Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 7

Ideas morales de la Edad Media y del Renacimiento

Influencia del Cristianismo en la Edad Media. - Alianza de la Iglesia y el Estado. - Protestas populares contra el yugo eclesiástico y feudal. - La lucha del pueblo contra las instituciones oficiales. - Ciudades libres y movimientos religiosos (Albigenses. Lolardianos. Husitas) . - La Reforma. - El Renacimiento. - Copérnico y Giordano Bruno. - Kepler y Galileo. - Francisco Bacón. - La doctrina moral de Bacón. - Hugo Grocio. - Progreso de las doctrinas morales en el siglo XVI.

A pesar de todas las persecuciones que los cristianos sufrieron en el Imperio Romano y de la escasez de comunidades cristianas, durante los primeros siglos, el Cristianismo siguió conquistando los espíritus, primero en el Asia Menor, luego en Grecia, Sicilia, Italia y en general en toda la Europa occidental. Por un lado el Cristianismo constituía una protesta contra la vida que entonces se hacía en el Imperio Romano, donde la riqueza de las clases dominantes tenía por base la miseria terrible de los campesinos y del proletariado urbano y donde la cultura no pasaba de ser un barniz superficial, expresándose tan sólo en un cierto lujo externo sin preocupación alguna por las necesidades espirituales e intelectuales (1).

Pues ya en aquella época era grande el disgusto entre el pueblo a causa del refinamiento y los placeres en que vivían las clases superiores y de la debilidad de que daban muestras. No solamente los pobres, a los cuales el Cristianismo prometía la emancipación, sino también algunos representantes de las clases superiores buscaron en él una nueva fuente de vida espiritual.

Al mismo tiempo se desarrollaba en el mundo del pensamiento una gran desconfianza hacia la naturaleza humana. Puede notarse ya este hecho en Grecia, en las obras de Platón y sus discípulos. Entonces, merced a la vida insoportable que llevaban los pueblos sometidos a las grandes migraciones y a consecuencia de la corrupción de la vida romana, empezó, bajo la influencia del Oriente, a desarrolIarse el pesimismo. Se perdió la fe en la posibilidad de organizar un porvenir mejor mediante el esfuerzo humano y nació la creencia en el triunfo del mal sobre la Tierra. La gente buscó un consuelo en la fe y en la vida de ultratumba, donde no se está expuesto al mal ni al sufrimiento.

En estas condiciones el Cristianismo dominó cada día más los espíritus, pero a pesar de ello no determinó ningún cambio esencial en el curso de la vida. No encontró nuevas formas de vida susceptibles de una aplicación más o menos general, y, por otra parte, se reconcilió, como antes lo hiciera el paganismo, con la esclavitud, la servidumbre y todas las llagas de la autocracia romana. Los servidores de la Iglesia cristiana se convirtieron muy pronto en sostén de los emperadores. La desigualdad material y la opresión política quedaron en pie. El desarrollo intelectual de la sociedad emprendió una curva descendente. El cristianismo no elaboró nuevas formas sociales. En realidad y debido en gran parte a la expectación que provocaba la idea del fin del mundo, la Religión no prestaba gran atención a este aspecto de la vida. Mas de mil años transcurrieron antes de que empezaran a elaborarse en Europa, primero en las orillas del Mediterráneo y más tarde en el interior del continente, nuevas formas de vida social en las ciudades que habían proclamado su independencia. En estos nuevos centros de vida libre, que recordaban a las ciudades libres de la antigua Grecia, se inició también el renacimiento de las ciencias, cuyo desenvolvimiento estaba paralizado en Europa desde la época de los imperios macedónico y romano.

En los tiempos de los apóstoles, los discípulos de Cristo que vivían en la espera del segundo advenimiento del Maestro se preocupaban principalmente de propagar su doctrina que prometía a los hombres la salvación. Se aplicaron con ahinco a difundir por todas partes la buena nueva y estaban dispuestos a morir como mártires si era preciso. Pero ya en el siglo II de nuestra era empezó a formarse la Iglesia. Conocida es la facilidad con que en Oriente toda nueva religión se divide y ramifica en varias escuelas. Cada uno comenta a su entender la nueva doctrina y defiende apasionadamente su dogma. El cristianismo se vió asimismo amenazado por este peligro, tanto más cuanto que en Asia Menor y en Egipto chocó con el antiguo paganismo y con las avanzadas del budismo y tuvo que sufrir las infiltraciones de estas tendencias (2). Por tales razones los predicadores del Cristianismo aspiraron desde los primeros tiempos a formar, siguiendo los ejemplos de las religiones antiguas, una Iglesia, es decir un grupo de maestros estrechamente unidos para salvaguardar la doctrina si no en su pureza inicial por lo menos en su homogeneidad.

Sin embargo, una vez formada la Iglesia como guardiana de la doctrina y de los ritos, se crearon, lo mismo que en el budismo, por una parte las instituciones monásticas, que respondían a una aspiración de alejarse de la sociedad, y por otra una casta poderosa, el clero, que cada día se sintió más próximo a las autoridades laicas. Al defender lo que creía la fe pura y perseguir lo que consideraba como criminal herejía llegó pronto la Iglesia, en la persecución de los apóstatas, a extremos de crueldad inconcebible. Para triunfar en esta lucha buscó, y más tarde reclamó, el apoyo de las autoridades laicas que a su vez exigieron de la Iglesia su benevolencia y apoyo para mantener el poder tiránico que ejercían sobré el pueblo.

Así cayó en el más absoluto olvido la idea fundamental de la doctrina cristiana: el espíritu de sacrificio unido a la mansedumbre. El movimiento que en sus comienzos fue una protesta contra las ignominias del poder se convirtió en un instrumento de este mismo poder. La Iglesia no solamente perdonaba a los gobernantes los crímenes que éstos cometían sino que los consagraba y los consideraba como realizaciones de los mandamientos divinos. Al mismo tiempo la Iglesia ponía cuanto estaba de su parte para impedir el estudio de la antigüedad pagana. Los libros y manuscritos de la antigua Grecia, únicas fuentes donde podía estudiarse la ciencia de dicha época, fueron aniquilados por ver la Iglesia en ellos tan sólo manifestaciones de orgullo y de herejía inspiradas por el Diablo. Merced a este terrible espíritu de intolerancia que se desarrolló en el Cristianismo muchos escritos de los pensadores griegos han desaparecido por completo y llegaron hasta la Europa occidental tan sólo en los fragmentos traducidos por los árabes. ¡Tanto fue el celo puesto por los cristianos en el aniquilamiento de la sabiduría helénica! (3).

En aquella época el sistema feudal implantado en Europa después de la caída del Imperio Romano, con la servidumbre que era parte del mismo, empezó a disgregarse, sobre todo después de las Cruzadas y de una serie de sublevaciones importantes en los campos y en las ciudades (4).

Gracias a las relaciones con el Oriente y al desarrollo del comercio continental y marítimo se crearon en Europa ciudades en las cuales, al lado del comercio, de los oficios y de las artes, se desarrollaba también el espíritu de libertad. Desde el siglo X esas ciudades empezaron a derrumbar el poder de sus potentados laicos y de sus obispos y las sublevaciones para conseguir este fin empezaron a propagarse más y más cada día. Los habitantes de las ciudades sublevadas redactaban por sí mismos sus cartas de libertades, obligaban a los gobernantes a reconocerlas y firmarlas y de no conseguirlo los expulsaban, jurando entonces los propios habitantes guardar la nueva constitución. Se nota en todas estas sublevaciones el hecho de que en las ciudades en cuestión se negaran los ciudadanos a reconocer los tribunales establecidos por los príncipes u obispos y formularan el deseo de nombrar sus propios jueces. Se formaron milicias municipales para la defensa de las ciudades respectivas y designaron ellos mismos los jefes y por fin establecieron pactos con otras ciudades emancipadas o grupos de las mismas. Muchas ciudades libertaron también a los campesinos de sus alrededores del yugo de los señores, tanto laicos como religiosos, enviando la milicia para ayudar a los campesinos en estas luchas. Así lo hizo Génova en el siglo X. Poco a poco la emancipación de los centros urbanos y la creación de ciudades libres se propagó por toda Europa, en primer lugar por España e Italia, luego en el siglo XII por Francia, Holanda, Inglaterra y por fin en toda la Europa central, Bohemia, Polonia y el noroeste de Rusia, donde Novgorod y Peskow, con sus colonias en Viatxa, Vologda, etc., existieron como ciudades libres y democráticas durante varios siglos. En las ciudades libres renació de este modo el régimen político de libertad, merced al cual unos mil quinientos años antes tan profusamente se había desarrollado la cultura en la antigua Grecia. El mismo fenómeno cultural se repitió en las ciudades de la Europa occidental y central a que nos hemos referido (5).

Junto al nacimiento de la nueva vida libre se inició la resurrección de las ciencias y de las artes, dando comienzo, en una palabra, a la llamada época del Renacimiento.

No he de ocuparme en detalle de las causas que Ilevaron a Europa el Renacimiento y más tarde, en el siglo XVII, al período llamado del Iluminismo, no sólo porque este despertar del espíritu humano ha sido ya descrito en muchas obras existentes, sino también porque nos apartaría demasiado de nuestra propia labor.

He de observar tan sólo que entre las causas productoras de esa nueva época -más aun que la influencia que ejercieron los descubrimientos de la cultura antigua para el desarrollo de la nueva ciencia y arte y más también que la influencia de los grandes viajes y de las nuevas relaciones comerciales con América y Oriente- es menester caracterizar la influencia de las nuevas formas de vida social que se fueron creando en las ciudades libres. Sería necesario también mostrar cómo esas nuevas condiciones de vida ciudadana, junto al despertar de la población rural, condujeron a una nueva interpretación del Cristianismo y a movimientos populares de profunda influencia, en los cuales se manifestó la protesta contra el poder de la Iglesia junto al ansia de liberación del régimen feudal.

Tales levantamientos pasaron como una ola a través de toda Europa. El primer movimiento que encontramos es el de los albigenses en la Francia meridional (siglos XI y XII). Más tarde, hacia fines del siglo XIV, tuvieron lugar en Inglaterra las sublevaciones campesinas de John Ball, Wat Tyler y de los lolardos dirigidas contra los Lores y el Estado y relacionadas con el movimiento de reforma religiosa de Wiclef.

En Bohemia se desarrolló la doctrina del gran reformador y mártir Juan Huss, quemado por la Iglesia en 1415. Sus numerosos partidarios se sublevaron contra la Iglesia Católica y los terratenientes feudales. No tardó en estallar en Moravia el movimiento de los hermanos moravios y el de los anabaptistas en Holanda, Alemania occidental y Suiza. Todos ellos aspiraban no tan sólo a purificar el cristianismo sino también a transformar el régimen social, estableciéndolo sobre las bases de la igualdad y del comunismo.

Hay que mencionar también, finalmente, las grandes guerras campesinas en Alemania, durante el siglo XVI, que, se desarrollaron en relación con el movimiento protestante, así como las sublevaciones contra el papado, los terratenientes y los reyes que adquirieron una gran amplitud en Inglaterra entre los años 1639 y 1648 y acabaron con la ejecución del rey y la abolición del régimen feudal. Como es natural, ninguna de esas revoluciones realizó el objetivo político, económico o moral que se había propuesto. Pero de todos modos crearon en Europa dos confederaciones relativamente libres: la suiza y la holandesa y dos países relativamente libres también: Inglaterra y Francia, donde los espíritus fueron trabajados a tal punto de que las ideas de librepensamiento encontraron numerosos partidarios. En estos países los escritores heterodoxos pudieron escribir y a veces hasta publicar sus obras sin riesgo de ser quemados vivos en las hogueras que levantaban los príncipes de la Iglesia cristiana o de ser encerrados perpetuamente en una cárcel. Para explicar como es debido la preponderancia del pensamiento filosófico en el siglo XVII habría que estudiar a fondo estos movimientos revolucionarios populares, cuya importancia es igual a la de los monumentos intelectuales de la antigua Grecia que fueran descubiertos al mismo tiempo y de los cuales tan aficionados se muestran a hablar los manuales de historia de la época del Renacimiento, al propio tiempo que se abstienen de hacer referencias de estas agitaciones.

Dado nuestro objeto inmediato, un estudio semejante, enfocado desde el punto de vista de la Filosofía de la Historia, nos conduciría demasiado lejos. Por lo tanto, me limitaré a indicar que todas estas causas juntas contribuyeron a la elaboración de una vida nueva y más libre y, al dar otro giro al pensamiento, ayudaron a la elaboración de una nueva ciencia, que poco a poco fue emancipándose de la tutela de la Teología, de una nueva Filosofía que aspiró a abrazar la vida de toda la naturaleza y a explicarla desde un punto de vista natural y por último a despertar la fuerza creadora del espíritu humano. Al mismo tiempo procuraré demostrar que en la época a que me refiero empezó a destacarse más vigorosamente en el terreno moral la personalidad libre, que proclamó su independencia de la Iglesia, del Estado y de las tradiciones consagradas.

Durante los primeros diez siglos de nuestra era la Iglesia cristiana consideró el estudio de la naturaleza como algo inútil y hasta peligroso, que conduce al orgullo, sentimiento que era perseguido por creerlo la fuente de la falta de fe. Lo que hay de moral en el hombre -afirmaba la Iglesia- tiene su origen, no en la naturaleza, capaz tan sólo de empujarle hacia el mal, sino únicamente en la revelación divina. La Iglesia repudió, pues, todo estudio de las fuentes naturales de la moral humana y la ciencia griega que había trabajado en esta dirección fue resueltamente condenada.

Por fortuna las ciencias nacidas en Grecia encontraron un refugio en la cultura árabe, la cual al propio tiempo que ofrecía al mundo sus propios adelantos daba a conocer por medio de traducciones a los escritores griegos. Como la griega, consideraba la cultura árabe el estudio de la moral como una parte del estudio de la naturaleza. Así se mantuvieron las fuerzas de Europa durante más de mil años. Tan sólo en el siglo XI, y coincidiendo con las sublevaciones de ciudades a que ya hemos hecho referencia, se inició el movimiento racionalista y librepensador. Se buscaron afanosamente las grandes obras de la ciencia y la filosofía griegas y basándose en ellas se empezó a estudiar la Geometría, la Física, la Astronomía y la Filosofía. En medio de las tinieblas profundas que reinaban en Europa durante tantos siglos el descubrimiento de un manuscrito cualquiera de Platón o de Aristóteles y su traducción era un acontecimiento mundial: ellos abrían nuevos horizontes desconocidos, despertaban los espíritus, resucitaban el sentido de lo bello y la admiración por la naturaleza, así como la fe en la fuerza del espíritu humano que con tanto empeño había rebajado siempre la Iglesia.

En aquella época puede decirse que empezó el Renacimiento, primero en las ciencias, luego en los estudios sobre la esencia y los fundamentos de la moral. El infortunado Abelardo (1109-1142) se atrevió ya en el siglo XII a afirmar, siguiendo a los pensadores de la Grecia antigua, que el hombre lleva en sí mismo los comienzos de las ideas morales pero no encontró apoyo para una herejía semejante. Tan sólo en el siglo siguiente apareció en Francia un pensador, Tomás de Aquino (1225-1276), que se empeñó en conciliar las doctrinas de la Iglesia con una parte de las de Aristóteles. Hacia el mismo tiempo en Inglaterra Roger Bacón (1214-1294) hizo por fin una tentativa para rechazar las fuerzas sobrenaturales en la concepción de la naturaleza y las ideas morales en el hombre.

Estas aspiraciones no tardaron, sin embargo, en ser pronto aplastadas. Tan sólo después de haber producido los movimientos populares en Bohemia, Moravia, las provincias que constituyen ahora el Imperio Alemán, Suiza, Francia -sobre todo la Francia meridional- Paises Bajos e Inglaterra; tan sólo después de las guerras y revoluciones durante las cuales perecieron por el hierro y el fuego centenares de miles de seres humanos; en fin, tan sólo después de la grandiosa sacudida que revolvió a Europa entre los siglos XII y XVI, la Iglesia y los representantes del poder laico toleraron que los pensadores hablasen y escribiesen sobre el instinto social del hombre como fuente de los conceptos morales y sobre la importancia de la inteligencia humana en la elaboración de los mismos. Pero aun entonces el pensamiento que empezaba a emanciparse del yugo de la Iglesia prefirió atribuir a los sabios, gobernantes y legisladores lo que antes se atribuía a la revelación divina. Recién mucho más tarde la nueva corriente de ideas se atrevió a reconocer que la elaboración de los principios morales ha sido obra del espíritu creador de la humanidad entera.

En la mitad del siglo XVI, poco antes de la muerte de Copérnico (1473-1543), fue publicado su libro sobre la estructura de nuestro sistema planetario, obra que dió un gran estímulo al pensamiento científico-natural. Su autor afirmaba en ella que la Tierra no ocupa en modo alguno el centro del Universo, ni siquiera el centro del sistema planetario al cual pertenece y que el Sol y las estrellas no giran alrededor de la Tierra como parece; que no solamente nuestro planeta, sino también el Sol, no son más que granos de arena entre los infinitos mundos. Estas ideas estaban en tan flagrante contradicción con las doctrinas de la Iglesia, la cual afirmaba que la Tierra era el centro del Universo y que el hombre era el objeto de las especiales preocupaciones del creador de la Naturaleza, que, como es de suponer, la nueva doctrina fue cruelmente perseguida y las víctimas de esta persecución fueron innumerables. Una de ellas fue el italiano Giordano Bruno, nacido en 1548 y quemado vivo en Roma en 1600 por su obra Spaccio della bestia trionfante, que constituía un testimonio a favor de la herejía de Copérnico. Pero los astrónomos consiguieron dar al pensamiento, a pesar de todo, una nueva dirección: en las ciencias exactas los nuevos métodos, basados en los cálculos matemáticos y en la experiencia, triunfaron sobre las conclusiones basadas en la metafísica. En Florencia se fundó la Academia del Cimento, es decir de la experimentación.

Muy en breve, en 1609 y 1619, los estudios minuciosos de Kepler (1571-1630) sobre las leyes del movimiento de los planetas alrededor del Sol confirmaron las ideas de Copérnico. Veinte años después el sabio italiano Galileo (1564-1642) publicó sus principales obras, que no solamente confirmaban la doctrina de Copérnico, sino que ponían también de relieve la importancia de la Física basada en la experimentación. En 1633 la Iglesia condenó a Galileo a la tortura y le obligó con amenazas a renunciar a su herejía.

Bacón. - Pero el pensamiento se iba emancipando de las doctrinas cristianas, así como de las antiguas enseñanzas del judaísmo. En el pensador inglés Francisco Bacón las ciencias naturales encontraron no solamente un continuador de los atrevidos estudios de Copérnico, Kepler y Galileo, sino también el fundador de un nuevo método de estudios científicos: el método inductivo basado en el estudio cuidadoso de los fenómenos naturales como base para llegar a ciertas conclusiones, en vez del método deductivo basado en ideas abstractas y preestablecidas. Bacón creó, por lo tanto, una nueva ciencia fundada principalmente sobre la observación y la experiencia.

En aquella época se notaba en Inglaterra una gran agitación entre los espíritus, que tuvo pronto por consecuencia la revolución de 1639-1648, concluída con la proclamación de la República y la ejecución del rey. Junto a la revolución económica y política, es decir, a la abolición del poder de los señores feudales en favor de la clase media, tuvo lugar la emancipación de los espíritus del yugo de la Iglesia y la elaboración de una nueva filosofía y de una nueva concepción de la naturaleza basada en el estudio del desarrollo de la vida, es decir en la evolución, que constituye la base de la ciencia contemporánea.

Bacón y Galileo fueron los precursores de esta ciencia, que en la mitad del siglo XVII ya se daba cuenta de su fuerza y de la necesidad de emanciparse definitivamente de las Iglesias católica y protestante. Los sabios fundaban academias y asociaciones científicas con el objeto principal de dedicarse al estudio experimental en lugar de perder el tiempo en discusiones metafísicas. Tales fueron las Academias fundadas en primer lugar en Italia, luego la Sociedad Real, fundada en el siglo XVIII en Inglaterra. Esta última se convirtió en un baluarte de las ciencias naturales y sirvió de modelo para las sociedades análogas fundadas en Francia, Holanda, Prusia, etc.

Esta revolución en las ciencias influyó, como es de suponer, en la ciencia de la moral. Francisco Bacón, dos años antes de la Revolución inglesa, hizo una tímida tentativa para separar de la Religión el problema de los orígenes de las ideas morales. Se atrevió a afirmar que la Religión nada tiene que ver con la moral y que aun un ateo puede ser un ciudadano honrado. Afirmaba, además, que una Religión supersticiosa que trata de influir sobre la moral, constituye un verdadero peligro. Bacón se expresaba en términos muy moderados: en su época la prudencia era necesaria. Pero el fondo de su pensamiento fue comprendido y encontró un eco en Inglaterra y Francia. A partir de él se empezaron a estudiar la Filosofía de Epicuro y de los estoicos y se inició el desarrollo de la Ética racionalista, es decir de la moral fundada sobre la base de la ciencia. Trabajaron en este terreno Hobbes, Locke, Shaftesbury, Cudworth, Hutcheson, Hume y Adam Smith en Inglaterra y Gassendi Helvecio, Holbach y otros muchos en Francia (6).

Es curioso notar que el rasgo principal de la explicación de la moral dada por Bacón, que es precisamente el de que aun entre los animales, el instinto social es más fuerte que el de la conservación, no atrajo la atención de sus partidarios, ni aun de los más ardientes defensores de la explicación natural de la moralidad (7).

Tan sólo Darwin, en los últimos años de su vida, se decidió a confirmar la idea de Bacón que, por cierto, le sirvió de base para escribir las bellas páginas sobre el orígen del sentido moral en su libro El Origen del Hombre. Pero, incluso en nuestros días, los que escriben sobre Ética no prestan atención a esta idea, que debiera ser la base misma de la moral racional.

Grocio. - Después de Bacón, uno de los filósofos del siglo XVII que expresó con más claridad tal pensamiento fue Hugo Grocio, autor del libro De jure bellis (1625). Grocio reconoció que la naturaleza y la razón, que sirve para conocerla, son la fuente del Derecho y de las ideas morales estrechamente unidas a él.

Prescindió de la moral religiosa y se dedicó únicamente al estudio de la moral natural. Se fijó con exclusividad en la naturaleza humana que, a su entender, sabe distinguir entre el bien y el mal, puesto que en el hombre existe la sociabilidad que le inspira el deseo de convivir con los demás. Al lado de este todopoderoso impulso, continúa Grocio, el hombre, gracias al don de la palabra, es capaz de formular normas para la vida en común y hacer de ellas una aplicación práctica. Esta preocupación constituye la fuente de los usos establecidos y del llamado Derecho consuetudinario. A la elaboración de los usos contribuye también el concepto de la utilidad común y la idea de lo reconocido como justo. Pero sería completamente falso creer, decía Grocio, que son las autoridades quienes obligan a los hombres a preocuparse del Derecho, como lo sería también suponer que sólo la ventaja personal contribuya a la elaboración del mismo. Explicando cómo la naturaleza es la fuente del Derecho, Grocio escribió: Porque hasta en los animales se nota que algunos olvidan sus intereses individuales para preocuparse de sus hijos o semejantes (8).

La misma tendencia a hacer el bien a los demás se nota en cierta medida entre los niños. El derecho natural -ha expresado Grocio- es una regla que nos inspira la razón, que nos sirve para distinguir entre un acto bueno y uno malo, según este acto corresponda o no a la naturaleza racional (libro I, cap. I, 10, 1). Aun más: El derecho natural es tan inamovible que el propio Dios no puede transformarlo, porque aun cuando el poder de Dios sea enorme, hay cosas que no están a su alcance (lib. I, cap. I, 10, 5).

En otras palabras: las ideas de Bacón y Grocio reunidas aclaran el origen de las ideas morales, a condición de reconocer el instinto de sociabilidad como rasgo fundamental del hombre. Gracias a este instinto se forma la vida social con ciertas concesiones al egoísmo personal. Contribuye, además, a Ia elaboración de la moral colectiva que encontramos en todos los salvajes primitivos. Luego, en el curso de la vida real, la razón trabaja sin descanso para conducir al hombre a la elaboración de aquellas reglas de vida, siempre más complicadas, que representan un fortalecimiento de los impulsos sociales y las costumbres que este instinto había inspirado. Esta es la elaboración natural de lo que llamamos Derecho.

Los conceptos morales del hombre no necesitan, por lo tanto, de una explicación sobrenatural. En efecto, en la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo XIX la mayoría de los tratadistas de Ética veían el origen de las ideas morales en una doble fuente: en el sentido innato o en el instinto social por una parte y en la razón, por otra, que consolida y desarrolla lo que le es dictado por el sentido hereditario y por las costumbres instintivamente elaboradas.

Aquellos que querían mantener en la Ética el principio sobrenatural, el principio divino, explicaban el instinto y los hábitos sociales del hombre por la intuición divina, olvidando que las costumbres y el instinto social son también propias a la enorme mayoría de los animales. Añadiré por mi parte que las costumbres sociales son el arma más segura en la lucha por la existencia y precisamente en esta lucha se fortalecen y desarrollan.

Las ideas de Bacón y Grocio planteaban sin embargo la cuestión inevitable: ¿en qué se basa la razón al elaborar los conceptos morales? Esta cuestión se había planteado ya en forma vaga en la antigua Grecia. Las respuestas, empero, habían sido distintas. Platón, sobre todo en la segunda mitad de su vida, y sus discípulos veían la fuente de los conceptos morales en el amor, inspirado al hombre por fuerzas sobrenaturales, y dejaban, como es de suponer después de lo dicho, un papel muy reducido a la razón. Según ellos la razón humana no sirve más que para concebir la razón de ser de la naturaleza o sea la influencia de las fuerzas sobrenaturales.

Las escuelas escépticas de los sofistas primero y más tarde de Epicuro, aun cuando ayudaron a los pensadores griegos a emanciparse de la Ética religiosa, no repudiaron tampoco la intervención de una voluntad suprema. Atribuyeron ciertamente un papel a la razón, pero redujeron considerablemente su importancia y creyeron que su función se reducía a servir de ayuda al hombre para elegir el camino que conduce a la felicidad. La vida moral -decían- es la que proporciona al hombre mayor felicidad personal y mayor bienestar a la sociedad toda. La felicidad es la ausencia del mal. Merced a la razón el hombre sabe distinguir los goces pasajeros de los más profundos, elige el camino que conduce con más seguridad a un estado de equilibrio y de satisfacción general, a una vida armoniosa. Asimismo la razón contribuye al desarrollo de nuestra personalidad respetando las particularidades individuales.

Por consiguiente, esta Ética niega por definición la busca de la justicia o de la llamada virtud. Tampoco atribuye importancia al ideal del amor enseñado por Platón. Aristóteles atribuyó a la razón una mayor importancia, aunque señalándole ciertas limitaciones. Su ideal consistía en el pensamiento justo y en poner un freno a la voluntad.

Aristóteles repudió la Metafísica y se colocó en un terreno práctico, considerando la aspiración a la felicidad, el egoísmo, como punto de partida de toda actividad. El mismo punto de vista compartieron Epicuro y los discípulos y sucesores de éste durante cinco o seis siglos. Desde la época del Renacimiento, es decir desde el siglo XVI, fue de nuevo adoptado por una serie de pensadores y más tarde lo hicieron suyo los enciclopedistas del siglo XVIII, los utilitaristas (Bentham y Mill) y los naturalistas (Darwin y Spencer). Pero a pesar del éxito que tuvieron estas doctrinas, sobre todo cuando la humanidad sintió el deseo de emanciparse del yugo de la Iglesia y se abrieron nuevos caminos en el desarrollo de las formas sociales, no puede decirse que resolvieran el problema del origen de las ideas morales del hombre.

Decir que el hombre aspira siempre a la felicidad y a la completa liberación del mal, equivale a expresar una verdad banal, evidente, expresada hasta en los refranes. En efecto: si la vida moral condujera al hombre a la desgracia haría mucho tiempo que en el mundo los últimos vestigios de toda moral hubieran dejado de existir. Pero, una observación de orden tan general no basta. No cabe duda de que el deseo de alcanzar la mayor felicidad posible es propio de todo ser vivo y al fin y al cabo es éste el deseo que dirige al hombre. Pero la cuestión que nos preocupa consiste precisamente en saber por qué o a consecuencia de qué proceso intelectual o sentimental el hombre renuncia con tanta frecuencia a lo que indudablemente debe proporcionarle un placer. ¿Por qué se somete el hombre a veces a toda clase de privaciones con tal de no hacer traición a sus principios morales? La respuesta que dieron a esta pregunta los pensadores griegos arriba mencionados y más tarde los filósofos utilitaristas no satisface nuestro espíritu. Nos damos perfecta cuenta de que no se trata tan sólo de elegir entre dos goces, ni en preferir el mayor placer al menos intenso. Se trata de algo más complicado y al mismo timpo más general.

Aristóteles demostró comprenderlo en cierta medida al escribir que el hombre que se encuentra entre dos soluciones posibles hace bien optando por la solución favorable a sus inclinaciones personales, que es la que le proporciona mayor satisfacción. Aspiramos a los goces, al honor, a la estima -decía-, no solamente en sí mismas, sino porque proporcionan un sentimiento de satisfacción a nuestra razón. Lo mismo, y dicho en mejor forma aun, repitió, como ya hemos visto, Epicuro. Pero siendo así, se plantea la siguiente cuestión: ¿qué es lo que en tales casos satisface a nuestra razón? La respuesta será: la aspiración a la verdad, que al mismo tiempo es justicia, es decir igualdad. Aristóteles y Epicuro concibieron, sin embargo, este problema de un modo distinto. Todo el sistema de su época, basado en la esclavitud de la mayoría, todo el espíritu de la sociedad estaba entonces hasta tal punto apartado de la justicia y la igualdad que Aristóteles y Epicuro ni siquiera llegaron a preocuparse de esta cuestión. Pero habiendo dejado de existir ahora las viejas concepciones, ya no podemos conformarnos con los conceptos de dichos pensadores y nos preguntamos: ¿por qué todo espíritu desarrollado encuentra una mayor satisfacción precisamente en las soluciones más favorables a los intereses de la comunidad? ¿Está tal vez este impulso regido por causas fisiológicas?

Ya hemos visto cómo resolvieron esta cuestión Bacón y luego Darwin (véase el capítulo III). El instinto social en el hombre, decían, así como en los animales que viven en común es más fuerte y más constante que todos los otros instintos que, juntos, convergen en el instinto de conservación. El hombre, como ser razonable que es, hace ya docenas de miles de años que vive en sociedad y en ella la razón ha contribuído al desarrollo de usos, costumbres y normas útiles para la evolución social y de los individuos en particular.

Pero tampoco esta respuesta puede satisfacernos en absoluto. Sabemos por experiencia de la vida que muy frecuentemente los sentimientos estrechamente egoístas triunfan sobre los sociales. Tanto en las sociedades como en los individuos aislados puede observarse este fenómeno y ello nos conduce a la convicción de que si la razón no llevara en sí un cierto elemento social hubiera preferido siempre las soluciones egoístas a las sociales.

Como veremos en los capítulos siguientes este elemento social existe. Hay en nosotros un instinto de sociabilidad hondamente arraigado, un sentimiento de compasión hacia las personas con las cuales vivimos, sentimiento que se desarrolla paralelamente a la evolución de la vida en común, y por otro lado hay en nosotros el sentimiento de la justicia, propio de nuestra razón.

Las nociones de historia de la moral que siguen servirán para confirmar esta conclusión.




Notas

(1) En los últimos tiempos se ha confundido con frecuencia, sobre todo en Alemania y en Rusia, los conceptos de cultura y civilización. Hacia el año 1860 la distinción entre ellos era clara. Por cultura se entendía entonces el desarrollo del confort exterior, de la higiene, de los medios de comunicación, etc., mientras que por civilización se entendia el desarrollo de la ciencia y del pensamiento, el genio creador y la aspiración a un sistema de vida más perfecto.

(2) Draper, en su Conflictos entre la Religión y la Ciencia, señala todas las infiltraciones paganas que ha sufrido el cristianismo. Pero no prestó la atención debida en la influencia que sobre él ejerció el budismo. Esta cuestión está aún por estudiar.

(3) Las obras del gran fundador de las ciencias naturales, Aristóteles, llegaron a conocimiento de la Europa medioeval en una traducción del árabe al latín.

(4) Las Cruzadas provocaron grandes fluctuaciones humanas. Un campesino esclavo que ingresara en las filas de los cruzados obtenía ipso facto la emancipación.

(5) Sobre esta época existen numerosos y admirables estudios que nunca se mencionan en las escuelas oficiales y Universidades. Los he citado en mi libro La Ayuda Mutua, donde figura también un breve estudio de la vida de las ciudades en la Edad Media.

(6) La obra admirable de Giordano Bruno, Spaccio della bestia trionfante, publicada en 1584, pasó casi desapercibida, así, como el líbro de Charron, De la Sagesse (1601; en la edición de 1604 están omitidas las páginas atrevidas sobre la religíón), en el cual se hace la tentativa de fundar la moral en el sencíllo sentido común del hombre; los Ensayos, de Montaígne (1588), en cambío, en los cuales se justificaba la existencia de varias religiones, tuvieron gran éxito.

(7) Incluso Jodl, el historiador de la Étíca, cuya sensibilidad para todas las novedades es extraordinaria, tampoco apreció la idea de Bacón. Veía en ella un eco de la Filosofía griega y de la llamada lex naturalís, mientras que en realidad Bacón, deduciendo la moral de la sensibilidad propia en el hombre y en muchos animales, daba una explicación nueva y científico-natural de la moralidad.

(8) Véase la traducción francesa: Le droit de guerre et de paix (La haya, 1703).


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