Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO QUINTO - Elfego Lugo, su prisión y sus relatosCAPÍTULO SÉPTIMO - El cautiverio de Cristobal VázquezBiblioteca Virtual Antorcha

LOS MÁRTIRES DE SAN JUAN DE ULÚA

Eugenio Martínez Núñez

CAPÍTULO SEXTO

LA VIDA INFORTUNADA DE ENRIQUE NOVOA Y SU MARTIRIO EN ULÚA


Antecedentes.

Enrique Novoa, llamado con justicia el rebelde irreductible, nació por el año de 1880 en la cabecera del Cantón de Minatitlán, que tantos y tan intrépidos combatientes dio a la causa libertaria. Sus padres fueron el valeroso tlacotalpeño don Julio S. Novoa, que bravamente luchó contra las hordas imperialistas de Napoleón III, y doña Severiana Torres y de la Torre, que según afirma el periodista Abel Pérez, era propietaria del histórico rancho de Buenavista de la Torre, que en varias ocasiones fue campamento de tropas y teatro de combates en todos los movimientos revolucionarios y guerras extranjeras, desde la Independencia (1).

Según el mismo señor Pérez, el progenitor de Enrique había llegado desde muy joven a Minatitlán, donde radicaba cuando las tropas francesas invadieron nuestro país; por lo que, siendo un hombre digno y patriota, tomó las armas en su contra en compañía de su paisano el ameritado general don Juan de la Luz Enríquez y bajo las órdenes de don Porfirio Díaz, tomando parte, entre otras, en las famosas batallas del 5 de mayo de 1862, de La Carbonera en octubre 18 de 1866 y del 2 de abril de 1867, habiendo alcanzado el grado de mayor del Ejército Republicano.

Derrotado definitivamente en Querétaro el llamado Imperio de Maximiliano, el mayor Novoa, por invitación de su amigo y pariente el general Enríquez, que a la sazón era gobernador del Estado de Veracruz, desempeñó por largo tiempo los cargos de Comandante Militar de Minatitlán y de Jefe Político del Cantón del propio nombre. Posteriormente se retiró del servicio activo, hasta que en 1905 reingresó al Ejército con su mismo grado y fue electo Diputado al Congreso de la Unión por un Distrito de Yucatán, en cuyo puesto lo sorprendió el brote revolucionario precursor de septiembre de 1906, en el que su hijo, el joven impulsivo, valiente y soñador Enrique, cual nuevo Caballero del Ideal, tomó parte tan principal, activa y prominente.

Enrique Novoa tuvo cinco hermanos, cuyos nombres fueron en orden de nacimiento: Julio, Raquel, José María, Rosa y César, habiendo nacido él entre estos dos últimos y, por tanto, casi el menor de la familia. Refiriéndose a los cuatro hermanos varones Novoa, el mismo Pérez expresa:

José María, Enrique y César cursaron sólo la instrucción primaria ... Julio era inteligentísimo, conocía el griego y el latín, leyó a todos los clásicos y a todos los grandes escritores del Renacimiento, y hablaba y escribía el inglés y el francés. Era escritor atildado y orador de palabra fácil y galana, con gran humorismo y fina ironía. José María, que tenía su vena de poeta y músico, se hizo telegrafista y luego, ya viejo y muy agobiado por la suerte, fue maestro de escuela.


Cómo era Enrique Novoa.

Y hablando en particular de nuestro personaje, el propio Pérez manifiesta:

Enrique fue también telegrafista y ferrocarrilero. Era lo que puede llamarse un hombre guapo, de tipo viril e interesante. Alto, delgado, de grandes ojos y pelo negro, era el tipo moreno del mestizo del Sur; poco hablador, de carácter generalmente taciturno, melancólico, retraído, aunque a veces impulsivo y dinámico; era inteligente, valiente, audaz; y, susceptible y digno, vibraba con bofetada, tarjeta y bala a la menor frase, gesto o mirada que creía ofensivos.

Llegó, a fuerza de leer mucho y bueno, a poseer una vasta cultura y hubiera acabado en macizo escritor y brillante orador, si no lo sorprende la muerte tan joven ... A formar su carácter soñador, levantisco y de valiente revolucionario, contribuyó, no poco, su afición a los libros. Había leído la Historia Universal, la Historia Patria, la de la Revolución Francesa, y también los clásicos y los grandes escritores de la Edad Media y del Renacimiento.

Desde la escuela, Enrique comenzó a perfilarse como un muchacho pendenciero, provocativo, rebelde y temerario. Al maestro Pánfilo Patiño le dio más de un dolor de cabeza y le costó mucho trabajo manejarlo. Apenas dejó la escuela, a los quince años tuvo varios desafíos y a más de cuatro valentones del pueblo, de esos que se despachan tres enemigos al día y tienen cementerio particular, les apagó los bríos y les acalló las bravatas.

Hubo un Jefe Político, capitán del Ejército, que tenía aterrorizado al pueblo, a quien apostrofó en plena Jefatura. Defendiendo a los indios fue azote de caciques temibles y de recios contornos ... Varias veces vació su pistola cambiándose tiros cara a cara y frente a frente; y, en uno de esos encuentros mató a balazos a un bravucón de Chinameca, que lo había agredido ...


Novoa, todo un luchador de levantados ideales.

Desde que en 1905 quedó constituida la Junta Revolucionaria del Partido Liberal con los fines ya expresados, la misma agrupación encontró en Enrique Novoa a uno de sus más activos, talentosos y valientes propagandistas del movimiento insurreccional en el Istmo de Tehuantepec, y principalmente en los Cantones de Acayucan y Minatitlán. Novoa fundó desde luego en Chinameca, junto con Margarito Nava, Delfino Luna, Tirso Hernández, Cándido Donato Padua y otros correligionarios el Club Liberal Vicente Guerrero, y bajo su firma publicó artículos incendiarios contra el despotismo en Regeneración, y pronunció discursos tan violentos que le valieron persecuciones y aun arrestos. Atacó rudamente al régimen dictatorial por las concesiones de tierras, de minas y petróleo a particulares y empresas extranjeras, y por la explotación, con salarios de hambre, de los peones del campo y de las ciudades, y preconizó al respecto el reparto de los grandes latifundios y su devolución a los indígenas. Fue, sin saberlo, un precursor de los postulados contenidos en los artículos 27 y 123 de la Constitución del 17, y por ende, del laborismo, del salario mínimo, del agrarismo, de la nacionalización de las riquezas del suelo y del subsuelo y del gran movimiento proletario que hoy presenciamos. Preparó con Hilario Salas a los indios y campesinos de la Sierra de Soteapan, de Acayucan y Minatitlán para el levantamiento de septiembre de 1906.


Novoa es designado para tomar la plaza de Minatitlán.

Contando con algunos elementos proporcionados por el mismo Club Vicente Guerrero, pero muy especialmente con unos 300 indígenas de la Sierra de Soteapan que ya estaban muy indignados por las explotaciones y despojos que de sus tierras habían venido sufriendo desde mucho tiempo atrás por los acaudalados sucesores de don Manuel Romero Rubio, Enrique Novoa había sido designado por sus compañeros para que, de acuerdo con un plan en que también se atacarían Acayucan y Puerto México, tomara por asalto el pueblo de Minatitlán, que se hallaba fuertemente guarnecido por tropas federales. Según el plan, Enrique debería haber atacado dicho pueblo el 30 de septiembre; pero, haciéndole una variante que juzgó necesaria, el joven revolucionario optó por dirigirse primero a Chinameca con objeto de combatir unas fuerzas del Gobierno que allí habían llegado, y después avanzar sobre Minatitlán. Así lo hizo, pero al llegar con sus hombres, todos muy mal armados y con raquíticas cabalgaduras, a un rancho distante tres kilómetros de Chinameca, resolvió no atacar dichas fuerzas sino hacerlas salir del pueblo para tenderles una emboscada entre los breñales y así evitar que muchos de los habitantes pacíficos pudieran resultar heridos o muertos durante la refriega. Esta actitud fue mal interpretada por sus acompañantes, que como se ha dicho en su gran mayoría eran indígenas de Soteapan, pues juzgaron como una cobardía su bien planeada estratagema, y lo abandonaron remontándose de nuevo en la serranía.


Hilario Salas lleva a cabo la acción de Acayucan.

Por esta causa ya Novoa no pudo atacar Minatitlán, y mientras lo narrado tenía lugar, Hilarío Salas, que era el jefe del movimiento revolucionario en el Estado de Veracruz, al frente de otros trescientos y tantos hombres igualmente muy mal armados, había caído sobre la plaza de Acayucan en la medianoche del mismo 30 de septiembre, y cuando estaba a punto de tomarla, ya que había llegado con su gente hasta el interior del Palacio Municipal, una de las balas disparadas por los federales desde los corredores del edificio lo hirió de gravedad en el vientre, circunstancia por la cual se desmoralizaron sus hombres, que resolvieron suspender el ataque y salir de la población, pero sin abandonar a su jefe, a quien, para atenderlo, llevaron consigo hasta un lugar apartado y seguro de la Sierra de Soteapan.


Novoa es aprehendido y encarcelado en San Juan de Ulúa.

Así las cosas, cuando Novoa se vio abandonado por la mayoría de sus hombres, con la poca gente que le quedaba trató de reunirse con Hilario Salas en su refugio de la sierra, cosa que no pudo conseguir porque en el camino fue batido y completamente derrotado por un destacamento de rurales. Ya teniendo por únicos subalternos al insurgente Pablo Ortiz y a su fiel ayudante el viejo campesino Cristóbal Vázquez, huyó rumbo al Estado de Chiapas, pero habiendo sido descubierto cuando remontaba el río Uspanapa, fue aprehendido junto con sus acompañantes y llevado con ellos a Minatitlán o Puerto México, de donde después de haber sido procesados por el delito de rebelión por el Juez de Distrito, Lic. Emilio Bullé Goyre Betancourt, fueron enviados con largas condenas al presidio de San Juan de Ulúa (2).


Un paréntesis.

Antes de seguir adelante debo decir que cuando don Porfirio recibió noticias telegráficas de que se estaba preparando el movimiento revolucionario del Sureste del país, en la medianoche del 6 de septiembre mandó llamar a su viejo amigo el mayor y diputado don Julio Novoa para comunicarle tales novedades y ordenarle que saliera desde luego a cooperar con las tropas federales en el sofocamiento de la rebelión. El mayor se presentó inmediatamente en el despacho que en Chapultepec tenía el general Díaz, y éste, dándole el tratamiento de compañero, le dijo que sentía mucho haberlo molestado, pero que si lo había hecho a horas tan avanzadas de la noche, era porque había bola en el Istmo, y que para que se enterara con más detalles, leyera unos mensajes que le puso en las manos.

Al leer don Julio aquellos papeles, vio que en la relación de los insurrectos capturados figuraban dos de sus hijos, José María y César, así como varios parientes suyos, y al terminar la lectura manifestó al Presidente:

- Todos los Novoa que aquí nombran son mis hijos y muchos de los otros son parientes y amigos nuestros. Ignoro la intervención de los demás, pero de Enrique debo confesarle, aunque con tristeza, que no me extrañaría que esté complicado porque es muy rebelde y desde niño ha sido irrefrenable, y me ha dado mucha guerra.

- Comprendo -dijo don Porfirio-, y agregó: El muchacho es bravo; y aunque aquí dicen que huyó vestido de mujer no lo creo, pues es demasiado valiente y hombre para huir de esa manera.

Y después de un breve momento de silencio añadió el Caudillo:

- ¿Y qué opina usted que debemos hacer?

- Batirlos -contestó don Julio.

- Precisamente, y como usted comprenderá, tendremos que apretarles la nariz. Saldrá usted inmediatamente a Soteapan a cooperar con las fuerzas del Gobierno para sofocar la insurrección; y ojalá logre usted que Enrique y los otros se sometan antes de que se les bata intensamente. Preséntese usted mañana en Guerra a recibir órdenes.

El mayor Novoa ejecutó fielmente lo que le había ordenado su viejo amigo el Primer Magistrado de la Nación, pero al llegar a Soteapan, entristecido y enfermo a batir a su propio hijo, ya los rebeldes habían sido dispersados y Enrique huía rumbo a Guatemala con su ayudante Cristóbal Vázquez; y cuando de regreso a México fue a rendir su parte al general Díaz, éste le dijo:

Felicitémonos, compañero; usted por su hijo y todos por la patria. Menudo sofocón nos pegaron; pero por fortuna, ya ve que mi Gobierno es fuerte e invencible (3).


El suplicio de Novoa en Ulúa.

Al ser remitido al Castillo, Enrique Novoa fue encerrado desde luego en el pavoroso Infierno por órdenes especiales del juez Bullé Goyre, que le profesaba una particular aversión por considerarlo un revolucionario sumamente peligroso para el régimen dictatorial que le pagaba por sus servicios. En la soledad de su calabozo sufrió Novoa indecibles amarguras, y con la mente poblada de tristes impresiones recordaba con dolor las escenas de crueldad y de barbarie que se habían desarrollado en los campos desolados de su tierra, donde las tropas federales que fueron destacadas para sofocar la rebelión, convertidas en hordas salvajes, hacían pasto de las llamas a pueblos y rancherías, robaban y ultrajaban hogares indefensos, fusilaban a quien les daba la gana, aprehendían a multitud de ciudadanos comprometidos o no en el movimiento y sujetaban a bárbaros tormentos a los revolucionarios que caían en sus manos para hacerles confesar cuanto sabían de la insurrección y de sus principales jefes.

Pero a despecho de todo lo que padeció Novoa, jamás se doblegó su espíritu viril ni demostró la menor vacilación ni cobardía por su actitud rebelde, ya que cuando se le sacaba de la horrenda mazmorra para rendir sus declaraciones ante el juez Betancourt, manifestaba con admirable entereza, como lo había hecho don Miguel Hidalgo en el infame proceso que le instruyeron sus verdugos gachupines en Chihuahua, que él era el único responsable de cuanto había pasado por haber sido jefe del movimiento, y que en consecuencia, se debería dejar en libertad a todos sus compañeros que junto con él y posteriormente habían sido llevados de Minatitlán a San Juan de Ulúa.


Una patética y terrible descripción.

Para que se puedan comprender a fondo tanto su fortaleza de alma como su dolorosa situación en El Infierno, basta con leer la siguiente patética y terrible descripción de un realismo digno de Zolá, que el mismo Novoa escribió de este calabozo cuando ya tenía cerca de cinco meses de encontrarse en él sufriendo todas sus infamias, horrores y tormentos:

... Antes de seguir adelante, voy a deciros donde me ha alojado el juez verdugo Betancourt: Se llega al cuerpo de guardia, luego a una puerta baja, deprimida, que está al fondo de una pared de metro y medio de espesor; en seguida se entra a un calabozo estrecho de dos metros en cuadro y a la izquierda se toma un pasillo semi obscuro y se llega a otra puerta; se corre el cerrojo, se empuja la puerta y se entra a la mazmorra llamada El Infierno. ¿Es un infierno o una tumba? Es una tumba infernal. Desde que se da el primer paso, se nota un piso húmedo, que hasta chasquea, como si fuera un chiquero de puercos. Una atmósfera caliginosa y malsana invade los pulmones; la peste se hace inaguantable; la humedad es tanta y está el ambiente tan impuro, que tengo escoriadas la laringe y la nariz; la obscuridad es completa y eterna y no hay ventilación de ninguna clase, pues todo el calabozo, en forma de nicho, abovedado, está rodeado por paredes de dos y tres metros de espesor, las cuales chorrean agua. Jamás ha entrado aquí un rayo de luz desde que se construyó este mísero calabozo, allá hace siglos, por los españoles, para deshonra de la Humanidad. Las paredes se tocan y están frías, como hielo, pero es un frío húmedo y terrible que penetra hasta los huesos, que cala, por decirlo así. A la vez, el calor es insoportable, hay un bochorno asfixiante; jamás entra una ráfaga de aire, aunque haya norte afuera. Las ratas y otros bichos pasan por mi cuerpo, sin respeto, habiéndose dado el caso de que me roan los dedos por la noche. Ahora procuro dejarles en el suelo migas de pan para que se entretegan. Hay noches que despierto asfixiándome; un minuto más y tal vez moría; me siento, me enjugo el sudor, me quito la ropa encharcada y me visto otra vez para volver a empezar. Cuando esto sucede, rechino los dientes y digo con amargura: ¡oh pueblo!, ¡oh patria mía! Hace cinco meses que estoy aquí enterrado vivo, casi sin comer, enfermo, con el hígado inflamado, arrojando los pocos alimentos que tomo ... ¿y creeréis que estoy arredrado? No. Yo bien sabía de lo que se trataba. Mi manifiesto probará a ustedes que mi resignación es completa y que sé que mi muerte está decretada irremisiblemente. Llegué a esta tumba el 5 de diciembre de 1906 y desde entonces estoy incomunicado, vigilado estrechamente, y aunque antes he querido escribir no he podido hacerlo, hasta hoy que una mera casualidad me proporcionó papel y lápiz. Gracias, Dios mío, porque voy por fin a poder comunicar a mis amigos, correligionarios y compatriotas, los crimenes de que estamos siendo víctimas, principalmente yo, a quien el juez Betancourt desearía tener ya bajo tierra, para que se ignorara su maquiavelismo, que envidiarían aun los tribunales especiales de los Borgia y del Duque de Parma. El día que llegué a esta fortaleza, cuando salté de la lancha al Castillo, venía yo ágil, fuerte, colorado; vedme hoy. ¡Soy un espectro de la muerte! Ese día el juez Betancourt vino personalmente a recibirme con otras personas. El mismo pasó por delante, entró al calabozo con paso vacilante, rayó un cerillo y sonrió con satisfacción a sus acompañantes. El calabozo estaba bueno para un hombre que se trata de asesinar. ¿Qué papel hizo en ese momento el juez Betancourt? ¿Era juez o verdugo? ¿Esbirro o Iscariote? ¡Ah! Era un miserable. Pero yo no me fijé en ese refinamiento de Betancourt, sino hasta ahora después, que hilvanando los hechos he podido sacar conclusiones terribles. Vosotros juzgaréis y veréis si soy visionario o tengo razón en mis observaciones. A los 42 días que llevaba yo de estar sumido en este calabozo, sin hablar con nadie, sin ver nada, sufriendo las primeras calenturas, las primeras punzadas en el hígado y las primeras congestiones, fui sacado y llevado al Palacio del Gobernador, donde esperaba el juez Betancourt para tomarme declaración ... Y no se crea que es exageración. Octavio Mirabeau nos habla de los chinos como los inventores de los tormentos más horribles, tales como los de la sensación de los diferentes órganos; del de la campana, etc.

¿Y qué os parece el tormento del olfato? ¿De la vista? ¿Del enmudecimiento? ¿De la sensación general? Pues aquí se está sujeto a todos esos tormentos. Sujeto a respirar emanaciones impuras, una atmósfera pesada y húmeda que no es renovada jamás porque no hay ventilación, al grado que hay momentos en que la vela se apaga por falta de aire. Agregad a esto los gases mefíticos que despide la cuba inmunda, sucia, antiquísima, sin ser desinfectada jamás; y los microbios aglomerados aquí durante varios siglos. La vista, sujeta al tormento de la obscuridad eterna. La boca, atestada de microbios, y con ese mal sabor que tiene del hígado intoxicado. El enmudecimiento indefinido. Los dolores continuados del cuerpo en general, sujeto a la humedad por espacio de largo tiempo ...

El único empleado que ha venido con frecuencia, dominando por completo su repugnancia a este lugar miserable, es el gobernador de la fortaleza. Hay empleados que para llegar aquí, siquiera sea a la puerta, encienden primero un cigarro y hablan con los dientes apretados. Otras veces, al entrar al pasillo sin llegar aquí, dicen, tapándose la nariz: ¡Puah! ... con asco justificado. En verdad, ¡tienen mil veces razón!

Cuando me preguntan qué se me ofrece, contesto siempre: Nada. Estoy bien. ¿Para qué molestar? Saben que estoy enfermo y que no depende de ellos mi estancia aquí, sino del juez o verdugo Betancourt. Cuando el coronel Hernández vino a mi calabozo a la mañana siguiente de mi arribo aquí, me preguntó cómo había pasado la noche, que cómo había dormido, le contesté con naturalidad (y así era en efecto): Perfectamente bien. El coronel no pudo menos de sonreírse, pues le parecía que esto fuese imposible. Más que exacto. Los primeros días estuve bien, a pesar de todo. Traía yo almacenado mucho aire puro y mucho sol de aquellos montes saludables y de aquel sol de la libertad ...

Hasta ahora después, cuando empecé a enfermarme, es cuando he venido a sentir los rigores de los suplicios, de los tormentos a que se me ha sujetado. No es un lamento, ni una queja, lo repito. Es que me dirijo al Tribunal del Pueblo para presentar una acusación terrible. Me atengo a su fallo y lo espero con calma, aquí donde me encuentro firme en mis convicciones (4).


Es conducido a una galera.

Después de haber permanecido cerca de un año en esta espeluznante mazmorra, Novoa, ya muy enfermo y agobiado por tanto sufrimiento, fue sacado de allí para en seguida ser conducido a una de las galeras donde se hallaban muchos de sus paisanos, amigos y correligionarios confundidos entre reos del orden común, y de cuya galera, apenas repuesto un poco de sus males, se le sacaba diariamente para obligarlo a desempeñar los famosos trabajos forzados con que se acostumbraba humillar a los presos políticos no incomunicados.

Pero a pesar de tales vejaciones, de los maltratos de los capataces y de que la galera, como todas las del presidio, era húmeda, pestilente y sombría, Novoa tenía ahora cuando menos el consuelo de mirar seguido el sol y el azul del cielo, de respirar aire puro, de hablar con sus compañeros, de poder comunicarse de vez en cuando con sus familiares, de escuchar el rumor de las olas y los repiques de las iglesias del puerto, cuyos ecos, suavemente llevados por el viento, le parecían algo así como dulces oraciones de seres queridos y lejanos.


Se le interna en otro calabozo y recibe la visita de su padre.

En esta galera sólo permaneció unos seis meses, ya que por gestiones de su irreconciliable enemigo el implacable juez Betancourt, fue encerrado nuevamente en otro estrecho y negro calabozo donde quedó rigurosamente incomunicado por tiempo indefinido. Estando en este lugar, donde en breve espacio volvió a contraer dolorosos padecimientos, a mediados de diciembre de 1908 llegó a la fortaleza el señor su padre el mayor y diputado don Julio Novoa acompañado de uno de sus sobrinos, el ya citado señor Pérez, con objeto de visitarlo, y para el efecto solicitó el permiso correspondiente del gobernador del Castillo, el ya general José María Hernández, que era un viejo amigo y compañero suyo por haber luchado juntos contra la Intervención Francesa. El general Hernández, hombre de no malos sentimientos aunque de carácter débil, puesto que no era capaz de oponerse a que los verdugos desahogaran su furia bestial en los desventurados reclusos, lo recibió amablemente en su despacho, y en seguida, obsequiando sus deseos, ordenó que Enrique fuese sacado de su calabozo y llevado a la propia oficina. Poco después llegó el prisionero escoltado por un capitán y dos soldados, y al verlo su padre y su primo tan pálido y demacrado, con un brillo intenso en la mirada y con un aspecto enfermizo y febril, se conmovieron profundamente al considerar cuánto habría sufrido durante su largo encarcelamiento. Dice el señor Pérez que pasados los abrazos de rigor, el general Hernández invitó a Enrique a que tomara asiento, pero que él se negó manifestando que no podía hacerlo porque era un rebelde; que en seguida se inició la conversación con una serie de preguntas y respuestas, y que de pronto, enrojecido y exaltado, Enrique comenzó a increpar duramente al Gobierno y al Ejército, diciéndoles que él prefería morir en la fortaleza y que sus huesos quedaran en el panteón de La Puntilla, antes que salir a disfrutar de una paz ficticia bajo la férula de la férrea Dictadura. Y que además les habló de otras muchas cosas: de la miseria y esclavitud del pueblo, de los sufrimientos de sus compañeros de prisión, de que la recompensa y el destino de los redentores eran el destierro, el infortunio, la ingratitud y la muerte ... Y después de haber desahogado sus más íntimos sentimientos mientras sus oyentes guardaban un respetuoso silencio, Enrique se despidió con un abrazo de su padre y de su primo, y regresó a su calabozo atravesando el gran patio de la fortaleza a paso lento, erguido y altivo.

Agrega el señor Pérez que inmediatamente después de que Enrique se despidió para volver a la sombra de su encierro, el mayor Novoa y él regresaron a Veracruz atravesando la bahía en un lento bote de remos en los momentos en que moría la tarde y se perdía el Sol en el confín, en un hermoso crepúsculo escarlata; que los dos iban mudos, silenciosos, con una presión en el pecho y un nudo en la garganta, y que cuando llegaron al hotel donde se hospedaban de paso a Minatitlán, adonde iba don Julio al arreglo de un asunto de familia, éste, que ya era un hombre de avanzada edad, estalló en sollozos y que él procuró consolarlo, diciéndole que en vez de tristeza debería sentir orgullo y alegría de tener un hijo tan entero, tan valiente y tan viril.


Sale en libertad.

Al volver a su calabozo después de la visita de su padre, Novoa continuó sufriendo grandes penalidades, y más aún cuando lo atormentaba el pensamiento de que todavía estaba muy lejano el momento en que la Dictadura pudiera ser derrocada por medio de la insurrección, para así salir del presidio a gozar de su libertad bajo un régimen revolucionario que se interesara en resolver los problemas y atender las necesidades de las masas populares. Sin embargo, no habría de tardar mucho el día en que el gran rebelde abandonara la fortaleza, aunque no en las condiciones por él apetecidas, ya que a pesar de estar sentenciado a una larga condena, el señor su padre, que como se sabe disfrutaba del afecto y amistad del general Díaz, logró conseguir, no sin grandes dificultades, que el propio Caudillo ordenara que se le pusiera en absoluta libertad cuando cumpliera tres años de prisión, o sea hasta fines de 1909.


Rechaza un empleo del Gobierno.

Ya una vez en libertad, Enrique Novoa volvió al pueblo de Minatitlán en la mayor pobreza, enfermo, abatido y decepcionado, por lo que el señor su padre, deseando ayudarlo en su penosa situación, se lo trajo a la ciudad de México con cualquier pretexto, pero en realidad con objeto de presentarlo al general Díaz, que a pesar de saber que era su enemigo, había ofrecido concederle un empleo bien remunerado en una dependencia oficial; pero Enrique, fiel a sus convicciones revolucionarias, no aceptó tal presentación ni el favor ofrecido, por considerar indecoroso servir a un régimen que había combatido por su tiranía y que tanto y tan despiadadamente lo había martirizado en las ergástulas más infames de la temible fortaleza. Así, pues, el joven luchador regresó a su tierra natal, donde con la ayuda pecuniaria de unos amigos y parientes volvió a fomentar un rancho de su propiedad llamado Las Hibueras, que había dejado abandonado al ser aprehendido en 1906.


Sufre un nuevo encarcelamiento.

Poco más tarde, después de haber estallado la Revolución maderista, Novoa marchó a Los Angeles, California, a fin de reunirse con Ricardo y Enrique Flores Magón, Librado Rivera y Anselmo Figueroa, que según se ha dicho y con el impropio nombre de Junta del Partido Liberal, habían organizado un movimiento anarquista en la Baja California y otras partes del país; y cuando con el carácter de delegado de aquella Junta regresaba a México para propagar los principios liberales en los Estados de Veracruz, Tabasco y Oaxaca, tuvo la mala suerte de ser capturado por un agente del Servicio Secreto en la ciudad de Chihuahua y enviado en agosto de 1911 a la Penitenciaría del Distrito Federal. Pero habiendo declarado bajo protesta ante su juez que él estaba en la firme creencia de que dicho movimiento se inspiraba, no en el anarquismo, sino en el noble propósito de implantar en toda la República los postulados políticos, económicos y sociales del Programa del Partido Liberal promulgado en 1906, se le puso en libertad después de haber sufrido más de tres meses de encarcelamiento.


Bate a revoltosos felicistas y es nombrado cónsul en El Salvador.

Al salir de la Penitenciaría, donde también habían estado recluidos por la misma causa, entre otros, los viejos luchadores liberales Jesús Rangel, Eugenio Alzalde, Prisciliano Silva y Víctor Manuel Rueda, Enrique Novoa retornó a Minatitlán para dedicarse de nuevo a las labores agrícolas en su rancho de Las Hibueras. Encontrándose allí, alejado por completo de toda clase de actividades políticas, llegaron al Istmo de Tehuantepec primero el general Salvador Alvarado y después el general don Jesús Carranza, quienes, conociendo su valor nunca desmentido y sus limpios antecedentes de paladín de la causa del pueblo, lo mandaron llamar para ofrecerle altos grados militares e invitarlo a que formara parte de sus fuerzas. Enrique, agradeciendo tales distinciones no las aceptó, pero en cambio, en compañía de su primo hermano y correligionario Wilfrido Torres, prestó gran ayuda a ambos generales en la persecución emprendida por ellos contra el famoso cabecilla felicista Cástulo Pérez, que operaba por aquellos rumbos y que tantas depredaciones cometía por pueblos y rancherías. Tan grande y eficaz fue la ayuda que impartió al general Carranza en dicha persecución, que éste, poco más tarde, escribió a su hermano don Venustiano haciendo resaltar los méritos revolucionarios de Novoa, circunstancia por la que el mismo Primer Jefe, por conducto de su Ministro de Relaciones Exteriores, general Cándido Aguilar, nombró a Enrique cónsul de nuestro país en la República de El Salvador.


La fatalidad perseguía a Novoa.

Refiere el tantas veces mencionado señor Pérez que Novoa salió a ocupar su puesto por el Ferrocarril Interoceánico, y que en las inmediaciones de la estación de Las Vigas, el tren en que viajaba fue asaltado y volado con dinamita por una numerosa partida de revoltosos felicistas, y que Enrique, habiendo resultado gravemente herido de las piernas y los brazos, fue trasladado para su curación, junto con otros muchos lesionados, al Hospital Militar de Jalapa. Así, pues, ya no estando en condiciones de desempeñar el alto encargo para que había sido designado, volvió a su rancho y en seguida se estableció con su familia en una humilde casa situada a unos 40 kilómetros del pueblo de Chinameca, donde continuó tratándose, aunque sin recuperar por completo los movimientos de sus miembros dañados.


Es villanamente asesinado.

Tan pronto como se sintió medianamente recuperado, Novoa se fue a trabajar a su rancho, de donde con frecuencia se dirigía, montado en un magnífico caballo, a visitar a su familia; y en una ocasión, el 28 de agosto de 1917, en que el facineroso Cástulo Pérez, que estaba sumamente resentido con él por la persecución de que lo había hecho objeto, supo que se hallaba en compañía de su esposa y de sus hijos, a altas horas de la noche y al frente de una partida de sus hombres, llegó sigilosamente hasta su casa, tocó en ella repetidas veces fingiendo una voz amiga, y cuando el joven y valiente revolucionario que tanto había sufrido y luchado por la causa de los desheredados abría la puerta, intempestiva y arteramente lo acribilló a balazos entre las sombras hasta dejarlo sin vida.

Así, víctima de abominable traición, fue sacrificado sin piedad este admirable combatiente que por su abnegación y desinterés fue sin duda uno de los hombres más puros de la Revolución, y cuya limpia memoria debe ser conservada con respeto en el corazón de todos los buenos mexicanos.


NOTAS

(1) Ver Excélsior de la ciudad de México del 16 de junio de 1935.

(2) Este juez Bullé Goyre se ensañó tanto con los revolucionarios veracruzanos, que posteriormente fue premiado por el Dictador con el cargo de Magistrado de la Suprema Corte de Justicia.

(3) Datos tomados de El brote revolucionario de 1906 en Minatitlán y Acayucan, por Abel R. Pérez, publicado en Excélsior el 8 de junio de 1935.

(4) Este relato se lo proporcionó el Lic. Eugenio Méndez al coronel Cándido Donato Padua, para que lo incluyera en su trabajo sobre El Movimiento Revolucionario de 1906 en Veracruz, que Padua publicó en 1941, y que el fallecido periodista Teodoro Hernández reprodujo como inédito en su folleto Las Tinajas de Ulúa, dado a luz en 1943.

Índice de Los mártires de San Juan de Ulúa de Eugenio Martínez NúñezCAPÍTULO QUINTO - Elfego Lugo, su prisión y sus relatosCAPÍTULO SÉPTIMO - El cautiverio de Cristobal VázquezBiblioteca Virtual Antorcha