Presentación de Omar CortésCapítulo decimosexto Capítulo decimoctavoBiblioteca Virtual Antorcha

MANUEL PAYNO

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EL FISTOL DEL DIABLO

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CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO

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EN JALAPA

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Ahora, mi querido Arturo, que estamos solos, y que nuestro espíritu está un tanto más tranquilo, -dijo el capitán,- cuéntame todo lo que sepas, y yo a mi vez lo mismo, para lograr el que se aclaren tantos misterios.

- De buena gana, -respondió Arturo,- con tanta más razón, cuanto que tengo un interés personal en quede enteramente satisfecho.

- Lo estoy sin necesidad de explicación; hay hombres, que su rostro no les permite mentir, y tú, Arturo, eres uno de ellos; así, pues, sea una conversación de dos amigos, y una satisfacción; tú sabes que soy muy desgraciado, y escucho de tu boca consuelos y esperanzas.

- ¡Gracias, amigo mío, gracias! -le dijo Arturo con entusiasmo;- tienes un noble corazón, y ahora conozco que esta es la satisfacción interna que resulta de obrar bien.

Los dos amigos tomaron sus sillas, encendieron sus puros. Arturo volvió a tomar la palabra:

- No sé, -dijo,- qué influencia ejerce sobre mi Rugiero, a quien tu conoces; pero lo cierto es que contra mi voluntad muchas veces me veo arrastrado por la magia de sus palabras y el poder de su talento. Yo conozco en lo íntimo de mi alma que muchas de sus máximas son perversas, y sin embargo, las sigo ... menos en esta vez.

- ¿Pero qué relación tiene Rugiero con lo que nos ha pasado?

- Más de lo que parece, Manuel, -repuso Arturo,- y lo que te voy a decir, es con el mayor secreto.

- La noche fatal del 6 de junio, que tendré presente toda mi vida, Rugiero me invitó a una aventura; yo accedí, y nos dirigimos al barrio de la Palma.

- ¿Al barrio de la Palma? -preguntó Manuel.

- Sí, y después de dar vueltas por varios callejones sucios y oscuros, subimos a una casa arruinada, y al parecer vacía.

- ¡Oh! -exclamó el capitán.

- Eran cerca de las nueve y media de la noche; la calle estaba sola y lóbrega, y yo no sé qué secreto temor hacia latir violentamente mi corazón. Rugiero se introdujo conmigo, y me dijo que aplicase mi vista en el agujero de una mampara; yo lo hice.

. Dime breve lo que pasó, pues es casi increible lo que me cuentas, -dijo el capitán.

- Entonces, un sacerdote joven, pero de aspecto venerable, estaba en pié delante de un hombre enmascarado, y hablaban palabras que no pude entender.

- ¡Y después? -volvió a interrumpir Manuel con visibles muestras de agitación.

- Después, por otra hendedura de una mampara situada en el costado, ví ... Pero en verdad Manuel, temo renovar tus pesares.

- Dímelo, dímelo todo, Arturo.

- Ví a Teresa, pálida, suplicante, caer de rodillas a los pies de un viejo, que amenazándola, puso sobre su frente el cañón de una pistola.

- ¡Oh, miserable, asesino! -gritó el capitán, dando una palmada en la mesa.- ¿Y qué hiciste, Arturo, qué hiciste? ...

- Lo que por mí pasaba, era como un sueño. Sin embargo, poseído de un furor desconocido, quise romper la puerta, y castigar al criminal; pero me ví arrastrado por Rugiero, que me asió con una fuerza sobrenatural, y cuando acordé, estaba en la calle, sola y oscura. Un hombre salió a mi encuentro, me acometió y yo alcé mi bastón, y el hombre cayó en tierra sin sentido ... Juzga de mi desesperación, cuando reconocí que eras tú.

El capitán se quedó reflexionando un momento, una nube de duda cubrió su fisonomía, y con voz concentrada dijo:

- ¿Me hablas la verdad, Arturo?

- ¡Como a Dios! -repuso éste con el más puro acento de candor.

- Muy bien, -prosiguió el capitán ya más tranquilo.

- En medio de mi agonía no tuve más arbitrio que marcharme, y esa misma noche tomé un asiento en la diligencia que salía para Veracruz; juzga de mi sorpresa cuando reconocí con la luz del día, en la mujer que estaba sentada a mi lado, a tu Teresa.

- Y bien, ¿qué sucedió? ¿dónde está Teresa, dónde? Acaba, por Dios, porque siento que se me rompen las arterias del corazón.

- Teresa está en la Habana; me dijo que tu vida y la de ella dependían de que se guardase un profundo secreto y no quiso, ni aún indicarme cómo se había librado de las manos de su asesino; ha prometido escribirnos, y sólo sus cartas podrán aclarar el misterio. Mucho sufría, Manuel, cuando bañada en llanto y casi moribunda, se quitó del cuello un retrato, y con un rizo de su cabello me encargo que te lo diese.

- ¡Y yo que te creía un traidor, y que te buscaba para matarte! -dijo el capitán tristemente.

- Ya lo ves, Manuel, qué equivocados son los juicios de los hombres.

- ¿Pero, dónde, dónde están el retrato y el rizo de pelo? -dijo el capitán con ansia.

- Aquí los tienes, Manuel, -contestó Arturo, sacándolos de su saco de noche y poniéndolos en manos de su amigo.

El capitán besó el rizo de pelo con una mezcla admirable de amor y de respeto.

- Me dijo Teresa, que este retrato lo había tenido junto a su corazón, en los momentos de mayor angustia y dolor.

Manuel tomó el retrato, y se puso a mirarlo silenciosamente; después de veinte minutos de ese éxtasis profundamente doloroso que se experimenta cuando se contemplan las facciones de una mujer querida, que está muy lejos de nosotros, o que acaso hemos perdido para siempre, lo besó dos o tres veces, y guardándolo en la bolsa, dijo con voz solemne:

- ¡Y habérmela arrancado cuando iba a ser mía para siempre! ¡Creerla en mis brazos por toda la vida, y dividirnos hoy un mar! ... Esto es muy cruel, Arturo, muy cruel; nunca ames a nadie.

Arturo, que notó que una lágrima temblaba en la pestaña de su amigo, procuró cambiar la conversación y le dijo:

- Te he contado ya, amigo mío, parte de lo que me ha pasado; ahora es fuerza que tú me digas ...

- Es muy sencillo, -interrumpió Manuel,- haciendo un visible esfuerzo para olvidar la fuerte emoción de que estaba poseído; yo recibí una carta de Teresa, y acudí a la cita, y buscaba las señas de la casa, cuando te encontré. De pronto caí aturdido; pero al cabo de algunos minutos recobre mis sentidos, me levanté, limpié la sangre que oscurecía mi vista, até mi cabeza con un pañuelo, y apoyándome en las paredes, logré llegar a mi casa. Al día siguiente, que fue el médico, me declaró que la herida no era grave; y por otra parte, el vivísimo deseo que tenía de saber de Teresa abrevió mi curación, de manera que a los tres días salí a la calle. Me dirigí primero a la casa de la cita; estaba sola, polvosa, medio arruinada, y los vecinos me dijeron que hacía muchísimo tiempo nadie la habitaba, porque en la noche se oían quejidos y ruidos de cadenas. Dejo a tu imaginación el figurarse la multitud de ideas siniestras y desconsoladoras que se me vinieron a la cabeza; pero resuelto a indagarlo todo, me dirigí a casa del tutor, y decididamente le dije que iba a saber de Teresa.

- ¿Teresa? -me respondió dando un aire compungido a su fisonomía y limpiándose los ojos con su pañuelo,- es una joven desgraciada, que se ha deshonrado.

- ¿Cómo deshonrado? -le pregunté colérico.

- Sí, se ha fugado con un amante; y yo me sospechaba que era con vos, señor capitán, me contestó con humildad, y aún había dado parte de este hecho a la comandancia general, pero veo que me he engañado, añadió poniéndose su sombrero, y voy ahora mismo a impedir todo procedimiento. Yo prorrumpí en maldiciones y juramentos; pero el viejo, con una paciencia ejemplar, logró calmarme; me ofreció su protección, y añadió que él procuraría indagar si Teresa era víctima de alguna traición, y que en el caso de que aun fuera digna de mí, contribuiría a mi felicidad.

Arturo oía espantado toda esa relación, y aprovechando un momento le dijo al capitán:

- ¿Recuerdas la fisonomía del tutor?

- Perfectamente.

- Descríbemela.

Manuel describió la fisonocía del tutor de Teresa, a quien ya conocen los lectores.

- ¡Oh!, es el mismo, el mismo, -gritó Arturo.

- ¿Cómo el mismo? -preguntó el capitán alarmado.

- ¡Imbécil!, el mismo que apoyaba el cañón de la pistola en la frente de Teresa.

- ¡Oh! -gritó el capitán, rechinando los dientes y apretando los puños,- ¡maldito sea el que me ha separado de la mujer que yo más amaba en el mundo! ... Toda su sangre no bastará para satisfacer mi venganza. ¡Oh, Arturo, venganza!, la venganza, después del amor, es lo más dulce que hay en la Tierra ... partamos mañana, Arturo, porque los días me van a parecer largos.

- ¿Y qué piensas hacer? -preguntó Arturo.

- Te diré; al día siguiente de la conferencia que acabo de referirte, recibí una orden en que el gobierno me mandaba a prestar mis servicios a Chihuahua. ¿Lo comprendes ahora? Este infame quería poner un mundo de por medio entre Teresa y yo. Logré la dilación de algunos días, y oculto, disfrazado, habiendo vendido mi caballo y mi ropa, tomé la diligencia, y como sabía por boca de tu misma madre que te habías dirigido a Veracruz, venía resuelto a matarte, Arturo ...

- ¡Pobre Manuel! -dijo Arturo pasando el brazo por el cuello de su amigo.

- Un hombre tan infernal como ese, no debe vivir más, así mi resolución es matarlo.

- No es mi opinión esa, amigo mío.

- ¿Y tú me aconsejas que sea un cobarde, Arturo?

- ¿Y Teresa, Manuel?

- Es verdad, es verdad, -dijo tristemente el capitán,- la perdería para siempre. ¿Qué hacer entonces?

- Vengarse, -dijo Arturo,- pero es preciso pensarlo detenidamente; mi opinión es que estemos seis u ocho días aquí para acabar de curarnos de esta enfermedad moral que aun nos agobia; después iremos a México, buscaremos al eclesiástico que fue testigo de la aventura de Teresa; aguardaremos las cartas de ésta, que deben llegar dentro de pocos días, y ya con certeza y datos seguros, procederemos a quitar la máscara a ese hipócrita; eso queda a mi cuidado. En cuanto a tí, conseguiremos del Ministro de la Guerra una licencia y te marcharás a la Habana, donde te casaras con Teresa y regresarás a México con tu interesante mujer. ¿No te parece que el viejo rabiará al ver a ustedes juntos? En cuanto a dinero, tendrás el que necesites y no tienes por qué afligirte, pues ya sabes que soy rico y que mi bolsa es tuya. Con que negocio concluído, capitán, -añadió Arturo con alegría y estrechando el cuello de su amigo.

El capitán estrechó la mano del joven y le dirigió una expresiva mirada de gratitud.

- Pero grandísimo atronado, -prosiguió Arturo,- aun no acabas de contarme tus aventuras en el camino.

- Es verdad, -repuso Manuel, dándose una palmada en la frente,- combatimos con los ladrones Bolao y yo.

- ¿Y quién es Bolao?

- Un guapo muchacho, alegre, festivo, que te hubiera presentado como un buen amigo, a no ser porque estaba positivamente loco; este joven, riendo y cantando, se ha portado como un héroe y hemos logrado una cosa singular, y ha sido robar a los ladrones.

- ¿Es posible?

- Mira, -contestó Manuel, sacando de su baúl un bolsillo lleno de oro.

- En efecto, -repuso Arturo, tomándole en peso, sonando el oro y colocando el bolsillo sobre una mesa.

- Lo más raro es que se encontrara en la bolsa de uno de los ladrones que murieron, estas dos cajitas, una con el retrato de Teresa, y otra con el fistol que te enseñé.

- ¡El fistol de Rugiero! - volvió a decir Arturo, abriendo la boca y dejando ver en su fisonomía el asombro más completo.

- ¡Cómo! ¿Qué quiere decir esto?

- Es una historia triste, -dijo Arturo,- una ilusión perdida, una flor marchita, un poco de hiel que ha caído en mi corazón: la mujer que yo favorecí y que creí pura como un ángel, es una miserable ladrona.
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