Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capìtulo 6

La Ética del cristianismo

El cristianismo: causas de su aparición y su éxito. - El cristianismo como Religión de la pobreza. - Cristianismo y budismo. - Diferencia fundamental entre estas religiones y las precedentes. - Ideal socia1 del cristianismo. -Transformaciones del cristianismo primitivo.

Echando una ojeada sobre la Ética precristiana en la antigua Grecia, vemos que, no obstante la diversidad de ideas morales, los pensadores griegos estaban de acuerdo en un punto: veían la fuente de la moral humana en las inclinaciones naturales del hombre y en la razón. No se daban cuenta exacta de la verdadera naturaleza de estas inclinaciones, pero enseñaban que merced a su razón el hombre, al vivir en sociedad, desarrolla y fortalece las inclinaciones morales útiles para el mantenimiento de la vida social y no trataban de buscar un apoyo externo en las fuerzas sobrenaturales.

Tal fue la doctrina de Sócrates, de Aristóteles y en parte la de Platón y los primeros estoicos. Tan solo Platón introdujo en la moral un elemento semirreligioso. Pero por otro lado Epicuro, tal vez como contrapeso a la idea de Platón, proclamó un nuevo principio: la aspiración racional del hombre a la felicidad, al placer; en esta aspiración veía la fuente principal de la moral en el hombre pensante.

Al afirmar que, bien comprendida, la aspiración a la felicidad personal, a una vida íntegra, constituye la plenitud moral, Epicuro estaba en lo cierto: un hombre que ha comprendido que la sociabilidad, la justicia, la benevolencia para con sus semejantes conduce a cada uno y a toda la sociedad a la felicidad, no puede ser un hombre inmoral; en otras palabras, un hombre que ha reconocido la igualdad para todos e identifica sus goces con los de la comunidad, puede indudablemente encontrar en esta idea un apoyo para su moral. Pero al afirmar que la aspiración razonable a la felicidad conduce al hombre de por sí a tratar a los demás según los principios de la moral, Epicuro empequeñecía sin necesidad alguna las bases reales de la moral. Olvidaba que, a pesar de su egoísmo, tiene el hombre inclinaciones a la sociabilidad, posee un concepto de justicia, tiene una consciencia del ideal y de la belleza moral que en formas más o menos vagas se encuentra aún en los seres de más bajo nivel ético.

De este modo Epicuro disminuía la importancia de los instintos sociales del hombre. Por otro lado, no prestaba atención a la influencia del medio ni a la división en clases que es contraria a la moral, puesto que la estructura piramidal de la sociedad autoriza a unos lo que prohibe a otros.

En efecto, los discípulos de Epicuro, bastante numerosos en el imperio de Alejandro de Macedonia y más tarde en el Imperio romano, pudieron justificar su indiferencia ante los males sociales en la ausencia de un ideal ético basado en la igualdad y en la justicia (1).

Era inevitable que contra los males sociales de la época surgiera una protesta y ésta surgió abriéndose camino, como ya hemos visto, en las doctrinas de los estoicos y más tarde del Cristianismo.

Ya en el siglo V antes de nuestra era empezaron las guerras entre Grecia y Persia y estas luchas produjeron, poco a poco, la decadencia completa de las libres Repúblicas griegas, en las cuales habían alcanzado el arte y la Filosofía tan alto grado de desarrollo. Luego, en el siglo IV, se formó el reino macedónico y se iniciaron las expediciones militares de Alejandro el Magno hacia el centro del Asia. Las democracias independientes y prósperas de Grecia fueron sometidas al nuevo régimen de conquista. Alejandro, al traer de Oriente los esclavos y las riquezas de los pueblos saqueados, trajo consigo también la idea de la centralización y como consecuencia inevitable de ésta el despotismo político y el espíritu mercantil. Además, el encanto de las riquezas que había traído del Oriente despertó la envidia en los vecinos occidentales de Grecia y al final del siglo III antes de J. C. se inauguró la conquista de Grecia por parte de Roma.

Aquel foco de ciencia y de arte que fue Grecia quedó así convertido en una provincia del Imperio romano conquistador. El faro de la ciencia encendido en la Hélade, se apagó por varios siglos, mientras Roma, plagiando el centralismo de Grecia y organizando el lujo de las clases superiores sobre el trabajo de los esclavos y de los pueblos conquistados, se extendía cada día más. En estas condiciones era inevitable que surgiera la protesta. Ocurrió lo que había de ocurrir. Primero como un eco del Budismo, religión nacida en la India, país en el cual se hacía sentir el mismo proceso de desintegración que en Grecia; más tarde, unos cuatro siglos después, bajo la forma del Cristianismo, religión nacida en Judea, de donde pasó al Asia Menor, país lleno de colonias griegas y por fin a Italia, que era el centro de la dominación romana.

Es fácil de comprender la impresión producida por estas dos religiones que tanto tienen de común, sobre todo entre las clases pobres. Las noticias sobre la nueva religión nacida en la India empezaron a penetrar en la Judea y en el Asia Menor durante los dos últimos siglos antes de Jesucristo. Circulaban rumores de que el heredero del trono, Gautama, había abandonado su palacio y su joven esposa, se había vestido humildemente y, renunciando al poder y a la riqueza, se había convertido en un servidor del pueblo. Pordioseando, predicaba el desprecio a la riqueza y al poder, el amor a los amigos y enemigos, la misericordia para con todos los seres vivos, la igualdad de todos sin distinción de clases ni de posición. Entre los pueblos agotados por las guerras y la tiranía, maltratados y ultrajados por sus dueños y señores, la doctrina de Gautama Buda (2), no tardó en encontrar numerosos fieles y se propagó poco a poco desde el norte hacia el sur de la India y hacia el oeste a través de toda el Asia. Decenas de millones de gentes se convirtieron al budismo.

El fenómeno se repitió algunos siglos más tarde cuando una doctrina análoga, aunque más elevada, el Cristianismo, se propagó desde Judea a las colonias griegas del Asia Menor, para pasar desde aquí a Grecia y a la Sicilia.

El terreno para la nueva religión de los pobres, indignados ante el despilfarro de los ricos, estaba bien abonado. Más tarde la migración de pueblos enteros de Asia a Europa, movimiento iniciado doce siglos antes, al establecer los primeros contactos con el mundo romano, introdujo un tal pavor en los espíritus que la necesidad de una nueva religión se hizo sentir aún con más fuerza (3).

Entre todos los errores de la época, los pensadores, aun los más ecuánimes, perdieron la fe en el porvenir de la humanidad. En cuanto a las masas, vieron en la invasión de los bárbaros un azote de la fuerza. Se abrió paso la idea del fin del mundo y la gente buscó en la religión el camino para salvarse.

Lo que principalmente distinguía al Cristianismo y al Budismo de las religiones precedentes era que, en vez de los dioses crueles a los cuales había que someterse, las dos nuevas religiones predicaban la fe en un ideal Hombre-Dios. En el Cristianismo el amor del Divino Maestro hacia los hombres, hacia todos los hombres, sin distinción de nacionalidad ni de fortuna y sobre todo hacia los humildes, llegó hasta el acto más elevado: hasta la crucifixión y muerte de Jesús para salvar a la Humanidad del poder del mal.

En vez del miedo ante el Jehová vengativo o ante los dioses que personificaban las fuerzas adversas de la naturaleza, se predicó el amor hacia las víctimas de la violencia. Y en el Cristianismo el predicador de moral no fue una divinidad vengativa, ni un sacerdote, ni un sabio, sino un hijo del pueblo. Mientras el fundador del Budismo, Gautama, fue el hijo de un rey que voluntariamente se convirtió en mendigo, el fundador del Cristianismo fue un sencillo carpintero que abandonó su casa y sus padres para vivir como un pájaro del cielo en espera del juicio final. La vida de esos dos grandes maestros transcurrió fuera de los templos y academias, entre lbs pobres y de entre éstos y no de la casta de los sacerdotes salieron los apóstoles de Cristo. Si más tarde en el Cristianismo, así como en el Budismo. se formó la Iglesia, es decir un gobierno de los elegidos con todos los vicios naturales de un gobierno, ello ocurrió contra la voluntad de los dos fundadores. En vano se trató de justificar la creación de la Iglesia invocando determinados pasajes de los Libros, largos años después de la muerte de Cristo y de Buda.

El otro rasgo fundamental del Cristianismo, al cual ha debido éste en gran medida su omnipotencia, fue el principío de que el hombre no aspira a su bien personal, sino al bien de la comunidad. El Cristianismo predicó, en efecto, un ideal social merecedor del sacrificio de la vida (véanse, por ejemplo, los capítulos X y XIII del Evangelio según San Marcos). El ideal del Cristianismo consistió, pues, no en la vida tranquila a la cual aspiraba el sabio griego, ni en las hazañas militares de los héroes de la Grecia antigua y de Roma, sino en predicar que hay que erguirse contra las injusticias sociales de cada época y saber morir por la fe -es decir por la justicia y por el reconocimiento de la igualdad de derechos entre todos los hombres- y en afirmar la necesidad de hacer el bien a propios y extraños y de perdonar las injurias a nuestros semejantes, todo lo cual estaba en contradicción con la regla general de la época que establecía la venganza obligatoria.

Desgraciadamente estas bases del Cristianismo, sobre todo el perdón de las injurias y la igualdad para todos, perdieron muy pronto el importante lugar que tenían en el apostolado y no tardaron en ser olvidadas por completo. En esta religión, lo mismo que en todas las escuelas morales, penetró el espíritu oportunista y esto ocurrió con tanta más facilidad, cuanto que en el seno del Cristianismo, igual que en las demás religiones, se formó un núcleo de gente que pretendió conservar la doctrina de Cristo en toda su pureza y combatió a cuantos trataban de comentarla.

No cabe poner en duda que la condescendencia de los apóstoles obedeció también en cierta medida a las persecuciones feroces que los primeros cristianos tuvieron que sufrir hasta que su fe se convirtió en la religión del Estado. Es posible que hicieran concesiones tan sólo exteriormente, mientras el núcleo interior de las comunidades cristianas guardaban los principios de la nueva religión en toda su pureza. Los laboriosos estudios llevados a cabo a este respecto han demostrado, en efecto, que los cuatro evangelios reconocidos por la Iglesia como las exposiciones más verdaderas de la vida y de la doctrina de Cristo, han sido escritos entre los años 60 y 90 de nuestra era (y tal vez más tarde, entre esta última fecha y el año 120). Pero fue precisamente en estos años cuando los cristianos fueron más ferozmente perseguidos en el Imperio romano. Las ejecuciones en Galilea empezaron ya después de la rebeldía de Judas contra la dominación romana (año 9 de nuestra era). Luego tuvieron lugar otras persecuciones, más feroces aun, contra los judíos no tan sólo antes, sino también después de la rebeldía de Judea (años 66~71 de nuestra era). Las ejecuciones se contaron por centenares (4).

En vista de estas persecuciones los apóstoles cristianos, prontos a morir en la cruz o en la hoguera, hicieron, como es natural, en sus misivas a los creyentes concesiones secundarias para no exponer a persecuciones a las jóvenes comunidades cristianas. Así, por ejemplo, las palabras: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, que citan siempre con tanto gusto los potentados, pudieron entrar en el Evangelio como una concesión insignificante que no perjudica a la esencia de la doctrina, tanto más cuanto que el Cristianismo predicaba el renunciamiento a todos los bienes materiales.

Al mismo tiempo el Cristianismo, nacido en Oriente, estaba sometido en alto grado a la influencia de las creencias orientales. Las religiones de Egipto, Persia y la India no se contentaban con una simple personificación de las fuerzas de la naturaleza, como lo habían hecho los paganos de Grecia y de Roma. Los orientales veían en el mundo una lucha entre dos principios o fuerzas iguales: el bien y el mal, la luz y las tinieblas, y trasladaban esta misma lucha al corazón humano. Esta concepción de dos fuerzas hostiles que luchan por la dominación del mundo entró poco a poco en el Cristianismo y se convirtió en su base principal. Más tarde la Iglesia católica se sirvió abundantemente, durante varios siglos, de la idea del Diablo todopoderoso que se adueña del alma humana, empleándola para exterminar con crueldad horrible a cuantos se atrevieron a criticar sus dogmas.

De este modo la Iglesia repudió en la realidad las ideas de bondad y de perdón que habían predicado los fundadores del Cristianismo y que daban la nota que les distinguía de todas las demás religiones, con excepción del Budismo. En la persecución de sus adversarios la ferocidad de la Iglesia Católica no conoció límites.

Más tarde los discípulos de Cristo, aun los más fieles a sus doctrinas, llegaron mucho más lejos por el camino de las derivaciones, apartándose cada vez más de la doctrina y llegando a establecer una unión estrecha entre la Iglesia Cristiana y los Césares, en forma tal que los Príncipes de la Iglesia no tardaron en considerar la verdadera doctrina cristiana como peligrosa. Tan peligrosa que en Occidente la Iglesia oficial autorizaba la edición del Evangelio tan sólo en lengua latina, completamente incomprensible para las masas, y en Rusia en el idioma antiguo eslavo, poco asequible para el pueblo (5).

Pero lo peor era que al transformarse en una Iglesia de Estado, el Cristianismo oficial olvidó la distinción fundamental que existía entre esta religión y las precedentes, a excepción como ya hemos dicho del Budismo: olvidó el perdón de las injurias y se vengó como los déspotas orientales. En fin, los representantes de la Iglesia no tardaron en convertirse en ricos poseedores de esclavos, igual que los nobles, y en adquirir un poder político análogo al de los soberanos y señores feudales, que ejercieron con igual avidez y crueldad que ellos.

Cuando en los siglos XV y XVI empezó a desarrollarse el poder centralizado de los reyes y emperadores en los Estados modernos, la Iglesia apoyó con su influencia y sus riquezas a los detentadores del nuevo estado de cosas, bendiciendo con la cruz a fieras coronadas como Luis XI, Felipe II e Iván el Terrible. Castigó toda resistencia a su poder con crueldad oriental, sirviéndose de la tortura y de la hoguera. La Iglesia occidental llegó a crear para este objeto una institución especial: la santa Inquisición (6).

Si nos fijamos sin prejuicios no solamente en las religiones predecedoras al Cristianismo, sino en los usos y costumbres de las más primitivas tribus salvajes, vemos cómo aun en las regiones más rudimentarias regía el principio que aun hoy está en vigor: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Sobre este principio se construyeron todas las sociedades humanas durante varios miles de años. De modo que al predicar la aplicación de tratos iguales para con sus semejantes, el Cristianismo no decía nada nuevo (7).

Ya en un documento tan ancestral como el Antiguo Testamento encontramos la regla: no practiques venganza ni guardes cólera contra los hijos de tu pueblo; ama a tu semejante como a ti mismo. Así fue dicho en nombre de Dios en el tercer libro de Moisés (Levítico, XIX, 18). La misma regla se aplicaba a los extraños. Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrinare entre vosotros; y ámalo como a ti mismo; porque peregrinos fuisteis en la tierra de Egipto. (Levítico, XIX, 34).

La declaración de los evangelistas según la cual el mayor mérito consiste en sacrificarse por sus compañeros (tan poéticamente expresada en el Evangelio según San Marcos, cap. XIII), tampoco puede ser calificada como rasgo propio del CrIstianismo, porque el sacrificio en pro del prójimo fue glorificado entre los paganos y la defensa de los demás, aun a riesgo de la vida, era una cosa cotidiana no sólo entre los salvajes, sino entre los animales sociales.

Lo mismo puede decirse de la caridad, que algunos representan como un rasgo característico del Cristianismo en oposición al paganismo. Ya entre los pueblos más primitivos el negar a uno, aunque se trate de un forastero, el albergue y no repartir con él la comida se consideraba como un crimen. Un buriato, caído en la miseria, tiene el derecho de participar en la comida de los demás; los salvajes de la Tierra del Fuego, los hotentotes de Africa y todos los demás salvajes reparten entre sí, como ya hemos dicho, cuanto reciben. Por lo tanto, si en el Imperio Romano, sobre todo en las ciudades, estos usos desaparecieron, la culpa no fue del paganismo, sino de todo el sistema político del Imperio. Así y todo en la Italia pagana (época de Numa Pompilio) y más tarde en tiempos del Imperio estaban muy desarrollados los colegios (Collegia), es decir las uniones de artesanos, que más tarde en la Edad Medía se llamaron gremios, dentro de los cuales se practicaba la ayuda mutua obligatoria y existían en ciertos días comidas obligatorias comunes. Y uno llega a perguntarse: ¿es verdad, como lo afirman ciertos escritores, que la sociedad romana precristiana no conoció la ayuda mutua, ni otra caridad que la que proviene del Estado y de la Religión? ¿O no es más bien comprensible que la necesidad imperiosa de una tal caridad se hizo sentir con toda su fuerza al ser destruídos los gremios y en la misma medida en que avanzaba la centralización estatal? Debemos, pues, admitir que, predicando la fraternidad y la ayuda mutua entre los suyos, el Cristianismo no enseñó ningún principio moral nuevo. Lo único que esta religión y el budismo representaron de nuevo en la vida de la Humanidad fue la exigencia de que el hombre debía perdonar por completo el mal que le hubieran hecho. Hasta entonces la Ética de todos los pueblos consagraba la venganza personal y aun colectiva, mediante el asesinato, la mutilación y el insulto, mientras que la doctrina de Cristo en su forma primitiva repudió la persecución y la venganza, la acción ante los tribunales y exigió del ultrajado la renuncia a devolver el mal que recibía y el perdón de los enemigos. Y no era una o dos veces, sino siempre. La verdadera grandeza del Cristianismo reside en las palabras no te vengues de tus enemigos (8).

Pero el principal mandamiento de Cristo que consistia en devolver el bien por el mal fue repudiado muy pronto por los cristianos. Los apóstoles hicieron de esta idea un uso considerable. No pagues el mal con el mal o la injuria con la injuria; bendice al contrario a tus enemigos, escribía el apóstol Pedro en su primera carta (III, 9). Pero el apóstol Pablo recurre ya a alusiones vagas cuando habla del perdón de los enemigos y a veces a manifestaciones de carácter egoísta: porque en lo que juzgas a otros te condenas a ti mismo (Epístola a los Romanos, II, I). En general, en vez de las prescripciones de Cristo que prohibían la venganza, los apóstoles aconsejaron tímidamente aplazarla y predicaron el amor en abstracto. De modo que al fin y al cabo la venganza por medio de los tribunales hasta en sus formas más crueles se ha convertido en un atributo inevitable de lo que se llama Justicia en los Estados y en la Iglesia cristiana. No en balde el verdugo está siempre acompañado en el patíbulo por un sacerdote.

Igual ha ocurrido con otro de los principios fundamentales de la doctrina cristiana: nos referimos al principio de igualdad. Un esclavo y un libre ciudadado de Roma eran para Cristo igualmente hermanos. Eran hijos de Dios. Y cualquiera de vosotros que quisiere hacerse el primero, será siervo de todos, enseñó Cristo (Marcos, X, 44). Pero ya en los apóstoles encontramos ciertas variaciones. Los esclavos son iguales a sus amos ... en Cristo. En realidad los apóstoles Pedro y Pablo consideraron como una virtud cristiana fundamental la obediencia ciega, con temor y temblor, de los súbditos a las autoridades establecidas -puesto que éstas son agentes de Dios- y de los esclavos hacia sus amos. En cuanto a los amos, los apóstoles citados recomiendan tan sólo un trato más suave. Pero de ninguna manera predican la renuncia de su derecho a poseer esclavos, aun en el caso de que éstos sean fieles y amados, es decir, convertidos al cristianismo (9).

Los consejos de los apóstoles obedecen naturalmente al deseo de salvar a sus fieles de las persecuciones de los emperadores de esta época. Pero predicando la obediencia a aquellos monstruos y presentándolos como enviados de Dios, el cristianismo se dió a sí mismo un rudo golpe cuyas consecuencias son sensibles aun en nuestros días. Cesó de ser la religión de Cristo purificado y se transformó en una religión del Estado.

La esclavitud y la sumisión servil a las autoridades, apoyadas por la iglesia, se mantuvo durante once siglos hasta las primeras sublevaciones urbanas y campesinas de los siglos XI y XII. San Juan Crisóstomo, el Papa Gregorio (a quien la Iglesia ha otorgado el nombre de Magno) y otros santos aprobaron la esclavitud. En cuanto a San Agustín justificó la esclavitud afirmando que los esclavos son los antiguos pecadores castigados por sus faltas. Y aun un filósofo relativamente liberal, como Tomás de Aquino aseguraba que la esclavitud es una ley divina. Pocos fueron los señores que emanciparon a sus esclavos y sólo algunos obispos hicieron colectas para rescatarlos y únicamente al comenzar las Cruzadas los esclavos, al ponerse una cruz en la manga y alistarse en los ejércitos que marchaban a Oriente para libertar a Jerusalén, recibieron a su vez la libertad.

La mayoría de los filósofos siguieron abierta o tácitamente el camino señalado por la Iglesia. Tan sólo en el siglo XVIII, en vísperas de la gran Revolución francesa, se hicieron oír las voces de los librepensadores contra la esclavitud. Fue la revolución y no la Iglesia la que suprimió la esclavitud en las colonias francesas y el estado de servidumbre en la misma Francia. Durante la primera mitad del siglo XIX floreció en Europa y América el tráfico de negros (esclavos) y la Iglesia guardó silencio. Tan sólo en 1861 fue suprimida la esclavitud en Rusia, donde se le daba el nombre de servidumbre, acto preparado por la sublevación de los diciembristas de 1825, la conspiración de los petrachewstzi en 1848 y las sublevaciones campesinas de los años 1850 y 1851 que tanta inquietud causaron entre la nobleza. En 1864 la esclavitud fue suprimida también en los Estados Unidos (país hondamente religioso). Después de una guerra sangrienta contra los poseedores de esclavos estos últimos fueron proclamados libres, pero sin darles ni un pedazo de la tierra que ellos habían laborado. El Cristianismo resultó impotente en la lucha contra la avidez de los poseedores y de los mercaderes de esclavos. La esclavitud continuó manteniéndose hasta que, con la intensa producción de las máquinas, el trabajo de los obreros libres ha resultado más ventajoso que el de los esclavos o hasta que éstos acabaron por sublevarse. De tal modo los dos mandamientos fundamentales del Cristianismo: la igualdad y el perdón de las injurias fueron repudiados por los discípulos de Cristo. Tan sólo unos quince siglos más tarde unos cuantos escritores, apartándose de la Iglesia, se atrevieron a reconocer la igualdad de derechos y a convertir este principio en base de la sociedad.

Hay que hacer notar, finalmente, que el Cristianismo ha reforzado la creencia en el Diablo y en su ejército como rivales poderosos del bien. La creencia en el poder de la fuerza malvada fue sobre todo fuerte en la época de las grandes migraciones de pueblos y razas y más tarde la Iglesia la utilizó ampliamente para exterminar, con este recurso, a los discípulos del Diablo, que se atrevían a criticar a sus directores. Aun más: la Iglesia romana vió en la prohibición cristiana de la venganza un error debido a la excesiva bondad del Maestro y por esto, en lugar de la misericordia, empuñó la espada y encendió las hogueras para el exterminio de aquellos que fueron calificados de herejes (lO).




Notas

(1) Guyau en su admirable estudio sobre Epicuro señala cómo, durante muchos siglos, sus doctrinas ejercieron considerable atracción sobre hombres de gran valor. Esta apreciación es justisima. Hay que advertir, empero, que al lado de la élite se forma siempre una masa intelectual vacilante y sometida a la influencia de las doctrinas dominantes de la época. Para esta mayoría intelectual, débil precisamente, la Filosofía de Epicuro sirvió como justificativo de su indiferencia social. Al lado de esta mayoría abundaron los espíritus que trataron de encontrar un ideal en la Religión.

(2) Buda significa maestro.

(3) Después de la era glacial y de la que siguió a ésta durante el hundimiento de las capas glaciales, empezaron a secarse las mesetas del Asia Central que son ahora desiertas y contienen restos de antiguas ciudades de abundante población, hoy día cubiertas de arenas. La falta de agua obligó a la población de aquellas altiplanicies a bajar hacia el sur (hacia la India) y a subir hacia el norte, hacía las llanuras de Siberia. Desde aIlí se encaminaron hacía las fértiles tierras de la Rusia meridional y de la Europa occidental. Es fácil de comprender el horror que en sus migraciones los fugitivos inspiraban a los pueblos que vivían en las tierras donde iban apareciendo. Estos pueblos migrantes vivían entregados al pillaje y exterminaban a las poblaciones que les oponían resistencia. Lo que soportó el pueblo ruso en el siglo XIII durante la invasión mongólica, Europa lo había sufrido ya durante los primeros siete u ocho siglos de nuestra era por parte de las hordas procedentes del Asia Central; España, y el sur de Francia pasaron por igual situación por parte de los árabes que, obligados por una análoga sequía, invadieron la Europa procedentes del Africa septentrional.

(4) Los disturbios de Judea habían empezado ya, probablemente, cuando Jesucristo comenzó su apostolado. (Véase Lucas, XIII. I y Marcos XV.7).

(5) Recién en 1859 o 1860 se autorizó en Rusia la publicación del evangelio en ruso y por mi parte conservo vivo el recuerdo de la honda impresión que este hecho produjo en Petrogrado. Anhelantes corríamos todos a la imprenta del Santo Sínodo, único lugar en donde era posible comprar el Evangelio en un idioma comprensible.

(6) Entre la abundante literatura que trata de la influencia ejercida sobre el Cristianismo por las ideas de Platón, sobre todo en sus conceptos del alma, merece mencionarse la obra de Harnack: Misión y propagación del cristianismo en los primeros tres siglos (edición alemana de 1902 e italiana, Fratelli Broca, Turín).

(7) Véase la descripción de la vida de los aleutas (que fabrican todavía cuchillos y flechas de piedra) y de los esquimales de Groenlandia.

(8) En la ley de Moisés y en el Levítico, libro ya citado, encontramos las palabras siguientes: No te vengues y no guardes rencor a los hijos de tu pueblo. Pero este mandamiento aparece aislado. En cambio, en otros lugares -sobre todo en el Exodo- se consagraba la esclavitud provisoria (XXI. 2). Se autorizaba a castigar al esclavo y a la sirvienta con tal de que no muríeran a consecuencia de ello uno o dos días después. En fin, como puede notarse en todos los pueblos de la época, regía en todas partes la ley de Talión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, herida por herida, etc, (XXI. 20 y 23-25).

(9) Sed pues sujetos a toda ordenación humana por respeto a Dios: ya sea al Rey como a superior; ya a los gobernadores como de él enviados para venganza de los malhechores, y para loor de los que hacen bien, escribía el apóstol Pedro cuando en Roma reinaban fieras como Calígula y Nerón (Epíst. l° II, 13 y 14), y luego: Siervos sed sujetos con todo temor a vuestros amos: no solamente a los buenos y humanos, sino también a los rigurosos (ibid, vers. 18). Por lo que a Pablo se refiere, sus consejos causan repugnancia y están en oposición decidida con la doctrina de Cristo: Toda alma se someta a las potestades superiores: porque no hay potestad sino de Dios: y las que son de Dios, son ordenadas; los magistrados son ministros de Dios que sirven a esto mismo, etc. (Epist. a los Romanos, XIII, 1-6). Ordenaba sacrílegamente a los esclavos que obedecieran a sus amos como a Cristo. Sobre todo aconsejaba obedecer a los amos fieles y amados, es decir, convertidos al cristianismo (VI, 2 y también en la Epist. a Tito, II, 9 y III, 1).

(10) Eugenio Sué, en su admirable novela Los Hijos del Pueblo: historia de una familia obrera, describe en una escena palpitante cómo el Gran Inquisidor reprocha a Cristo su excesiva misericordia para con las gentes. Dostoievsky, gran admirador de Sué, introdujo, como se sabe, una escena análoga en Los hermanos Karamazow. Para comprender hasta qué punto la Iglesia paralizó el libre desarrollo de la moral y asimismo de Ias ciencias naturales, basta recordar el poder que hasta el siglo XIX ejerció la Inquisición. En España fue abolida tan sólo en 1808 por el ejército francés, después de haber hecho durante 320 años 340.000 víctimas, de las cuales 32.000 fueron quemadas vivas, 17.656 fueron quemadas en efigie y 291.450 sufrieron otros castigos atroces. En Francia la Inquisición fue abolida tan sólo en 1772 y su fuerza era tal que obligó, incluso a Buffon a renunciar a sus conceptos sobre la formación de las capas geológicas. En Italia, a pesar de que la Inquisición fue suprimida en varías provincias a fines del siglo XVIII, no tardó en resucitar y mantenerse en la Italia central hasta la mitad del siglo XIX. En la Roma papal se mantienen aun restos de ella en forma de Tribunales secretos y una parte de los jesuitas en España, Bélgica y Alemania abogan por su restablecimiento.


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