Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo novenoSegunda parte - Capítulo décimoprimero Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMO



Poco a poco Emma fue haciéndose cargo de los temores de Rodolfo. Al principio la había cegado el amor, no había pensado en nada más. Pero, ahora que le era indispensable en su vida, temía perder algo de ese amor, o simplemente que algo lo perturbara. Cuando volvía de casa de Rodolfo, echaba en torno suyo miradas inquietas, espiando cada forma que pasaba en el horizonte y cada ventana del pueblo desde donde se le pudiera ver. Escuchaba los pasos, los gritos, el ruido de los carros, y se paraba más pálida y más trémula que las hojas de los álamos que se balanceaban sobre su cabeza.

Al volver así una mañana creyó distinguir de pronto el largo cañón de una carabina que parecía apuntarle. Sobresalía oblicuamente del borde de un pequeño tonel medio hundido entre las matas, junto a una cuneta. Emma, a punto de desmayarse de terror, siguió, sin embargo, y un hombre surgió del tonel, como esos diablos que salen del fondo de las cajas disparados por un resorte. El hombre llevaba unas polainas atadas hasta las rodillas, la gorra hundida hasta los ojos, le temblaban los labios y tenía roja la nariz. Era el capitán Binet, al acecho de los patos salvajes.

— ¡Tenía usted que haber hablado de lejos! —exclamó—. Cuando se ve una escopeta hay que avisar siempre.

Con esto, el recaudador intentaba disimular el miedo que había pasado, pues una disposición de la prefectura prohibía cazar patos a no ser en una barca, y monsieur Binet, a pesar de su respeto por las leyes, las había infligido. En consecuencia, siempre estaba temiendo que llegara el guardia rural. Pero esta inquietud le avivaba el placer, y, solo en su tonel se congratulaba de su suerte y de su malicia.

Al ver a Emma se mostró aliviado de un gran peso y comenzó a hacerle conversación:

— No hace calor, ¿verdad?

Emma no dijo nada. Binet añadió.

— Ha salido usted bien tempranito.

— Sí —balbució Emma—; vengo de casa de la nodriza que cría a mi hija.

— ¡Ah, muy bien, muy bien! Pues yo, tal como me ve, estoy aquí desde que apuntó el alba; pero el tiempo es tan malo que tal parece que no hay nada que ...

— Que la pase bien, monsieur Binet —lo interrumpió Emma, volviéndole la espalda.

— Servidor, señora —repuso el capitán secamente.

Y se volvió a meter en su tonel.

Emma se arrepintió de haber cortado tan bruscamente al recaudador. Seguramente éste haria conjeturas desfavorables. El cuanto de la nodriza, era la peor explicación que podía haber dado, pues todo Yonville sabía que la niña de los Bovary llevaba ya un año en casa de sus padres. Por otra parte, nadie vivía por allí; aquel camino no conducía más que a La Huchette; de modo que Binet habría adivinado de dónde venía, y no se callaría, lo comentaría, ¡seguro! Pasó todo el día dando vueltas en la cabeza a otros proyectos de mentiras creíbles, sin poder apartar de su mente al imbécil del tonel.

Después de la cena. Charles, viéndola preocupada, quiso, para distraerla, llevarla a casa del boticario, y la primera persona que vio al llegar allá fue nada menos que al recaudador. Estaba de pie ante el mostrador, alumbrado por la luz del fanal rojo, y decía:

— Haga el favor de darme media onza de vitriolo.

— ¡Justino! —gritó el boticario—. ¡Trae el ácido sulfúrico!

Después, a Emma, que quería subir al piso de madame Homais:

— No, quédese, no se moleste, ella bajará pronto. Mientras tanto, caliéntese en la estufa ... Perdone ... Buenas tardes, doctor —al boticario le gustaba mucho pronunciar la palabra doctor, como sí, dirigiéndola a otro, recayera sobre si mismo algo del prestigio que emanaba de esa palabra— ... Pero, ten cuidado de no volcar los morteros, ve mejor a buscar las sillas de la sala pequeña; ya sabes que las butacas del salón no se mueven.

Y, para colocar en su sitio su sillón, Homais abandonaba el mostrador, cuando Binet le pidió media onza de ácido de azúcar.

— ¿Ácido de azúcar? —dijo el boticario desdeñosamente—. ¡No lo conozco, no sé lo que es! ... ¿No querrá decir ácido oxálico? ..., es oxálico, ¿verdad?

Binet explicó que necesitaba un mordiente para componer él mismo un agua de cobre para limpiar diversos objetos de caza. Emma se estremeció. El boticario dijo:

— Claro, el tiempo no es propicio, hay mucha humedad.

— Pues hay personas que no se asustan del tiempo —repuso el recaudador con un airecillo malicioso.

Emma se ahogaba.

— Déme también ...

- ¡Pero no se va a ir nunca!, pensaba Emma.

— Media onza de colofonia y de trementina, cuatro onzas de cera amarilla y onza y media de negro animal, para limpiar los cueros de mi equipo.

Comenzaba el boticario a cortar la cera, cuando apareció madame Homais con Irma en los brazos. Napoleón a su lado y Atalía detrás. Fue a sentarse en el banco de terciopelo, contra la ventana, y el crío se acurrucó en un taburete, mientras que su hermana mayor rondaba en torno de su papá, quien llenaba frascos con embudos, confeccionaba paquetes y pegaba etiquetas. La gente se aglomeraba en torno suyo, y sólo se oía de vez en cuando el tintineo, las pesas en las balanzas, con algunas palabras que el boticario pronunciaba en voz baja dando consejos a su discípulo.

— ¿Cómo va su pequeña? —preguntó de pronto madame Homais.

— ¡Silencio! —exclamó su marido, que estaba escribiendo unas cifras en el cuaderno de apuntes.

— ¿Por qué no la ha traído? —prosiguió la boticaria en voz baja.

— ¡Schh! ¡Schh! —cuchicheo Emma, señalando con el dedo al boticario.

Pero Binet, atento solamente a la suma, aparentemente no escuchó nada. Por fin se marchó, y Emma, liberada, lanzó un gran suspiro.

— ¡Qué fuerte respira usted! —dijo madame Homais.

— Es que hace calor.

Y al día siguiente se ocuparon de organizar las citas. Emma quería sobornar a la criada con un regalo; pero sería mejor encontrar en Yonville una casa discreta. Rodolfo prometió buscarla.

Durante todo el invierno, ya de noche cerrada, llegaba a la huerta tres o cuatro veces por semana. Emma había quitado la llave del portón, que Charles creyó perdida. Para avisarle su llegada, Rodolfo tiraba a las persianas un puñado de arena. Emma se levantaba sobresaltada; pero a veces había que esperar, porque Charles tenía la manía de charlar al amor de la lumbre y no acababa nunca. A ella la devoraba la impaciencia. Por fin comenzaba el arreglo de noche; después tomaba un libro y seguía leyendo muy tranquilamente, como si la lectura la entretuviera mucho. Pero Charles, ya en la cama, la llamaba para que se acostara.

— Ven Emma, ya es hora.

— ¡Sí, ya voy!

Pero, como las velas lo deslumbraban, se volvía hacia la pared y se dormía. Emma se escapaba, conteniendo el aliento, sonriente, palpitante, sin vestirse. Rodolfo llevaba un gran abrigo; la envolvía toda ella y, pasándole el brazo por la cintura, la llevaba sin hablar hasta el fondo del jardín.

Era en el cenador, en aquel mismo banco de palos podridos donde antes la mirara León tan amorosamente las noches de verano. Ahora Emma apenas pensaba en él.

Brillaban las estrellas a través de las ramas del jazmín sin hojas. Oían tras ellos el río que corría, y, de vez en cuando, en la orilla, el crujir de las cañas secas. Acá y allá, masas de sombras se apelotonaban en la oscuridad, y, a veces, estremeciéndose todas de un solo movimiento, subían y bajaban como inmensas olas negras que avanzaran para cubrirlos. El frío de la noche les hacía estrecharse más. Los suspiros de sus labios les parecían más fuertes, más grandes sus ojos, que apenas entreveían y, en medio del silencio, palabras dichas muy bajito que les caían sobre el alma con una sonoridad cristalina y repercutían en ella con múltiples vibraciones.

Cuando la noche era lluviosa, iban a refugiarse en el gabinete de consulta, entre el cobertizo y la cuadra. Emma encendía uno de los candeleros de la cocina, que había escondido detrás de los libros. Rodolfo se instalaba allí como en su propia casa. La vista de la biblioteca y del despacho, de todo el departamento, lo ponía muy contento, y no podía menos que hacer algunos comentarios sobre Charles que pensaba divertidos, pero que perturbaban a Emma. Le hubiera gustado verlo más serio, y hasta un poco dramático en algunos momentos, como aquella vez en la que ella creyó oír en el camino del jardín un ruido de pasos que se aproximaban.

— ¡Alguien viene! —dijo.

Rodolfo apagó la luz.

— ¿Tienes tus pistolas?

— ¿Para que?

— Pues ... para defenderte.

— ¿De tu marido? ¡Oh, pobre muchacho!

Y Rodolfo remató la frase con un ademán que significaba:

- Yo lo aplastaría de un manotazo.

Emma se quedó pasmada de su valentía, aunque al mismo tiempo notara en ella una especie de falta de delicadeza o de ingenua grosería que la escandalizaba.

Rodolfo pensó mucho en aquella historia de las pistolas. Si Emma había hablado en serio, la cosa resultaba muy ridicula —pensaba—, y hasta odiosa, pues él no tenía ningún motivo para odiar a aquel bueno de Charles, puesto que no estaba lo que se dice devorado por los celos. A este propósito, Emma le habia hecho un gran juramento, que tampoco le parecía de muy buen gusto.

Por otra parte, se estaba poniendo muy sentimental. Así que hubo que hacer intercambio de retratos, que cortarse mechones de pelo, y Emma pedía ahora una sortija, un verdadero anillo de boda en señal de unión eterna. Le hablaba a menudo de las campanas del crepúsculo o de las voces de la naturaleza; después, de su madre y de la de él. Rodolfo la habia perdido hacía veinte años; no obstante, Emma lo consolaba con remilgos de lenguaje, como se consuela a un chiquillo abandonado, y hasta le decia a veces, mirando a la luna:

— Estoy segura de que, desde allá amba, las dos, juntas, aprueban nuestro amor.

¡Era tan bonita! ¡Había poseído tan pocas con parejo candor! Este amor sin libertinaje era para él algo nuevo y lo alejaba de sus costumbres, halagando a la vez su orgullo y su sensualidad. La exaltación de Emma, que su cordura burguesa desdeñaba, le parecía, en el fondo del corazón, encantadora, puesto que se dirigía a su persona. Seguro de ser amado, ya no se molestaba en guardar las maneras, y fueron cambiando insensiblemente.

Ya no empleaba, como antes, aquellas palabras tan dulces que la hacían llorar ni aquellas vehementes caricias que la volvían loca; y su gran amor en el que vivía inmersa, pareció bajar de nivel, como el agua de un río que reduce su cauce y deja ver el limo del fondo. No quería creerlo, por lo que procuró intensificar las muestras de su amor, mientras que Rodolfo ocultaba cada vez menos su indiferencia.

Emma no sabía si lamentaba haberse entregado o si, por el contrario, había que valorar esa entrega y quererlo más. La humillación de sentirse débil se transformaba en un rencor que se atemperaba con las voluptuosidades. Aquello no era propiamente cariño, sino una especie de seducción permanente. Rodolfo la subyugaba y ella se sentía tan inquieta por ello que casi le tenía miedo.

Pero las apariencias eran más tranquilas que nunca, pues Rodolfo había logrado conducir el adulterio a su gusto, y al cabo de seis meses, llegada la primavera, estaban inmersos en el hábito, como dos casados que mantienen tranquilamente una llama doméstica.

Era la época en que el tío Rouault mandaba el pavo en recuerdo de su pierna compuesta. El regalo llegaba siempre con una carta. Emma cortó la cuerda que la ataba a la cesta, y leyó las siguientes líneas:

Mis queridos hijos:

Espero que al recibo de la presente estén bien y que éste no valga menos que los otros, pues me parece un poco más tiernecito, si puedo decirlo, aunque más gordo. Pero la próxima vez, para cambiar, les mandaré un pavipollo, a no ser que les guste más un corderillo; pero mándenme la cesta, si les parece, junto con las otras dos de antes. Me ha pasado una desgracia en el cobertizo de los carros, pues una noche sopló un viento tan fuerte que el techo salió volando por encima de los árboles. La cosecha tampoco ha sido gran cosa. En fin, no sé cuándo podré ir a verlos. ¡Me es tan dificil ahora dejar la casa desde que estoy solo, mi pobre Emma!

Aquí había un espacio entre las líneas, como si el buen hombre hubiera soltado la pluma un buen rato, para pensar.

Yo estoy bien, salvo un catarro que pesqué el otro día en la feria de Yveíot, donde fui a buscar un pastor, pues despedí al que tenía, que era muy largo de manos. ¡Mal andamos con esos sinvergüenzas! ¡Además era un descarado!

Un comerciante que conozco viajó por aquellas tierras de ustedes, y como tuvo que sacarse una mula fue con Bovary, y me ha dicho que él trabaja muy duro. No me extraña; el comerciante me enseñó la muela que le sacó, tomamos un café juntos y yo le pregunté si te había visto y me dijo que no, pero que vio en la cuadra dos animales, de donde sacó en consecuencia que la profesión va bien. Me alegro, queridos hijos, y que Dios les mande todos los bienes imaginables.

Estoy muy triste por no conocer todavía a mi querida nieta, Berta Bovary. He plantado para ella, en la huerta, debajo de tu cuarto, un ciruelo de avena, y no quiero que nadie toque los frutos, a no ser para hacerle compotas que guardaré en el armario para cuando ella venga.

Adiós, queridos hijos. Un beso para ti, hija mía, y para tí también, yerno, y para la pequeña dos grandes besos.

Con muchos recuerdos. Su amante padre.

Teodoro Rouault

Emma pasó unos minutos con el grueso papel entre los dedos. Las faltas de ortografía se enlazaban unas con otras, y Emma seguía el dulce pensamiento que se notaba en el trasfondo, como el suave cacareo de una gallina medio escondida entre los setos. El había secado la tinta con ceniza de la lumbre, pues le resbaló sobre el vestido un poco de polvo gris, y casi vio a su padre inclinándose hacia el hogar para coger las tenazas. ¡Cuánto tiempo hacía que no estaba con él, en el taburete de la chimenea, quemando la punta de un palo en la gran llama de los juncos marinos que chisporroteaban! ... Recordó las tardes de verano llenas de sol. Relinchaban los potros cuando se pasaba, y galopaban, galopaban ... Bajo su ventana había una colmena, y a veces las abejas, revoloteando alrededor de la luz, chocaban contra los cristales como pelotas de oro que rebotan. ¡Qué felices tiempos aquellos! ¡Qué libertad! ¿Qué esperanza! ¡Qué abundancia de ilusiones! ¡Ya no quedaba nada de todo aquello! Lo había gastado todo en las aventuras de su alma, en todas las situaciones sucesivas, en la virginidad, en el matrimonio, en el amor ... y así lo había ido perdiendo todo a lo largo de su vida, como un viajero que va dejando algo de su riqueza en todas las posadas del camino.

Pero, ¿quién la hacía tan desgraciada? ¿Dónde estaba la catástrofe extraordinaria que la había trastornado? Y levantó la cabeza, mirando en torno suyo, como buscando en el exterior la causa de lo que la hacía sufrir.

La luz de abril se reflejaba en las porcelanas de la estantería; ardía la lumbre; Emma sentía bajo las pantuflas la suavidad de la alfombra; el día era blanco, tibia la atmósfera, y Emma oia a su niña riendo ruidosamente; pues se revolcaba sobre el césped, en medio de la hierba que pisoteaba. En aquel momento estaba acostada boca abajo, y la niñera la sujetaba por la falda. Lestiboudois rastrillaba la cerca, y cada vez que se aproximaba, la niña se inclinaba hacia abajo sacudiendo el aire con los dos brazos.

— ¡Tráiganmela! —dijo su madre, precipitándose a besarla—. ¡Cuánto te quiero, pobre hija mía! ¡Cuánto te quiero!

Después, notando que tenía la punta de las orejas un poco sucias, pidió que le trajeran agua caliente y se las limpió, la cambió de ropa, de calcetines, de zapatos, hizo mil preguntas sobre su salud, como si volviera de un viaje, y. por último, besándola una y otra vez, y llorando un poco, la dejó en manos de la muchacha, que estaba muy pasmada ante aquel arrebato de cariño.

Aquella noche, Rodolfo la encontró más seria que de costumbre.

- Ya pasará —pensó—; eso es un capricho.

Pero faltó consecutivamente a tres citas. Cuando volvió a verla, Rodolfo la encontró fría y casi desdeñosa.

— ¡Ah, pierdes el tiempo, encanto! ...

Hizo como que no notaba sus melancólicos suspiros, ni el pañuelo que sacaba. Fue entonces cuando Emma se arrepintió. Llegó a preguntarse por qué detestaba a Charles, y si no sería mejor poder amarlo; pero Charles no se prestaba mucho a esos brotes de sentimiento, y Emma estaba muy indecisa en su veleidad de sacrificio, cuando llegó oportunamente el boticario y le ofreció la ocasión.
Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo novenoSegunda parte - Capítulo décimoprimero Biblioteca Virtual Antorcha