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LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO SÉPTIMO

EL CAUTIVERIO DE CRISTOBAL VAZQUEZ


Quién fue este hombre infortunado.

Cristóbal Vázquez fue un humilde campesino veracruzano que desde muy joven prestó sus servicios como vaquero al acaudalado terrateniente y ganadero don José María Torres, abuelo materno de Enrique Novoa, y después del fallecimiento de dicho señor se fue al lado del mismo Enrique para trabajar con él en su ya mencionado rancho de Las Hibueras. Don Cristóbal, como le decían cuando ya era un hombre entrado en años, que estaba acostumbrado a todos los rigores del trabajo, y que había endurecido como juncos los músculos de su cuerpo durmiendo bajo aguaceros torrenciales y soportando los rayos abrasadores del sol tropical, quería entrañablemente a Novoa, y éste, por su parte, no lo miraba como un sirviente sino como un amigo y hasta como miembro de su familia, y por consiguiente, le guardaba toda clase de consideraciones.

Cuando Enrique Novoa comenzó a luchar contra la Dictadura y fundó en Chinameca el Club Liberal Vicente Guerrero, don Cristóbal, a pesar de sus 63 años de edad, lo secundó desde luego, convirtiéndose en un infatigable propagandista de la rebelión y asistiendo a las juntas revolucionarias que el mismo Novoa celebraba secretamente en su casa de campo en compañía de Hilario Salas, Cándido Donato Padua y otros de los más destacados insurgentes. El propio Novoa refiere que en una de las primeras juntas, él, considerando que don Cristóbal, por su avanzada edad, ya no debería tomar parte en la rebelión, le decía:

- Ya estás viejo, esto no es para ti, tienes hijos, vete con ellos. El pueblo está dormido aún y vamos a una muerte segura ...

Pero que don Cristóbal, emocionado, le respondía:

- No; recuerde usted lo que le dije en año nuevo: Prefiero morir con usted. Este Gobierno es insoportable ...

Asimismo, asienta Novoa que cuando celebraron la última junta y después de que él y otros revolucionarios habían pronunciado algunos discursos lanzando ataques al régimen y madurando los planes para la insurrección, se levantó don Cristóbal con los ojos húmedos y dijo con voz trémula:

- Yo, señores, soy un ignorante ... Lo que ustedes digan está bien hecho ... No ha de faltar una bala perdida para este pobre viejo ... ¡Y lástima de bala! ... A los que sobrevivan les suplico que se acuerden de mis hijos ...

Y así don Cristóbal, el noble anciano insurgente, se lanzó a la lucha, abandonando hogar e hijos, exento de ambiciones y seguro de morir en la contienda, ¡mientras que en la nación entera millares de jóvenes vigorosos permanecían cohibidos por la indiferencia y el temor!

Don Cristóbal acompañó a Enrique Novoa lleno de entusiasmo en su fracasado intento de apoderarse de Minatitlán, y después, como se sabe, lo siguió abnegadamente en su peregrinación hacia Chiapas, para luego ser aprehendido y encarcelado junto con él en la fortaleza de San Juan de Ulúa.


Su vía crucis en el presidio.

Don Cristóbal, como Novoa, fue sentenciado por el famoso Betancourt a una larga condena, y durante su prolongado cautiverio, al igual que los desventurados indígenas de Acayucan, sufrió una interminable serie de infamias y penalidades tales como el azote, la injuria, el escarnio, la incomunicación, el trabajo forzado, el atropello, el hambre, etc., todo lo cual soportó con estoica resignación, y si bien es cierto que hizo gran mella en su salud y fortaleza física, en cambio no alcanzó a menguar su reconocida valentía, la serenidad de su alma de sencillo campesino ni el buen humor característico de las gentes de la costa.

Cuantas veces podía, don Cristóbal se comunicaba con Enrique Novoa, y cuando uno de los capataces se dio cuenta de ello, lo amonestó muy seriamente para que dejara de hacerlo, porque de lo contrario, le costaría una paliza. Pero el viejo prisionero no se amedrentó, sino que, según cuenta el mismo Novoa, le contestó airado al verdugo:

- ¿Por qué no he de hablarle, si es mi amigo? ¡Hagan de mí lo que quieran!

Y cuando don Cristóbal llegaba a saber por casualidad que Novoa se negaba a firmar ciertos papeles que los capataces le llevaban a su calabozo, le decía sonriendo con su habitual franqueza cuando tenía oportunidad de verlo:

- ¡Hace usted muy bien, qué caray!

Otras veces en que veía muy enfermo a Novoa y que a éste lo sacaban del Infierno para llevarlo al baño, sollozaba amargamente y le decía a su inseparable compañero de prisión, el insurgente Simón Yépez:

- ¡Ay! Yo tengo la culpa de que nos aprehendieran. Mi pobre amigo ahí va a morir.

Cuando en 1909 Novoa salió en libertad, grande fue su pena al dejar en el presidio a su fiel amigo don Cristóbal, y éste, por su parte, experimentó gran alegría al ver que su querido y admirado jefe había dejado de sufrir tantos suplicios en la fortaleza. Pero en todo momento don Cristóbal pensaba en él, le hacía falta su presencia, se sentía como un huérfano, solo y abandonado; sin embargo, se consolaba al considerar que aunque él siguiera padeciendo los horrores del presidio, el joven luchador disfrutaba de la libertad, y las amarguras y necesidades de su familia se habían trocado en dicha y bienestar al tenerlo al fin en su compañía.


Sale en libertad.

Durante su prolongado encarcelamiento, don Cristóbal había visto llegar al Castillo, aparte de los de Chihuahua y de sus compañeros los luchadores veracruzanos, a otros muchos revolucionarios: a los de Viesca, a los de Cananea, a los de Valladolid, etc.; tenía la certidumbre de que no sobreviviría a su condena, sino que, como otros muchos infortunados de cuyos tormentos inauditos había sido obligado testigo, sucumbiría allí mismo y sus restos quedarían sepultados, en el silencio y el olvido, en el cementerio de La Puntilla.

Pero no fue así, ya que a raíz del derrumbe de la Dictadura porfirista las puertas del presidio se abrieron para dejarlo en libertad después de cinco años de cautiverio, en compañía de otros insurrectos a quienes había favorecido la amnistía decretada por el Congreso de la Unión en mayo de 1911.


Su fallecimiento.

Don Cristóbal salió de la fortaleza en junio del mismo año, y desde luego, con la pequeña ayuda que le impartieron algunos de sus compañeros, se dirigió a Chinameca, donde lo primero que hizo fue estrechar entre sus brazos a Enrique Novoa, quien sintió gran tristeza y amargura al ver que ya no era el viejo alegre y decidor de otros tiempos, sino un espectro que apenas podía caminar y que hablaba con desaliento.

Al regresar a su tierra natal, don Cristóbal vio que su humilde morada se había desplomado, y además se enteró con profunda pena que sus pobres hijos andaban dispersos en medio de la indigencia y el abandono. Al verlo tan decrépito, en la mayor miseria y sin amparo, los familiares de Novoa recogieron al infortunado anciano, que agobiado por tanta pesadumbre y a consecuencia de las enfermedades contraídas en Ulúa, dejó de existir el 21 de septiembre del propio año de 1911.

Al tener conocimiento de su muerte, Enrique Novoa, que a la sazón se hallaba recluido en la Penitenciaría del Distrito Federal, publicó en su memoria un sentido artículo en el Diario del Hogar, en que exaltaba su humildad, su valor y abnegación; y por su parte, Juan Sarabia, Lázaro Puente y Juan José Ríos le dedicaron en el mismo periódico una nota luctuosa recordando su breve actuación revolucionaria y sus penalidades en la prisión; la nota concluía en los siguientes términos:

Don Cristóbal es uno de tantos mártires ignorados; de aquellos cuya labor obscura, pero eficaz, puso los cimientos de la Revolución que triunfó. Vayan estas líneas como homenaje a la memoria del compañero mártir, como grito de maldición a la tiranía cuyas infamias precipitaron su muerte, y como testimonio de sincera condolencia a sus afligidos deudos.

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