Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 2

Visión de conjunto de los fundamentos de una nueva ética

Obstáculos que se oponen al progreso moral. - Desarrollo del instinto de comunidad. - Fuerza inspiradora de la Ética evolucionista. - Ideas y concepciones morales. - El sentimiento del deber. - Dos clases de acciones morales. - Significado de la actividad personal. - Necesidad de la creación propia. - Ayuda mutua, Justicia y Moralidad, como fundamentos de la Ética científica.

Si los filósofos empíricos, basándose en las ciencias naturales, no han conseguido hasta ahora probar la existencia de un progreso continuo de las concepciones morales (que puede ser considerado como el principio fundamental de la evolución) ello se debe a la oposición tenaz con que han tropezado de parte de los filósofos especulativos, es decir no científicos. Con tanta obstinación negaban estos últimos el origen empírico natural del sentido moral, tanto empeño ponían en atribuir al sentido moral un origen sobrenatural y tanta era la prodigalidad con que hablaban de la predestinación del hombre, del objeto de la vida, de las finalidades de la Naturaleza y de la Creación que forzosamente tenían que provocar una reacción en sentido contrario. Los evolucionistas contemporáneos, después de haber probado la existencia de la lucha por la vida en varias especies del mundo animal, no podían admitir que un fenómeno tan cruel, que tantos sufrimientos causa entre los seres vivos, sea expresión de la voluntad del Ser Supremo y negaron, por lo tanto, que en él residiera ningún principio ético. Tan sólo ahora, cuando empieza a considerarse como resultado de un desenvolvimiento natural la evolución sucesiva de las especies, así como de las razas e instituciones humanas y aun de los propios principios éticos, es posible estudiar, sin caer en la filosofía sobrenatural, los diversos factores que han contribuído a dicha evolución. Entre ellos figura la ayuda y la compasión mutuas, como fuerzas morales naturales.

Pero siendo ello así, es preciso reconocer que hemos llegado a un momento de suma gravedad para la Filosofía. Porque tenemos el derecho de llegar a una conclusión y ella es que la lección que el hombre saca del estudio de la naturaleza y de su propia historia consiste en hacerle ver la existencia de una doble aspiración: por un lado la aspiración a la comunidad y por otro la aspiración, que emana de la primera, hacia una vida más intensa. Por consiguiente, hacia una mayor felicidad del individuo y a su más rápido progreso físico, intelectual y moral.

Esa doble aspiración es el rasgo característico de la vida en general. Constituye una de las propiedades fundamentales de la vida (uno de sus atributos), sea cual fuere el aspecto que la vida revista en nuestro planeta o fuera de él. No es ni una confirmación metafísica de la universalidad de la ley moral ni una simple suposición. Sin un desenvolvimiento constante de la comunidad y por consiguiente de la intensidad de la vida y variedad de sus sensaciones, la vida misma es imposible. Esos elementos constituyen su substancia. Sin ellos la vida va a la disgregación y a la extinción. Es una ley de la naturaleza.

Resulta por lo tanto que la ciencia, lejos de destruir las bases de la Etica, le da -en oposición a las nebulosas afirmaciones metafísicas de la Etica trascendental, o sea sobrenatural- un contenido concreto. Y a medida que la ciencia penetra más hondamente en la vida de la naturaleza encuentra para la Etica evolucionista una certidumbre filosófica, en tanto que los pensadores trascendentales podían tan sólo apoyar sus ideas en hipótesis flotantes.

Escasa justificación tiene, asimismo, un reproche que con frecuencia se hace a la Filosofía, basada en el estudio de la naturaleza. Se pretende que esta Filosofla puede conducirnos tan sólo al conocimiento de una verdad fría y matemática, sin influencia, por ser tal, sobre nuestra conducta; que en el mejor caso el estudio de la naturaleza puede inspirarnos el amor a la verdad, pero que la inspiración para las emociones superiores, como por ejemplo la infinita bondad, puede dárnosla tan sólo la Religión.

No es difícil probar que semejante afirmación carece por completo de fundamento y es, por consiguiente, falsa. El amor a la verdad es ya por sí sólo la mitad -y la mejor mitad- de toda doctrina moral. Las personas religiosas inteligentes lo comprenden muy bien. Y por lo que a la aspiración hacia el bien se refiere, la verdad a que más arriba se ha hecho alusión, es decir, el reconocimiento de la ayuda mutua como rasgo fundamental en la existencia de todos los seres vivos, es ciertamente una verdad inspiradora que un día habrá de encontrar su expresión digna en la poesía de la naturaleza, porque añade a la concepción de ésta un nuevo rasgo humanitario, Goethe, con la penetración de su genio panteísta, comprendió de un golpe toda su importancia filosófica (1), al oir de labios de Eckermann una alusión a esta verdad.

A medida que adquirimos un conocimiento más exacto del hombre primitivo, se fortalece nuestro convencimiento de que en los animales con los cuales vivía en estrecha comunidad encontró el hombre las primeras lecciones de espíritu de sacrificio para la defensa de sus semejantes y el bien de su grupo, de infinita afección paternal y de reconocimiento de la utilidad de la vida en común. Los conceptos de virtud y vicio son concepciones zoológicas y no solamente humanas.

No cabe, por otra parte, poner en duda la influencia de las ideas e ideales sobre las concepciones morales ni tampoco la que éstas ejercen sobre la imagen intelectual de cada época. El desenvolvimiento de una sociedad dada puede tomar a veces una dirección completamente falsa bajo la influencia de circunstancias externas: sed de enriquecimiento, guerras, etc., o, al contrario, elevarse a una gran altura. Pero en ambos casos el nivel intelectual de la época, influye siempre hondamente sobre el carácter de las concepciones morales, tanto de la sociedad como de los individuos.

Fouillée ha dicho, con evidente exactitud, que las ideas son fuerzas. Son fuerzas morales cuando son justas y suficientemente amplias para expresar la verdadera vida de la naturaleza en todo su conjunto y no tan sólo en uno de sus aspectos. Por lo tanto, el primer paso para la elaboración de una moral que pueda tener sobre la sociedad una influencia duradera consiste en sentarla sobre verdades firmemente establecidas. En efecto, uno de los principales obstáculos para la elaboración de un sistema completo de Ética que corresponda a las exigencias contemporáneas reside en el hecho de que la Sociología se encuentra aún en su infancia. La Sociología ha reunido hasta ahora tan sólo los materiales necesarios para los estudios encaminados a determinar la dirección probable de la evolución subsiguiente de la humanidad. Pero en este campo tropieza constantemente con una serie de arraigados prejuicios.

Lo que en primer término se exige ahora de la Ética es que encuentre en el estudio filosófico de los materiales ya reunidos lo que hay de común entre dos series de sentimientos que existen en el hombre, facilitando así no una transacción o compromiso, sino una síntesis, una generalización. De estos sentimientos unos empujan al hombre a someter a los demás para satisfacer sus fines personales, mientras que otros lo empujan a unirse con los demás para alcanzar en conjunto ciertas finalidades. Los primeros corresponden a la necesidad fundamental de lucha que siente el hombre, mientras los segundos corresponden a una necesidad también fundamental: la de unión y compasión mutuas. Es natural que entre esos dos grupos de sentimientos se establezca un combate; por ello mismo es absolutamente indispensable encontrar, sea como fuere, la síntesis que los reúna. Esta necesidad es tanto más urgente cuanto que, careciendo el hombre contemporáneo de normas fijas para orientarse en ese conflicto, derrocha en empeños inútiles sus fuerzas de acción. No puede el hombre creer que la lucha cruenta por la posesión que tiene lugar entre hombres aislados y entre las naciones sea la razón última de la ciencia, ni puede creer tampoco que la solución del problema pueda conseguirse solamente predicando la fraternidad y la resignación, como lo ha hecho durante tantos siglos el cristianismo, sin jamás conseguir que reinara la fraternidad entre los pueblos y los individuos, ni siquiera la tolerancia mutua entre las varias doctrinas cristianas. Iguales razones inducen a la mayoría de la gente a no creer en el comunismo.

Nos encontramos, pues, con que la tarea principal de la Ética consiste ahora en ayudar al hombre a resolver esta contradicción fundamental. A este fin hemos de estudiar atentamente los medios de los cuales se ha servido el hombre en varias épocas para obtener el mayor bienestar general, del conjunto de los esfuerzos de los individuos aislados, sin paralizar por ello la energía individual. Hemos de estudiar asimismo, para llegar a esa síntesis necesaria, las tendencias que se manifiestan ahora en el mismo sentido, ya sea como tentativas todavía vacilantes o tan sólo como posibilidades ocultas en el fondo de la sociedad contemporánea. Y como quiera que ningún nuevo movimiento consigue abrirse camino si no logra despertar cierto entusiasmo, necesario para vencer las resistencias de la rutina, la tarea fundamental de la nueva Ética ha de consistir en inspirar al hombre ideales capaces de despertar en él la exaltación entusiasta y las fuerzas indispensables para realizar la unión entre la energía individual y el trabajo para el bien común.

La necesidad de tener un ideal real nos obliga a examinar ante todo el argumento fundamental que se opone a todos los sistemas de Ética no religiosa. Se afirma que todos ellos carecen de la autoridad necesaria y no pueden, por consiguiente, despertar el sentimiento del deber, de una obligación moral.

Cierto es que la Ética empírica nunca ha pretendido tener el carácter obligatorio propio de los diez mandamientos de Moisés. Al sentar como imperativo categórico de toda moral la regla: Obra de tal modo que puedas siempre querer que la máxima de tu acción sea una ley universal, pretendía probar Kant que esta regla, para ser reconocida como universalmente obligatoria, no requiere ninguna confirmación suprema. Esta regla -afirmaba Kant- constituye una forma necesaria del pensamiento, una categoría de nuestra razón y no tiene su origen en consideraciones utilitarias.

La critica contemporánea, empezando por Schopenhauer, ha mostrado, sin embargo, que Kant no estaba en lo cierto. No explicó Kant por qué el hombre se encontraba sometido a la ley de su imperativo y es curioso que de los argumentos del filósofo se desprenda que la única razón para el reconocimiento universal de su ley reside precisamente en la utilidad social de la misma. Y, sin embargo, las mejores páginas de Kant son aquellas en que demuestra cómo en ningún caso las consideraciones utilitarias han de considerarse como base de moral. En realidad Kant escribió un elogio sublime del sentido del deber, pero sin hallar para este sentido otra base que la consciencia íntima del hombre y el deseo vivo en éste de conservar la armonía entre sus concepciones intelectuales y su conducta (2).

La Ética empírica no pretende oponerse a los mandamientos religiosos con sus conceptos del deber como obligación. Hay que reconocer, por otra parte, que la moral empírica no está del todo desprovista de un cierto carácter de compulsión. La serie de sentimientos y hechos que desde Augusto Comte se llaman altruistas puede dividirse en dos clases. Hay hechos que son incondicionalmente necesarios para vivir en sociedad, que no cabe calificar de altruistas. Tienen carácter de reciprocidad y el interés propio juega en ellos un papel tan importante como en un acto de conservación. Pero al lado de los hechos mencionados hay otros que en absoluto carecen del carácter de reciprocidad. Quien los realiza da sus fuerzas, sus energías, su entusiasmo, sin esperar nada en cambio, ni remuneración o recompensa alguna; y aunque precisamente esos hechos son los factores primordiales de la perfección moral es imposible calificarlos de obligatorios. Es corriente, sin embargo, que los tratadistas confundan estos dos órdenes de hechos y en ellos reside la explicación de las numerosas contradicciones que aparecen en el tratamiento de los problemas éticos.

Pero, en realidad, no es difícil eliminar esa confusión. Ante todo no hay que confundir los problemas de la Ética con los del Derecho. La moral no resuelve el problema de saber si la legislación es necesaria o no. Su plano es superior. Son muchos, en efecto, los tratadistas que negando la necesidad de todo Derecho, apelaban directamente a la conciencia humana; en el primer período de la Reforma estos tratadistas ejercieron una influencia nada despreciable. En su esencia, la misión de la Ética no consiste en insistir sobre los defectos del hombre y en reprocharle sus pecados, sino en actuar en un sentido positivo, apelando a los mejores instintos humanos. Ha de determinar y explicar los principios fundamentales sin los cuales ni el hombre ni los animales podrían vivir en sociedad. Apela, al mísmo tiempo, a razones superiores: al amor, al valor, a la fraternidad, al respeto de sí mismo, a la vida de acuerdo con el ideal. Finalmente ha de indicar al hombre que si quiere vivir una vida en la cual todas sus fuerzas puedan ser íntegramente utilizadas, es necesario que renuncie de una vez a la idea de que es posible vivir sin tener en cuenta las necesidades y los deseos de los demás.

Tan sólo a condición de que exista una cierta armonía entre el individuo y el mundo circundante, es posible acercarse a semejante ideal de vida -dice la Ética-. Y en seguida añade: fijáos en la naturaleza; estudiad el pasado del género humano y veréis cómo ello es cierto. Por lo tanto cuando el hombre, por una razón cualquiera, vacila sobre lo que tiene que hacer en un caso dado, la Ética viene en su ayuda y le dice que tiene que hacer lo que en un caso análogo desearía que hicieran con él (3). Pero ni aun en este caso la Ética puede dictar al hombre una línea rigurosa de conducta y se ve obligada a considerar y pesar por su propia cuenta las varias alternativas que se le presentan. Es inútil, por ejemplo, aconsejar algo que signifique un riesgo a un hombre incapaz de soportar un fracaso; igualmente inútil es aconsejar a un joven lleno de energías la prudencia de un anciano: contestaría a este consejo con las palabras profundamente justas y bellas de Egmont al conde Olivier en el drama de Goethe. Y razón tendría para hacerlo. Como empujados por espíritus invisibles los caballos de fuego del tiempo corren veloces, arrastrando el carro ligero de nuestro destino; nosotros debemos tan sólo sostener las riendas valerosamente y cuidar de que el carro no se estrelle a derecha contra un peñasco o se derrumbe a izquierda en un precipicio. ¿Hacia dónde vamos? ¡Quién sabe! ¿Es que nos acordamos siquiera de dónde venimos? La flor ha de hacer necesariamente eclosión, aunque ello le cueste la vida, ha dicho Guyau en su obra La moral sin obligación ni sanción.

Y sin embargo no consiste la tarea fundamental de la Ética en repartir a cada cual los correspondientes consejos. Su finalidad es más bien la de dar un Ideal a los hombres en conjunto, que sirva a éstos instintivamente mejor que cualquier consejo, para guiarlos en la acción. Así como el ejercitamiento intelectual nos acostumbra a obtener casi inconscientemente toda una serie de conclusiones importantes, debe consistir así también la tarea de la Ética en crear en la sociedad una atmósfera tal en que se realicen casi impulsivamente, sin vacilaciones, todas aquellas acciones que conducen al bienestar de la comunidad y a la mayor felicidad posible de cada uno.

Tal es la última finalidad de la moral. Pero para alcanzarla es preciso emancipar nuestras doctrinas morales de sus contradicciones internas. Así, por ejemplo, la moral que predica el ejercicio del bien por misericordia y piedad lleva dentro de sí una mortal contradicción. Empieza afirmando el principio de justicia universal, es decir la igualdad o fraternidad absoluta, para declarar inmediatamente después que no vale la pena aspirar a esos ideales porque la igualdad es inasequible y la fraternidad, que constituye la base de todas las religiones, no debe ser concebida en sentido literal, sino tan sólo como una expresión poética de predicadores entusiastas. La desigualdad es una ley de la naturaleza -nos dicen los propagandistas religiosos, acordándose esta vez de la naturaleza y apoyándose en ella. A este respecto nos aconsejan que sigamos las lecciones de la naturaleza y no de la Religión que ha criticado a la naturaleza. Pero cuando la desigualdad en la vida de los hombres se hace demasiado ostensible y las riquezas producidas se reparten con tanta injusticia que la mayoría de las gentes se ven obligadas a vivir en la más negra miseria, entonces se proclama el deber sagrado de compartir con los pobres lo que se puede, sin necesidad de que por ello los privilegiados pierdan su posición de tales.

Una moral semejante puede mantenerse durante cierto tiempo -y aun durante mucho tiempo- a condición de estar sostenida por la Religión. Pero cuando el hombre empieza a examinar la Religión desde un punto de vista crítico y en vez de la obediencia y el temor ciegos busca convicciones confirmadas por la razón, esta contradicción interna no puede mantenerse largo tiempo. Hay que despedirse de ella cuanto antes. La contradicción interna es una sentencia de muerte para toda Ética, un gusano que roe la energía del hombre.

Todas las teorías morales modernas deben llenar una condición fundamental. Han de abstenerse de encadenar la actividad del individuo, aunque sea bajo el pretexto de alcanzar una finalidad tan elevada como el bien de la comunidad o de la especie. En su admirable estudio de los sistemas éticos ha dicho Wundt que desde el período enciclopedista hacia mediados del siglo XVIII casi todos los sistemas éticos toman un carácter individualista. Pero esta observación es justa tan sólo hasta cierto punto, puesto que los derechos del individuo eran afirmados con energía tan sólo en el terreno económico. Pero también en este campo la libertad individual tanto en la práctica como en la teoría, resultaba más bien una apariencia que una realidad. En los demás campos, político, intelectual, estético, puede decirse que, a medida que se hacía más vigorosa la afirmación del individualismo económico, crecía también la sumisión del indivuo a la organización militar del Estado y a su sistema de instrucción, al propio tiempo que se reforzaba la disciplina necesaria para el mantenimiento de las instituciones existentes. Aun la mayoría de los reformadores más avanzados de nuestros días en sus previsiones sobre la sociedad futura creen en una absorción, mayor todavía que la actual, del individuo por la sociedad.

Una tendencia semejante no podía dejar de provocar la consiguiente reacción. Godwin a príncipios del siglo XIX y Spencer en la segunda mitad del mismo dieron expresión a esta protesta y Nietzsche ha llegado a afirmar que más valía echar por la borda todas las teorías morales si éstas no pueden encontrar otra base que el sacrificio del individuo a los intereses de la Humanidad. Esta crítica de las ideas morales corrientes, es, tal vez, el rasgo más característico de nuestra época, sobre todo si se tiene en cuenta que su motivo principal más que en la aspiración estrictamente egoísta a la independencia económica (como era el caso en el siglo XVIlI de todos los defensores de los derechos del individuo, con excepción de Godwin) reside en un deseo apasionado de independencia individual para contribuir a formar una sociedad nueva y mejor, en la cual el bienestar de todos sería la base del completo desarrollo de la personalidad humana (4).

El escaso desarrollo del individuo y la carencia de fuerza creadora personal y de iniciativa constituyen, sin duda, uno de los principales defectos de nuestra época. El individualismo económico no ha cumplido sus promesas: no ha determinado el desenvolvimiento intenso de la personalidad. Como en la antigüedad, la creación de las formas sociales continúa manifestándose con extrema lentitud y la imitación sigue siendo el medio principal para la propagación de las innovaciones. Las naciones contemporáneas repiten la historia de las tribus bárbaras y de las ciudades medioevales, comunicándose unas a otras los movimientos políticos, sociales, religiosos y económicos y las constituciones. Naciones enteras se han apropiado durante los últimos tiempos, con una rapidez asombrosa, la civilización industrial y la organización militar de Europa. Y en estas mismas versiones de los viejos modelos puede apreciarse claramente hasta qué punto lo que llamamos civilización tiene un carácter superficial y está formado por simples procesos imitativos.

Es natural, por lo tanto, hacerse esta pregunta: ¿no contribuyen las doctrinas morales actuales a extender esa sumisión imitativa? ¿No han querido hacer del hombre el autómata intelectual de que nos habla Herbart, absorbido en la contemplación y temeroso, sobre todo, de las tempestades pasionales? ¿No habrá llegado ya el tiempo de defender los derechos del hombre vivo, lleno de energías, capaz de amar lo que vale la pena de ser amado y de odiar lo que merece odio, de un hombre dispuesto siempre a luchar por el ideal que exalta sus amores y justifica sus antipatías? Desde los filósofos de la Edad Antigua ha existido siempre la tendencia a pintar la virtud como una especie de sabiduría que exhorta al hombre más bien a cuidar la belleza de su alma que a luchar contra los males de su época. Más tarde se ha dado el nombre de virtud a la no resistencia al mal. Y durante muchos siglos la salvación personal, junto con la sumisión al destino y la indiferencia ante el mal, han constituído la esencia de la Ética cristiana. De ello surgían una serie de refinados argumentos en pro del individualismo virtuoso, y la glorificación de la indiferencia monástica ante el mal social. Afortunadamente se inicia ya la reacción contra una virtud tan egoísta y se plantea el problema de saber si la indiferencia ante el mal no es una criminal cobardía. ¿No tiene razón el Zend~Avesta al afirmar que la lucha activa contra Ariman, encarnación del mal, es la primera condición de la virtud? (5). El progreso moral es necesario pero sin el valor moral resulta imposible.

Tales son las exigencias que la moral ha de satisfacer. Todas ellas convergen en una sola idea fundamental. Es preciso elaborar una nueva doctrina moral, cuyos principios fundamentales sean bastante amplios para dar nueva vida a nuestra civilización, emancipada en sus aplicaciones prácticas tanto de las supervivencias del pensamiento trascendental y sobrenatural como de las concepciones estrechas del utilitarismo burgués.

Existen ya los elementos para una nueva concepción de la moral. La importancia de la sociabilidad y de la ayuda mutua en la evolución del mundo animal y en la historia del hombre puede, a mi juicio, ser aceptada como una verdad científica establecida y libre de hipótesis.

Podemos además admitir que, a medida que la ayuda mutua se convierte en una costumbre establecida en la sociedad humana y se ejerce por así decirlo instintivamente, su misma práctica conduce al desarrollo del sentido de la justicia, inevitablemente acompañado por el sentido de la igualdad. A medida que van desapareciendo las diferencias de clase, se abre camino la idea de que los derechos de un individuo determinado son tan inviolables como los de cualquier otro. En el proceso de transformación social esta idea cobrará cada vez un aspecto más amplio.

Ya en los comienzos de la vida social existió naturalmente, en cierta medida, la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y asimismo la encontramos entre los animales inferiores. Pero a medida que se arraigan las relaciones de igualdad y de justicia en las sociedades humanas va preparándose el terreno para el refinamiento de las mismas. Merced a ellas el hombre se acostumbra a descubrir el reflejo de su conducta en la sociedad entera, hasta tal punto que llega a abstenerse de molestar a los demás renunciando a la satisfacción de un apetito o de un deseo. Y hasta tal punto llega a identificar sus sentimientos con los de los demás que se halla dispuesto a sacrificar sus fuerzas para el bien de sus semejantes sin espera de recompensa. Sólo estos sentimientos y hábitos, calificados ordinariamente con los nombres poco exactos de altruismo y espíritu de sacrificio, son los que a mi juicio corresponden propiamente al dominio de la moral, aun cuando la mayoría de los escritores, bajo la denominación de altruismo, los agrupan junto al sentimiento de Justicia.

Ayuda mutua, Justicia, Moralidad: tales son las etapas subsiguientes que observamos al estudiar el mundo animal y el hombre. Constituyen una necesidad orgánica que lleva su justificación en sí misma y que vemos confirmada en todo el reino animal, empezando por sus capas inferiores en forma de colonias de organismos primitivos y elevándose hasta las sociedades humanas más adelantadas. Nos encontramos por lo tanto ante una ley universal de la evolución orgánica. Los sentimientos de Ayuda Mutua, de Justicia y de Moralidad están arraigados hondamente en el hombre, con toda la fuerza de los instintos. El primero de ellos -el instinto de la ayuda mutua- aparece como el más fuerte, mientras el último, desarrollado en último término, se caracteriza por su debilidad y su carácter menos universal.

Como la necesidad de alimentación, albergue y sueño, estos instintos son de conservación. Bajo la influencia que circunstancias determinadas pueden debilitarse y abundan los casos en que ese debilitamiento ha tenido lugar, ya sea en especies animales o en sociedades humanas. Pero las especies o sociedades en que este fenómeno se produce están condenadas a decaer y a fracasar en la lucha por la existencia. Si no se opera un retorno a las condiciones necesarias para su conservación y desarroIlo progresivos, es decir a la Ayuda Mutua, la Justicia y la Moralidad, el grupo afectado -pueblo o especie- muere poco a poco y desaparece. Cuando deja de cumplir la condición esencial para el desarroIlo progresivo queda condenado fatalmente a la decadencia y a la desaparición.

Tal es la base firme que nos da la ciencia para la elaboración de un nuevo sistema de Ética y para su justificación. En lugar de proclamar la bancarrota de la ciencia se nos presenta por lo tanto el problema de elaborar una Ética científica con los elementos que nos proporcionan las investigaciones contemporáneas sobre la teoría de la evolución.




Notas

(1) Véase Eckermann, Conversaciones con Goethe (en la Colección Universal, Calpe, Madrid) , Al contarle Eckermann que un pajarito, cuya madre había sido muerta por el propio Eckermann, después de caer del nido había sido recogido por una madre de otra especie. Goethe dijo emocionado: Eso es, sin duda, algo divino que me produce un asombro gozoso. Si este hecho de alimentar a un extraño fuese una ley general de la Naturaleza, quedarían descifrados muchos enigmas y podría decirse con razón que Dios cuida de los pajarillos abandonados. Los zoólogos de principios del síglo XIX, entre ellos el célebre naturalista Brehm, que estudiaban la vida de los animales en el continente americano, en partes todavía despobladas, confirmaron que el hecho contado por Eckermann es en extremo frecuente en el mundo animal.

(2) Posteriormente Kant fue todavía más allá. De su Religión dentro de los límites de la mera razón, editada en 1792, se desprende que, después de empezar oponiendo la Ética racionalista a las doctrinas anticristianas de la época, acabó reconociendo la inconcebibilidad de la capacidad moral, indicadora de su origen divino. (Obras de Kant. Edición Hartenstein, t. VI, págs. 143 -44).

(3) La Ética no le dirá: esto debes hacer, sino que investigará con él: qué quieres, tu propia y finalmente, y no tan sólo de buen o de mal humor. (Federico Paulsen, Sistema de Etica, 2 tomos, Stuttgart y Berlin, 1913, t. I. pág. 28).

(4) Wundt hace una observación curiosa: Si no nos engañamos -dice- se opera ahora en la opinión pública una revolución: al individualismo extremo de la época enciclopedista sucede un renacimiento del universalismo de los antiguos pensadores, completado por la noción de la libertad de la personalidad individual. Es éste un progreso que debemos al individualismo. (Ética, pág. 459 de la edición alemana).

(5) C. P. Thile, Historia de la Religión en la antigüedad. (Edición alemana, Gotha, 1903. T.II. pág. 163 y siguientes).


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