Presentación de Omar CortésCapítulo decimoséptimo Capítulo decimononoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DECIMOCTAVO

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APOLONIA

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Jalapa es un país singular, situado entre las montañas. El Cofre de Perote, el Pico de Orizaba y toda esa inmensa sierra llena de grietas, de barrancos, de grutas y de cascadas, se divisa desde los edificios de la ciudad. Los plátanos, los limoneros, los naranjos y los guayabos crecen en los jardines; en los bosques frondosos y vírgenes destila de los árboles el liquidámbar; se enredan en los corpulentos fresnos las campánulas y las yedras; y por entre el espeso y brillante ramaje asoman sus corolas la encendida rosa, la blanca azucena, el matizado clavel, el melancólico lirio y el rojo cacomite. El clarín de las selvas, el zenzontle y las calandrias pueblan los aires con su inimitable melodía; las brisas que vagan por entre estos jardines plantados por la mano de Dios, son frescas y perfumadas; y cuando está el cielo azul y brillante, da vida, alegría y animación a todos estos bellísimos objetos, y los campos toman un tinte de indefinible y poética melancolía. Quién sabe qué influencia desconocida tiene su clima en la organización nerviosa; pero lo cierto es que los dolores morales se disminuyen, que de la melancolía se pasa a la resignación, de la resignación a la calma, de la calma a la alegría, y por esta gradación insensible vuelve el corazón a rehabilitarse para el amor, para la amistad, para la caridad, para la indulgencia con nuestros semejantes; sentimientos todos sagrados y sublimes que no pueden estar jamás mezclados con la hiel del desengaño, que produce en el amor el conocimiento de la maldad humana; esta es la naturaleza de Jalapa.

Añadamos a esta poesía la que le presta la situación material de la ciudad; casas modestas y aseadas, calles en elevación o declive, que si bien son incómodas para el tránsito, agradan a la vista por el variado panorama que a cada paso presentan; añadamos a esto todavía el carácter particular de sus habitantes.

Las mujeres dominan en la población; son de un trato franco, jovial y alegre; por lo general hermosas, de tez fresca y nacarada, de formas desarrolladas y afectas a la música, al campo, a la limpieza y a la elegancia sin el refinamiento del lujo.

Todas estas circunstancias reunidas hacen de Jalapa un país singular. Nuestros dos amigos, como habían convenido, permanecieron algunos días en Jalapa, o mejor dicho, Arturo, alegando debilidad y falta de salud, comprometió al capitán a que lo acompañase, prometiéndole que emplearía el influjo de su padre en conseguir del Ministro de la Guerra o de la Comandancia General que se revocase la orden de su marcha a Chihuahua, así como apurar su entendimiento, sus amistades y su dinero en contra del infame y avariento tutor de Teresa. Seducido por estas promesas, o acaso porque a esto lo inclinaba su carácter, condescendió en quedarse algunos días, dejando para la vuelta a México el arreglo de todos los asuntos.

El capitán Manuel y Arturo fueron presentados en una de las casas principales de Jalapa; y ya con esto tuvieron en pocos días de campo abierto para asistir a todas las reuniones, tertulias y paseos, y para visitar a las más bonitas muchachas de la ciudad. Como eran jóvenes, apuestos y elegantes, fueron perfectamente acogidos; y las muchachas, amables por educación y por carácter, tuvieron para ellos sonrisas y miradas, y todas aquellas dulzuras que derraman las mujeres en su conversación, por frívola que parezca. El capitán, reservado, frío hasta cierto punto, sin faltar a la educación, se abstuvo de emprender ninguna conquista amorosa; y guardando una fidelidad, no muy común entre los hombres de este siglo, permanecía encerrado en el cuarto de la casa de diligencias, lugar donde pasó la conversación que hemos referido en el capítulo anterior, o bien montaba a caballo y se dirigía por los primorosos sitios que circundan a Jalapa, entregado a esas vagas meditaciones que tanto alivian el alma lastimada por el amor.

En cuanto a Arturo, libre del crimen de asesinato que era la causa principal porque se vió en peligro de perder el juicio, olvidó muy pronto a Teresa, porque no podía amarla perteneciendo a su amigo, y a Celeste porque era ya una criatura indigna de su cariño; respecto a Aurora, conservaba siempre en su corazón un resto de cariño, pero de ese cariño vago y sobre el cual jamás se funda ninguna esperanza, ni un seguro porvenir. Estando su espíritu en esta disposición, se propuso pasar alegremente algunos días; y a fe que para esto se presta maravillosamente la sociedad jalapeña; algunas ocasiones se reunían varias familias y disponían días de campo; ya se sabe lo que son entre nosotros esos días, en que las muchachas van unas en burro y otras a caballo; en que cada familia se encarga de llevar un manjar, lo que hace que la comida sea un magnífico banquete; y en los que se baila, se canta, se ríe con una alegría loca. Las caídas de las muchachas, las dificultades que tienen para gobernar a los asnos, hasta la lluvia que sorprende a la comitiva en el camino, son otros tantos incidentes que sirven de placer y de motivo de risa; describir el júbilo que reina en estas reuniones, sería una cosa imposible. Cuando no eran días de campo, eran tertulias, donde se reunían diez o quince muchachas lindas, vestidas con sencillez y aseo, y con la risa siempre en los labios y la alegría en los ojos; una tocaba el arpa, instrumento favorito de las jalapeñas, y acompañaba con ese divino instrumento a dos o tres compañeras que cantaban esas canciones nacionales tan sentimentales y llenas de armonía; después se bailaban cuadrillas, contradanzas y hermosos valses alemanes; y por fin, se platicaba, se embromaban unas con otras sobre amoríos y pasatiempos; y a las once o doce de la noche Arturo se retiraba a reposar, lleno de ese deleite vago que se experimenta cuando se ha olvidado el pasado y no se piensa en el porvenir. Siempre que Arturo entraba a su cuarto, encontraba al capitán o leyendo o durmiendo con una especie de agitación febril.

- Estás muy triste, Manuel, -le decía Arturo con interés,- es necesario que te diviertas y que disipes esa melancolía que te va a matar; las muchachas me han preguntado por tí, y creen que eres un hombre feroz e intratable.

- Algo más soy, Arturo, -le respondió el capitán sonriendo tristemente.

- ¿Qué cosa?

- Un ente ridículo; un enamorado llorando y suspirando siempre, es altamente fastidioso para la sociedad; así es que por eso yo no voy a ella. Teresa vive conmigo constantemente: en mi sueño, en mis horas de vacilación, en el silencio y en la oscuridad la tengo junto a mía; veo su frente pálida, siento el contacto de sus labios suaves sobre mi frente, y el de su mano que acaricia mis cabellos ... Cuando desaparece Teresa de mi lado, entonces el demonio sopla sobre mi alma y enciende el fuego de la venganza, y pienso en el tutor ... Ya ves, que tengo mi infierno y mi gloria, ¿para qué he de ir a la sociedad?

- Tienes razón, amigo mío, tienes razón.

Ahora podrá preguntar algún lector curioso: ¿cómo es que siendo Arturo el tipo del enamorado sentimental, no lo está ya de una de tantas bellas jalapeñas como trata? Vamos a satisfacer esta curiosidad, a fuer de exactos y minuciosos narradores.

Entre las muchachas con quienes Arturo había concurrido, había una que se llamaba Apolonia, con quien se había esmerado la naturaleza, que ha sido liberal hasta por demás en prodigar belleza a las hijas de ese risueño rincón de tierra, que se llama Jalapa; no tenía quince años cumplidos, y su tez era fresca y rosada; dos ojos de un castaño claro expresaban todas las inocentes y tranquilas emociones de su alma; sus labios, siempre entreabiertos para sonreír, dejaban ver sus dientes pequeñitos y unidos; su estatura era baja, pero airosa, y todas sus formas redondas y primorosas. Sus manos eran como las de los ángeles de Rafael; sus pies de niña, y su cabello castaño oscuro, delgado y suave. Apolonia no usaba anillos, ni pendientes, ni gargantillas, ni adornos en la cabeza; un vestido sencillo de muselina era todo su adorno, y una flor natural y aromática en el peinado o en el pecho; era, pues, la hija de la naturaleza, y le bastaba su propia gracia para ser hermosa. Al principio Arturo no fijó su atención en Apolonia; pero en uno de sus paseos la acompañó por casualidad, y sintió que la niña apoyaba dulcemente su brazo en el suyo.

- Apolonia, -le dijo Arturo,- ¿sería yo tan felíz, que si preguntara a usted ciertas cosas me contestara francamente?

- Todo lo que usted quiera; no tengo secretos, -le contestó con la mayor ingenuidad.

- ¿Está usted enamorada de alguien?

- Sí, Arturo.

- ¿Y de quién, hermosa Apolonia?

- De usted, Arturo.

Arturo la miró con asombro, y casi con disgusto, pues no siendo una costumbre social que las mujeres hagan semejantes declaraciones a los hombres, no dejó de disgustarle; pero Apolonia no se turbó, ni subieron los colores a su rostro, y antes por el contrario, prosiguió con la mayor ingenuidad la conversación.

- Si fuera cierto lo que usted dice, Apolonia, -dijo Arturo,- sería yo el más felíz de los hombres.

- Vaya, -respondió Apolonia riendo,- pues en poco hace usted consistir su felicidad. Es usted un joven de buen cuerpo, de bonita cara, elegante, alegre, buen amigo ... ya ve usted, no sólo yo le quiero, sino todas las muchachas.

Arturo que no necesitaba mucho para entusiasmarse, dijo algunas palabras sentimentales, pero la muchacha le interrumpió:

- Calle usted, lisonjero, engañador, -y haciendo un gracioso gesto, se soltó de su brazo y corrió tras de una brillante mariposa, después se puso a cortar violetas y rosas, a correr, a jugar con sus amigas, y fnalmente volvió sudorosa y fatigada a tomar el brazo de su amigo.

- ¡Bah! -dijo Arturo para sus adentros,- esta es una niña a la que le falta mucho para formarse, y de la cual no se puede sacar partido.

Otra noche en la tertulia, Apolonia tomó el arpa y llamó a Arturo.

- Venga usted, -le dijo,- le voy a cantar a usted una canción que ha de gustarle; acérquese usted.

Arturo se acercó efectivamente, y la muchacha recorrió con sus manecitas las cuerdas del arpa y produjo una armonía deliciosa; tosió, después sonrió, miró maliciosamente a sus amigas y comenzó a cantar una canción. Sus notas eran primero dulces como las del canario cuando está enamorando a su delicada compañera; subieron después fuertes y armoniosas, como las del clarín de las selvas, y finalmente, espiraron melodiosas y sentimentales, como los gemidos de la tórtola.

- Muy mal lo he hecho, ¿no es verdad, Arturo? -dijo Apolonia cuando acabó de cantar y poniendo su mano sobre la de Arturo.

- ¡Divinamente, Apolonia! Tiene usted una voz de ángel.

Toda la concurrencia aplaudió; y uniendo sus instancias a las de Arturo, Apolonia volvió a cantar de nuevo.

Arturo se retiro a su casa, pensando que si Apolonia era una niña, era una niña encantadora.

Al día siguiente muy temprano, y sin atender a los ruegos del capitán que lo invitaba para uno de sus favoritos paseos solitarios, se fue a casa de Apolonia.

- ¿Con que se va usted a casar en México? -le dijo ésta después de saludarlo.

- ¿Quién ha contado a usted esto, Apolonia? Es absolutamente falso; yo no amo a nadie en México; Jalapa es el país de mi predilección; y si yo escogiera mujer, sería en este bello país.

- Haría usted muy mal, -repuso la muchacha con sencillez,- las mexicanas tienen más talento, más educación; y usted, Arturo, no estaría contento con llevar a una pobre aldeana a su gran capital. Cásese usted, Arturo, y si alguna vez voy a México, le prometo ser buena amiga de su mujer.

Arturo miró a Apolonia para observar si había en el fondo de estas palabras algún acento de ironía o de reproche; pero muy a su pesar se convenció de que eran dichas con la mayor verdad y sencillez.

- No comprendo este amor de Apolonia, cuando me dice que me case, pensó Arturo.- Decididamente es una niña.

Cuando estuvieron solos, Arturo se aventuró a preguntar a Apolonia:

- ¿No tendría usted celos, si yo me casara, Apolonia?

- ¡Celos! -exclamó ésta.

- Sí, Apolonia, celos.

- ¡Oh! de ninguna manera; yo quiero a usted como quiero a mis amigas, a mis tíos. No se vaya usted tan pronto, Arturo, añadió con interés; permanezca usted algunos días más en Jalapa.

Después de estas conversaciones, Arturo insensiblemente prefería a Apolonia para darle el brazo; se sentaba las más de las veces junto a ella, y se extasiaba cuando la niña le hacía algunas preguntas que revelaban su inocencia, y que Arturo se veía forzado a resolverle, engañándola como a un muchacho. Apolonia, por su parte, se entristecía cuando Arturo no estaba en su compañía a las horas acostumbradas; reñía con sus amigas y ponía a Arturo una carita adusta, que se tornaba placentera y risueña, luego que el joven entablaba la conversación. Las gentes decían a Arturo que estaba enamorado de Apolonia, y éste respondía que no era cierto, pues ésta era una niña; y cuando decían esto mismo a la muchacha, contestaba con mucho candor que desearía que Arturo se transformase en mujer para ser su amiga íntima.

Terminados los ocho días y dos más que se tomó Arturo, el capitán Manuel, triste y fastidiado hasta el extremo, no quiso condescender más, y ambos amigos montaron en la diligencia y regresaron a México. A Apolonia se le vinieron las lágrimas a los ojos cuando se despidió del joven; éste prometió no olvidar a su buena amiga, escribirle y enviarle semillas de flores y otras frioleras que abundan en la gran capital de la República.
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