Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 4

Las concepciones morales de los pueblos primitivos

Desarrollo del instinto social entre los salvajes. - Dualismo de las leyes morales entre los pueblos salvajes: leyes obligatorias y leyes cuya observancia es sólo deseable. - Medios de coerción individual entre los salvajes. - Establecimiento de usos y costumbres útiles a la comunidad. - Organización y justicia de la tribu. - División de la sociedad en clases y grupos y aspiraciones de dominación de unos sobre otros. - Evolución de los conceptos morales primitivos. - Necesidad de investigar esta evolución y de definir lal bases fundamentales de la Ética.

Los progresos de las ciencias naturales en el siglo XIX despertaron en los pensadores contemporáneos el deseo de elaborar las bases de una Filosofía del mundo sin necesidad de la intervención de fuerzas sobrenaturales -pero no por ello perdiendo la majestuosidad poética capaz de inspirar al hombre ideas elevadas. La ciencia contemporánea no ha necesitado recurrir a intuiciones de carácter sobrehumano para justificar los ideales de la belleza moral. La ciencia prevé además que en un porvenir no lejano la sociedad humana, emancipada, gracias a los progresos científicos, de la miseria de los siglos pasados y reconstruída de acuerdo a los principios de justicia universal y de ayuda mutua, podrá garantizar al hombre la libre manifestación de su espíritu creador en el terreno intelectual, técnico y artístico. Esta previsión abre posibilidades morales tan amplias para el porvenir que para su realización ya no son necesarias ni la intervención del mundo sobrenatural ni el temor al castIgo en el otro mundo. Es necesario, por lo tanto, una ética nueva sobre bases nuevas.

La ciencia contemporánea, al despertar de un corto período de estancamiento hacia la mitad del siglo XIX, ha preparado ya los elementos para la elaboración de esta nueva Ética racional. En los trabajos de Jodl, Wundt, Paulsen y otros muchos encontramos estudios admirables de todas las tentativas hechas anteriormente para basar la Ética en principios religiosos, metafísicos y naturales. Durante todo el siglo XIX se hicieron una serie de nuevas tentativas para encontrar los fundamentos de la naturaleza moral del hombre en el egoísmo inteligente y en el amor a la humanidad (Augusto Comte y sus discípulos), en la simpatía recíproca y en la identificación de la personalidad individual con la Humanidad (Schopenhauer), en la utilidad (Bentham, Mill) y en la teoría de la evolución (Darwin, Spencer, Guyau).

El fundador de esta última Ética fue Darwin, el cual trató con empeño de derivar el sentido moral del instinto social, innato en todos los animales sociales. Como quiera que la mayoría de los tratadistas de la Ética pasaron por alto esta tentativa y aun los propios darwinistas se abstuvieron de ocuparse de ella, le he dedicado la atención detallada que merece en el segundo capítulo de este libro.

Ya en mi obra La Ayuda Mutua hice hincapié sobre la vigorosa manifestación del instinto de sociabilidad, observable en la enorme mayoría de los animales de todas clases, y en el segundo capítulo arriba mencionado hemos visto cómo los hombres primitivos de la era glacial y de los comienzos de la era postglacial hubieron de aprender la sociabilidad de los animales con los cuales convivían en estrecho contacto. Así lo prueba el hecho de que ya en sus primeros cuentos y leyendas el hombre trasmitiera de generación en generación reglas prácticas sacadas del conocimiento de la vida de los animales.

Así, pues, el primer preceptor de moral del hombre fue la naturaleza misma. No la naturaleza descripta por los filósofos de gabinete que la ignoran por completo, ni la de los naturalistas que la estudiaban en los ejemplares muertos de los museos, sino la naturaleza en cuyo seno vivieron y trabajaron sobre el continente americano, entonces poco poblado, así como también en Africa y en Asia los grandes fundadores de la zoología descriptiva: Audubon, Azara, el príncipe de Wied, Brehm y otros. La naturaleza, en fin, que concibió Darwin al desarrollar en su Origen del Hombre un corto ensayo sobre los orígenes del sentido moral.

No cabe duda que el instinto de sociabilidad, heredado por el hombre y por consiguiente hondamente arraigado en él, tuvo que consolidarse y desarrollarse a pesar de la penosa lucha por la existencia. En el trabajo mío ya citado sobre La Ayuda Mutua indiqué, basándome en los estudios de los investigadores competentes, hasta qué punto está desarrollada la comunicatividad entre los salvajes, así como el sentimiento de igualdad entre los representantes más primitivos del género humano. Indiqué también de qué modo, merced a esta sociabilidad, pudieron desarrollarse, a pesar de las dificultades de la vida primitiva, las sociedades humanas más antiguas.

Procuraré ahora explicar cómo se desarrollaron en las sociedades de los salvajes primitivos las ideas morales consiguientes y qué influencia han ejercido estas ideas sobre el desarrollo posterior de la moral.

No sabemos casi nada de la vida de los seres primitivos de los comienzos de la época glacial y de fines del período terciario: lo único que se sabe es que vivían en pequeñas sociedades y sacaban con gran dificultad de los lagos y de los bosques los escasos alimentos de que se nutrían, sirviéndose de instrumentos de hueso y de piedra.

Pero ya en esos períodos el hombre primitivo tuvo que acostumbrarse a identificar su yo con el nosotros social, elaborándose de este modo las primeras leyes de la moral. Acostumbróse a concebir su tribu como algo de la cual él mismo constituía tan sólo una parte, y ciertamente una parte secundaría, puesto que veía toda su impotencia frente a la naturaleza severa y amenazadora al encontrarse aislado, fuera de la tribu. Por esta razón acostumbróse poco a poco a limitar su propia voluntad ante la voluntad de los demás, y este hecho constituye ya la base fundamental de toda moral individual. En efecto, sabemos que los hombres primitivos de la era glacial y de los comienzos de la postglacial vivían ya en sociedades; en cavernas, en las hendiduras de las montañas o debajo de las rocas; que cazaban y pescaban en común sirviéndose de sus instrumentos primitivos. Ahora bien la convivencia y la colaboración suponen ya la existencia de ciertas reglas de moral social.

Esta educación del hombre primitivo continuó durante decenas de millares de años y paralelamente a ella siguió elaborándose el instinto de sociabilidad, que con el tiempo se hizo más fuerte que todo razonamiento individual. El hombre se acostumbró a concebir su yo solamente en relación con su grupo. A continuación veremos la alta significación educativa de este razonamiento (1).

Ya en el mundo animal constatamos que la voluntad individual se armoniza con la voluntad de todos. Los animales comunicativos lo aprenden ya a una edad muy precoz, en sus juegos (2), en los cuales es preciso someterse a las reglas generales. Así, por ejemplo, se observa que los animales al jugar no se atacan con los cuernos, no se muerden unos a otros, no faltan al turno establecido por el juego, etc. En cuanto a los animales adultos la absorción de la voluntad personal por la social se nota claramente en muchas ocasiones; los preparativos de los pájaros para las migraciones de norte a sur y viceversa, los vuelos de ejercicio por las tardes durante algunos días antes de emprender las grandes migraciones; el acuerdo visible entre las fieras y los pájaros durante la caza; la defensa de los animales que viven en rebaño contra los ataques de las bestias feroces; las migraciones de los animales en general y en fin la vida social de las abejas, avispas, hormigas, de los pájaros, loros, castores, monos, etc, son otros tantos ejemplos de la sumisión de la voluntad individual. En ellos se ve claramente la concordancia de la voluntad de los individuos aislados con la voluntad y las intenciones de la comunidad y esta concordancia se transforma no tan sólo en costumbre heredada sino también en instinto (3).

Ya Hugo Grocio en 1625 comprendió claramente que en este instinto residen los albores del Derecho. Pero no cabe duda de que el hombre de la era cuaternaria glacial lacustre estaba por lo menos al mismo nivel de desarrollo social que los animales y probablemente a un nivel más elevado aun. Una vez existente la comunidad, nacen inevitablemente en su seno ciertas formas de vida, costumbres y usos que, siendo reconocidas como útiles y entrando en el modo habitual de pensar, se transforman poco a poco en costumbres instintivas y luego en reglas de vida. Así se forma la moralidad, la Ética de la tribu, que los ancianos guardadores de las costumbres ponen luego bajo la salvaguardia de las supersticiones y de la religión, es decir bajo la protección de los antepasados muertos (4).

Ciertos naturalistas conocidos hicieron recientemente tentativas y experimentos para averiguar si existen o no ideas morales deliberadas entre los perros, caballos y otros animales que viven en contacto estrecho con el hombre, y obtuvieron resultados bastante positivos. Por ejemplo, los hechos que relata Spencer en el segundo volumen de sus Datos de la Ética conducen sugestivamente a importantes conclusiones. Hay también numerosos hechos convincentes en la obra de Romanes arriba mencionada. Pero no vamos a detenernos en ellos puesto que basta establecer que ya en las sociedades animales, y con más razón aun en las humanas, se elaboran inevitablemente, gracias a la fuerza de las costumbres de sociabilidad, conceptos que identifican el yo individual con el nosotros social y a medida que estos conceptos se transforman en un instinto social el yo individual se somete al nosotros social (5).

Pero una vez llegados al convencimiento de que ha existido una identificación semejante entre el individuo y la sociedad, aunque sólo sea en un grado reducido, fácil es comprender que, si el instinto social era realmente útil a la Humanidad, su consolidación y desarrollo en el hombre tenía que producirse forzosamente, ya que se trataba de un ser que poseía el don de la palabra y la facultad de crear Ieyendas. Además este instinto social hubo de servir, más tarde, para el desarrollo de un instinto moral firme.

Una afirmación de esta naturaleza despertará probablemente ciertas dudas. Muchos preguntarán: ¿Es posible que la sociabilidad semianimal haya podido dar lugar a que surgieran doctrinas morales tan elevadas como las de Sócrates, Platón, Confusio, Buda y Jesucristo sin la intervención de una fuerza sobrenatural?

La Ética tiene que contestar a esta cuestión. Buscar argumentos en la Biología para demostrar que los organismos microscópicos pudieron, durante decenas de miles de años, transformarse en organismos más perfeccionados hasta los mamíferos y el hombre no es suficiente. Por lo tanto la Ética tiene que realizar un trabajo análogo al que Comte y Spencer llevaron a cabo en la Biología y al que muchos investigadores han realizado en la historia del Derecho. Por lo menos la Ética tiene que indicar cómo las ideas morales pudieron desarrollarse surgiendo de la sociabilidad propia de los animales superiores y de los salvajes primitivos hasta alcanzar las doctrinas morales de más elevado idealismo.

Las reglas de vida entre varios pueblos salvajes contemporáneos son diferentes. En diferentes climas, las tribus rodeadas de vecinos diferentes elaboran sus propios usos y costumbres. Hay que hacer notar además que las descripciones de estos usos y costumbres realizadas por varios viajeros difieren mucho entre sí, según el carácter del que escribe y el concepto que se forma de nuestros hermanos inferiores. Por esta razón no es posible reunir en un todo único las variadísimas descripciones de las tribus primitivas, como lo hicieron ciertos antropólogos poco expertos, sin fijar previamente el nivel de desarrollo de tal o cual tribu y sin someter a un mínimum de crítica dichos relatos. El propio Spencer, en su enorme edición de elementos antropológicos (6) y aun en su trabajo posterior sobre la Ética, no evitó este error. Pero no lo cometieron, por ejemplo, Waitz en su Antropología de los pueblos primitivos, ni toda una serie de antropólogos como Morgan, Maine, Máximo Kowalewski, Past, Dargun y otros muchos. En general es preferible servirse tan sólo de las descripciones de los exploradores y misioneros que permanecieron largo tiempo entre los indígenas: una larga estancia es en cierta medida una prueba de comprensión mutua. Si queremos saber algo de lo que fueron las ideas morales en los albores del género humano debemos basarnos en el estudio de la organización de aquellos salvajes que mejor hayan conservado los rasgos de la vida de la tribu desde los tiempos primeros de la era postglacial.

No existe ya, naturalmente, ninguna tribu que haya conservado en su integridad los usos de aquella época. Pero las que con mayor pureza los han mantenido son los salvajes de las regiones septentrionales, como los Aleutas, Chucktches y Esquimales que aun hoy viven en las mismas condiciones de existencia física que al empezar el deshielo de la enorme capa glacial (7), así como ciertas tribus del extremo antártico, es decir de la Patagonia y de Nueva Guinea y los pequeños restos de tribus que quedan en algunas regiones montañosas, sobre todo en el Himalaya.

Sobre las tribus. del extremo Norte poseemos, precisamente, datos detallados debidos a personas que han vivido entre ellas, sobre todo el notable escritor y misionero Wenjaminoff en lo que se refiere a los aleutas de la Alaska septentrional y a los esquimales. Las relaciones de Wenjaminoff son interesantes en extremo (8).

En primer lugar hay que decir que en la Ética de los aleutas como en la de los demás pueblos primitivos se notan dos categorías: las costumbres y reglas éticas incondicionalmente obligatorias y las que son tan sólo deseables y cuyo incumplimiento provoca únicamente ligeros reproches. Así, por ejemplo, los aleutas califican ciertos actos de vergonzosos.

Es por ejemplo una vergüenza para un aleuta -escribe Wenjaminoff- temer la muerte inevitable, pedir perdón al enemigo, estar convicto de robo, descuidar la canoa en el puerto, demostrar temor en un viaje por mar ante la tempestad, mostrarse ávido en la repartición del botín, en cuyo caso los demás dan al que ha demostrado avidez todo cuanto quiere a fin de confundirle. Es vergozonso revelar los secretos de la tribu a la mujer, no ofrecer al compañero de caza la mayor parte del botín, alabarse de sus hazañas, sobre todo si son inventadas, aplicar a los demás palabras despectivas, etc. Es vergonzoso, en fin, pedir limosna, acariciar a la propia mujer en presencia de extraños o bailar con ella, regatear con el comprador, dado que el precio de una mercancía ha de ser fijado siempre por una tercera persona. Para una mujer es vergonzoso no saber coser, bailar y en general ignorar lo que constituyen los deberes femeninos; también es una vergüenza acariciar al marido en presencia de extraños y aun hablar con él (9).

Wenjaminoff no nos ha dicho de qué modo perduran estos rasgos éticos de los aleutas. Pero una expedición que invernó en Groenlandia describe la vida de los esquimales. En una sola choza viven juntas varias familias, separadas tan sólo unas de otras por medio de compartimientos hechos de pieles. Estas viviendas tienen a veces la forma de una cruz, en el centro de la cual se coloca el hogar. Durante las largas noches de invierno las mujeres cantan canciones en las cuales con frecuencia hay burlas contra los que han faltado a las regias de la buena educación. Pero hay también reglas rigurosamente obligatorias: en primer lugar, naturalmente, la prohibición absoluta de matar a alguien de la tribu. Tampoco se admite que el asesinato de alguno de los miembros de la tribu realizado por una persona ajena a ella quede sin venganza.

Además existe una categoría completa de costumbres de tal obligatoriedad que el culpable de incumplimiento de las mismas atrae sobre sí el menosprecio de toda la tribu y se arriesga además a ser expulsado de ella. Estas medidas se consideraban indispensables, puesto que de otro modo el delincuente podría atraer sobre la tribu misma la venganza de los animales insultados, cocodrilos u osos, por ejemplo (a los cuales se hace alusión en el anterior capítulo) , o de los seres invisibles y espectros de antepasados que protegen a la tribu.

Relata además Wenjaminoff que una vez al marcharse, olvidó llevar consigo a la embarcación un paquete de pescado seco que la tribu le había regalado. Al volver medio año más tarde al mismo lugar se enteró que durante su ausencia la tribu había sufrido un hambre atroz, pero que nadie había tocado el paquete de pescado encontrado intacto por Wenjaminoff. Obrar de distinto modo hubiera representado para la tribu conjurar sobre sí una serie de calamidades. Asimismo ha escrito Middendorf que en las estepas glaciales de la Siberia Oriental nadie toca jamás lo que se encuentra en los trineos abandonados, aunque se trate de víveres. Sabido es que todos los indígenas del extremo Norte sufren constantemente del hambre; pero utilizar los víveres que pertenecen a otros es considerado como un crimen y como propicio además para atraer desgracias sobre toda la tribu. En este caso son comunes los intereses de la tribu y del individuo.

Los aleutas, por fin, como todos los salvajes primitivos, tienen una serie de reglas sagradas. que son incondicionalmente obligatorias. Estas se refieren a cuanto concierne al mantenimiento de las tradiciones de la tribu, a la división en clases, a la institución del matrimonio, a los conceptos de propiedad, de familia y de tribu, a las costumbres que rigen durante la caza y pesca individual y colectiva, a las migraciones, etc. Hay además una serie de ritos absolutamente reIigiosos sobre los cuales rige una ley severa, cuyo incumplimiento puede costar muy caro a la familia y aun a toda la tribu, y por esta razón el incumplimiento se hace inconcebible y casi imposible. Si esta ley no se cumple, y ello ocurre en muy raros casos, el crimen es castigado, como la traición, con la expulsión y aun con la muerte. Pero ya he dicho que casos semejantes no ocurren casi nunca. El Derecho romano consideraba el parricidio como una cosa tan inconcebible que ni siquiera había formulado un castigo para este crimen y lo mismo sucede con la infracción de las leyes sagradas entre los salvajes.

En general todos los pueblos primitivos de que tenemos conocimiento han elaborado unas tradiciones de vida muy complicadas. Cada uno de ellos tiene una moralidad, una Ética, mantenida por la propia tradición. Y en todas estas codificaciones sagradas, no escritas aun, se observan tres categorías fundamentales de reglas o normas de vida.

Una de ellas se refiere a las normas establecidas para la busca de los alimentos, ya sea realizada individualmente o en común. Estas reglas determinan en qué medida se puede usar lo que pertenece a toda la tribu: aguas, bosques, en ciertos casos árboles frutales, terrenos para la caza, canoas. Hay también reglas severas que se aplican a la caza y a las migraciones, a la conservación del fuego, etc. (10).

Hay asimismo normas que determinan los derechos y las relaciones personales: la división de la tribu en secciones, el sistema de las relaciones matrimoniales admisibles, las normas para la educación de la juventud, que entre los salvajes del Pacífico tiene principalmente lugar en las llamadas cabañas largas, el tratamiento de los ancianos y de los recién nacidos y, en fin, medidas preventivas contra los conflictos agudos, por ejemplo contra los actos de violencia dentro del clan o entre varias tribus, y sobre todo reglas especiales para el caso en que el conflicto amenacen una guerra. Sobre este terreno, como ha establecido el profesor belga Ernesto Nys, se elaboraron más tarde los comienzos del derecho internacional.

Finalmente, una tercera categoría de normas estrictamente observadas son las que conciernen a las supersticiones y ritos religiosos en su relación con las estaciones del año, con la caza, las migraciones, etc.

Los ancianos de cada tribu pueden contestar a las más diversas preguntas que se les hagan sobre estas cuestiones. Naturalmente ocurre con frecuencia que las contestaciones no son idénticas en las varias tribus, a causa de la diferencia de los ritos. Pero lo importante es que cada clan o tribu, aun aquellas cuyo nivel de desarrollo es extremadamente bajo, poseen ya un sistema de Ética propio y muy complicado, un criterio propio de lo moral y de lo inmoral.

Los fundamentos de esta moral residen, como ya hemos visto, en el sentimiento de sociabilidad, en la necesidad de la ayuda mutua que se desarrolla entre todos los animales comunicativos y más tarde en las sociedades humanas primitivas. Y es muy natural que entre los hombres, gracias al don de la palabra, que favorecía el desarrollo de la memoria y la creación de las leyendas, las normas elaboradas de la moral fueran mucho más complicadas que entre los animales. Con la aparición de la Religión, aun en sus formas más rudas, penetró en la Ética humana un nuevo elemento que vino a prestarle cierta estabilidad primero y más tarde un carácter espiritual unido a cierto grado de idealismo.

Luego, a medida que la vida social iba desarrollándose, tenía que desenvolverse asimismo más y más el concepto de la justicia en las relaciones mutuas. Los primeros albores de la justicia, en el sentido de igualdad de derecho, se pueden observar ya entre los animales, sobre todo entre los mamíferos, por ejemplo, cuando una madre alimenta a varios hijos, o bien entre los juegos de muchos animales donde la observancia de ciertas reglas es obligatoria. Pero la transición del instinto de sociabilidad, es decir de la simple necesidad o deseo de vivir en común, a la convicción de que la justicia es algo necesario en las relaciones recíprocas tuvo que efectuarse en el hombre en el mismo momento en que se planteó el problema del mantenimiento mismo de la vida en común. En efecto, en cada sociedad los deseos y pasiones del individuo tropiezan indispensablemente con los de los demás miembros de la sociedad y estos conflictos conducen fatalmente a luchas interminables y a la disgregación social si al mismo tiempo no se desarrolla en el hombre, como ya se ha desarrollado en algunos animales sociales, el concepto de la igualdad de derechos de todos los miembros de la sociedad. De este concepto ha ido desprendiéndose poco a poco el más preciso de justicia, como lo muestran el origen de las palabras aequitas, équiré, que en el concepto de justicia personalizan la igualdad. No en balde los antiguos representaban la justicia en forma de una mujer con los ojos vendados y una balanza en la mano.

Fijémonos en un ejemplo que la vida real nos ofrece. He aquí a dos hombres que sostienen una viva discusión. Uno afirma que el otro le ha insultado, mientras que aquél sostiene que tenía razón para decir lo que ha dicho. Cierto es que las palabras dichas eran injuriosas, pero fueron pronunciadas como respuesta a los insultos del primero.

Si esta discusión ha degenerado en un conflicto y los adversarios han llegado a las manos, ambos se empeñarán en afirmar que el primer golpe fue tan sólo una respuesta a un grave insulto: y cada golpe siguiente estará explicado como respuesta a un golpe del adversario. Si de la riña resultaron heridos y el asunto llegó a los tribunales, los jueces medirán la profundidad de las heridas y el que ha causado al otro la más grave se verá condenado a pagar una multa destinada a restablecer la igualdad de las injurias. Así se procedió durante muchos siglos en los tribunales comunales.

En este ejemplo no inventado, sino sacado de la vida real, se ve cómo concebían la justicia los salvajes más primitivos y también lo que los pueblos más cultos hasta nuestros tiempos entienden por derecho, justicia, equidad, etc. Ven en estas palabras el restablecimiento de la igualdad de derechos ultrajada. Nadie debe quebrantar la igualdad de los miembros de la sociedad; pero una vez quebrantada es preciso restablecerla por la intervención de la sociedad. Así proclamaba Moisés: Ojo por ojo, diente por diente, herida por herida -pero nada más. Así procedía la justicia romana. Así proceden hasta ahora todos los salvajes y muchos de estos conceptos se han conservado en la legislación contemporánea.

Sea cualquiera el grado de desarrollo de una sociedad determinada, ha habido en ella y habrá siempre personas que aspiran a utilizar su fuerza, su habilidad, su inteligencia o su valor para someter a los demás. Algunos de éstos alcanzan su fin. Tales individuos existieron sin duda entre los pueblos primitivos. Los encontramos en todas las sociedades y en todos los grados de la cultura humana. Pero como contrapeso a estas individualidades se elaboraron también, en todos los grados de la civilización, costumbres que tendían a contrarrestar el desarrollo de un individuo aislado en perjuicio de toda la comunidad. Todas las instituciones elaboradas en los varios períodos de la humanidad, en la vida de la tribu, en la comuna rural, en la ciudad, en las Repúblicas de la Edad Media, en la autonomía regional, en el sistema parlamentario, tienden en el fondo a proteger la colectividad contra el arbitrio de tales individuos y de su autoridad naciente.

Ya hemos tenido ocasión de ver cómo aun entre los salvajes más primitivos existen toda una serie de costumbres que persiguen este fin. Así Darwin pudo observar con extrañeza en la Patagonia que cuando un europeo regalaba comestibles a un salvaje éste los repartía inmediatamente en partes iguales entre todos los presentes. Igual cosa observaron otros exploradores entre varios otros pueblos primitivos y yo mismo lo he visto en un nivel superior de civilización entre un pueblo de pastores, los buriatos, que vive en un paraje remoto de la Siberia (11).

En las descripciones de los pueblos primitivos se encuentran una multitud de hechos semejantes (12). Por todas partes los exploradores encuentran entre los salvajes las mismas costumbres de sociabilidad, el mismo espíritu de solidaridad, la misma voluntad de refrenar el egoísmo individual por el mantenimiento de la vida social. Cuando procuramos penetrar en la vida del hombre en los grados más inferiores de la civilización encontramos siempre los mismos lazos de tribu y las mismas uniones para la ayuda mutua. Y nos vemos obligados a reconocer que precisamente en las cualidades sociales del hombre reside la fuerza principal de su pasado desarrollo y del progreso futuro.

En el siglo XVIII, bajo la impresión de los primeros conocimientos que se tuvieron de los salvajes del Pacífico se notó una tendencia a idealizar a los salvajes y su vida natural, tal vez como reacción contra la doctrina de Hobbes y de sus partidarios que pintaron a los salvajes como bandas de fieras prontas a devorarse unas a otras. Ambos conceptos eran falsos, como sabemos ahora gracias a los trabajos de una multitud de concienzudos exploradores. El hombre primitivo no es, en modo alguno, ni un ideal de virtud ni un tigre. Pero ha vivido siempre y sigue viviendo en sociedades como los demás seres vivos y esta vida ha desarrollado en él no solamente las cualidades sociales propias de todos los animales comunicativos sino que, gracias al don de la palabra y por consiguiente a una inteligencia más desarrollada, fue empujado a elaborar las normas de vida social que nosotros denominamos moralidad.

En la tribu el hombre aprendió ante todo la regla fundamental de toda vida social: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Y aprendió, además, por varios medios, a refrenar a cuantos no quisieran someterse a esta regla. Luego se desarrolló en él la capacidad de identificar su vida personal con la de toda la tribu. Se observa en el estudio de los salvajes, tanto en los primitivos como en los que se encuentran en el período de desarrollo posterior, la identificación del hombre con su tribu y este rasgo es precisamente lo que más nos pasma. Pasa este rasgo a través de toda la historia de la evolución de la humanidad y puede observarse que se conserva más vivo donde más se conservaron las formas primitivas de la vida en común y los medios primitivos de lucha contra la naturaleza, es decir, entre los esquimales, aleutas, habitantes de la Tierra del Fuego y entre ciertos pueblos montañeses. Y cuanto más estudiamos al hombre primitivo tanto más nos convencemos de que toda su conducta le lleva a identificar (y que en efecto identifica) su vida con la de su tribu.

Los conceptos del bien y del mal se elaboraron por consiguiente; no tomando al hombre como término de comparación, sino considerando como bueno o malo aquello que lo era para la tribu. Estos conceptos variaron según el lugar y el tiempo. Ciertas de estas reglas, como por ejemplo los sacrificios humanos para aplacar las fuerzas sobrenaturales amenazadoras -el volcán, el mar o el terremoto-, eran simplemente estúpidas. Pero una vez que estas reglas fueron establecidas por la tribu, el hombre se sometió a eIIas aun cuando su cumplimiento resultara difícil.

En general el salvaje primitivo identificó su persona con su clan. Se sentía desgraciado cuando ejecutaba un acto cualquiera capaz de atraer sobre su tribu la maldición, la venganza de la gran muchedumbrede los antepasados o de cualquier especie animal: cocodrilos, osos, tigres, etc. El derecho consuetudinario fue para el salvaje algo más importante que la religión para un hombre contemporáneo. Constituye la base misma de su vida y por lo tanto el salvaje cumple las reglas establecidas en bien de la colectividad y a veces sacrifica a ellas su propia vida como un hecho perfectamente corriente (13).

En una palabra, cuanto más antigua es la sociedad primitiva más rigurosamente se observa en ella la regla cada uno para todos. Tan sólo la ignorancia absoluta de la vida real de los salvajes primitivos puede explicar cómo pensadores de la talla de Hobbes y Rousseau hayan afirmado que la moral tiene por origen el contrato social y que otros busquen estas bases en la intuición inspirada desde arriba por un legislador sobrenatural. En realidad el origen de la moral reside en la sociabilidad propia de todos los animales superiores y con más razón aun del hombre.

Desgraciadamente la regla cada uno para todos rige solamente para una tribu determinada. Una tríbu no está obligada a compartir los alimentos con las demás. Por otra parte el territorio -y esto ocurre también entre ciertos mamíferos y pájaros- está repartido entre varias tribus, de modo que cada una dispone de una región para la caza y la pesca. Así, pues, en los tiempos más antiguos, se elaboraron dos clases de relaciones: las interiores del clan o tribu y las relaciones con las tribus vecinas. Estas últimas creaban el terreno para los conflictos y guerras.

Cierto es que el hombre trató ya en la antigüedad y sigue tratando aun de regularizar las relaciones entre las tribus vecinas. Al entrar en una cabaña un salvaje tiene que dejar sus armas fuera; aun durante la guerra entre dos tribus rigen reglas obligatorias acerca de los pozos y los senderos por los cuales las mujeres van a buscar agua. Pero como regla general, si entre las tribus no existe una federación, las relaciones de los vecinos de varias de ellas son distintas de las relaciones dentro de la tribu. Tampoco en el desarrollo posterior de la humanidad ninguna religión fue capaz de desarraigar el concepto de forastero. Al contrario las más de las veces las religiones se transformaron en fuentes de hostilidad feroz, hostilidad que se intensificó a medida que el Estado se fue desarrollando. Así pues se engendró una Ética doble que continúa en vigor en nuestros días y que ha dado lugar a los horrores de la última guerra.

Al principio el clan constituía una sola familia y se ha comprobado que tan sólo poco a poco aparecieron en su seno familias separadas. En este régimen el matrimonio era tan sólo permitido con mujeres de otras tribus o clanes.

La separación de la familia conducía a la disgregación del régimen comunista puesto que abría el camino a la acumulación de la riqueza familiar. Entonces la necesidad de la sociabilidad, elaborada antes, empezó a revestir formas nuevas. En el campo se fundó la comuna rural. En las ciudades los gremios o corporaciones de artesanos y comerciantes, que dieron lugar más tarde, en la Edad Media, a la constitución de las ciudades libres. Con la ayuda de estas instituciones, las masas populares construyeron un nuevo sistema de vida fundado sobre nuevas asociaciones.

Por otra parte las grandes migraciones de los pueblos y las luchas constantes entre tribus y pueblos distintos condujeron a la formación de una casta o clase militar que, a medida que la población rural y urbana se desacostumbró al negocio de la guerra, fue adquiriendo más fuerza. Al mismo tiempo los ancianos, guardadores de las tradiciones de la tribu, así como los observadores de la naturaleza que acumulaban los rudimentos de la ciencia y los guardianes de los ritos religiosos, trataron de consolidar su poder en las comunas rurales y las ciudades libres, constituyendo con este objeto asociaciones secretas. Más tarde, con el nacimiento del Estado, la fuerza militar se unió a la de la Iglesia en la sumisión común al poder real.

Sin embargo, jamás, en ninguna época de la vida de la humanidad las guerras constituyeron una condición normal de existencia. Mientras los beligerantes se exterminaban unos a otros y los sacerdotes glorificaban estas exterminaciones mutuas, las masas populares en los campos y ciudades vivían su vida habitual. Preocupadas de su trabajo pacífico, fortalecían al mismo tiempo sus organizaciones, basadas en la ayuda mutua, es decir, en el derecho tradicional y esto pudo observarse aun en la época en que la gente estaba ya sometida a la autoridad de los reyes y de los príncipes de la Iglesia.

En el fondo, toda la historia de la humanidad puede ser considerada como la tendencia, por una parte, de varios hombres o grupos a usurpar el poder para someter a la mayor cantidad posible de gente y, por otra parte, como la aspiración a conservar la igualdad de derechos e impedir la usurpación del poder o por lo menos limitarla; en otras palabras, la aspiración a conservar la justicia dentro de la tribu del pueblo o de la federación.

La misma tendencia se hizo notar con gran fuerza en las ciudades libres de la Edad Media, sobre todo después de su emancipación del yugo de los señores feudales. En realidad las ciudades libres eran uniones defensivas de los ciudadanos contra los señores feudales de los alrededores.

Poco a poco fueron notándose también en ellas las distinciones sociales entre los habitantes. Primero el comercio constituyó un negocio de toda la ciudad: los productos de la industria urbana y los que eran comprados en los campos constituían la propiedad de la comuna entera. Pero más adelante el comercio se transformó en una operación privada, enriqueciéndose no solamente las ciudades sino también los particulares, los comerciantes libres, mercatori libri. Este hecho fue sobre todo observable después de la época de las cruzadas. que abrió el camino para el comercio con el Oriente. Se formó la clase de los banqueros, a los cuales se dirigían en caso de necesidad no solamente los nobles arruinados, sino también más tarde las ciudades.

De este modo se formó, en las que un día fueron ciudades libres, una aristocracia comercial que ejerció su poder sobre las mismas, que apoyó ora al Emperador, ora al Papa, cuando éstos pretendían ejercer el control sobre tal o cual ciudad, que sostuvo ora al Rey ora al Gran Duque, cuando éstos dominaban una ciudad, sea tal o cual, apoyándose un día en los ricos comerciantes, otro en las masas pobres.

Así nacieron los Estados centralistas contemporáneos. Esta centralización fue llevada a cabo mientras Europa tenía que defenderse contra las invasiones de los moros en España en los siglos X y XI, de los mongoles en Rusia en el siglo XIII, y de los turcos en el siglo XV. Las ciudades y pequeños condados resultaron impotentes, tanto más cuanto que sostenían luchas entre sí, lo que hizo sentir la necesidad de unirse a los grandes Estados políticos.

Claro está que tales cambios esenciales en la vida social, así como las guerras y sublevaciones religiosas, dieron un sello especial a todo el conjunto de ideas morales en cada país. Probablemente se publicará en el porvenir un gran trabajo en el cual se estudie la evolución de la moral en relación con los cambios en la vida social. Pero este estudio nos llevaría al terreno donde la Ética se une con la Sociología, es decir con la ciencia sobre la vida y la evolución de la sociedad. Ahora bien, en todos los hombres, aun los que se encuentran en un nivel de desarrollo muy bajo, así como en todos los animales sociales, se hallan rasgos que podemos calificar de morales. En todos los grados de la evolución del hombre encontramos la sociabilidad. En algunos individuos se añade a ésta la disposición a prestar ayuda a los demás, aun arriesgando la propia vida. La existencia de rasgos semejantes favorece el mantenimiento y el desarrollo de la vida social que a su vez garantiza la vida y el bienestar de todos. Estas cualidades fueron consideradas en los tiempos más remotos de las sociedades humanas no solamente como deseables sino como obligatorias. Los ancianos sabios y sacerdotes de los pueblos primitivos y más tarde el clero, calificaron estas cualidades de la naturaleza humana, de mandamientos del cielo, provenientes de las fuerzas misteriosas de la naturaleza, es decir de los dioses, o del creador único del Universo. Pero ya desde los tiempos más antiguos, sobre todo desde la época del florecimiento de las ciencias inaugurada en la antigua Grecia, es decir hace más de 2.500 años, los pensadores se preocuparon del problema del origen natural de las ideas y sentimientos morales que impiden a los hombres hacer el mal a sus semejantes y en general todo lo que pueda perjudicar a la sociedad. Se empeñaron, en una palabra, en encontrar una explicación natural de lo que se califica de moral y se considera indudablemente como deseable en toda sociedad.

Tentativas semejantes tuvieron probablemente lugar ya en la antigüedad más remota puesto que se encuentran sus huellas en China y en la India. Pero en una forma científica llegaron hasta nosotros tan sólo, como ya hemos dicho, desde la Grecia antigua. En Grecia, en el curso de cuatro siglos, una serie de pensadores. Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro y más tarde los estoicos se preocuparon filosóficamente de las siguientes cuestiones fundamentales:

¿De dónde provienen las reglas morales en el hombre, reglas que son contrarias a sus pasiones y con frecuencia las refrenan?

¿Qué origen tiene el reconocimiento del carácter obligatorio de las reglas morales, manifiesto aún en aquellas personas que repudian estas reglas en sí mismas?

¿Es ello el resultado de nuestra educación, de la que no podemos librarnos, como lo afirman ciertos escritores y como lo afirmaron antes algunos escépticos?

¿O es que la conciencia moral del hombre reside en su naturaleza misma? En este caso, ¿se trata tal vez de un principio arraigado merced a su vida social durante millares de años?

Finalmente, si es así, ¿debe desarrollarse y fortalecerse esta consciencia o sería más razonable desarraigarla favoreciendo el desarrollo de sentimientos contrarios, del egoísmo, que junto con la negación de la moral, son a veces considerados como ideales por los hombres cultos?

He aquí los problemas cuya solución ha preocupado a los pensadores durante más de dos mil años y a los cuales se han dado variadísimas contestaciones. Estos estudios formaron toda una ciencia, la Ética, que linda por un lado con la Sociología y por otro con la Psicología, que es la ciencia de las capacidades humanas. intelectuales y psíquicas.

En el fondo todos los problemas arriba mencionados convergen en las dos tareas principales de la Ética: 1. Establecer el origen de las ideas y sentimientos morales. 2. Determinar las bases fundamentales de la moral y elaborar de este modo un ideal justo, es decir que corresponda a su finalidad.

Estos problemas han preocupado y siguen aun preocupando a los pensadores de todos los pueblos. Antes de exponer mis conclusiones voy a examinar aquellas a que han llegado los pensadores de las distintas escuelas.

En tal estudio prestaré sobre todo atención al concepto de justicia, que constituye a mi entender la base de la moral y el punto de partida de las conclusiones prácticas de las Filosofías éticas, aunque el hecho esté lejos de ser reconocido por la mayoría de los escritores que se han ocupado del problema.




Notas

(1) Como ha dicho muy justamente Fouillée, todo razonamiento tiende a hacerse más y más objetivo, a renunciar a las consideraciones personales y a pasar poco a poco a consideraciones de orden general. (Fouillée: Critique des Systemes de la Moral Contemporaine. Paris, 1883, pág. 18). De este modo se forma poco a poco la moral social, es decir, la concepción de lo mejor posible.

(2) Véase la obra de Carlos Gross: El juego entre los animales.

(3) El lector encontrará muchos hechos para formar juicio sobre los comienzos de la Ética entre los animales comunicativos en los admirables trabajos de Espinas, el cual ha estudiado los varios grados de comunicatividad entre los animales en su libro Les Sociétés Animales (París, 1877), así como en el de Romanes sobre la ínteligencia en los animales; en las obras de Huber y Forel sobre las hormigas y de Büchner sobre el amor entre los animales.

(4) Sobre la grnn multitud de los antepasados muertos, Elías Reclús, hermano del geógrafo, ha escrito un pequeño pero substancioso libro, rico de hechos y de pensamiento, titulado Los primitivos (F. Granada y Cia. Barcelona).

(5) Spencer estudió detalladamente estos hechos en la mencionada obra Datos de la Ética.

(6) Descriptive Sociology, classified and arranged by Herbert Spencer, rompiled and abstracted by Davis Duncan, Richard Schappig and James Collier. Ocho tomos en folio.

(7) Probablemente, a medida que tuvo lugar el deshielo de la capa glacial llegando a alcanzar hasta los 50º, aproximadamente de latitud norte, estas tribus subieron poco en dirección septentrional empujadas por lo población creciente de las regiones meridionales (India, Africa Central), donde el hielo no existía.

(8) En los trabajos de Mikluia Maclay y algunos otros exploradores de Groenlandia y de Nueva Guinea se encuentran observaciones semejantes.

(9) Al enumerar estas bases de la moral entre los aleutas, Wenjaminoff añade también: morir sin haber dado muerte a un solo enemigo. No he hecho mención de este caso porque entiendo que se trata de una falta de comprensión. Por enemigo no puede entenderse un miembro de la tribu puesto que según el mismo Wenjaminoff declara que entre una población de 60.000 almas ocurrió un solo asesinato en 40 años, que fue seguido de la venganza de toda la tribu. Por consiguiente el enemigo al cual se hace referencia tenía que pertenecer por fuerza a otra tribu y como quiera que, por otra parte, Wenjaminoff no nos dice que las tribus se hallaran en estado de lucha constante unas con otras hay que sacar la conclusión de que se trata del enemigo de la tribu que merecía la muerte en virtud de la ley de la venganza. Desgraciadamente este concepto lo tienen todavía hoy los defensores de la pena capital aun en los países llamados civilizados.

(10) La conservación del fuego tiene una gran gravedad. Según Mikluia Macley, entre los indigenas de Nueva Guinea donde él ha vivido, corre una leyenda según la cual se cuenta que los antepasados, después de haber permitido que el fuego se extinguiera, cayeron enfermos y no se restablecieron hasta después de haberlo recibido de nuevo de las islas vecinas.

(11) Cuando los buriatos matan un carnero, todos los miembros de la aldea, sin excepción, van hacia la hoguera donde se prepara el festín y toman parte en éste. Esto puede observarse entre los buriatos que viven en las montañas de Sayan, así como entre los indígenas de la región de Beriolenski.

(12) Para más detalles pueden consultarse con provecho las obras siguientes: Antrophologíe der Naturvolker de Waiz: Afríkanísche Jurísprudenz und die Geschlechtgenossenschaft der Urzeít de Post; Primitives Recht de Kowalewsky; Ancient Society de Morgan: The Eskimo Tríbes de Rink y una infinidad de estudios especiales de que se hace mención en estas obras y en mi libro La Ayuda Mutua.

(13) Véase la obra Der Mensch in der Geschichte (T. III), de Bastian; la de Grey Joumals of t.o Expeditions (T. II) y todas las relaciones de la vida de los salvajes que ofrezcan alguna garantía de seriedad. Sobre el miedo a la maldición véase la conocida obra del profesor Westermarck.


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