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MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO VIGÉSIMO

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EL TINTERILLO


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Como los trámites judiciales son entre nosotros tan lentos, y ya sea para absolver al inocente o para castigar al culpable, pasan días, semanas, meses y hasta años, a no ser que en estos asuntos intervenga el dinero, el influjo u otra clase de interés, como el que tenían, por ejemplo, los tinterillos Benito y Zizaña, transcurrieron quince días sin que nada se determinara respecto de Celeste. Durante ellos, la vida de Celeste, como puede bien concebirse, pasó lenta y horrible en la prisión; y si bien se le mitigaron los terrores pánicos que al principio experimentó, los pésimos alimentos, la desnudez, lo malsano del local, y más que todo, la amistad por decirlo así, que habían concebido por ella algunas criminales, la tenían en un estado continuo de tortura, que en su interior ofrecía a Dios, esperando que muy pronto, una sentencia de muerte, concluiría con estas penas; si Celeste no hubiera tenido esta esperanza, habría, sin duda, perdido el juicio. La ocurrencia de la muerte del alcalde de barrio, que, según recordará el lector, fue asesinado por el supuesto platero que reconoció el fistol, fue una circunstancia que agravó más la causa, y que dió lugar a que se le condujera otra vez ante el tribunal para hacerle este nuevo cargo.

Hemos dicho que Celeste, ignorando que la justicia de México deja envejecer a los reos en las cárceles, principalmente si son del sexo femenino, había confesado crímenes que no había cometido; mas cuando realmente se le acusó como cómplice o instigadora de un asesinato, negó con dignidad toda participación en este delito, y suplicó con la mayor inocencia al juez y al escribano que la condenaran a muerte, pues le parecían bastante los delitos que había confesado. Estos sonrieron, e inclinados, como somos todos los hombres, a juzgar favorablemente a las mujeres hermosas, pensaron en su interior que acaso podía esta muchacha tener menos delitos, pero como las declaraciones estaban todas conformes, y condenaban terminantemente a la muchacha, y las sospechas eran todas fundadas, puesto que el alcalde de barrio fue asesinado la noche del día en que ejecutó la prisión de Celeste, no había medio de salvarla. Así, la compasión de los encargados de la justicia fue pasajera, y quedó acordado que Celeste ocuparía un separo, al menos mientras se esclarecía algo más este último punto; desde esa misma tarde se confinó a Celeste al separo. Ya hemos dicho lo que es un separo, una bartolina llena de humedad, y con el techo tan bajo, que casi es imposible la respiración; la presidenta, acostumbrada a estas escenas y a la vista de tales lugares, llevó a la muchacha, y cerrando la puerta con una gruesa llave, se retiró con la mayor frialdad; Celeste no opuso resistencia, y en el momento en que cerrada la puerta, quedó en una completa oscuridad, buscó a tientas un rincón, se sentó en las losas frías y dió rienda suelta al llanto, que por tanto tiempo había reprimido en su corazón. Tenía que llorar a su padre muerto, a su madre moribunda, a su ideal amante perdido, a su libertad, a su honor manchado; muchas lágrimas necesitaba por cierto para tanto dolor. No oía en aquel calabozo las horas, y a haberlas contado por sus martirios, las hubiera calculado como siglos, pero era sin duda, una hora avanzada de la noche, cuando todavía lloraba; el frío de las losas había entumido sus miembros, y sentía que, mientras sus rodillas estaban como la nieve, su cabeza ardía como un volcán.

Un ruido lejano, que se escuchó en medio de aquel silencio profundo, la hizo estremecer; el ruido se aproximó más, y sintió clara y distintamente los pasos de un hombre; a poco, una llave dió vuelta en la cerradura, y la puerta del calabozo se abrió poco a poco; Celeste, sobrecogida, se refugió al rincón.

- Yo soy, muchacha, -dijo una voz agria, pero que procuraba dulcificar el que la profería,- yo soy, no te asustes.

Zizaña, que era el que entraba al calabozo de Celeste, encendió un cerillo que pegó en la pared, y de puntillas, con la respiración trabajosa, los ojos ardiendo en deseos, con la boca entreabierta y con los brazos en actitud de obrar, se acercó al rincón, donde hecha un bulto informe y con el terror retratado en el rostro, permanecía Celeste.

- No hay de que asustarse, muchacha, -dijo Zizaña,- vengo sólo a hablarte de tus asuntos; tu causa está mala y vas a ser sentenciada a muerte.

- ¡Ah! ¡Estoy sentenciada a muerte! -exclamó Celeste, sonando las palmas de las manos.

Zizaña, que aguardaba que esta noticia haría una profunda impresión en la muchacha, retrocedió asombrado.

- ¿Con que no te da cuidado esta noticia?

- ¡Sentenciada a muerte! -repetía Celeste con una alegría que. a cualquiera otro, que no hubiese sido el endurecido tinterillo, le habría desgarrado el corazón.

- Sí, sentenciada a muerte, -dijo Zizaña con flema y acercándose siempre poco a poco a Celeste.

- ¿Y cuándo? -preguntó ésta.

- ¿Cuando? ... Muy pronto. pero mira, muchacha, te explicaré, y verás como no es muy agradable morir.

Celeste reconcentró su atención, y Zizaña, con una sonrisa sarcástica, prosiguió:

- Pues en primer lugar se te pone en capilla; tres días se te da de comer muy bien, porque, hija mía, a los reos se les engorda como a los cochinos, antes de matarlos. En los tres días la capilla está llena de padres camilos, vestidos de negro, con una cruz roja en el pecho, de hermanos de cofradías y de otras gentes que tienen por oficio, dizque hacer caridad, cuando menos se necesita.

Celeste permanecía inmóvil, y Zizaña comenzó a comprender que podía sacar un buen partido de la charla y prosiguió:

- Los padres te atormentan los tres días, pintándote los martirios horrendos del infierno, adonde los que ha derramado sangre y han robado como tú ...

Celeste alzó los ojos al cielo, y después, bajándolos, continuó escuchando:

- Padecen, -continuó Zizaña,- el fuego eterno, y los diablos les dan a beber plomo y azufre ardiendo. Concluídos los tres días te sacan de la cárcel, y con un grande aparato y pompa te llevan por las calles, y las catrinas, adornadas como si fueran al teatro o al baile, se asoman a los balcones, y ven el color de tu pellejo y el de tu cabello, y examinan tu cara, y si te compadecen, se consuelan pronto con sus amantes, que detrás de ellas les dicen muchos requiebros al oído.

Celeste se extremeció, porque pensaba que tal vez Arturo la vería pasar para el suplicio.

- ¡Bueno! -dijo para sus adentros Zizaña,- la comedia ha surtido su efecto, y la muchacha será mía.

Después de una ligera pausa, que hizo de intento para que filtraran sus palabras en el corazón de la muchacha, continuó:

- En medio de fruteras y vendedores de biscochos, cercada de soldados y de padres, llegas al cadalso, y allí el verdugo corta tu trenza, te sienta en un palo, y después enreda una mascada con una bola de fierro a tu cuello, y da vueltas ... da vueltas ... da vueltas ... hasta que te ahoga ...

Celeste llevó maquinalmente su mano al cuello, y Zizaña se tapó la boca para no soltar la carcajada.

- ¿Con que quieres ser libre, muchacha?, ¿quieres dormir en mis brazos, en vez de caer en las manos del verdugo? -dijo Zizaña apromimándose más a la joven.

Celeste se levantó de la postura encogida y sumisa en que estaba, y enhiesta, orgullosa, altiva como una reina, echó una mirada de desprecio sobre el tinterillo; su tez pálida y transparente, en que resaltaban sus rasgados y dolientes ojos, su cabello, que en desorden caía sobre sus hombros blancos, le daban el atractivo de una Magdalena.

Zizaña, exaltado, se arrojó a estrecharla en sus brazos; pero Celeste lo empujó fuertemente, y con voz llena de altivez, le dijo:

- ¡Fuera!, ¡fuera del calabozo de la presa y de la ladrona!, no quiero piedad ni compasión de los hombres; quiero la vergonzosa muerte que se me aguarda, y nada más.

- ¡Hola!, ¡hola! -dijo en voz baja Zizaña,- pues que no ha surtido la comedia el efecto que yo esperaba, apelemos a quien todo lo puede, -y sacando del bolsillo algunas monedas de oro y plata, las presentó a la vista de Celeste, sonándolas con regocijo.

- No creas que yo trato de darme por bien servido, muchacha, que además de sacarte de esta prisión, te daré dinero para que compres bonitos túnicos y zapatos de seda, para que no tengas tus pies, tan chiquitos y tan blancos, en las losas frías.

Celeste sonrió con desprecio.

- ¡Hola! -volvió a decir Zizaña en voz baja,- puesto que no valen ni la comedia ni el interés, apelaremos a la tragedia.

- ¡Muy bien, infame! -gritó fingiendo una rabia concentrada y sacando un puñal,- una vez que no vale el buen modo, te voy a hacer mil pedazos, si no consientes en obedecerme.

Celeste sonrió amargamente, y sin dar muestra de miedo, sonaba las manos y exclamaba:

- ¡Sentenciada a muerte! ¡Sentenciada a muerte!

- Esta mujer está loca, -dijo el tinterillo,- probemos el último medio, porque ya es demasiado tarde, y si algunas presas están despiertas, y principalmente esa furia de Macaria, me meterá en mil enredos y chismes, y en estas cosas lo que vale es la astucia y el secreto.

- ¡Eh, infeliz! -dijo con tono alto Zizaña,- vas a morir, y a este tiempo alzó el puñal para herir a Celeste; pero ésta, lejos de atemorizarse, no hizo el más leve movimiento y mirando fijamente a Zizaña, sonrió de nuevo y exclamó:

- ¡Condenada a muerte! ¡Condenada a muerte!

- ¡Miserable loca! -dijo Zizaña,- será capaz, si me descuido, de estrellarme la cabeza contra una de estas paredes. Mañana tentaremos otros medios, y ya traeré unos mecatitos con que atarle las manos, y una mordaza para que no grite.

Fortificado con tan virtuosa resolución, guardó su puñal y sus monedas, y recogió sus fósforos y su cerillo, y con mucha calma dió vuelta y cerró la puerta.

Apenas se hubo alejado, cuando Celeste hallándose de nuevo en una completa oscuridad, llevó las manos a sus ojos, separó su cabello de su rostro, y exclamó:

- ¡Dios mío! ¡Dios mío!, mi cabeza se pierde, se extravía; -y luego viniéndole las lágrimas a los ojos, dijo:- ¡Gracias, gracias, Señor porque aun me das lágrimas!

Al día siguiente, cuando le llevaron un plato de alverjones duros, la encontraron en la posición en que cayó en las frías losas, cuando se retiró Zizaña.

La presidenta, movida a compasión, y contra las recomendaciones que los esbirros, secuaces de Zizaña, le habían hecho, la sacó un momento al sol; y entonces Celeste se aventuró tímidamente a contar a la presidenta la escena de la noche anterior; pero ésta la tuvo por una mentira, o por un delirio de su fantasía.

- Cuando te vayas acostumbrando a esta casa, -le dijo,- ya se te quitarán esas visiones.

Celeste se calló la boca; pero Macaria, que escuchó la conversación le dió un suave tironcito de la ropa, le deslizó un pequeño puñal en la mano y le hizo una seña de inteligencia; Celeste comprendió instintivamente que era un auxilio que le venía del cielo.

Macaria era una mujer de más de treinta años de edad, baja de cuerpo, de grueso cuello y anchas espaldas, labios abultados, carrillos encarnados, nariz chata y arremangada, cejas juntas y pobladas, y ojos pequeños, verdosos y hundidos; tenía, en fin, la mayor parte de las facciones que, según Lavater, constituyen una fisonomía inclinada al crimen. Hacia cuatro años que estaba en la cárcel, y había sido sentenciada a diez años de prisión, por haber matado a su querido por causa de celos; esta mujer tenía un afecto muy vivo a Celeste; y más de una vez había evitado que se le hicieran a ésta los daños que, sin su cuidado, se le habrían hecho. La presidente condujo a Celeste al separo, y Macaria las siguió de lejos, no omitiendo hacerle de nuevo a la muchacha una señal de inteligencia.

En la noche, Zizaña aguardó que, como la anterior, todo estuviera en profundo silencio, y se introdujo en la prisión, provisto de varios útiles que juzgaba indispensables, para dar cima a su diabólico proyecto. Atrevesó de puntillas y con precaución el corredor, bajo la escalera y se puso a observar con cuidado; y notando que todo estaba en el más profundo silencio, siguió su camino, hasta que a tientas dió con la puerta del calabozo de Celeste; metió la llave en la cerradura, y preparaba ya su fósforo y su cerillo, cuando se sintió asido del cuello por una mano fuerte que lo ahogaba, como si fuera la mascada que oprime el cuello de un ajusticiado. Zizaña quiso gritar, pero la voz espiró al salir de sus labios: entonces metió mano al bolsillo en busca de su puñal; pero la persona que lo tenía asido, registrándolo violentamente, le arrancó de la bolsa el puñal, las cuerdas y un pomito que contenía un licor narcótico, que era también uno de los elementos con que el tinterillo contaba para alcanzar una completa victoria, y todo lo arrojó al suelo.

- ¡Me asesinan!, ¡auxillliii! ... -murmuró Zizaña.

- ¡Chust, pícaro! -dijo la persona que lo tenía asido, apretando más fuertemente su cuello.

- ¡Macari! ...

- Sí, Macaria ... yo soy. ¿Te acuerdas que cuando, hace cuatro años, me trajeron a esta maldita cárcel, también veniste, como ahora, a mi calabozo a prometerme libertad, dinero y todo lo que yo quisiera? ... y lo me han dado tú y los léperos, ladrones y pillos, que dizque hacen justicia, son diez años de encierro y de tormentos, que los pagarán en el infierno, porque si yo maté a mi amante, fue porque me engañó, porque ... en fin ...

Zizaña, que sentía que Macaria lo ahogaba, no atendía por supuesto a este razonamiento, que era dicho con una voz llena de rabia y de ira, y apelando a la defensa instintiva y natural, asió también del cuello a la presa, y entonces se trabó una lucha horrible en la oscuridad, oyéndose sólo por intervalos maldiciones confusas y cortadas, y de vez en cuando un trabajo estertor, que demostraba bien los esfuerzos que ambos hacían para ahogarse. Macaria, como hemos dicho, era fuerte y de contextura atlética; así es que, a pesar de la debilidad común a su sexo, logró echar a su adversario por tierra; Zizaña dio un quejido e imploró la piedad de la presa, que había apoyado la punta fría de su puñal en el corazón del tinterillo.

- Muy bien, infame lépero,- le dijo Macaria,- te perdono la vida, pero a condición de que jamás vuelvas a intentar nada contra esta pobre muchacha; y si influyes en que se le agrave la sentencia, este puñal será para tí.

Zizaña lanzó otro quejido, y Macaria, que sólo le había por diversión introducido media línea del puñal en el pecho, soltó una carcajada, y dejándolo levantar, le dijo:

- ¡Fuera, miserable; fuera de aquí!

Zizaña no se hizo repetir dos veces la orden, y levantándose, se deslizó por entre aquellos oscuros y lóbregos callejones, subió la escalera, y salió de la prisión, dándose por muy feliz con haberse libertado de las garras de Macaria, la cual por su parte se dirigió al dormitorio, riéndose del susto que había dado al cobarde que hacía cuatro años la había engañado con falsas promesas. Celeste, llena de terror, escuchó las voces, los quejidos, las pisadas, sin comprender lo que pasaba; a poco los pasos se alejaron, y todo volvió a quedar en un profundo silencio.
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