusta; pero ¿quien va primero?

- Supongo que el escribano y el juez, y ... -respondió Benito maliciosamente.

- Un demonio para ellos ... entonces nosotros somos mano. Ya sabes, que como estoy al alcance de todo lo que pasa aquí, los porteros, la presidencia y todos me consideran, porque temen que descubra sus podridas; así, yo puedo entrar a la hora que quiera a la prisión de las mujeres.

- Perfectamente; pero si yo te descubro, los demás te quitarán por celos los cuatro reales diarios y tus buscas ...

- Dices bien, -contestó reflexionando Zizaña, que este era el apodo del otro tinterillo que hablaba con Benito;- y por esa causa quiero que nos entendamos ...

- ¿Pero cómo ha de ser?

- Echaremos una porra.

- Convenido.

Se acercaron a una mesa, y uno de ellos trazó dos líneas en un papel, y en el extremo de una de ellas pintó una bolita, y dándole dos dobleces, presentó al otro las puntillas de las líneas.

- Escoge, -le dijo.

- La izquierda, -dijo Benito, rayando con una pluma la línea.

- ¡Perdiste! -exclamó Zizaña con alegría.

- ¡Bah!, ¿y qué me importa?, al fin más tarde o más temprano ...

- Muy bien, muy bien, -volvió a exclamar Zizaña, sonando las palmas de las manos.

- ¿Y cuándo? -preguntó Benito.

- Mañana en la noche, o pasado mañana, será necesario que, por providencia gubernativa, duerma en un separo ...

Como se deja entender, estos dos hombres jugaban, según el lenguaje de los covachuelistas, en una porra, la posesión de la presa.

Celeste, como hemos dicho, fue introducida en la prisión: aquellas puertas sucias y toscas, con gruesas aldabas, se cerraron tras ella, y se encontró aislada entre gentes desconocidas, entre seres degradados. No sé qué sentimiento profundamente doloroso se apodera del corazón, cuando ya la desgracia ha llegado a su colmo, cuando se han agotado los padecimientos, cuando se ha perdido casi toda esperanza; el abandono y el aislamiento se hacen entonces sentir en toda su triste extensión, y necesita el alma alguna cosa superior que la sostenga y fortifique, como el náufrago cuando piensa en apoderarse de la débil tabla que lo ha de salvar; como el viajero a quien abandonan las fuerzas al llegar al oasis; como el caminante que busca una débil rama antes de caer al precipicio. Perder la libertad, perder el honor en prisión, es más que perder la vida; por eso, si hubiera en México hombres de un espíritu filantrópico y humano, habrían promovido antes de ahora el establecimiento de casas de detención, administradas por hombres de una inflexible severidad, de una rígida moral, para que mientras la justicia averigua si en efecto hay o no crimen, se guardara con una separación debida, el respeto a que se debe el infortunio, a la inocencia, o a la virtud.

Celeste, como no tenía quien la protegiera, no pudo ser colocada en uno de los lugares de distinción, que, sea dicho de paso, son unas piezas o galerías sucias, húmedas y fétidas, donde es siempre preciso estar en unión de otros criminales.

La prisión se compone de un corredor angosto, de las sucias habitaciones de que se ha hablado, y de una galera con un banco de piedra al derredor, que sirve de dormitorio: en el piso bajo hay un patio con una fuente y estanque donde se lava la ropa, una mala cocina con el techo lleno de humo y medio cayéndose, donde las presas condenadas al trabajo, se emplean en moler maíz para hacer las tortillas, o en cocer habas y alverjones, que son la comida ordinaria de los presos. En un ángulo oscuro y solitario están tres o cuatro cuartos, que cuando se cierran sus puertas, quedan en la más completa oscuridad: el piso es de losas, lleno de agua, de insectos, de suciedad; y la atmósfera mefitica y dañada que se respira allí podía haber servido de tormento para los reos, en los tiempos bárbaros de la Inquisición.

La presidenta, que es una presa a quien se le abona una gratificación cada mes, y a quién se le da autoridad para que vigile el orden de la cárcel si es que puede haber orden en semejantes lugares, condujo a Celeste por toda la prisión; y la muchacha, como si experimentase un vértigo, se dejó maquinalmente llevar paseando sus ojos abiertos y descarriados por aquellas paredes negras, por aquellas habitaciones inmundas, por aquellos rostros de las criminales, en cuyas fisonomías burlonas, se descubría el hábito del crimen y la corrupción que había casi extinguido en su alma lo que se llama conciencia. Cómo Celeste, delicada, tímida e inocente, pudo resistir a estas impresiones, a estos inauditos dolores, es lo que sólo puede comprender Dios, que en las ocasiones solemnes da a los pobres mortales lo que se llama fortaleza.

En la noche, Celeste fue conducida al dormitorio común, no se atrevió a suplicar, ni a pronunciar una palabra, y aun estaba privada de llorar, porque tenía miedo de las paredes de la prisión, de las presas y hasta de los insectos que volaban en el aire; su corazón se partía, su alma gemía de dolor, y su razón estaba próxima a extraviarse. El hambre, la fatiga y las emociones doblegaron su débil naturaleza, y cayó entre aquella multitud de mujeres, aglomeradas unas sobre otras, presa de un sopor y de un sueño febril, mucho más agitado y doloroso que el que experimentaba cuando sufría, al lado de sus padres enfermos, los horrores de la miseria. Celeste no dormía, pero tampoco se hallaba completamente despierta, la vibración de las campanas de los relojes de las iglesias vecinas hacía estremecer su corazón, y la respiración fuerte y ruidosa de las presas, que dormían tranquilamente, hacía erizar sus cabellos. A la vacilante y débil luz de la vela de sebo, que, colocada en un farol, alumbraba el dormitorio, veía levantarse de los bancos de piedra, y deslizarse por las paredes, gigantescos brazos armados de puñales, figuras grotescas que la amenazaban, sombras y fantasmas sangrientos que exhalaban dolorosos quejidos; si cerraba fuertemente los ojos, las visiones se multiplicaban, y aparecían más deformes, más amenazadoras y Celeste, entonces, encogiendo todos los miembros de su cuerpo, ahogaba entre sus labios el grito que le arrancaba el miedo. Y después, en medio de esas visiones de horror y de duelo, que le representaba su cerebro trastornado, veía la figura pálida e interesante de Arturo; un amargo desconsuelo bañaba su alma, y un agudo dolor le punzaba el corazón. Era una ilusión, que se le desvanecía entre las sombras de los criminales, una esperanza dulcísima, que había venido a morir entre las rejas de una inmunda cárcel.

- ¡Oh!, ¡la muerte, la muerte, Dios mío!, es el único remedio que puedes mandarme, -murmuraba Celeste en lo interior de su alma, y luego caía en un nuevo vértigo, muy parecido a las agonías de un moribundo.

El dormitorio, como se ha expresado, es un lugar sucio, mal ventilado, y cuyas paredes están cubiertas de chinches; pero estos padecimientos desaparecieron completamente, ante los sufrimientos morales, de que se ha procurado dar una idea.

En cuanto brilló el primer rayo de luz, Celeste se quiso levantar, pero se encontró casi desnuda; su rebozo, sus zapatos, sus medias, su ropa interior, todo había desaparecido; la presidenta hizo sus averiguaciones para indagar quién había robado a la nueva presa, pero todo fue en vano. Entonces, movida a compasión, le prestó unos harapos, con los cuales pudo cubrir su desnudez, y se sentó confusa y anonadada en un rincón del dormitorio, allí formó una resolución desesperada, y fue, no sólo la de confesar el delito que se le imputaba, sino agregar otros mayores, para lograr con esto el que se la condenase a muerte. Llegada la hora en que se le llevó delante del juez, se afirmó más y más en esta loca idea, y con una completa serenidad confesó cuanto quisieron que confesara; Benito y Zizaña estaban locos de contento de que hubiese materia para determinar que se le pusiese en un separo.

- ¿Qué les parece a ustedes, qué alhaja tenemos en la Celeste, caballeros? -dijo el escribano, quitándose los anteojos, y cuando, después de que retiraron a la muchacha, acabó de escribir la última foja de un pliego de papel sellado.

. ¿Cómo?, explíquese usted -preguntó Zizaña.

- ¿Quién diría que con su carita de virgen había de tener esta mujer un alma de Lucifer? ¿No han oído ustedes?

- Apenas hemos escuchado, -dijo Benito con indiferencia ...

- Pues, señores, -continuó el escribano flemáticamente,- esta perlita que no cumple los dieciocho, es ladrona, infanticida, parricida; qué se yo cuántas cosas más ... Lástima da, en efecto, pero es menester ponerla en un separo, porque es de temer que contagie a otras, cuyos vicios, al fin, son de poca monta.

Benito y Zizaña cambiaron una mirada de inteligencia y satisfacción.
Presentación de Omar CortésCapítulo decimoctavo Capítulo vigésimoBiblioteca Virtual Antorcha