Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 3

El principio moral en la naturaleza (1)

Origen del sentimiento moral en el hombre, según la teoría de Darwin. - Gérmenes del sentimiento moral en los animales. - Origen del sentimiento del deber en el hombre. - La ayuda mutua como fuente de los sentimientos éticos en el hombre. - La sociabilidad en el mundo animal. - Relaciones de los salvajes con los animales. - Desarrollo del concepto de justicia entre las tribus primitivas.

La obra científica de Darwin no está limitada a la Biología. Ya en 1837, después de haber trazado, nada más que en rasgos generales, un ensayo de su teoría del origen de las especies, apuntó en su carnet: Mi teoría engendrará una nueva Filosofía. Y así ha ocurrido en la realidad. Al aplicar la teoría de la evolución al estudio de la vida orgánica, Darwin ha inaugurado una nueva era en la Filosofía; y en cuanto al ensayo sobre la evolución del sentido moral en el hombre, que escribió más tarde, constituye este trabajo un nuevo capítulo de la ciencia moral (2).

En este ensayo mostró Darwin el verdadero origen del sentido moral y colocó el problema en un terreno puramente científico. Aunque sus conceptos puedan estar considerados como el desarrollo de la sideas de Shaftesbury y Hutchesot1, hay que reconocer que inauguró un nuevo camino para la Ética y precisamente en la dirección trazada -en rasgos generales- por Bacón. De este modo resulta el fundador de una escuela ética, al igual que Hume, Hobbes y Kant.

La idea fundamental de la Etica de Darwin puede ser expuesta en pocas palabras. El mismo la ha fijado ya en las primeras líneas de su ensayo. Comienza con la glorificación del sentido del deber, recurriendo a las expresiones poéticas conocidas: ¡Deber! pensamiento maravilloso que no obras ni por insinuación, ni por lisonja, ni por amenaza, amo sólo afirmando en el alma tu ley desnuda, obligando a respetarte y a obedecerte: ante ti enmudecen todos los groseros apetitos, por rebeldes que sean en secreto, ¿dónde se halla tu origen? Y este sentido del deber, es decir la conciencia moral, Darwin lo explica únicamente desde el punto de vista de la ciencia natural -una explicación que según él, no había proporcionado hasta entonces ningún escritor inglés (3).

En realidad, Bacón se acercó ya a una explicación semejante.

Desde el punto de vista de la evolución, Darwin ha repudiado el concepto de que cada hombre adquiere individualmente, en el curso de su vida, un sentido moral. Según él, este sentido procede de los sentimientos sociales instintivos o innatos en los animales, así como también en el hombre. La verdadera base de todos los sentimientos morales la veía en los instintos sociales, merced a los cuales un animal se complace en la sociedad de los suyos, en cíerta simpatía para con ellos y en la posibilidad de prestarles algunos servicios. Darwín entendía la simpatía en el sentido exacto de esta palabra, no como compasión o amor, sino como sentimiento de compañerismo, de influencia mutua, esto es en el sentido de que el hombre puede ser influenciado por los sentimientos de los demás.

Después de haber formulado esta idea fundamental, Darwin ha señalado que en cada especie animal -a condición de que su capacidad espiritual se desarrolle en el mismo sentido que la humana- se desarrolla también, sin duda alguna, el instinto social. La imposibilidad de satisfacer este instinto despertará en el individuo el descontento y hasta le hará sufrir cuando, al reconsiderar sus actos, encuentre que en tal o cual caso ha obedecido no al instinto social, sino a otros instintos que, aunque más poderosos en el momento, son tan sólo pasajeros y no dejan una impresión realmente honda.

Así, pues, no concebía el sentido moral como una ofrenda mística de origen desconocido y misterioso, según se lo representaba Kant. No importa que animal -ha escrito- dotado de instintos sociales, incluso el cariño paternal y filial, puede indudablemente llegar a adquirir el sentido moral o la consciencia moral (el conocimiento del deber, según Kant) con tal de que su intelecto alcance el nivel del intelecto humano.

A estas dos ideas fundamentales, Darwin ha añadido otras dos secundarias.

A medida que se desarrolla el don de la palabra y la posibilidad de dar expresión a los anhelos de la sociedad, se transforma la opinión pública, en lo que concierne a la conducta de cada miembro de la sociedad, en un guía poderoso y aun principal de la conducta. Pero la fuerza de la aprobación o censura social depende completamente del grado de desarrollo de la simpatía mutua. Atribuímos cierta importancia a la opinión de nuestros semejantes únicamente porque simpatizamos con ellos. Y la opinión pública o sodal ejerce una influencia moral tan sólo cuando el instinto social ha alcanzado un grado bastante elevado.

Lo justo de esta observación es evidente. Desmiente el concepto de Mandeville (el autor de La Fábula de las abejas) y de sus partidarios en el siglo XVIII, que se empeñaban en presentar a la moral como una acumulación de las costumbres convencionales.

Finalmente ha considerado Darwin a la costumbre como un factor muy activo en la formación de la conducta hacia nuestros semejantes. La costumbre fortalece el instinto social y los sentimientos de simpatía mutua, así como la obediencia a la opinión pública.

Después de haber formulado en estas cuatro afirmaciones sus conceptos esenciales, ha procurado darles un amplio desarrollo.

En primer lugar ha estudiado la sociabilidad entre los animales: el contacto continuo que los relaciona, las advertencias mutuas y la ayuda que se prestan durante la caza y en caso de defensa contra los enemigos. A no dudarlo, ha dicho Darwin, los animales comunicativos se quieren mutuamente, cosa que no ocurre entre los animales desprovistos de instintos sociales. Esta simpatía mutua, tal vez, no se nota en los momentos ordinarios (por ejemplo durante los juegos), pero sí cuando los animales pasan una mala situación. Darwin lo demuestra con ejemplos asombrosos, algunos de los cuales se han hecho ya muy populares (como el pelícano ciego, descrito por Shaftesbury, o el ratón ciego, al cual alimentaban los suyos).

Además del amor y de la simpatía, continúa, los animales están dotados de otras cualidades que nosotros los hombres hubiéramos calificado de morales. En apoyo de esta afirmación ha citado algunos ejemplos del sentido moral entre los perros y los elefantes (4).

En general, es concebible que para cada acción común -y toda la vida de ciertas especies animales consiste en acciones comunes- se necesita cierto sentido regulador. Desgraciadamente Darwin no ha estudiado en detalle el problema de la sociabilidad y de los comienzos del sentido moral entre los animales en la medida que corresponde a la importancia del asunto.

Tratando luego de la moral humana, observó que, aunque el hombre -por lo menos tal como lo vemos ahora- posee pocos instintos sociales, es sin embargo un ser sociable, que conserva, desde tiempos muy antiguos, cierto amor instintivo y cierta compasión para con sus semejantes. Esos sentimientos actúan como instintos impulsivos semiconscientes, ayudados por la razón, la experiencia y el deseo de aprobación de parte de los demás.

De este modo -concluye Darwin- los instintos sociales que el hombre había probablemente adquirido en un estado del desarrollo muy primitivo (tal vez cuando no distaba mucho de los monos-antropoides) le sirven aún ahora de guía en sus actos. Lo restante es el resultado del intelecto que se va desarrollando cada vez más y de la educación colectiva.

Por supuesto que estos conceptos parecerán justos únicamente a aquellos que reconocen que el intelecto animal se distingue del humano tan sólo en el grado de su desarrollo, pero no en la substancia. Pero a esta conclusión ha llegado también la mayoría de los investigadores de la Psicología comparada del hombre y de los animales. Las tentativas recientes de ciertos psicólogos para separar con un abismo infranqueable los instintos y el intelecto humanos del de los animales han fracasado por completo (5). Claro está que, a pesar de cierta semejanza entre los instintos y el intelecto del hombre con el de los animales, no hay que considerarlos como idénticos. Al comparar, por ejemplo, a los insectos con los mamíferos, no hay que olvídar que las líneas de su desarrollo se habían separado ya en una época muy antigua. Existe una gran diferencia fisiológica en la estructura y la vida de varias especies de insectos (hormigas, abejas, avispas), así como entre varias clases de la misma especie (machos, trabajadoras, reinas), y al mismo tiempo una honda división fisiológica del trabajo en la colectividad. Una división semejante no existe entre los mamíferos. Por esta razón no se puede negar la existencia de la moral entre las abejas, fundándose, por ejemplo, en que éstas matan a los machos en sus colmenas. No en balde el ejemplq sacado por Darwin de la vida de las abejas ha sido acogido con tanta hostilidad en el campo religioso. Entre los insectos y los mamíferos existe un abismo tan profundo en lo que concierne a sus caminos de evolución que la comprensión mutua resulta muchas veces imposible. La misma falta de comprensión -aunque en una escala menor- existe también entre las sociedades humanas en varios grados de la evolución.

Con todo eso los conceptos morales del hombre y los actos de los insectos que viven en común tienen tanta analogía que los más grandes preceptores de la moral no vacilaron en citar, como ejemplos dignos de imitación, ciertos rasgos de la vida de las hormigas y de las abejas. Nosotros no somos superiores a ellas en cariño para con los grupos respectivos. Por otro lado -sin hablar ya de las guerras o de los exterminios colectivos, tan frecuentes en la Historia, por motivos religiosos o políticos- las leyes de la moral humana en el curso de los siglos han sido sometidas a modificaciones y desfiguramientos muy hondos. Basta mencionar los sacrificios humanos en el altar de los dioses, el mandamiento de ojo por ojo y diente por diente del Antiguo Testamento, las ejecuciones capitales y torturas, etc., y comparar esta moral con el respeto para con todo ser viviente que habían predicado los antiguos hindúes, o con el perdón del mal sufrido, que predicaron los primeros cristianos, para comprender que los principios morales están sometidos a la misma evolución y a veces a la misma degeneración que todos los demás principios.

Nos vemos por consiguiente obligados a reconocer que si la diferencia entre los conceptos morales de una abeja y de un hombre obedece a la diferencia fisiológica, la semejanza asombrosa que existe entre ellos, en otros rasgos esenciales revela un origen común.

De este modo llegó Darwin a la conclusión de que el instinto social constituye la fuente común de todos los principios morales. Y procuró dar una definición científica de este instinto.

Por desgracia, la Psicología científica de los animales está aún muy poco estudiada. Por eso resulta muy difícil distinguir entre los instintos sociales propiamente dichos y los instintos paternales, filiales y otros semejantes, así como entre la simpatía mutua y los motivos utilitaristas, la experiencia y la imitación. Darwin se dió perfecta cuenta de la dificultad y por esta razón evitó las afirmaciones categóricas. Los instintos paternales y filiales constituyen, probablemente, la base de los instintos sociales, ha escrito, y en otra ocasión se expresó del modo siguiente: El senti miento de placer por encontrarse en sociedad representa, según todas las probabilidades, el desarrollo del cariño paternal y filial, puesto que el instinto social está desarrollado merced a la larga convivencia de los hijos con sus padres.

Esta prudencia en las expresiones es muy natural, puesto que en otro lugar Darwin señala que el instinto social es un instinto especial diferente de los demás; la selección natural ha contribuído a su desarrollo en vista de su utilidad para la conservación y el bienestar de la especie. Tiene un carácter tan fundamental que a veces hasta triunfa en su lucha con un instinto tan poderoso como el cariño de los padres para con sus hijos. Así, entre los pájaros, cuando llega la época de la peregrinación otoñal, abandonan a veces a sus pequeños, incapaces de soportar un viaje tan largo, para no separarse de sus compañeros.

A este ejemplo tan importante puede añadirse que el mismo instinto social está muy desarrollado entre numerosos animales inferiores, por ejemplo, entre una especie de cangrejos y ciertos peces; en tales casos el instinto social no puede ser considerado como ampliación del instinto paternal o filial. Me inclino mucho más a considerarlo como el desarrollo de las relaciones entre hermanos o hermanas, o bien de los sentimientos de compañerismo que, según parece, se consolidan entre los animales (insectos y aun pájaros de varias especies) que han nacido de huevos al mismo tiempo y en el mismo lugar y que, por consiguiente viven juntos. Tal vez sería más justo considerar los instintos sociales y paternales como estrechamente unidos, de los cuales los primeros, siendo de origen más antiguo, son más fuertes pero que se desarrollaron en conjunto en el proceso general de la evolución del mundo animal. Naturalmente este desarrollo ha sido facilitado por la selección natural que ha mantenido el equilibrio entre ellos cuando se manifestaban en oposición uno a otro, contribuyendo de este modo al bien de toda la especie (6).

La parte más importante de la Ética de Darwin es la explicación que da de la conciencia moral en el hombre, del sentido del deber y de los remordimientos de la conciencia. En la explicación de estos sentimientos ha sido puesta de relieve la debilidad de todas las teorías éticas. Como es sabido, Kant en su Ética, en general muy bien escrita, no consiguió demostrar por qué hay que obedecer a su imperativo categórico, si éste no es la manifestación de la voluntad del Ser Supremo. Podemos admitir que la ley moral de Kant (cambiando ligeramente su fórmula, pero dejando intacta la esencia) es la conclusión necesaria de la razón humana. Naturalmente, combatimos la forma metafísica que reviste la ley de Kant, pero al fin y al cabo su esencia -que Kant desgraciadamente no ha expresado- no es otra cosa que la justicia, la igual justicia para todos (équité, equity). Y al traducir el lenguaje metafísico de Kant al idioma de las ciencias inductivas podemos encontrar puntos de acuerdo entre su explicación del origen de la ley moral y la que nos proporcionan las ciencias naturales. Pero eso no resuelve más que la mitad del problema.

Al suponer (para no alargar demasiado la discusión) que la razón pura de Kant, prescindiendo de toda observación del sentimiento y del instinto, y únicamente en virtud de sus calidades innatas inevitablemente llega a la ley de la justicia, como el imperativo de Kant; al admitir aún que ningún ser pensante pueda llegar a una conclusión distinta -porque tales son las propiedades innatas de la razón- al admitir, digo, todo eso y al reconocer el carácter elevado de la Filosofía moral de Kant, queda, sin embargo, sin resolver el gran problema de toda doctrina moral, que es el siguiente: ¿Por qué el hombre debe obedecer a la ley moral o a las conclusiones de su razón? O por lo menos, ¿de dónde viene el sentimiento de lo obligatorio en el hombre?

Algunos críticos de la Filosofía moral de Kant han señalado ya que ésta ha dejado el problema sin resolver. Pero pudieran añadir que el propio Kant ha reconocido su incapacidad para resolverlo. Después de haber, durante cuatro años, pensado y escrito acerca de este problema, reconoció, en su Religión dentro de los límites de la mera razón (publicada en 1792, parte I), sobre el defecto esencial de la naturaleza humana, que no había podido encontrar la explicación del origen de la ley moral. De hecho renunció a la solución de todo este problema, reconociendo la inconcebibilidad de la capacidad moral, que señala su origen divino. Esta inconcebibilidad, ha escrito Kant, ha de inspirar al hombre entusiasmo y darle fuerza para todos los sacriÍicios que le exige la observación de su deber (7).

Tal solución, después de cuatro años de esfuerzos, equivale a la renuncia absoluta, por parte de la Filosofía, de resolver el problema, dejando su resolución en las manos de la religión.

Así es como la Filosofía intuitiva reconoció su incapacidad para resolver aquel problema. Vamos a ver ahora cómo lo resuelve, desde el punto de vista naturalista, Darwin.

He aquí un hombre que, cediendo al instinto de conservación, no ha arriesgado su vida para salvar a su prójimo o bien que, empujado por el hambre, ha cometido un robo. En ambos casos obedecía a un instinto muy natural -y, sin embargo, está de mal humor; se reprocha su acto y piensa que debiera haber obedecido a otro instinto y haber actuado de modo diverso.

La explicación, opina Darwin, es sencilla: en la naturaleza humana los instintos sociales más persistentes triunfan de los menos persistentes (the more enduring social instincts conquer the less persistent instincts).

Nuestra conciencia moral, continúa Darwin, reviste siempre el carácter de reminiscencia del pasado; levanta la voz cuando pensamos en nuestros actos pasados; es el resultado de la lucha, durante la cual el instinto individual, menos sólido y constante, resulta vencido por el instinto social más constante y persistente. Entre los animales que viven en común los instintos sociales siempre se manifiestan en primer término. Siempre están prestos a participar en la defensa de su grupo y en tal o cual forma acudir a la ayuda de los suyos. Experimentan un malestar cuando se encuentran aislados. Lo mismo ocurre con el hombre. Un hombre privado en absoluto de esos instintos, es un ser anormal.

Por otro lado, el deseo de satisfacer al hambre, de dar libre curso a su cólera, de evitar un peligro o de apropiarse de algo ajeno es, según su propia naturaleza, nada más que un deseo provisorio. Su satisfacción es siempre menos intensa que el propio deseo; al pensar en el más tarde, ya no podemos resucitarle con la misma intensidad que había tenido antes de su satisfacción. Resulta que el hombre, al satisfacer un deseo semejante, ha actuado en contra de su instinto social; pensando luego en su acto -lo que siempre hacemos- lega inevitablemente a la comparación entre el efecto del hambre o de la venganza satisfechas, del peligro evitado a costa del prójimo, etc., y el instinto de simpatía, que siempre está presente en nosotros y piensa en lo que el ambiente social, en que vive, califica de digno de elogio o, al contrario, censura severamente. Una vez esta comparación hecha, el hombre experimentará lo que experimenta siempre cuando no puede seguir sus instintos o inclinaciones, es decir el descontento que hasta le hace infeliz.

Luego muestra Darwin que la conciencia moral, que siempre está mirando hacia el pasado y sirve de guía para el porvenir, puede revestir en el hombre la forma de vergüenza, de remordimientos y de reproches crueles, cuando piensa en la desaprobación de su acto por parte de los que le inspiran simpatía. Poco a poco la costumbre consolidará la dominación de la conciencia, poniendo cada vez más de acuerdo los deseos y las pasiones individuales con los instintos y simpatías sociales (8).

La dificultad general y principal para toda filosofía moral consiste en la explicación de los comienzos rudimentarios del sentimiento del deber, de la obligatoriedad en el intelecto humano del concepto del deber. Pero una vez dada la explicación, todo lo demás es explicado por la acumulación de la experiencia en la sociedad y el desarrollo de la razón colectiva.

De modo que tenemos, pues, en la doctrina de Darwin, la primera explicación del sentido del deber basada en la ciencia natural. Cierto es que está en contradicción con los conceptos corrientes acerca de la naturaleza humana y animal, pero es justo. Casi todos los que han escrito hasta ahora sobre la moral se basaban en un concepto no demostrado, afirmando que el instinto más poderoso en el hombre, y más aun en los animales, es el de la conservación que, a causa de una terminología poco exacta, identificaban con el egoísmo. Incluían en este instinto, por un lado, inclinaciones tan fundamentales como la defensa propia, la conservación propia y hasta la satisfacción del hambre; por otro lado, sentimientos como el deseo de dominación, la avidez, la maldad, la pasión vengativa, etc. Y esta mezcla de los instintos y sentimientos en los animales y los hombres de la cultura contemporánea concebían en forma de una fuerza todopoderosa y ubícua, que no encuentra en la naturaleza humana y animal oposición alguna, salvo cierto sentido de benevolencia o de misericordia.

Naturalmente, a los que profesan este concepto de la naturaleza del hombre y de los animales no les queda más que poner todas sus esperanzas en los llamamientos de los predicadores de la moral; el espíritu de sus doctrinas reside fuera de la naturaleza, fuera y por encima del mundo accesible a nuestros sentidos. Y buscan el apoyo para sus doctrinas en las fuerzas sobrenaturales. Y el que repudia conceptos semejantes -como por ejemplo Hobbes- no tiene más remedio que atribuir una importancia capital al poder coercitivo del Estado, guiado por legisladores geniales; de modo que en vez del sacerdote era el legislador quien poseía la verdad.

Desde la Edad Media los fundadores de las doctrinas éticas, que en su mayoría conocían mal la naturaleza, porque a su estudio preferían la Metafísica, han concebido el instinto de conservación del individuo comb la condición necesaria de la vida del hombre y de los animales. La obediencia a este instinto era para ellos una ley fundamental de la Naturaleza, mientras lo contrario hubiera conducido, según su concepto, a un gran daño para la especie, y, finalmente, a su desaparición. Y han llegado a la conclusión de que el hombre puede combatir sus inclinaciones egoístas tan sólo con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Por consiguiente, el triunfo del concepto moral se concebía como el triunfo del hombre en su lucha contra la Naturaleza, que se puede conseguir tan sólo con la ayuda desde afuera y como recompensa de sus buenas inclinaciones.

Se nos afirmaba, por ejemplo, que no hay virtud más elevada, ni triunfo más glorioso que el sacrificio de la propia vida para el bien de los hombres. Pero en realidad, el sacrificio para el bien de un hormiguero o de una bandada de pájaros, de antílopes o de monos, es un hecho puramente zoológico, que se repite a diario en la Naturaleza; exige de los centenares y millares de animales que lo ejercen tan sólo la simpatía mutua entre los miembros de la misma especie, la práctica continua de la ayuda mutua y la energía vital en el individuo.

Darwin, que conocía mejor la naturaleza, se atrevió a decir que de los dos instintos -el social y el individual- el social es más fuerte, persistente y constante. Y tenía mucha razón. Todos los naturalistas que han estudiado la vida de los animales -sobre todo en las partes del globo poco pobladas aun por el hombre- están de acuerdo con él. El instinto de la ayuda mutua está, en efecto, desarrollado en todo el mundo animal, porque la selección natural le mantiene, exterminando sin piedad alguna a las especies en las cuales este instinto pierde, por talo cual causa, su fuerza. En la gran lucha por la existencia contra las rudezas del clima y contra los enemigos de todo género, las especies animales que ejercen la ayuda mutua resultan vencedoras, mientras que las que no la ejercen desaparecen poco a poco. Lo mismo observamos en la Historia de la Humanidad.

Es curioso que, al atribuir tanta importancia al instinto social, volvemos a lo que había comprendido ya el gran fundador de la ciencia inductiva, Bacón. En su célebre obra lnstauratio Magna, Bacón ha escrito: Todos los seres vivos poseen el instinto (appetite) para dos géneros de bienes: unos son los del individuo mismo y otros son los bienes que sirven al individuo como parte y de una entidad; este último instinto es más precioso y más fuerte que el primero, puesto que contribuye a la conservación de algo más amplio. El primero puede calificarse de bien del individuo, el segundo de bien de la comunidad. Siempre ocurre que los instintos están guiados por el deseo de conservar lo más amplio (9).

En otro sitio vuelve Bacón al mismo concepto, hablando de dos apetitos (instintos) de los seres vivos: 1) conservación propia y 2) mutiplicación y propagación. El segunqo instinto -añade- como más activo, parece más poderoso y más precioso que el primero. Desde luego que una concepción semejante del mundo animal no está de acuerdo con la teoría de la selección natural que concibe la lucha por la existencia dentro de la misma especie como condición indispensable para la aparición de nuevas especies y para la evolución, es decir, para el desarrollo progresivo en general.

He tratado detalladamente este asunto en mi obra La ayuda mutua y no me preocuparé de él en estas páginas. Añadiré tan sólo la observación siguiente: durante los primeros años después de la publicación de El origen de las Especies de Darwin, todos nos sentimos inclinados a creer que la lucha aguda por los medios de existencia entre los miembros de la misma especie era indispensable para intensificar la variación y engendrar la aparición de las nuevas especies, Mis observaciones de la Naturaleza en Siberia me inspiraron, sin embargo, las primeras dudas en lo que concierne a la lucha aguda dentro de la misma especie. Pude observar, al contrario de lo que se creía, la enorme importancia de la ayuda mutua durante las peregrinaciones de los animales y para la conservación de la especie en general. Luego, a medida que la Biología penetraba más hondamente en el estudio de la naturaleza de los seres vivos y tomaba conocimiento de la influencia directa del ambiente que produce modificaciones en un sentido determinado -sobre todo en los casos en que, durante las peregrinaciones, una parte de la especie quedaba aislada de las demás- era ya posible concebir la lucha por la existencia en un sentido más amplio y más hondo. Los biólogos se vieron en la obligación de reconocer que los grupos animales actúan con frecuencia como un ser colectivo, luchando contra las condiciones desfavorables o con los enemigos exteriores -por ejemplo las especies vecinas- mediante la ayuda mutua dentro del propio grupo. En este caso nacen costumbres que reducen la lucha interior por la existencia y al mismo tiempo conducen al desarrollo superior del intelecto entre los que ejercen la ayuda mutua. Ejemplos semejantes abundan en la Naturaleza. En cada clase de animales son precisamente las especies más comunicativas las que están en un grado de desarrollo superior. De modo que la ayuda mutua dentro de la especie es -como lo ha señalado ya Kessler- el factor principal de lo que puede calificarse como desarrollo progresivo.

Así es que la Naturaleza puede ser considerada como el primer preceptor de Ética, de principios morales para los hombres. El instinto social, innato al hombre y a todos los animales sociales, constituye la fuente de todas las ideas éticas y de todo el desarrollo consiguiente de la moral.

Esta base para todo estudio de la teoría de la moral ha sido señalada por Darwin trescientos años después de las primeras tentativas hechas en este sentido por Bacón, en cierta medida también por Spinoza y Goethe (10). Concibiendo al instinto social como punto de partida para el desarrollo consiguiente de los sentimientos morales era ya posible, después de haber consolidado esta base por hechos nuevos, construir sobre ella toda la Ética. Pero una labor semejante no ha sido todavía hecha hasta ahora.

Los teóricos de la teoría de la evolución que han tratado el problema de la moral emprendieron, por tal o cual razón, caminos inaugurados por los precursores de Darwin y de Lamarck, pero no los que había trazado -tal vez superficialmente- Darwin en su Origen del Hombre.

Esta observación se refiere también a Heriberto Spencer. Sin examinar aquí su Ética (lo que haré en otro sitio), diré tan sólo que ha construído su Filosofía de la moral de un modo distinto. Las partes ética y sociológica de su Filosofia sintética han sido escritos mucho antes de la publicación del ensayo de Darwin acerca del sentido moral, bajo la influencia de Augusto Comte, en parte del utilitarismo de Bentham y de los sensualistas del siglo XVIII (11).

Tan sólo en los primeros capítulos de La justicia (publicados en la revista Nineteenth Century en marzo y Abril 1890) menciona Spencer la Etica de los animales y la justicia infrahumana, a las cuales tanta importancia había atribuído Darwin para el desarrollo del sentido moral en el hombre. Es curioso que esta mención quede aislada de los demás conceptos éticos de Spencer, puesto que no consideraba a los hombres primitivos como seres sociales cuyas comunidades hubieran constituído la continuación de las tribus y sociedades entre los animales. Siguiendo fielmente a Hobbes veía en las tribus salvajes aglomeraciones sin lazos sólidos, ajenas unas a otras, que viven en hostilidad continua; según su concepto, esas aglomeraciones han salido del estado caótico tan sólo cuando un hombre de cualidades superiores, apropiándose el poder, ha organizado la vida social.

De este modo el capítulo sobre la Ética animal, añadido por Spencer más tarde, constituye una parte por encima de su Filosofía moral; no ha creído necesario explicar por qué había cambiado en este punto sus conceptos anteriores. De todos modos, según Spencer el sentido moral en el hombre no constituye el desarrollo posterior de los sentimientos de la sociabilidad que habían existido ya entre los antepasados del hombre. Según él, el sentido moral nació en las sociedades humanas mucho más tarde, como resultado de las restricciones inauguradas por sus directores políticos, sociales y religiosos (Datos de la Ética, 45). El concepto del deber como lo afirmaba, después de Hobbes, también Bain, no es según Spencer más que un producto de coerción por parte de los jefes dúrante los primeros períodos de la vida humana, o más bien dicho una reminiscencia de esta coerción.

Esta suposición -que sería difícil confirmar por un estudio científico- pone su sello a toda la Etica de Spencer. Para él la Historia de la Humanidad se reparte en dos períodos: militar, que ha regido hasta ahora, e industrial que lentamente nace en nuestros días; y cada uno de esos períodos exige una moral especial. Durante el período militar la coerción 'era más que necesaria: sin ella no había progreso posible. En ese gra<;io del desarrollo de la Humanidad era también indispensable que el individuo fuera sacrificado para el bien de la sociedad y que un código moral especial fuera elaborado con tal objeto. Esta necesidad de la coerción y del sacrificio del individuo habrá de perdurar hasta que el período industrial sustituya plenamente al período militar. Así es que Spencer admite dos Éticas distintas aplicadas a dos períodos del desarrollo (Datos de la Ética, 48-50), lo que le conduce a una serie de conclusiones basadas por entero en este concepto central.

Por consiguiente la doctrina de la moral no es otra cosa que la busqueda de un compromiso, de un acuerdo entre la ley de hostilidad y el mandamiento de benevolencia, entre la igualdad y la desigualdad (pág. 85). Y como no hay acuerdo posible entre esos dos principios opuestos -puesto que el advenimiento del régimen industrial será realizable tan sólo cuando termine su lucha contra el régimen militar- lo único que resulta posible es predicar cierta benevolencia entre los hombres, para suavizar un poco el régimen actual, basado en principios individualistas. Por esta razón la tentativa de Spencer de establecer, sobre una base científica los principios fundamentales de la moral fracasó, llegando al fin a la conclusión en absoluto inesperada de que todas las teorías de la moral, filosóficas y religiosas, se completan una a la otra. El concepto de Darwin era completamente distinto según él, la fuente de todos los sistemas éticos y doctrinas morales, incluso la parte ética de las religiones, estaba constituída por la sociabilidad y la fuerza del instinto social, que se manifiesta ya entre los animales y, más aun entre los salvajes primitivos; pero Spencer, igual que Huxley, vacila entre las teorías de la coerción, del utilitarismo y de la religión, viendo en ellas la fuente de la moral.

Para terminar, hay que decir que aunque el concepto de Spencer acerca del antagonismo entre el egoísmo y el altruismo semeja mucho al concepto de Comte, este último, a pesar de su negación del desenvolvimiento de las especies, se acercaba más al concepto de Darw1li que Spencer. Al tratar de la importancia de los instintos sociales e individuales, Comte, sin vacilación alguna, reconoció el papel preponderante de los primeros. Hasta veía en este reconocimiento el rasgo característico de la Filosofía moral que había en absoluto roto con la Teología y la Metafísica. Desgraciadaniente Comte no ha desarrollado esta afirmación suya hasta su conclusión lógica (12).

Según está ya dicho antes, ninguno de los discípulos de Darwin ha procurado desarrollar su Filosofía ética. Jorge Romanes pudiera constituir una excepción, puesto que había proyectado. después de sus estudios acerca del intelecto de los animales, dedicarse al estudio de la ética animal. Coleccionaba ya los datos necesarios a este fin (13). Pero desgraciadamente lo hemos perdido antes de que pudiera terminar su obra.

En cuanto a los demás partidarios de la teoría evolucionista o bien llegaron a conclusiones completamente distintas de los conceptos de Darwin -como Huxley en su conferencia Evolución y Etica- o bien basándose en esta teoría, siguieron otros caminos. Tal es la Filosofía moral de J. M. Guyau (14), en la cual éste se ocupa de las manifestaciones superiores de la moral, sin mencionar siquiera la Ética de los animales (15). Por esta razón he creído necesario examinar de nuevo este problema en mi obra La ayuda mutua como factor de la evolución, en la cual los instintos y costumbres de la ayuda mutua son considerados como uno de los principios fundamentales de la evolución.

Ahora tenemos que examinar las mismas costumbres sociales desde un doble punto de vista: desde el de las inclinaciones heredadas y desde el de las enseñanzas éticas que nuestros antepasados primitivos sacaron al observar la naturaleza. He de recordar a este respecto, en rasgos generales, ciertos datos que había expuesto ya en mi estudio antes mencionado con el objeto de subrayar su significación ética.

Después de haber examinado la ayuda mutua en su cualidad de arma en la lucha por la existencia, es decir en el sentido que importa a un naturalista, voy ahora a señalar su importancia como fuente de los sentimientos éticos en el hombre. Desde este punto de vista el problema tiene mucho interés para la Filosofía ética.

El hombre primitivo había vivido en la comunión estrecha con los animales. Con ciertos de ellos había, probablemente, repartido su vivienda en las montañas, a veces en las cavernas. Con frecuencia repartía con ellos también sus alimentos. Tan sólo hace unos ciento cincuenta años los indígenas de Siberia y de América pasmaron a nuestros naturalistas por su hondo conocimiento de las costumbres de los animales y pájaros más salvajes. Pero el hombre primitivo estaba en un contacto aun más estrecho con los habitantes de los bosques y estepas y los conocía mejor aun. El exterminio en masa de los animales y pájaros mediante los incendios de los bosques, de las flechas envenenadas, etc., no había tenido lugar aun. La abundancia asombrosa, casi inverosímil de los animales que -según la admirable descripción de naturalistas de primer orden como por ejemplo Audubon. Azara y otros muchos- habían encontrado en América los primeros colonos puede darnos una idea de la densidad de la población animal sobre la Tierra durante el primer período post-glacial.

El hombre de la edad de piedra anterior y posterior ha vivido pues en contacto estrecho con sus hermanos mudos, igual que Behring, que se vió en la obligación de pasar el invierno, junto con sus compañeros, entre un sinnúmero de zorros polares, que corrían entre ellos, devoraban los víveres y hasta roían, durante la noche, las pieles que servían a la gente de colchones.

Nuestros antepasados primitivos han vivido entre los animales y con ellos. Y desde el día en que comenzaron a ordenar, aunque sea superficialmente, sus observaciones de la naturaleza, trasmitiéndolas a sus hijos, la vida y las costumbres de los animales, constituyeron los elementos principales de una especie de enciclopedia verbal y de la sabiduría práctica, que encontraba su expresión en sentencias y proverbios. La Psicología animal ha sido la primera estudiada por el hombre; hasta nuestros días constituye el tema predilecto de conversaciones alrededor de un fuego en los bosques o campos. La vida de los animales, estrechamente unida a la de los hombres, ha sido también objeto de los primeros comienzos del arte: inspiraba a los primeros grabadores y escultores y constituía un elemento indispensable de las creencias éticas más antiguas, así como de los mitos sobre la creación del Universo.

En nuestros días lo primero que la Zoología enseña a nuestros hijos son las descripciones de las bestias feroces: leones y tigres. Pero lo primero que habían tenido que aprender los salvajes primitivos ha sido que la naturaleza representa una enorme aglomeración de tribus animales: de los monos, que tan poco difieren del hombre; de los lobos, que siempre andan en busca de alimentos; de los pájaros, que todo lo saben y todo lo charlan; de las hormigas, que trabajan sin descanso, etc. (16) Para los salvajes primitivos los animales no eran otra cosa que la continuación de su propia tribu, pero mucho más hábiles que los propios hombres. El primer concepto general sobre la naturaleza -muy poco determinado, que apenas se distinguía de una simple impresión- era probablemente la idea de que los hombres y los animales son inseparables. Nosotros podemos separarlos, pero nuestros antepasados primitivos no lo podían. Hasta es dudoso que fueran capáces de concebir la vida aparte de una raza o de un grupo.

En esa época un concepto semejante de la naturaleza era indispensable. Entre los monos, su vecino más próximo, el hombre, veía centenares de especies (17) que vivían en grandes sociedades, en las cuales todos los miembros estaban estrechamente unidos. El hombre veía que los monos se apoyaban mutuamente en su busca de alimentos. se trasladaban con precauciones infinitas, combatían en común a los enemigos, se prestaban unos a otros pequeños servicios, durante el frío se mantenían apretados unos a otros, etc. Por supuesto, había también no pocas riñas entre los monos; pero durante estas riñas hacían más ruido que daño; en cambio, cuando aparecía un peligro cualquiera, daban pruebas admirables de amistad mutua, sin hablar ya del cariño de las madres para con sus hijos y de los ancianos para con todo el grupo. Resulta, pues, que la sociabilidad fue el rasgo característico entre los monos. Cierto es que existen hasta ahora dos especies de monos -el gorila y el orangután- que forman tan sólo pequeñas familias; pero ocupan un territorio muy reducido, lo que constituye la prueba de que son especies condenadas a la desaparición; tal vez porque el hombre las exterminaba tomo especies demasiado semejantes a sí mismo.

El salvaje primitivo veía y sabía además que aún entre los animales rapaces rige una ley común: no se matan entre ellos jamás. Al contrario, hay especies en extremo sociales, como por ejemplo, todas las.especies caninas: los chacales, los perros salvajes de la Indla y las hlenas.

Aun las especies que viven en pequeñas familias, si son bastante inteligentes (como por ejemplo los leones) se unen para cazar en común, igual que las especies caninas (18). En cuanto a las que viven -por lo menos ahora- completamente aisladas (como por ejemplo los tigres), también observan la misma ley: no se matan entre sí. Aun en nuestros días, en que los tigres están obligados a vivir no lejos de las aldeas, porque no existen ya los innumerables rebaños de animales salvajes que poblaban antes grandes llanuras de tierra; aun ahora, según atestiguan los campesinos de la India, los tigres respetan mutuamente sus territorios respectivos y no pelean entre sí. Es muy probable que aun las raras especies de gatos (casi todos animales nocturnos), los osos, zorros, etc., no siempre han vivido aisladamente. Respecto a algunos de ellas (osos, zorros) he conseguido recoger indicaciones positivas de que habían vivido en común hasta que se inauguró su exterminio por parte del hombre. Otros siguen viviendo en común hasta ahora en los desiertos. De modo, pues, que tenemos motivos suficientes para pensar que casi todos los animales han vivido en común (19). Pero aun admitiendo que haya habiao siempre algunas especies animales que han vivido aisladas, podemos estar seguros de que no eran más que excepciones de la regla general.

Por consiguiente la naturaleza ha venido enseñando que aun los animales más fuertes están obligados a vivir en común. Los salvajes, al observar cómo los perros de la India, por ejemplo, triunfaban en su lucha contra las fieras mucho más robustas, se dieron cuenta de la importancia de la unión de las fuerzas, que inspira confianza y valor a cada individuo.

En los bosques y praderas nuestros antepasados primitivos han visto a millones de animales que formaban enormes sociedades de tribus y especies. Innumerables rebaños de cabras salvajes, ciervos, búfalos, caballos salvajes, burros, zebras, etc., vagabundeaban en común a través de las praderas; aun, según testimonios muy recientes de varios exploradores, se ha visto en el Africa Central a las cabras, antílopes y jirafas apacentándose en común. A medida que el hombre aprendió cómo vivían los animales, se fue penetrando de la idea de que todos ellos viven en unión estrecha. Aun cuando parecían completamente absortos por la busca de los alimentos se observaban mutuamente, prestos a cada momento a unirse para una acción común cualquiera. También veía el hombre que los ciervos y las cabras, cuando se dedican a no importa qué ocupaciones o juegos, tienen siempre centinelas que vigilan con mucho celo y advierten a los suyos del peligro. Veía también que, en caso de un ataque, los varones y las hembras forman un círculo estrecho alrededor de los hijos, defendiéndoles valerosamente con riesgo para su propia vida. Sabía el hombre que la misma táctica se aplica en los rebaños de los animales en caso de retirada.

El hombre primitivo sabía todo eso -todo lo que nosotros no sabemos o que de buen gusto olvidamos. Y describía luego en sus relatos y mitos estas acciones heroicas de los animales, adornando su Poesía primitiva con tales actos de habilidad y de sacrificio propio e imitándolos en sus costumbres religiosas, que hoy con falsedad son consideradas como danzas.

Menos aun podían los salvajes primitivos ignorar las grandes emigraciones de los animales. Tras ellas iba también el hombre, como aun hoy los indígenas del Norte, que vagan junto con los rebaños de ciertos salvajes. Nosotros con nuestra sabiduría dudosa sacada de los libros y nuestra ignorancia de la naturaleza, no somos capaces de comprender cómo los animales, esparcidos por grupos a través de un inmenso territorio, se reunen en un sitio para atravesar un río (como lo he visto en las orillas del Amur) o trasladarse en común al Norte, al Sur o al Oeste; pero nuestros antepasados, que atribuían a los animales un intelecto superior al propio, consideraban estos acuerdos como una cosa natural. Según su concepto, todos los animales -fieras, pájaros, peces- están en comunión continua entre sí. Se advierten el peligros unos a otros mediante signos o sonidos que el hombre no entiende; se informan unos a otros acerca de toda clase de acontecimientos; forman, en fin, una enorme sociedad con sus tradiciones de buena vecindad y de cortesía. Huellas profundas de una concepción semejante de la vida de los animales se conservan hasta nuestros días en los cuentos y leyendas de los pueblos.

De las animadas, densamente pobladas y alegres colonias de marmotas, ratas de los campos, nutrias, etc., que abundaron tanto en las orillas de los ríos durante la época postglacial, el hombre primitivo, todavía nómada, ha podido aprender las ventajas de la vida sedentaria, de una vivienda constante y de un trabajo en común. Aun en nuestros tiempos (lo he visto hace un medio siglo) los nómadas cuidadores de rebaños, que a veces ostentan una perspicacia asombrosa, aprenden, observando a loS gerbos (Jamias Striatus) las ventajas de la agricultura y de los silos, puesto que cada otoño se los saquean y se apropian sus plantas y raíces comestibles. Según relata Darwin, ciertos salvajes, durante un año en que sufrían hambre aprendieron, observando a los monos, qué géneros de frutos pueden servir de alimento. Indudablemente los silos de varios animales roedores, llenos de granos, han inspirado por primera vez al hombre la idea de cultivar la tierra. Los libros sagrados del Oriente contienen no pocas indicaciones acerca de la previsión y el celo trabajador de los animales, que pudieran servir de modelo al hombre.

Los pájaros, a su vez, daban a nuestros antepasados remotos, lecciones de una sociabilidad muy estrecha, de sus ventajas y goces. Grandes sociedades de patos, gansos y otros pájaros enseñaban al hombre lo útil de la vida en común al deferider con éxito, todos juntos, sus hijos y sus huevos. Los salvajes que habían vivido en las selvas y en las orillas de los ríos, podían observar la vida de los pájaros jóvenes, que en el otoño formaban grandes bandadas, dedicadas durante una mitad del día a la busca de los alimentos, en tanto que el tiempo restante cantaban y se divertían en común (20). Tal vez las reuniones de pájaros en el otoño hayan inspirado al hombre la idea de juntarse, en el otoño, en tribus enteras para la caza en común (lo que los mongoles llaman aba y los tunguso8 cada) -caza que dura uno o dos meses y constituye una fiesta para toda la tribu, consolidando al mismo tiempo la parentela entre los grupos y las uniones federales.

Observaba también el hombre los juegos que tanto apasionan a ciertas especies de animales, sus deportes, sus conciertos y bailes (véase el apéndice a La Ayuda Mutua), sus excursiones en común por las tardes. Observaba los mítines ruidosos de las golondrinas y otros pájaros, que tienen lugar en el otoño, cada año en el mismo sitio, antes de emprender sus peregrinaciones hacia el Sur. Asombrado seguía con los ojos a las inmensas bandadas de pájaros en el cielo, o bien a los innumerables rebaños de búfalos, ciervos o marmotas que, dirigiéndose en columnas densas hacia el Norte o el Sur, le obstruían, durante días enteros, las rutas.

El salvaje conocía bien estos milagros de la naturaleza, tan olvidados en nuestras ciudades y Universidades, estas bellezas de la vida que ni siquiera mencionan nuestros muertos libros de Historia Natural, mientras los informes de los grandes exploradores, como por ejemplo Audubon, Humboldt, Azara, Brehm, Severzoff y tantos otros se cubren de polvo en las bibliotecas.

En tiempos remotos la vida de los ríos y lagos tampoco constituía un misterio para el hombre. Conocía bien a sus habitantes. Así, hasta en nuestros días, los semisalvajes del Africa profesan un hondo respeto para con el cocodrilo. Le consideran como un pariente próximo del hombre, aun como su antepasado. Evitan pronunciar en voz alta su nombre, sino que le llaman el abuelo o le dan otra slgmficación cualquiera, muy respetuosa; según ellos, el cocodrilo actúa como los hombres mismos. Nunca tomará sus alimentos sin repartirlos con sus parientes. Y si a un hombre cualquiera se le ocurre matar a un cocodrilo, no por razones de la venganza por su tribu -lo que es un acto legal- los salvajes están seguros de que los parientes del asesinado han de vengarse, matando a uno de la tribu a la cual pertenece el asesino. Por esta razón si un cocodrilo ha devorado a un negro, los parientes de la víctima se empeñan en matar precisamente al cocodrilo culpable, por temor de que, si matan a otro cualquiera, los parientes de éste tendrán que vengar su muerte. Y después de haber matado al cocodrilo que, según ellos, es el culpable, los negros examinan cuidadosamente sus entrañas con objeto de encontrar en su estómago los restos de su pariente devorado, para estar seguros de que no se hayan equivocado, y de que precisamente ese cocodrilo es el que ha merecido la muerte. Y al no encontrar resto alguno del devorado se empeñan en presentar sus excusas a los parientes del cocodrilo inocentemente muerto y siguen buscando al verdadero culpable, pues de otro modo aquellos parientes han de vengarse contra la tribu entera.

Creencias análogas están en vigor entre los pieles rojas en lo que concierne a ciertas especies de serpientes y de lobos; entre los ostiaks del Norte, en lo que concierne al oso, etc. Su significado para la elaboración posterior del concepto de la justicia es evidente (21).

También pasmaban al hombre primitivo las bandadas de peces con sus peregrinaciones en masa y con sus exploradores que previamente estudiaban las rutas. Las huellas de la honda impresión producida por las costumbres de los peces se pueden encontrar hasta ahora en las leyendas de muchas tribus salvajes. Así, por ejemplo, una leyenda está consagrada a cierto Decanavido, al cual los pieles rojas atribuyen la creación de su tribu; este Decanavido, antes de dedicarse a su obra, se apartó de las gentes para meditar en el seno de la naturaleza. Se colocó en las orillas de un arroyo límpido, lleno de peces, y se puso a observar cómo los peces jugaban en pleno acuerdo; y allí concibió la idea de dividir a su pueblo en géneros y clases o totems (22). En otras leyendas un representante sabio de tal o cual tribu aprende la sabiduría al observar las costumbres de los castores, de las ardillas o de los pájaros.

En general, para un hombre primitivo los animales son seres enigmáticos, misteriosos, dotados de un amplio conocimiento de la naturaleza. Merced a sus sentidos más refinados que los nuestros, y merced a que se comunican mutuamente todo lo que observan durante sus peregrinaciones, los animales, según el concepto del hombre primitivo, saben lo que ocurre a una distancia de muchos kilómetros del lugar. Y si un hombre cualquiera los trata sin recurrir a la astucia o a la mentira, le advierten del peligro, como lo hacen para con los suyos. Pero si no es honrado en sus relaciones con ellos, no se preocupan para nada de él. Las serpientes y los páparos (la lechuza hace el papel de jefe de las sierpes), las fieras y los insectos, los lagartos y los peces, todos se entienden y se comunican mutuamente sus observaciones. Todos constituyen una especie de gran fraternidad, en la cual a veces admiten también al hombre.

Hay naturalmente en el seno de esta fraternidad uniones más estrechas, compuestas por los seres de la misma sangre. Los monos, los osos, los lobos, los elefantes, las liebres y la mayoría de los roedores, los cocodrilos, etc., conocen a perfección a los suyos y no toleran que uno de ellos sea matado por un hombre sin que el muerto sea honradamente vengado. Este concepto parece ser de origen muy remoto y se había formado en la época en que el hombre no era todavía carnívoro y no perseguía a los pájaros y a los mamíferos para comerlos. Se convlrtió en carnivoro, probablemente, durante la era glacial, cuando las plantas habían desaparecido a causa del frío. Pero el concepto arriba mencionado se ha mantenido hasta nuestros días. Aun ahora un salvaje se cree obligado a observar, durante la caza, ciertas reglas para con los animales; por lo menos al terminar la caza tiene que cumplir ciertos ritos expiatorios. Algunos de estos ritos son rigurosamente observados hasta en nuestros días -por ejemplo entre los aborígenes del Amur- sobre todo cuando se trata de los animales considerados como socios del hombre, por ejemplo el oso.

Se sabe que dos hombres pertenecientes a diferentes tribus pueden hacerse hermanos después de haber mezclado su sangre, para lo cual ambos se hieren ligeramente. En los tiempos antiguos era esta una costumbre muy frecuente. Por los cuentos y las leyendas de todos los pueblos, sobre todo de los escandinavos, sabemos que este tratado de sangre era religiosamente respetado. Pero tratados análogos eran también muy corrientes entre el hombre y varios animales. Las leyendas los mencionan con mucha frecuencia: así por ejemplo un animal, viendo que el hombre está a punto de matarlo, le suplica no lo haga; el hombre acepta y ambos se hacen hermanos. En este caso el mono, el oso, la cabra salvaje, el pájaro, el cocodrilo, aun la abeja (en fin cualquier clase de animal sociable) vigilan sobre el hombre-hermano en los momentos críticos de su vida, enviándole a los suyos para salvarle del peligro que le amenaza. Si la advertencia ha llegado demasiado tarde o ha sido mal comprendida, y el hombre ha perecido, todos esos animales se empeñan en devolverle la vida; si no lo consiguen se encargan entonces, por lo menos, de vengar su muerte, como si fuera uno de su tribu.

Durante mis viajes a través de la Siberia he tenido varias ocasiones de observar que los tungusos o mongo1es evitan cuidadosamente matar a un animal sin una necesidad absoluta. El salvaje profesa un gran respeto para con la vida. Por lo menos, antes de haber entrado en contacto con los europeos. Mata a un animal únicamente por su carne o su piel, pero nunca lo hace para divertirse o empujado por una pasión destructora. Cierto es que los pieles rojas de América exterminaban, sin necesidad alguna, a los búfalos, pero ha sido recién después de un largo contacto con la raza blanca y después de haber tomado conocimiento del fusil y el revólver. Por supuesto que hay animales que son considerados como enemigos del hombre -como por ejemplo el tigre y la hiena-, pero como regla general los salvajes profesan mucho respeto hacia el mundo animal y se lo enseñan a sus hijos.

El concepto de la Justicia, entendida como recompensa o castigo, está por consiguiente estrechamente ligada a las observaciones del mundo animal. Pero es muy probable que la idea de la recompensa o del castigo de los actos justos e injustos tenga su origen en la idea del salvaje primitivo de la venganza que los animales ejercen contra el hombre por sus malos tratos. Este concepto está tan hondamente arraigado entre los salvajes del globo entero que tiene que ser considerado como uno de los conceptos fundamentales de la Humanidad. Poco a poco esta idea se ha transformado en la concepción del gran todo, unida por los lazos de la ayuda mutua. Este misterioso uno vigila los actos de todos los seres vivos y se encarga de castigar a los malos.

De aquí el concepto de Eumenides y de Moira entre los griegos, de las Parcas entre los romanos, del Karma entre los hindúes. La leyenda griega, que presenta al hombre y a los pájaros en una unidad, y las numerosas leyendas análogas del Oriente no son más que encarnaciones poéticas de dicho concepto. Más tarde se han incluído en él a los fenómenos celestes. Las nubes, según los más antiguos libros religiosos de la India, es decir los Vedas, eran consideradas como seres vivos igual que los animales.

He aquí lo que veía en la naturaleza el hombre primitivo y lo que ella le enseñaba. Nosotros, con nuestra instrucción escolástica -que no quería conocer la naturaleza y se empeña en explicar los hechos corrientes de la vida, sirviéndose de creencias supersticiosas o bien de figuras metafísicas-, hemos olvIdado poco a poco las grandes enseñanzas de la naturaleza. Pero para nuestros antepasados de la edad de piedra la sociabilidad y la ayuda mutua, dentro de la especie, eran una cosa tan habitual y general que hasta eran incapaces de concebir la vIda de modo dlstinto.

El concepto que hace del hombre un ser aislado no es más que un producto de la civilización posterior de las leyendas creadas en el Onente entre las gentes que se habían apartado de la sociedad. Pero para desarrollar este concepto abstracto fueron precisos slglos enteros. Para un hombre primitivo la vIda de un ser aislado parece tan extraña y contraria a la naturaleza de los seres vivos, que al ver un tigre, una serpiente u otro animal aislado, aun un árbol que se encuentra apartado del bosque, compone una leyenda especial para dar una explicación de un hecho tan inconcebible. No crea leyendas para explicar la vida en común, pero sí las compone para explicar cualquier caso de vida aislada. Sólo por excepción ve en el eremita a un sabio, que se ha apartado por algúu tiempo del mundo para meditar sobre sus destinos. Al contrario, lo considera como a un expulsado por los animales por una grave infracción cualquiera de las costumbres de la sociedad: ha cometido algo hasta tal modo opuesto a las tradiciones consagradas que se ha visto repudiado por todo su ambiente. Con frecuencia es un hechicero, el cual posee en su seno a las malas fuerzas, y tiene tratos con los cadáveres que engendran las enfermedades. Por eso vaga solitario durante la noche, prosiguiendo sus fines malvados.

Todos los demás seres viven en sociedad y en esta dirección trabaja también el pensamiento humano. La vida social, es decir, no el yo sino el nosotros, he aquí el sistema natural de la vida. Es la vida misma. Por eso el nosotros era mucho más concebible para un intelecto primitivo, era una especie de categoría del entendimiento, como hubiera dicho Kant.

En esta identificación -hasta se puede decir en esta desaparición del yo en el género y en la tribu- reside el comienzo de todo el pensamiento ético. La suposición de la personalidad individual vino mucho después. Aun en nuestros días los salvajes primitivos casi no pueden concebir lo que es la personalidad, el individuo. En su intelecto predomina el concepto de la tribu, con sus costumbres fijamente establecidas, con sus prejuicios, creencias, prohibiciones e intereses.

En esta identificación continua del individuo con la totalidad reside el origen de toda la Ética; de ella se han desarrollado todos los conceptos posteriores de la Justicia y los más amplios aun de la moralidad. En los capítulos siguientes he de examinar esta evolución de la Ética.




Notas

(1) Este capítulo fue publicado en la revista Nineteenth Century, en marzo de 1905.

(2) Harald Hoffding. el profesor danés. ha expuesto admirablemente el significado filosófico de la obra de Darwin en su Historia de la Filosofía Moderna. (Jorro, Madrid, t. II, págs. 517 al 534).

(3) El Origen del Hombre, cap. IV.

(4) Spencer, que antes se había negado a reconocer la moral entre los animales, más tal:de citó él mismo unos hechos análogos en la revista Nineteenth Century. Están también reproducidos en sus Principios de Etica.

(5) La incapacidad de una hormiga, un perro o un gato para efectuar un descubrimiento o encontrar la solución justa en una situación difícil -en lo que insisten ciertos autores-- no constituye, ni mucho menos, una prueba de una diferencia esencial entre las capacidades humanas y animales; además, esta falta de sentido de orientación y de espíritu inventivo se observa también con frecuencia en el hombre. Igual que la hormiga. en uno de los experimentos de John Lubbock, miles de hombres, sin el conocimiento previo del lugar, procuran atravesar un río sin haber colocado un puente, aunque sea de carácter primirivo (por ejemplo en forma de un árbol) y perecen en consecuencia. Lo sé por experiencia propia y eso pueden confirmarlo todos los exploradores de las regiones salvajes. Por otro lado encontramos entre los animales la razón colectiva (por ejeIpplo en un hormiguero o en una colmena de abejas). Y si una hormiga o una abeja encuentran la solución justa, las demás siguen su ejemplo. Esta afirmación está confirmada por las abejas en la Exposición de París, que habían cubierto con cera la ventanilla de la colmena para que no se las turbara en su trabajo, así como por otros muchos ejemplos de este género. (Véase La Ayuda Mutua,cap. I).

(6) En su admirable estudio del instinto social, el profesor Lloyd Morgan, autor de la conocida obra sobre el instinto y el intelecto de los animales, dice (pág. 32) : En este problema Kropotkin, junto con Darwin y Espinas, hubiera contestado sin vacilar que la fuente primera de un núcleo social ha sido la convivencia de un grupo de padres con sus hijos. Es justo. Yo hubiera tan sólo añadido: o bien de los hijos sin padres, puesto que esta cláusula estaria más de acuérdo con los hechos mencionados y también con el pensamiento de Darwin.

(7) Obras de Kant. (Edición de Hartenstein, t. VI, págs. 143 y 144).

(8) En una nota, Darwin, con la perspicacia que le es propia, admite una excepción: La hostilidad y el odio, dice, parecen también sentimientos muy persistentes, tal vez más persistentes que otros muchos. Es posible que sean también sentimientos innatos, --como complemento y oposición al instinto social (nota 27). Este sentimiento hondamente arraigado en la naturaleza de los animales, tal vez explica las guerras continuas entre varios grupos y especies de animales, así como de hombres. También explica la coexistencia de dos leyes morales distintas entre las gentes civilizadas. Pero este asunto, tan amplio y tan poco estudiado será más práctico tratarlo más adelante hablando del concepto de la justicia.

(9) On the Digníty and Advancement of Learning (Libro VII. cap. I, pág.. 270, edición Bohn's Library). Por supuesto, Bacón no nos da bastantes razones en apoyo de su idea; pero se preocupaba tan sólo de establecer las líneas generales de la ciencia, dejando a los demás su elaboración detallada. Más tarde expresaron la misma idea Hugo Grocio y varios otros pensadores.

(10) Véase las Conversaciones con Goethe de Eckermann, (Calpe, Madrid).

(11) Los Datos de la Ética, de Spencer, fueron publicados en 1879, mientras que su Justicia en 1891, es decir, mucho después de la publicación de El Origen del Hombre de Darwin (en 1871). Pero la Estática social de Spencer fué publicada ya en 1850. Spencer tenia, por supuesto, razón al señalar su desacuerdo con Comte; pero se encontraba, a no dudarlo, bajo la influencia del fundador del positivismo, a pesar de la honda diferencia entre los dos filósofos. Para convencerse de eso basta comparar los conceptos biológicos de Spencer y de Comte, sobre todo con los que se encuentran expuestos en el capitulo III del Discours préliminaire en el tomo I de la Politique positiva de este último.

En la Ética de Spencer la influencia de Comte se nota sobre todo en la importancia que atribuye a la diferencia entre la época militar y la industrial en el desarrollo de la Humandiad, así como en la oposición del egoísmo al altruísmo.

(12) La moral positiva -ha escrito Comte- difiere de este modo no solamente de la moral metafísica, sino también de la teológica, porque sostiene el predominio de los sentimientos sociales como principio universal. (Politique Posítíve, Discours prélimínaire, parte II, pág. 93). Desgraciadamente las chispas de la genialidad, esparcidas en todo el Discours préliminaire, están con frecuencia oscurecidas por las ideas posteriores de Comte, que no deben verse como una contribución al desarrollo del método positivo.

(13) La menciona en su obra El desarrollo mental de los animales. Traducción castellana conocemos solamente de la primera parte, La Inteligencia Animal, por Antón y Ferrándíz. (Bíblioteca Científica Internacional. Madrid).

(14) Guyau, Ensayo de una Moral sin obligación ni sanción. (Viuda de Rodríguez Serra, Madrid).

(15) Los estudios del profesor Lloyd Morgan, quien acaba de elaborar de nuevo su obra sobre el entendimiento entre los animales, dándole ahora el título de Animal's Behavior (Lonáres, 1900) , no están todavía terminados; los menciono tan sólo porque prometen un desarrollo integro del problema, sobre todo desde el punto de vista de la Psicología comparada. Las demás obras que tratan el mismo problema -sobre todo el admirable estudio de Espinas, Les sociétés animales- están mencionadas en el Pfólogo a mi libro La Ayuda Mutua.

(16) Kipling lo ha pintado admirablemente en sus relatos de Mangli.

(17) Según los zoólogos competentes hubo en la época terciaria cerca de mil especies de monos.

(18) Por medio de una fotografía instantánea se puede ver que al abrevadero donde toda clase de animales concurren en tropel, llegan de noche los leones en grupos.

(19) Véase La Ayuda Mutua, caps.. I y II. He recogido muchos datos nuevos después de la publicación de esta obra, que corroboran todos este pensamiento.

(20) Estas reuniones están mencionadas, entre otros exploradores, por el conocido zoólogo profesor Keesler.

(21) Lástima que hasta ahora no se hayan publicado los hechos elocuentes acerca de la moral entre los animales que había recogido Romanes.

(22) Brandt-Sero, Decanaviden. (En la revista Man, 1901, pág. 166).


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