Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo octavoSegunda parte - Capítulo décimo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO NOVENO



Pasaron seis semanas y Rodolfo no volvió. Por fin, una tarde, apareció. Al día siguiente de la ceremonia de la feria se había dicho:

- No debo volver pronto, sería un error.

Y a finales de la semana, se fue de caza. Después de la cacería pensó que era demasiado tarde, y luego se hizo este razonamiento:

- Pero, si me ha amado desde el primer día, la impaciencia de volver a verme hará que me ame más ... ¡Sigamos, pues!

Y cuando, al entrar en la sala, vio que Emma palidecía, comprendió que su razonamiento había sido correcto. Estaba sola. Anochecía. Los visillos de muselina a lo largo de los cristales hacían más denso el crepúsculo, y el dorado del barómetro, sobre el que se reflejaba un rayo de sol, proyectaba unas luces en el espejo, entre los festones del polipero. Rodolfo permaneció de pie, y Emma contestó apenas a sus primeras frases de cortesía.

— He tenido cosas que hacer. He estado enfermo.

— ¿Gravemente? —exclamó Emma.

— Bueno —dijo Rodolfo sentándose a su lado en un taburete—, no; tengo que ser sincero: la verdad es que no he querido venir.

— ¿Por qué?

— ¿No lo adivina?

La miró una vez, pero de una manera tan violenta que ella bajó la cabeza sonrojándose. Rodolfo continuó:

— Emma ...

— ¡Monsieur! —exclamó ella, apartándose un poco.

— ¡Ah!, ya ve —replicó Rodolfo en un tono melancólico— que hacía bien en no querer venir; pues ese nombre, ese nombre que me llena el alma y que se me ha escapado, me los prohibe usted. ¡Madame Bovary! ... ¡Bah, todo el mundo la llama así! ... ¡Y ése no es su nombre, es el nombre de otro!

Repitió:

— ¡De otro!

Y se tapó la cara con las manos.

— ¡Pero, si yo pienso en usted constantemente! ... ¡Su recuerdo me desespera! ¡Ah, perdón! ... La dejo ... ¡Adiós! ¡Me iré lejos ..., tan lejos que nunca oirá hablar de mí! ¡Y sin embargo ... hoy ... todavía no sé qué fuerza me ha impulsado hacia usted! ¡No se lucha contra el cielo, no se resiste a la sonrisa de los ángeles; se deja uno arrastrar por lo bello, por lo encantador, por lo adorable!

Era la primera vez en su vida que a Emma le decían cosas como estas, y su orgullo, como quien se solaza en un baño caliente, se distendía con languidez y todo entero en el calor de aquel lenguaje.

— Pero, aunque no he venido —prosiguió Rodolfo—, aunque no he podido verla, ¡ah!, al menos he contemplado intensamente lo que la rodea. Por la noche, todas las noches, me levantaba, llegaba hasta aquí, miraba su casa, el tejado que brillaba bajo la luna, los árboles del jardín que se balanceaban junto a su ventana, y una lamparita, un resplandor que brillaba, en la sombra, a través de los cristales. ¡Ah!, usted no sabía que estaba allí, tan cerca y tan lejos un pobre infeliz ...

Se volvió hacia ella modulando un sollozo.

— ¡Oh, qué bueno es usted! —exclamó Emma.

— ¡No, la amo y nada más! ¡Usted no lo duda! ¿Dígamelo! ¡Una palabra, una sola palabra!

Y diciendo esto, sin que se notara, Rodolfo iba resbalando del taburete hacia el suelo; pero se oyó un ruido de zuecos en la cocina y Rodolfo vio que la puerta de la sala no estaba cerrada.

— ¡Si usted tuviera la caridad —prosiguió levantándose— de satisfacer un capricho!

Era el de ver su rostro; deseaba conocerla; y madame Bovary no veía inconveniente en ello; cuando los dos se levantaban entró Charles.

- Buenas tardes, doctor —le saludó Rodolfo.

El médico, halagado por este inesperado título, se deshizo en obsequiosidades, que el otro aprovechó para restablecer el ambiente formal de la visita.

— La señora me estaba hablando de su salud —dijo.

Charles lo interrumpió; estaba, en efecto, muy preocupado; las opresiones en el pecho de su mujer reaparecían. Entonces Rodolfo preguntó si no le convendría el ejercicio de montar a caballo.

— ¡Desde luego, sería perfecto! ... ¡Es una gran idea! Debería seguirla.

Y como Emma objetara que no tenía caballo, Rodolfo le ofreció uno; ella rechazó el ofrecimiento y él no insistió; luego, para justificar su visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría, continuaba con mareos.

— Pasaré por allí —dijo Bovary.

— No, no es necesario; yo se lo traeré, será más cómodo para usted.

— ¡Ah, muy bien! Muchas gracias.

Y cuando se quedaron solos:

— ¿Por qué no aceptas las proposiciones de monsieur Boulanger, que son tan amables?

Ella puso una cara muy seria, buscó mil disculpas y acabó por decir que aquello parecía quizá un poco raro.

— ¡Oh, qué tiene de raro! —dijo Charles, sonriente—. Lo primero es tu salud; haces mal en no aceptar.

— ¿Y cómo quieres que monte a caballo si no tengo traje de amazona?

— ¡Pues encárgate uno!

Eso fue suficiente para que Emma se decidiera positivamente.

Así que Charles de inmediato escribió a monsieur Boulanger comunicándole que su mujer estaba a su disposición y que él contaba con su amabilidad.

Al día siguiente, Rodolfo llegó al mediodía a la puerta de Charles con dos caballos soberbios. Uno de ellos llevaba pompones color rosa en las orejas y una silla de mujer, de fino ante.

Rodolfo calzaba unas botas altas, flexibles, diciéndose que seguramente madame Bovary no había visto en su vida otras como aquéllas; en efecto, cuando Rodolfo apareció en el descansillo con su gran levita de terciopelo y su pantalón de punto blanco, Emma se quedó encantada de su tipo. Estaba preparada, lo esperaba.

Justino se escapó de la botica para verla, y también salió el boticario. Hizo a monsieur Boulanger las correspondientes recomendaciones:

— ¡Una desgracia ocurre pronto! ¡Tengan cuidado! ¡Sus caballos deben ser fogosos!

Madame Bovary oyó ruido sobre su cabeza: era Felicidad que tamborileaba en los cristales para entretener a la pequeña Berta. La niña envió de lejos un beso; su madre le contestó haciendo una señal con el pomo de la fusta.

— ¡Buen paseo! —exclamó monsieur Homais—. ¡Prudencia, sobre todo prudencia!

Y agitó su periódico a modo de despedida cuando los vio alejarse.

El caballo de Emma, en cuanto sintió la tierra, partió al galope. Rodolfo galopaba a su lado. De vez en cuando cruzaban algunas palabras. Emma, con la cara un poco inclinada, alta la mano y extendido el brazo derecho, se abandonaba a la cadencia de un movimiento que la mecía sobre su silla.

Al pie de la cuesta, Rodolfo soltó las riendas, y partieron al mismo tiempo de un solo impulso; al llegar a lo alto de la colina los caballos se pararon de pronto y el gran velo azul de Emma salió volando.

Eran los primeros días de octubre y había neblina en el campo, que se perdia hasta el horizonte, pero se adhería a las colinas, y en otros lugares se desprendía en jirones que ascendían deshaciéndose. A veces se abrían las nubes bajo un rayo de sol y se vislumbraban a lo lejos los tejados de Yonville, con las huertas a la orilla del agua, los corrales, las paredes y el campanario de la iglesia. Emma entornaba los párpados mirando hacia el pueblo para reconocer su casa, y nunca le había parecido tan pequeño aquel mísero poblado en el que vivía; desde aquella altura todo el valle parecía un inmenso lago pálido que se evaporaba en el aire. De vez en cuando surgían macizos de árboles como rocas negras, y las altas líneas de los álamos que rebasaban la bruma parecían playas bañadas por la espuma removida por el viento.

Cerca de ahí, en el prado, entre los pinos, una luz dorada circulaba en la atmósfera tibia. La tierra rojiza, como polvo de tabaco, amortiguaba el ruido de los pasos, y los caballos, con el borde de las herraduras, al andar empujaban las piñas caídas.

Rodolfo y Emma siguieron así la orilla del bosque. Emma volvía de vez en cuando la cabeza para evitar su mirada, y entonces no veía más que los troncos de pinos en fila, cuya sucesión continua la mareaba un poco. Los caballos resoplaban y el cuero de las sillas crujía.

Al entrar en el bosque apareció el sol.

— ¡Dios nos protege! —dijo Rodolfo.

— ¿De veras cree usted que nos protege?

— ¡Vamos, avancemos!

Chascó la lengua y los dos animales comenzaron a trotar.

Largos heléchos, a la orilla del camino, se enredaban en el estribo de Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba y los apartaba. Otras veces, para apartar la rama, pasaba pegado a ella, y Emma sentía su rodilla rozándole la pierna. El cielo estaba azul ahora. Las hojas no se movían. Había grandes espacios llenos de brezos en flor, y alternaban las alfombras violetas con las aglomeraciones de árboles, que eran grises, pardos y dorados, según la variedad de las hojas. A menudo se oía bajo los matorrales un leve batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que se echaban a volar desde los robles.

Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Emma iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas.

Pero le estorbaba el vestido demasiado largo, aunque lo llevaba recogido por la cola, y Rodolfo, caminando detrás de ella, contemplaba aquel paño negro y aquellas bolitas también negras, que contrastaban con la delicadeza de la media blanca, que le parecía una especie de desnudez. Emma se paró.

— Estoy cansada —dijo.

— ¡Vamos, intente un poco más! ¡Valor!

Anduvo cien pasos más y se paró de nuevo, y a través del velo que partía de su sombrero de hombre y descendía hasta las caderas, se distinguía su cara en una transparencia azulada, como si reflejara el azul del mar.

— Pero, ¿a dónde vamos?

Rodolfo no contestó. Emma respiraba a un ritmo entrecortado. Rodolfo miraba en torno suyo y se mordía el bigote. Llegaron a un lugar más despejado donde habían cortado unos árboles, allí se apearon y se sentaron en uno de los troncos caídos y Rodolfo de inmediato abordó el tema del amor. Al principio no se exaltó en cumplidos. Estuvo sereno, serio, y un poco melancólico. Emma lo escuchaba con la cabeza baja, mientras, con la punta del pie removía unas virutas. Entonces escuchó la frase:

— ¿Acaso nuestros destinos no son ahora comunes?

— ¡Oh, no! —respondió ella—. Bien lo sabe usted, ¡Es imposible!

Emma se levantó para marcharse; pero él la tomó por la muñeca. Se detuvo ella. Lo miró unos minutos con los ojos húmedos de amor, y le dijo con vehemencia:

— ¡No hablemos más! ... ¿Dónde están los caballos? Volvamos al pueblo.

Rodolfo hizo un gesto de cólera y de fastidio. Emma repitió:

— ¿Dónde están los caballos?

Entonces Rodolfo, sonriendo de una manera extraña, fija la mirada, apretando los dientes, avanzó, abriendo los brazos. Emma retrocedió temblando. Balbucía.

— ¡Oh, me da usted miedo! ¡Me hace daño! ... ¡Vámonos, se lo suplico!

— Puesto que no hay más remedio —dijo él cambiando de actitud.

Y se tornó súbitamente respetuoso, tierno, hasta un poco tímido.

Emma le dio el brazo.

— Pero, ¿qué le pasa? —dijo Rodolfo mientras caminaban—. Seguramente usted no me ha entendido, me ha malinteipretado. En el fondo de mi alma usted es como una madona en un pedestal, ocupa un lugar elevado, sólido e inmaculado. ¡Pero la necesito para vivir; necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Oh, por favor, sea mi amiga, mi hermana, mi ángel! ...

Y alargaba el brazo para rodearle la cintura. Emma procuraba débilmente desprenderse del abrazo; pero él la sostenía con firmeza mientras caminaban.

Entonces oyeron a los caballos, que estaban mordisqueando el follaje.

— ¡Oh, espere! —dijo Rodolfo—. ¡Quedémonos un poco más!

La llevó más lejos, junto a un pequeño estanque donde el musgo formaba una capa verde sobre las aguas. Entre los juncos se sostenían inmóviles, los nenúfares. Al ruido de sus pasos en la hierba, saltaron a esconderse unas ranas.

— ¡Hago mal, hago mal! —decía Emma—. Soy una loca al escucharle.

— ¿Porqué? ... ¡Emma! ¡Emma!

— ¡Oh, Rodolfo! ... —pronunció lentamente, inclinando la cabeza sobre su hombro.

La tela de su vestido se pegaba al terciopelo de la levita; inclinó hacia atrás el blanco cuello, que se dilataba con un suspiro, y, tapándose la cara, se entregó.

Descendían las sombras del anochecer; el sol, horizontal, pasando entre las ramas, le deslumhraba los ojos. Acá y allá, en torno a ella, unas manchas luminosas temblaban en las hojas o en el suelo, como si los colibríes, al echarse a volar, sembraran sus plumas. Nada rompía el silencio; un dulce efluvio parecía salir de los árboles; Emma sentía que el corazón le volvía a palpitar, y la sangre circulaba en su carne como un río de leche. Oyó a lo lejos, al otro lado del bosque, sobre las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz lenta, y la escuchaba silenciosamente como una música fundida con las últimas vibraciones de sus nervios en el máximo de su tensión. Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, estaba arreglando con su cortaplumas una de las dos bridas que se había roto.

Volvieron a Yonville por el mismo camino. Vieron en el barro las huellas de sus caballos, paralelas, y los mismos matorrales, los mismos pedruscos en la hierba. Nada había cambiado en torno a ellos; y, sin embargo, para ella había ocurrido algo más importante que si hubieran cambiado de sitio las montañas. De vez en cuando, Rodolfo se inclinaba y le tomaba la mano para besársela.

¡Qué bien se sentía a caballo! Erguida, con su cintura recta, doblada la rodilla sobre la crin de la montura y un poco coloreada por el aire libre, en el tinte rojo del atardecer.

Al entrar en Yonville, caracoleó sobre el pavimento.

La gente observaba desde las ventanas.

En la cena, su marido la encontró de buena cara; pero cuando le preguntó sobre su paseo, ella hizo como que no lo oía, y permanecía con el codo apoyado al borde del plato, entre las dos velas encendidas.

— ¡Emma !

- ¿Qué ?

— Pues que esta tarde pasé por casa de monsieur Alexandre; tiene una antigua yegua todavía muy bonita, sólo que con las rodillas un poco rozadas; estoy seguro que me la vendería por unos cien escudos.

Añadió:

— Bueno, pensando que te gustaría, la he retenido ..., es decir, la he comprado ... ¿Hice bien? Dime, pues.

Emma movió la cabeza en señal de asentimiento; pasado un cuarto de hora preguntó:

— ¿Sales esta noche?

— Sí, ¿porqué?

— ¡Oh, por nada, por nada querido!

Y en cuanto se libró de Charles, subió a encerrarse en su habitación.

Al principio fue como un mareo; veía los árboles, los caminos, las cunetas, a Rodolfo, y sentía aún el cerco de sus brazos, mientras temblaba el follaje y silbaban los juncos.

Pero, al mirarse en el espejo, se asombró de su rostro. ¡Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos! Algo sutil pero poderoso se había derramado sobre su persona, transformándola.

Se repetía:

- ¡Tengo un amante! ¡Un amante!, deleitándose con esta idea como en la de una nueva pubertad.

Por fin iba a conocer esos goces del amor, esa fiebre de la felicidad que pensaba que nunca podría experimentar. Ahora entraría en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulada la rodeaba, las cimas del sentimiento centelleaban bajo su pensamiento, la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy allá, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.

Y recordó a las heroínas de los libros que había leído, la lección lírica de aquellas mujeres adúlteras revivió en su memoria como si ellas se hubieran puesto a cantar con voces de hermanas que la seducían. Ella misma se transformaba en una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, considerándose ahora ese tipo de mujer enamorada que tanto había envidiado. Por otra parte, Emma sentía una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimientos, sin preocupación, sin perturbación alguna.

El día siguiente transcurrió en una dulzura nueva. Se hicieron juramentos. Ella le contó sus tristezas. El la interrumpía con sus besos, y ella, contemplándolo con los párpados entornados, le pedía que la llamara otra vez por su nombre y le repitiera que la amaba. Era en el bosque, como la víspera, en una cabaña abandonada. Las paredes eran de paja y el techo era tan bajo que había que agacharse. Estaban sentados uno contra el otro, en un lecho de hojas secas.

Desde aquel día se escribieron regularmente todas las noches. Emma llevaba su carta al extremo de la huerta, junto al río, y la metía en una grieta del bancal. Rodolfo acudía a buscarla y dejaba otra, que Emma tildaba siempre de muy corta.

Una mañana en que Charles salió antes del alba, la asaltó el capricho de ver inmediatamente a Rodolfo. Se podía llegar en poco tiempo a La Huchette, quedarse allí una hora y volver a Yonville cuando todo el mundo estaba aún durmiendo. Esta idea la hizo suspirar de deseo; llegó rápidamente a la pradera, donde echó a andar a paso acelerado, sin mirar atrás.

Empezaba a amanecer. Emma reconoció de lejos la casa de su amante, cuyas dos veletas en cola de milano destacaban su perfil negro sobre el crepúsculo pálido.

Después del corral de la granja había un edificio que debía de ser el palacio. Entró en él como si, al acercarse ella, se apartaran las paredes por si mismas. Una gran escalera recta subía a la galería. Emma giró el pestillo de una puerta y, de pronto, al fondo de una gran habitación, vislumbró a un hombre dormido. Era Rodolfo. Emma lanzó un grito.

— ¡Tú aquí! ¡Tú aquí! —repetía Rodolfo—. ¿Cómo te las has arreglado para venir? ... ¡Ah! Tienes el vestido mojado.

— ¡Te amo! —respondió Emma, pasándole el brazo en torno al cuello.

Como le salió bien esta pequeña audacia, cada vez que Charles salía temprano, Emma se vestía rápidamente y bajaba subrepticiamente la escalinata que conducía a la orilla del agua.

Pero cuando estaba levantado el pontón de las vacas, había que seguir los muros que bordeaban el río; la orilla era resbaladiza; Emma, para no caer, se agarraba a las ramas secas. Después se internaba por las tierras de labor, donde se hundía, tropezaba y se le pegaban las delgadas botas de fina piel. El pañuelo que llevaba atado a la cabeza se agitaba al viento en los breñales; tenía miedo a las vacas, echaba a correr; llegaba jadeante, coloradas las mejillas y exhalando de toda su persona un fresco perfume de savia, de verdor y de aire libre. A aquella hora, Rodolfo estaba todavía durmiendo, y Emma era como una madrugada de primavera que entraba en su cuarto.

Las cortinas amarillas, a lo largo de las ventanas, dejaban pasar suavemente una luz densa y rubia. Emma avanzaba a tientas guiñando los ojos, y las gotas de rocío suspendidas entre sus cabellos y formando una aureola de topacio en torno a su cara. Rodolfo, riendo, la atraía hacia él y la estrechaba contra su corazón.

Luego, Emma examinaba la habitación, abría los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de Rodolfo y se miraba en el espejo de afeitarse. A veces hasta se ponía entre dientes una gran pipa que estaba en la mesa de noche, entre unos limones y unos trozos de azúcar, junto a una botella de agua.

En la despedida transcurría un cuarto de hora largo, y Emma lloraba; hubiera querido no separarse nunca de Rodolfo. Algo más fuerte que ella la empujaba hacia él, tanto que un día, al verla llegar de improviso, Rodolfo frunció el ceño como quien sufre una contrariedad.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó Emma—. ¿Estás malo? ¡Háblame!

Rodolfo acabó por decir, con gesto serio, que aquellas visitas estaban pareciéndole ya bastante imprudentes, y que no quería que le crearan problemas.
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