Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoSegunda parte - Capítulo décimosegundo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO DÉCIMOPRIMERO



Había leído recientemente el elogio de un nuevo método para curar los pies torcidos, y, como era partidario del progreso, concibió la patriótica idea de que Yonville, para ponerse al nivel de los tiempos, debía tener quien practicara operaciones de estefopodia.

— Pues, ¿qué se arriesga —decía a Emma—. Vea usted —y enumeraba con los dedos las ventajas del procedimiento—: éxito casi seguro y embellecimiento del paciente, además de prestigio para el operador. ¿Por qué su marido, por ejemplo, no va a querer librar de su problema al pobre Hipólito, del Lion d'Or? Se debe tomar en cuenta que él no dejaría de contar su curación a todos los viajeros; y, además —Homais bajaba la voz y miraba en torno suyo—, ¿quién me impediría mandar al periódico un articulillo sobre el caso? ... Bueno, un artículo circula ..., se habla del asunto ..., y finalmente acaba por formarse una bola de nieve. ¡Y quién sabe! ¡Quién sabe!

En efecto, Bovary podría tener mucho éxito; nada le decía a Emma que su marido no fuera hábil, ¡y qué satisfacción para ella el haberlo animado a dar un paso que acrecentaría su reputación y su fortuna! No deseaba otra cosa que apoyarse en algo más sólido que el amor.

Charles, solicitado por el boticario y por ella, se dejó convencer. Encargó a Ruán el libro del doctor Duval, y todas las noches, con la cabeza entre las manos, se sumergía en aquella lectura.

Mientras estudiaba los equinos, los varus y los valgus es decir, la estrefendopodia y la estrefexopodia (en otras palabras, las diferentes desviaciones del pie, por debajo, por dentro o por fuera), con la estrefipopodia y la estrefanopodia (es decir, torsión por la parte inferior y enderezamiento hacia arriba), monsieur Homais, con toda clase de razonamientos, exhortaba al mozo de la hostería para hacerse operar.

— Apenas sentirás un ligero dolor; es un simple pinchazo, algo parecido a una pequeña sangría; es algo menos doloroso que la extirpación de ciertos callos.

Hipólito, al reflexionar ponía ojos de idiota.

— Después de todo —insistía el boticario— ¡a mí qué me importa! Esto es por tu bien y yo lo hago por pura humanidad. Yo quisiera verte libre de tu mal, y sobre todo de tu indolencia y claudicación; todo por causa de ese balanceo en la región lumbar que, por más que digas lo contrario, tiene que perjudicarte considerablemente en el ejercicio de tu oficio.

Y Homais le hacía ver lo animado y feliz que se iba a sentir después, y hasta le daba a entender que aquello le serviría mucho para conquistar mujeres, y con eso el mozo de cuadra se ponía a sonreír estúpidamente. Después le tocaba la vanidad:

— ¿Acaso no eres un hombre? Figúrate que tuvieras que hacer el servicio, ir a luchar bajo la bandera de la patria ... ¡Ah, Hipólito!

Y Homais se alejaba diciendo que no comprendía aquella testarudez, aquella cerrazón de negarse a los beneficios de la ciencia.

El desdichado terminó por ceder, pues aquello fue como una conjura. Binet, que nunca se metía en asuntos ajenos, madame Lefrancois, Artemisa, los vecinos, y hasta el alcalde, Monsieur Tuvache, todo el mundo intervino, todo el mundo sermoneó a Hipólito, abochornándole; pero lo que acabó de decidirle fue que aquello no le costaría nada. Bovary se encargó hasta del aparato para la operación. Esta generosidad fue idea de Emma, y Charles consintió, diciéndose en el fondo de su corazón que su mujer era un ángel.

Con los consejos del farmacéutico y volviendo a empezar tres veces, logró que el carpintero, ayudado del cerrajero, construyera una caja que pesaba unas ocho libras, y en la que no se ahorró hierro, madera, chapa, cuero, tornillos ni tuercas.

Pero, para saber qué tendón habría que cortarle a Hipólito, había que comenzar por conocer qué clase de pie torcido era el suyo.

Tenía un píe que formaba una línea casi recta con la pierna, lo que no impedía que estuviera torcido hacia adentro, de suerte que era un equino mezclado con un poco de varus, aunque tirando mucho a equino. Pero con este equino, tan largo como un pie de caballo, de piel rugosa, tendones secos, grandes dedos, en los que las uñas, negras, parecían los clavos de una herradura; el estrefópodo galopaba como un ciervo de la mañana a la noche. Se le veía continuamente en la plaza, brincando en torno a los carros y echando para adelante su desigual soporte; hasta parecía más vigoroso de la pierna mala que de la buena. A fuerza de haber servido, el pie defectuoso pareció haber contraído algo así como unas cualidades morales de paciencia y de energía: y cuando le daban algún quehacer grande, se lanzaba a él preferentemente. Ahora bien, como se trataba de un equino, había que cortar el tendón de Aquiles, sin perjuicio de tomarla después con el músculo tibial anterior para eliminar el varus, pues el médico no se atrevía a emprender de una vez las dos operaciones, y hasta temblaba ya de miedo de atacar alguna región importante que él no conocía.

Ni Ambroise Paré, aplicando por primera vez desde Celso, con quince siglos de intervalo, la ligadura inmediata de una arteria; ni Dupuytren abriendo un absceso a través de una espesa capa de encéfalo; ni Gensoul cuando hizo la primera ablación de maxilar superior, tenían, de seguro, el corazón tan palpitante, tan trémula la mano, tan tenso el intelecto como Monsieur Bovary cuando se acercó a Hipólito con el tenótomo en la mano. Y como en los hospitales, tenía al lado, sobre la mesa, un montón de hilos encerados, muchas vendas, una pirámide de vendas, todas las vendas que había en la botica. Era monsieur Homais quien había organizado desde la mañana temprano todos los preparativos, tanto para deslumbrar a la multitud como para ilusionarse él mismo. Charles pinchó la piel; se oyó un chasquido seco ... Ya estaba cortado el tendón, terminaba la operación. Hipólito no volvía en sí de la sorpresa; se inclinaba sobre las manos de Bovary para besárselas una y otras vez.

— ¡Vamos, cálmate! —decía el boticario ¡Ya demostrarás después tu gratitud a tu bienhechor!

Y bajó a contar el resultado a cinco o seis curiosos que esperaban en el patio y que se imaginaban que Hipólito iba a reaparecer caminado derecho.

Después Charles, una vez encajado el paciente en el motor mecánico, se volvió a su casa, donde Emma, muy ansiosa, lo esperaba a la puerta. Se colgó del cuello, se sentaron a la mesa. Charles comió mucho y hasta quiso después del postre, tomar una taza de café, exceso que sólo se permitía los domingos cuando había gente.

La tertulia fue encantadora, animada de conversación, de sueños en común. Hablaron de su futura fortuna, de las mejoras en la casa; Charles veía ya extenderse ampliamente su prestigio, aumentar su bienestar, a su mujer amándolo siempre, y ésta se sentía feliz, como inmersa en un sentimiento nuevo, más sano, mejor; en esos momentos sentía algún cariño por aquel pobre mozo. Por un momento le pasó por la mente la imagen de Rodolfo, pero ahora su mirada se fijaba en Charles; con sorpresa notó que en realidad no tenía los dientes feos.

Estaba ya en la cama cuando monsieur Homais, a pesar de la cocinera, entró de pronto en la habitación enarbolando en la mano un papel recién escrito. Era la propaganda destinada a Le Fanal de Rouen. Lo traía para leérselo.

Léalo usted mismo, dijo Bovary.

Leyó:

— Pese a los prejuicios que cubren todavía una parte de la faz de Europa como una red, la luz comienza a penetrar en nuestros campos. Y así, el martes, nuestra pequeña población de Yonville fue escenario de un experimento quirúrgico que es al mismo tiempo un acto de elevada filantropía. Monsieur Bovary, uno de nuestros médicos más distinguidos ...

— ¡Oh, es demasiado! ¡Es demasiado! —decía Charles, sofocado por la emoción.

— ¡Nada de eso! ... Usted ha operado un pie torcido, y yo no voy a escribir en nombre científico porque, claro, en un periódico de pueblo la gente no lo comprendería; es necesario que las masas ...

—Naturalmente —dijo Bovary—, siga.

— Continúo —dijo el boticario—: Monsieur Bovary, uno de nuestros médicos más distinguidos, ha operado de un pie torcido a un hombre llamado Hipólito Tautain, mozo de cuadra desde hace veinticinco años en el hotel del Lion d'Or, regentado por la viuda de Lefrancois, en la plaza de armas. La novedad del intento y el interés que despertaba atrajo tal concurrencia de gente que verdaderamente no se podía pasar por la puerta del establecimiento. Por lo demás, la operación se realizó como por encanto, y sobre la piel apenas aparecieron unas gotas de sangre, como una señal de que el tendón rebelde acababa por fin de ceder al esfuerzo del arte. Cosa extraña (y lo afirmamos de visu), el paciente no acusó el menor dolor. Hasta el momento, su estado no deja nada qué desear. Todo permite pronosticar que la convalecencia será corta, y quién sabe si, en la próxima fiesta local, veremos a nuestro Hipólito tomar parte en las danzas báquicas en medio de un coro de alegres romeros y demostrará así a todos, con su animación y sus cabriolas, su completa curación. ¡Honor, pues, a los sabios generosos! ¡Honor a esas mentes infatigables que consagran sus vigilias al mejoramiento y al alivio de su especie! ¡Honor, tres veces honor! ¿No es caso de decir que los ciegos verán, los sordos oirán y los cojos andarán? ¡Lo que elfanatismo de otro tiempo prometía a sus elegidos, la ciencia lo cumple hoy para todos los hombres! Tendremos a nuestros lectores al corriente de las sucesivas fases de esta notable intervención.

Pero sucedió que, cinco horas después, la tía Lefrancois llegara muy asustada gritando:

— ¡Ah, socorro! ¡Se muere! ... ¡Ay, Dios mío, me vuelvo loca!

Charles se precipitó hacia el Lion d'Or y el boticario, que lo vio atravesar la plaza sin sombrero, abandonó la botica y se apersonó jadeante, rojo, inquieto, preguntando a todos los que subían la escalera:

— ¿Qué pasa a nuestro interesante estrefópodo?

El estrefópodo se retorcía en horribles convulsiones, tanto que el motor mecánico en que estaba encerrada su pierna golpeaba contra la pared.

Con muchas precauciones para no alterar la posición del miembro, quitaron la caja y el espectáculo que apareció les produjo un profundo desasosiego. Las formas del pie desaparecían en una hinchazón tal que parecían a punto de estallar, y estaba cubierta de llagas producidas por la famosa máquina. Hipólito se había quejado ya de dolor, pero no le habían hecho caso, y ahora hubo que reconocer que no se quejaba sin razón. Lo dejaron libre de la máquina unas horas. Cuando vieron que había bajado un poco el edema, los dos sabios juzgaron conveniente volver a meter el miembro en el aparato y apretarlo más, para acelerar el proceso. Pasados tres días, y no pudiendo Hipólito aguantar más, retiraron de nuevo la máquina, sorprendiéndose mucho por lo que vieron: una tumefacción lívida se extendía por la pierna y por todos lados se presentaban pústulas de las que salía un humor negruzco. La situación de Hipólito se ponía grave y él se manifestaba muy abatido, por lo que la tía Lefrancois lo instaló en una salita cerca de la cocina, para que tuviese por lo menos alguna distracción.

Pero el recaudador, que cenaba allí todos los días, se quejó amargamente de tan desagradable presencia. Entonces trasladaron a Hipólito a la sala de billar.

Y allí estaba el hombre, gimoteando bajo sus gruesas mantas, pálido, crecida la barba, hundidos los ojos, y, de vez en cuando, volviendo la cabeza sudorosa sobre la sucia almohada donde se posaban las moscas. Madame Bovary iba a verlo, le llevaba trapos de hilo para sus cataplasmas y procuraba consolarlo. De todos modos no le faltaba compañía, sobre todo los días de mercado, cuando los vecinos lo rodeaban pegando a las bolas de billar, atareándose con los tacos, fumando, bebiendo, cantando, berreando.

— ¿Qué tal vas? -le decían, dándole en el hombro-. ¡No parece que estés muy orgulloso de tu nueva pierna! Pero la culpa es tuya. Tendrías que hacer esto o aquello -le decían, y le contaban casos de personas que se habían curado con otros remedios muy diferentes, y después, para consolarlo, le decían:

— ¡Te estás cuidando de más!; como no te mueves, te pones peor; levántate y ve a hacer un poco de ejercicio; la verdad es que no hueles nada bien.

En efecto, la gangrena avanzaba rápidamente. El doctor Bovary se había puesto malo también. Iba a ver al enfermo cada hora y se mostraba muy preocupado. Hipólito lo miraba con ojos espantados y balbucía sollozando:

— ¿Cuándo me curaré? ¡Sálveme, doctor, sálveme! ... ¡Qué desgraciado soy, qué desgraciado!

Y el médico se iba, recomendándole siempre seguir estrictamente la dieta prescrita.

— No le hagas caso, hijo —le decía la tía Lefrancois—; ¡bastante te ha martirizado ya! Te vas a debilitar más. ¡Toma, come!

Y le presentaba un buen caldo, un buen trozo de tocino, y a veces unos vasitos de aguardiente, que Hipólito no tenía el valor para llevarse a los labios.

El cura Bournisíen, al enterarse de que el enfermo empeoraba, fue a verlo. Empezó por compadecerlo de su mal, diciendo al mismo tiempo que había que acogerlo con alegría, puesto que era la voluntad del Señor, y aprovechar en seguida la ocasión para reconciliarse con el cielo.

— Pues —decía el eclesiástico en tono paternal— tú descuidabas un poco tus deberes; pocas veces te veíamos en la santa misa; ¿cuántos años hace que no has comulgado? Comprendo que tus ocupaciones, con el torbellino del mundo, hayan podido apartarte del cuidado de la salvación de tu alma. Pero ahora ha llegado el momento. No desesperes; he conocido grandes pecadores que, a punto de comparecer ante Dios (ya sé que tú no estás todavía en ese caso), imploraron su misericordia y murieron ciertamente en mejores disposiciones. ¡Esperemos que, a semejanza de ellos, también tú nos des buenos ejemplos! De modo que, por precaución, nada te impediría rezar por la mañana y por la tarde un Dios te salve María, llena eres de gracia y un Padre nuestro que estás en los Cielos. ¡Sí hombre, hazlo por mí, por darme gusto! ¿Qué te cuesta? ... ¿Me lo prometes?

El pobre diablo lo prometió y el cura volvió los días siguientes. Charlaba con la hostelera y hasta contaba anécdotas entreveradas con algunos chistes que Hipólito no entendía. Después, cuando las circunstancias lo permitían, tomaba los consejos religiosos tomando cara de circunstancia.

El celo del sacerdote pareció dar resultado, pues el estrefópodo no tardó en manifestar el deseo de ir de peregrinación a Bon-Secours si se curaba, a lo que Bournisien contestó que no veía inconveniente: más valían dos precauciones que una. Nada se perdía.

El boticario se indignó contra lo que él llamaba la maniobra del cura, que, según él era algo bastante malo para la convalecencia de Hipólito, y repetía a Madame Lefrancois:

— ¡Déjenlo en paz! ¡Le perturban la moral con ese misticismo!

Pero la buena mujer no quería escucharlo. Dios era la única esperanza del cura. Incluso llegó a colocar un pequeño retablo en la cabecera del enfermo, adornado con una rama de boj.

En realidad, la religión parecía ayudarlo más que la cirugía, y la invencible putrefacción seguía subiendo de las extremidades hacia el vientre. Por más que variaban las pociones y cambiaran las cataplasmas, los músculos se iban despegando cada día más, y por fin Charles terminó afirmando con un signo de cabeza cuando la tía Lefrancois le preguntó si, en último término, no podría llamar a monsieur Canivet, de Neufchátel, que era una celebridad.

Doctor en medicina, de cincuenta años, en buena posición, seguro de si mismo, el colega no se recató para reír desdeñosamente cuando descubrió aquella pierna gangrenada hasta la rodilla. Después de dictaminar sin rodeos que habría que amputar, se fue a la botica despotricando contra los animales que habían reducido a un desgraciado a semejante estado. Sacudiendo a monsieur Homais por el botón de la levita, vociferaba en la farmacia:

— ¡Ésos son inventos de París! ¡Ahí tienen ustedes las ideas de esos señores de la capital! ¡Es como el estrabismo, el cloroformo y la litotricia, una serie de atrocidades que el gobierno debería prohibir! Pero la gente quiere pasarse de lista y acumulan remedios sin preocuparse de las consecuencias. Nosotros no somos tan fuertes, nosotros no somos unos sabios de levita bien cortada; nosotros somos prácticos, facultativos. Nosotros curamos y no se nos ocurre operar a uno que está básicamente sano. ¿Enderezar pies torcidos? ¿Acaso se pueden enderezar los pies torcidos? ¡Es como si se quisiera, por ejemplo, poner derecho a un jorobado!

Homais sufría escuchando esta perorata, pero disimulaba su malestar bajo una sonrisa de cortesano, pues necesitaba tratar con miramiento a monsieur Canivet, cuyas recetas llegaban a veces hasta Yonville; de suerte que no salió en defensa de Bovary, o siquiera hizo alguna observación, con lo que traicionó sus principios, anteponiendo los intereses más serios de su negocio.

Aquella amputación de pierna fue un acontecimiento importante en el pueblo; desde luego practicada por el doctor Canivet. Aquel día todos los habitantes se levantaron más temprano, y la Grande Rué, aunque llena de gente, tenía algo lúgubre, como si se tratara de una ejecución capital. En la tienda de víveres se discutía sobre la enfermedad de Hipólito; los comercios no vendían nada, y madame Tuvache, la mujer del alcalde, no se movía de la ventana, por la impaciencia que tenía de ver llegar al operador.

Llegó en su cabriolé, que conducía él mismo. Pero como la ballesta del lado derecho había cedido bajo el peso de su corpulencia, el coche se inclinaba un poco, y sobre el otro cojín, cerca del doctor, se veía una gran caja forrada de badana roja, cuyos tres cierres de cobre brillaban magistralmente.

Cuando entró como un torbellino en el porche del Lion d´Or, el doctor, gritando muy alto, ordenó que desengancharan el caballo y después se fue a la cuadra para ver si comía bien la avena; pues, al llegar a la casa de los enfermos, antes que otra cosa se cuidaba de la yegua y de su cabriolé. Hasta se decía a este propósito:

- ¡Ah, monsieur Canivet es un original!

Y se le estimaba más por aquel inquebrantable aplomo. Ya podía reventar hasta el último hombre, que él no faltaría a la menor de sus costumbres.

Se presentó Homais.

— Cuento con usted —dijo el doctor—. ¿Estamos listos? ¡En marcha!

Pero el boticario, sonrojándose, confesó que era demasiado sensible para asistir a semejante operación.

— Cuando se es simple espectador —se disculpaba—, la imaginación se impresiona. Y además yo tengo el sistema nervioso tan ...

— ¡Bah! —interrumpió Canivet—, me parecía usted, por el contrario, muy propenso a la apoplejía; cosa que no me extraña, pues ustedes, los señores farmacéuticos, están siempre metidos en la cocina, lo que debe de acabar por alterarles el temperamento. Míreme a mí: todos los días me levanto a las cuatro, me afeito con agua fría (nunca tengo frío), no uso ropa de franela y nunca pesco un resfriado ... ¡El arca es buena! Vivo tan pronto de una manera como de otra, como un filósofo o como lo que salga. Por eso no soy tan delicado como usted y me da exactamente igual descuartizar a un cristiano que a la primera gallina que se presente. A esto dirá usted: ¡la costumbre ..., la costumbre! ...

Y, sin ningún miramiento para Hipólito, que sudaba de angustia entre las sábanas, aquellos señores entablaron una conversación en la que el boticario comparó la sangre fría del cirujano con la de un general, y esta comparación le gustó a Canivet, que extendió su discurso sobre las exigencias de su arte, al que consideraba como una especie de sacerdocio, aunque los fúncionarios de sanidad lo deshonrasen. Por fín, volviendo al enfermo, examinó las vendas que había traído Homais, las mismas que comparecieron en la operación del pie torcido, y pidió a alguien que le sujetara el miembro. Mandaron a buscar a Lestiboudois, y monsieur Canivet, remangándose, pasó a la sala de billar, mientras el boticario se quedaba con Artemisa y con la hostelera, las dos más pálidas que sus delantales, y pegando el oído a la puerta.

A todo esto, Bovary no se atrevía a moverse de su casa. Estaba en la planta baja, en la sala, sentado en un rincón de la chimenea sin fuego, la barbilla pegada al pecho y las manos juntas, los ojos fijos.

- ¡Qué desventura! —pensaba—. ¡Oh, qué decepción!

Sin embargo, había tomado todas las precauciones imaginarias, por lo que había que pensar que aquello era cosa de la fatalidad. De todos modos, sí Hipólito llegara a morir, era él quien lo habría asesinado. ¿Y qué razón daría en las visitas si le preguntaban? Pero quizá se había equivocado en algo. Buscaba y no encontraba. Después de todo hasta los más famosos cirujanos se equivocaban. ¡Nunca lo creerían, al contrario, se reirían y harían comentarios soeces! ¡La cosa llegaría hasta Forges, hasta Neufchátel, hasta Ruán, a todas partes! ¡Quién sabe sí no escribirían contra él algunos colegas! Se entablaría una polémica, habría que contestar en los periódicos. El mismo Hipólito podría llevarlo a juicio. Se vería deshonrado, arruinado, perdido; y su imaginación, asaltada por múltiples hipótesis, se balanceaba de una a otra como un tonel vacío arrastrado al mar y que flota sobre las olas.

Emma estaba sentada frente a él y lo miraba. No compartía su humillación, era otra cosa lo que sentía ... ¡Haberse imaginado que un hombre como aquel valía algo!, como sí no hubiera visto tantas veces su mediocridad.

Charles se paseaba de un extremo a otro del cuarto. Sus botas crujían sobre la duela del piso.

¿Cómo era posible que ella, siendo tan inteligente, se hubiera equivocado una vez más? Por otra parte, ¡qué manía más deplorable haber malogrado asi su vida en sacrificios continuos! Recordó toda su frustración por el lujo del que carecía, todas las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, de la convivencia, sus sueños que cayeron en el barro como golondrinas heridas: todo lo que había deseado y todo aquello de lo que se había privado; todo lo que hubiera podido tener ..., ¿y todo por qué, por qué?

En medio del silencio que llenaba el pueblo, un grito desgarrador atravesó el aire . Bovary palideció al grado del desmayo. Emma frunció las cejas con un gesto nervioso, y continuó. ¡Y fue por él, por aquel ser, por aquel hombre que no comprendía nada, que no sentía nada! Allí estaba, tan tranquilo, sin siquiera pensar que en lo sucesivo el ridículo la humillaría a ella tanto como a él. Había hecho esfuerzos para amarlo, y se había arrepentido llorando de haber cedido a otro de esos intentos.

Pero puede ser que fuera un valgus —exclamó de pronto Bovary, que habia estado sumido en una profunda reflexión.

Esta frase cayó sobre Emma como una bala de plomo en una fuente de plata; se estremeció y levantó la cabeza para adivinar lo que había querido decir; y se miraron en silencio, casi extrañados de verse, tan lejos estaban, en su conciencia, uno del otro. Charles la contemplaba con la mirada turbia de un hombre borracho, a la vez que escuchaba, inmóvil, los últimos gritos del amputado que se sucedían en modulaciones largas, entrecortadas por voces agudas, como el alarido lejano de un animal degollado. Emma se mordía los labios lívidos, y, retorciendo entre los dedos una brizna que había arrancado del polipero, clavaba en Charles la punta ardiente de sus pupilas, como dos flechas de fuego a punto de dispararse. Todo en él la irritaba ahora, su cara, su traje, lo que no decía, su persona entera, su existencia, en fin. Se arrepentía de su pasada virtud como de un crimen, y lo que de ella quedaba todavía se derrumbaba bajo los furiosos golpes de su orgullo. Se deleitaba al evocar todas las vicisitudes del adulterio triunfante. Volvía a ella el recuerdo de su amante con vertiginosas y atractivas imágenes, y lanzaba hacia él su alma, impulsada hacia Rodolfo con un nuevo entusiasmo; y en esos momentos Charles le parecía tan apartado de su vida, tan ausente para siempre, tan imposible y aniquilado como si fuera a morir y estuviera agonizando ante sus ojos.

Sonaron pasos sobre la acera. Charles miró, y, a través de la persiana bajada, vio junto al mercado, a pleno sol, al doctor Canivet, que se enjugaba la frente con el pañuelo. Homais, detrás de él, llevaba en la mano una gran caja roja, y los dos se dirigían hacia la farmacia.

Entonces Charles, por una súbita ternura y por desaliento, se volvió hacía su mujer dicíéndole:

— ¡Dame un beso, querida mía!

— ¡Déjame! —replicó ella, roja de ira.

— ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? —repetía él estupefacto—. ¡Cálmate! ¡Bien sabes que te quiero ... ven!

— ¡Basta! —exclamó Emma, con un aire terrible.

Y, escapando de la sala, cerró la puerta tan fuerte que el barómetro rebotó en la pared y se estrelló contra el suelo.

Charles se derrumbó en su butaca, desatinado, buscando qué era lo que le pasaba a su mujer, imaginando alguna enfermedad nerviosa y llorando, sintiendo circular vagamente en torno a él algo de funesto y de incomprensible.

Cuando aquella noche llegó Rodolfo al jardín encontró a su amante esperándolo al pie de la escalinata, en el primer peldaño. Entonces se abrazaron y todo el rencor de ella se derritió por el calor de aquel beso.
Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo décimoSegunda parte - Capítulo décimosegundo Biblioteca Virtual Antorcha