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LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO OCTAVO

LA ODISEA DE CIPRIANO MEDINA


Un interesante documento.

Originario de Ario de Rosales, Mich., donde vio la primera luz el 26 de septiembre de 1879, Cipriano Medina Brambila, hombre de ideas avanzadas, desde muy joven comenzó a combatir la Dictadura en su Estado natal y en otros lugares del país; por haber sido uno de los principales iniciadores de los levantamientos de Veracruz sufrió un encarcelamiento de cerca de cinco años en San Juan de Ulúa, escribió un interesantísimo relato acerca de su cautiverio en la fortaleza y explica cómo fue aprehendido y enviado al citado presidio. En dicho relato, que el ya mencionado periodista Hernández publicó íntegro en sus Tinajas de Ulúa, Medina dice, entre otras cosas, lo siguiente:

En 1904, buscando refugio de la persecución que me hacían las autoridades de Oaxaca por asuntos políticos, llegué a Coatzacoalcos, hoy Puerto México, y en ese mismo año arribó a esa población Hilario Salas como integrante de una Brigada Sanitaria. Salas, oriundo de Oaxaca, era un hombre de carácter afable, de febril actividad y un soñador de las ideas libertarias.

Por afinidad de ideales, muy pronto nació entre nosotros ese afecto mutuo, hijo de la comprensión de pensamientos, y por ende vino la amistad estrecha que trae aparejada la confianza que nos hace partícipes de nuestros sentimientos.

Un domingo de aquel año nos encontrábamos en la playa; recuerdo que contemplábamos una puesta de sol tropical; tal vez aquel hermoso paisaje entusiasmó a Salas, quien de improviso clavó en mí su mirada y me dijo:

Hay que hacer algo efectivo para difundir las ideas liberales; hay que trabajar para que el pueblo descorra la venda que cubre sus ojos y pueda ver la triste realidad; hay que levantar su decaído espíritu y hacer que del paria surja el ciudadano.

Y yo, un poco repuesto de mi asombro, pues era la primera vez que Salas me hablaba en tal forma, le dije:

¿Cuál es tu proyecto para acometer tamaña empresa?

Y sin vacilar, como el hombre que tiene premeditados sus planes, me contestó:

Reunir a los hombres que piensen como nosotros; discutir la forma de iniciar los trabajos, si es posible formar un club; tú me ayudaras ...

... Días después nos reunimos en la casa habitación de don Julián Esteva, que ya era nuestro correligionario, con un pequeño grupo de adeptos, y después de manifestar Salas el objeto de la reunión y de haber expuesto la idea entre los concurrentes, se llegó a la conclusión de formar un club, que se llamó Club Liberal Valentín Gómez Farías, en memoria del ilustre constituyente.

Hecha la elección de la mesa directiva, resulté nombrado Secretario de la naciente agrupación. Como una de las bases era levantar el espíritu del pueblo, se estatuyó conmemorar los días de gloria y de luto de nuestra patria, en los que, según el caso, se harían fiestas o veladas. De nuestro peculio sosteníamos la agrupación y costeábamos las erogaciones, lo que a veces requería verdaderos sacrificios para darles mayor lucimiento, pues nuestros emolumentos eran reducidos. Salas, como dije, era empleado sanitario, los demás eran artesanos, obreros de los talleres del Ferrocarril, pequeños comerciantes, y yo, empleado comercial de la casa Pereyra Hermanos.

Los oradores nombrados al efecto enaltecían las glorias y virtudes de nuestros héroes a la par que censuraban la administración porfirista, para que el pueblo se diera cuenta de la abyección en que ivía. La labor fue fructífera, y unos meses más, el número reducido de fundadores de la agrupación fue reforzado con otros elementos, en su mayoría ferrocarrileros. Así nació y tuvo vida el Club Valentín Gómez Farías, que andando el tiempo haría estremecer el solio del rebelde de Tuxtepec.

Nuestra propaganda se extendía a las poblaciones comarcanas y al Istmo de Tehuantepec. Formamos sucursales en Chinameca y otros lugares y así pudimos ensanchar nuestro radio de acción.

Ya en estas condiciones, pensamos ir más lejos y comisionamos a Salas para que se pusiera en contacto con la Junta Revolucionaria presidida por Ricardo Flores Magón. Nació la Segunda Agrupación Activa, a la que solamente pertenecíamos los que estábamos en el secreto de los planes revolucionarios y en contacto directo con la misma Junta (1).

En febrero de 1906, acordamos levantar una estatua al Benemérito de las Américas, Lic. don Benito Juárez, con motivo del centenario de su natalicio. Sin contar con elementos, pero sí con una inquebrantable voluntad y alentados por la firmeza de nuestras ideas, emprendimos la obra que fue coronada con el éxito, por haber contado con la cooperación unánime del pueblo, cuya simpatía nos habíamos conquistado después de dos años de constante lucha. Este monumento, humilde por cierto, como lo fueron los actos de nuestro ilustre patricio, es un testigo mudo pero elocuente de nuestra tesonera labor, que patentizará a la generación presente nuestro entusiasmo y que perpetuará la memoria del Club Valentín Gómez Farías, integrado por un grupo de jóvenes ilusos, como nos llamaban los pretorianos, pero en cuyo corazón ardía la llama de la libertad y en sus espíritus las esperanzas de triunfo, dispuestos siempre al sacrificio en holocausto a sus ideales.

El 21 de marzo de aquel año, el pueblo se dio cita en la plaza de Coatzacoalcos; la muchedumbre estaba ansiosa de ver la develación de la efigie del patricio. Por mi mente jamás cruzó la idea de que desde aquella noche, en que todo era goce y satisfacción, comenzaría a descender por la escalera del dolor que el destino había colocado en mi camino ... La muchedumbre, con sus vítores y aclamaciones, levantó nuestro ánimo haciendo que nuestra imaginación volara en alas de la fantasía.

El programa dio principio en medio del júbilo desbordante de la multitud, y al llegar el momento en que me tocaba cubrir el número que se me tenía encomendado, lleno de visible emoción abordé la tribuna.

Carezco de dotes oratorias y mucho más de elocuencia; pero en mi lenguaje sencillo hablé al pueblo, cuyo ánimo se enardeció con mis frases candentes. Fue una peroración violenta; acremente censuré la administración porfirista y de una manera clara y abierta hice una invitación al pueblo para que con las armas en la mano defendiéramos nuestros derechos conculcados y derrocáramos aquella odiosa dictadura.

Los esbirros, justamente alarmados, en esa misma noche y en ese mismo momento hicieron presión ante las autoridades locales, que por cierto se encontraban presentes, para que ordenaran que se me bajara de la tribuna y se me aprehendiera; pero comprendieron cuál hubiera sido en tal caso la actitud del pueblo, de ese pueblo que ya comenzaba a sacudir el marasmo que lo dominara, y optaron mejor por ponerlo en conocimiento de las autoridades superiores de Minatitlán. Al día siguiente se presentó el Jefe Político Manuel Demetrio Santibáñez con las fuerzas del Estado, como si se tratara de un verdadero levantamiento. Mis compañeros, temerosos por la suerte que yo pudiera correr por haber provocado las iras de los pretorianos de la caduca administración, me ocultaron, y horas más tarde salía en una máquina del ferrocarril rumbo a Chinameca. Para librarme de caer en sus garras, José María Novoa, que era Jefe de Estación en dicho lugar y hermano de nuestro inolvidable correligionario Enrique del mismo apellido, me ocultó en la concavidad que forman los muros que sostienen los tanques para la toma de agua de las máquinas. Dentro de aquella muralla, si así puede decirse, reflexioné sobre mi situación; me sentí avergonzado por haber abandonado el lugar que me correspondía en la lucha, y aunque mis compañeros optaron por la fuga, mi dignidad de hombre me obligaba a sacrificarme en aras de mis ideales. Comprendí que era bochornoso expresarse de un modo viril en la tribuna para después emprender un retirada vergonzosa, y más en nosotros, que nos habíamos impuesto el deber de trazar al pueblo el sendero de la libertad y a enseñarle cómo se cae, pero con dignidad.

Con tales reflexiones, regresé por la noche en otra máquina a Coatzacoalcos, y al día siguiente, al ser visto ya no traté de ocultarme y fui aprehendido con saña inaudita por las fuerzas del Estado y conducido desde luego a Miramar, nombre que en esa época se daba a la prisión. A las primeras horas del día siguiente, con lujo de fuerza, simulando que era consignado a las armas como contingente de sangre, se me llevó hasta Juchitán, porque los cobardes esbirros comprendieron que allí no me tenían seguro, pues el pueblo daba muestras de amotinarse para libertarme ...

...Al llegar a Juchitán, se me condujo al cuartel del 25 Batallón, pero no se me dio el trato que se acostumbraba para los que tenían la desgracia de ser consignados a las armas, sino que se me alojó en un cuarto, tal vez para ser mejor vigilado. Toda mi correspondencia era interceptada y hasta violada, y así fue como cayó en manos de mis custodios una carta que el hoy general de Brigada Juan José Ríos me dirigiera de San Juan del Mezquital, Zacatecas, de la que únicamente se me mostró el sobre; pero como suponía su contenido, creo no haber podido disimular un gesto de disgusto, pues esa carta debía denunciarlo como el primer conspirador en el Estado de Zacatecas.

Yo ya había caído, pero mis correligionarios siguieron trabajando con el mismo tesón, aunque con más dificultades por las persecuciones de que eran objeto, logrando hacer que el movimiento revolucionario estallara el 30 de septiembre de 1906 en San Pedro Soteapan, del entonces Cantón de Acayucan, Chinameca e Ixhuatlán, del Cantón de Minatitlán, acaudillados por Hilario Salas, Enrique Novoa y Palemón Riveroll, respectivamente.

Inmediatamente que tuvieron conocimiento las autoridades de ese movimiento libertario, se me encerró en un calabozo que estaba destinado a castigar a los soldados incorregibles, y allí permanecí hasta que la soldadesca ahogó en sangre aquel grito de rebeldía. En los primeros días de octubre de 1906 fui sacado de dicho calabozo y, siempre con lujo de fuerza, fui conducido a Veracruz e internado en la prisión Las Galeras, y una hora después de mi llegada se me encerró en una bartolina, de donde fui sacado al día siguiente para llevarme a presencia de mi juez, un juez de aquella época para quien toda ley era la consigna.

En el juzgado comencé a darme cuenta de cuanto había pasado, pues como dije antes, se me tenía incomunicado; allí pude ver a don Julián Esteva, que era conducido también para declarar, y con quien únicamente pude cambiar una mirada. Al tomárseme declaración, aquel juez venal quiso increparme, y en tono imperativo me dijo:

¿Quién es usted para atacar al Gobierno y qué motivos tiene para ello?

Lo ataco con el derecho del ciudadano que tiene libertad de pensar, y los motivos sería muy largo enumerarlos, le contesté. Después, ya con voz más suave, dijo como hablando consigo mismo:

He tenido la oportunidad de ver que todos los complicados en este asunto han tenido el valor suficiente para asumir cada uno su responsabilidades (2)...

... Terminada mi declaración fui conducido al malecón, en donde abordamos una lancha que puso proa hacia el tenebroso Castillo de San Juan de Ulúa, en donde ya se encontraban muchos de mis compañeros de lucha. Antes de que venciera el término de ley, en la misma fortaleza se nos dictó auto de formal prisión por rebelión y sedición, para cubrir los requisitos constitucionales y dejar que el proceso, como se dice vulgarmente, durmiera el sueño del justo, pues jamás se volvieron a acordar de nosotros, confiados tal vez en que en aquella prisión no podríamos sobrevivir mucho tiempo. A los cinco días de permanecer en la galera número uno, donde me encontré a otros, entre ellos al viril y simpático Cecilio Morocini, quienes no terminaban de contarme los episodios de aquella contienda, fui sacado de ese antro para ser llevado a otro más tenebroso: El Infierno. Tal es el nombre que se daba a un calabozo que sólo tendría aproximadamente unos 170 centímetros de alto, 225 de largo por unos 150 de ancho. Era una concavidad formada en los gruesos muros del vetusto Castillo en el fondo de un solitario calabozo; por lo que una vez cerrada la puerta que mediría unos 125 centímetros de alto, el reo quedaba sepultado en vida. Hasta allí no llegaba el menor rayo de luz, no se oía rumor humano, era una noche interminable en la cual perdí la noción del tiempo.

Lector: si alguna vez visitas esa fortaleza, que bien pudiera ser llamada la tumba del Golfo, interésate por conocer El Infierno; contémplalo y compadéceme.

Cuando fui exhumado, si cabe la frase, salí con los cabellos y la barba sumamente crecidos, el cuerpo presentaba algunas úlceras producidas indudablemente por la higiene, pues mi baño no era otro que las filtraciones de agua que llegaban hasta mi tumba en las horas de pleamar. Al llegar a un amplio patio que existe en ese Castillo, cuál no sería mi sorpresa cuando entrecerrando los ojos para ver mejor, pues los rayos del sol herían mis pupilas ya acostumbradas a las sombras, vi a varios centenares de reos políticos, como nos llamaban. Por suerte, en esa formación me tocó quedar junto a Morocini, con quien crucé algunas palabras, corriendo el peligro de que el corbacho acariciara nuestras espaldas, pues me dijo que era considerado grave delito hablar en formación, y toda falta era castigada con azotes ...

... Momentos después fui internado en u calabozo al que por sarcasmo, o por estar colocado en la parte alta de El Infierno, le llamaban La Gloria. Tenía más altura, un débil rayo de luz formaba la penumbra; pero las filtraciones de los aljibes que hay en la parte alta del Castillo formaban estalactitas, de donde se desprendían las constantes gotas de agua que no sólo humedecían mi humilde indumentaria, sino las baldosas del piso, que estaba formado en el centro por una piedra completamente lisa, por lo que se podía tener la impresión de que se caminaba en un pan de jabón. Por fortuna permanecí allí únicamente unas dos semanas para pasar después a libertad, como se decía cuando un reo, después de haber pasado por los calabozos de tormento, como eran los que he descrito, y El Purgatorio, El Jardín y La Leona, quedaba en común de presos.

La galera número uno, que fue donde se me internó, se componía de tres amplios salones comunicados por pequeños arcos y, por lo tanto, en contacto con los presos rematados, o sean los rayados, que por estar sentenciados los vestían con un traje a rayas. Estos salones inmundos, poblados de parásitos, obscuros y húmedos por las filtraciones del agua de los mismos aljibes, una vez se inundaron en la estación de lluvias, habiéndonos llegado el agua un poco más arriba de la rodilla. Imagínese el lector el cuadro que formábamos aquellos esqueletos andantes, semidesnudos, moviéndonos como sombras chinescas en medio de aquella laguna limitada por los negros muros de nuestra prisión.

Seguir relatando la dura prueba a que fui sometido sería tarea larga, pues tendría que describir uno a uno los episodios que durante tanto tiempo se desarrollaron, escenas que conservo en la memoria y cuyo recuerdo sombrío, triste y lúgubre, bajará conmigo a la obscura región de lo ignorado.

Muchos de los compañeros, en su mayoría indígenas de Soteapan, Ixhuatlán y Pajama, sucumbieron, y como héroes anónimos, yacen sus restos olvidados en el panteón de aquel islote conocido con el nombre de La Puntilla. ¡Loor a su memoria!

Los que sobrevivimos, al recordar aquellos tiempos, sentimos que el cuerpo se estremece, que la sangre se hiela, apareciendo en el kaleidoscopio de nuestra imaginación aquellos cuadros llenos de dolor y de miseria.

Cuando dedicábamos un recuerdo a los seres queridos, que no podían tener siquiera el consuelo de recibir nuestras letras, perdida la esperanza de volver a vernos e imposibilitados de ir a depositar sobre nuestra anónima tumba Ías flores de amaranto y siempreviva, entonces, buscando un lenitivo a nuestro justo dolor, entonábamos esta canción, producto de la fecunda inspiración de nuestro querido e inolvidable Juan Sarabia:

¡Oh golondrina que con raudo vuelo
puedes cruzar la vasta inmensidad!
¡Dichosa tú, que libre y sin cadenas,
donde te llaman tus instintos vas!

Yo, prisionero por amar mi Patria,
al ver tu vuelo por el ancho mar,
¡oh golondrina! tu existencia envidio
y sueño en mi perdida libertad.

Ave errabunda: ve con los que me aman
y que tal vez mi ausencia llorarán,
y hasta sus almas doloridas lleva
el eco de mis cantos de pesar.

Haz que conozcan los tormentos míos
y que no ingratos vayan a olvidar
lo que he sufrido por amar mi Patria
y por amar la santa Libertad.


Medina sale de la fortaleza y se une al maderismo.

Cuatro meses y días antes de que cayera la Dictadura, o sea a principios de enero de 1911, Cipriano Medina, por circunstancias que desconozco, logró salir del presidio después de más de cuatro años de encarcelamiento, y desde luego marchó a su tierra natal, donde por su juventud y vigorosa constitución física muy pronto se repuso de algunas enfermedades que había contraído durante su penoso cautiverio. Poco más tarde, el 2 de febrero, se incorporó a las fuerzas maderistas comandadas por el general Salvador Escalante, que siendo jefe del movimiento revolucionario del Estado de Michoacán, le confirió el grado de capitán primero de caballería, y bajo cuyas órdenes combatió a las tropas federales hasta el derrumbe del despotismo porfiriano.


Lucha contra Orozco, Huerta, Villa y Chávez García.

Luego se unió a las fuerzas del general Julián Blanco, con las cuales, al mando de un Regimiento de Caballería, luchó contra la rebelión orozquista hasta su derrota; y en 1913 y 1914, ya con el grado de mayor, infligió graves descalabros a las tropas de la usurpación en Arteaga y otras poblaciones michoacanas.

Durante los años de 1915 a 1920, siendo ya teniente coronel y perteneciente a la Cuarta Brigada de Caballería jefaturada por el general Cecilio García, combatió al villismo, tomando parte en multitud de combates, así como a las chusmas del famoso cabecilla Inés Chávez García, en distintos puntos del Estado de Michoacán.


Comisiones que desempeñó.

Durante su larga carrera militar, que abarcó un período de más de 41 años, Cipriano Medina, que en octubre de 1926 fue ascendido a coronel, desempeñó gran número de comisiones en distintas partes de la República, entre las cuales figuran las siguientes: en 1918 fue Jefe de la Legión de Honor en Morelia y en 1919 Mayor de Ordenes de la misma plaza; en 1920, Oficial Mayor del Departamento de Caballería y Comandante Militar de Zitácuaro; en 1921, Vocal del Consejo de Guerra en Iguala, y en 1922, encargado del Archivo General de la Secretaría de Guerra; en 1928, Jefe de la Prisión Militar de Santiago Tlatelolco y del Grupo de Sueltos; en 1929, Agente del Ministerio Público en Veracruz y Primer Vocal del Consejo de Guerra en el mismo puerto; en 1931, Jefe de Sección del Departamento de Estado Mayor de la Secretaría de Guerra y Comandante Militar del Distrito de Arteaga, Mich.; en 1932, Jefe de la Guarnición de Chilpancingo, Gro., y en 1933, Mayor de Ordenes de la plaza de Guaymas, Son.

Desempeñando otras comisiones aquí en la ciudad de México, permaneció Medina con el grado de coronel hasta 1952, en que fue ascendido a general brigadier, para ser retirado a la Primera Reserva del Ejército como pensionista de la Federación; y en 1953, cerca de un lustro antes de morir a la edad de 78 años, le fue concedida la condecoración de la Cruz de Guerra de segunda clase, por haber tomado participación en más de 25 hechos de armas.


NOTAS

(1) Precisamente por esos días, o sea en diciembre de 1905, el Club Valentín Gómez Farías, del que era Presidente don Julián Esteva, abrió una colecta entre sus miembros con objeto de contribuir al pago de las fianzas que se pedían por la libertad de los Flores Magón y Juan Sarabia, que a la sazón se hallaban presos en San Luis, Missouri, por difamación, logrando reunir $118.50 oro, cantidad que unida a las que aportaron las demás agrupaciones liberales del país, alcanzó a cubrir el importe de dichas fianzas, por lo que dichos luchadores pudieron dejar la cárcel muy poco tiempo después, en enero de 1906.

(2) Este juez era el mismo Betancourt que procesó a todos los revolucionarios de Veracruz en 1906.

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