Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinPrólogo de N. LebedeffCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 1

Necesidad contemporánea de desarrollar los fundamentos de la moral (1)

Progresos de la ciencia y la filosofía en los últimos cien años. - Progreso de la técnica actual. - Posibilidad de elaborar una Ética sobre la base de las ciencias naturales. - Las modernas teorías morales. - Error fundamental de los actuales sistemas éticos. - Teoría de la lucha por la existencia; su interpretación errónea. - La ayuda mutua en la naturaleza. - La naturaleza no es amoral. - De la observación de la naturaleza el hombre recibe las primeras lecciones morales.

Ante los resultados obtenidos por la ciencia durante el siglo XIX y las promesas que estos resultados entrañan para el porvenir, es preciso reconocer que una nueva era se abre en la vida de la Humanidad, o que, por lo menos, ésta cuenta con todos los medios para inaugurarla.

En el curso de los últimos cien años surgieron, bajo los nombres de Antropología (estudio del hombre), Etnología prehistórica (estudio de las instituciones sociales primitivas) e Historia de las Religiones, nuevas ramas de la ciencia que transformaron, radicalmente, las concepciones sobre el desarrollo de la humanidad. Al mismo tiempo, los descubrimientos en el campo de la Física sobre la estructura de los cuerpos celestes y de la materia en general permitieron elaborar nuevas concepciones sobre la vida del Universo; las antiguas doctrinas sobre el origen de la vida; la posición del hombre en el mundo y la naturaleza de la razón, sufrieron cambios fundamentales gracias al rápido progreso de la Biología (estudio de la vida) y a la aparición de la teoría del desarrollo (evolución), así como al desenvolvimiento de la Psicología (estudio de la vida espiritual).

No basta decir que todas las ramas de la ciencia, con excepción, quizás, de la Astronomía, hicieron mayores progresos en el curso del siglo XIX que en el de los tres o cuatro siglos anteriores. Hay que retroceder más de dos mil años, hasta la época del florecimiento filosófico en la Grecia antigua, para encontrar un despertar semejante del espíritu humano. Pero ni siquiera esta comparación es exacta, ya que, entonces, el hombre no disponía de los actuales medios técnicos, y sólo con el desarrollo de la técnica puede librarse el hombre del trabajo que le esclaviza.

En la humanidad contemporánea se ha desarrollado, al mismo tiempo, un atrevido espíritu de descubrimiento, nacido de los recientes progresos de las ciencias. Los inventos, sucediéndose, rápidamente, uno tras otro, han aumentado hasta tal punto la capacidad productora del trabajo humano, que los pueblos cultos contemporáneos han podido alcanzar un nivel de bienestar general como ni siquiera pudo soñarse no sólo en la antigüedad o en la Edad Media, sino aun en la primera mitad del siglo XIX. Por primera vez se puede decir de la Humanidad que su capacidad para satisfacer todas las necesidades es superior a las necesidades mismas; que no es preciso ya someter al yugo de la miseria y de la humillación a clases enteras para dar el bienestar a algunos y facilitarles su desarrollo intelectual. El bienestar general, sin necesidad de obligar a los hombres a un trabajo opresor y nivelador, es, ahora posible. La Humanidad puede, finalmente, reconstruir toda su vida social sobre los principios de la justicia.

¿Tendrán los pueblos cultos contemporáneos la capacidad creadora y la suficiente audacia para utilizar las conquistas del espíritu humano en bien de la comunidad? Difícil es decirlo de antemano. En todo caso, es indudable que el florecimiento reciente de la ciencia ha creado ya la atmósfera intelectual necesaria para que surjan las fuerzas indispensables; disponemos ya de los conocimientos precisos para la realización de esta magna tarea.

Vuelta a la sana filosofía de la naturaleza, olvidada desde la Grecia antígua hasta que Bacón despertó el estudio científico de su prolongado letargo, la ciencia contemporánea ha sentado las bases de una filosofía del Universo libre de hipótesis sobrenaturales y de una mitología metafísica del pensamiento, filosofía que, por su grandeza, poesía y fuerza de inspiración, tiene, naturalmente, el poder de despertar a la vida nuevas energías. El hombre no tiene ya necesidad de revestir con ropajes de superstición sus ideales de belleza moral y su concepción de una sociedad basada sobre la justicia; no tiene que esperar la reconstrucción de la sociedad de la Suprema Sabiduría. Puede encontrar sus ideales en la naturaleza misma y en el estudio de ésta hallar las fuerzas necesarias.

Una de las primeras conquistas de la ciencia contemporánea ha consistido en probar la indestructibilidad de la energía, sean cualesquiera las transformaciones a que se la someta. Para los físicos y matemáticos esta idea fue una rica fuente de variadísimos descubrimientos. De ella están penetrados todos los estudios contemporáneos. Pero el valor filosófico de este descubrimiento tiene, también, gran importancia, puesto que acostumbra al hombre a concebir la vida del Universo como una cadena ininterrumpida e interminable de transformaciones de la energía. El movimiento mecánico puede transformarse en sonido, en calor, en luz, en electricidad y, al contrario cada una de esas manifestaciones de la energía, puede transformarse en las demás. Y en medio de todas estas transformaciones el nacimiento de nuestro planeta, el desarrollo continuo de su vida, su inevitable disgregación final, y su disolución en el gran Cosmos, no son más que fenómenos infinitamente pequeños; un momento fugaz en la vida de los mundos astrales.

Lo mismo ocurre en el estudio de la vida orgánica. Las investigaciones hechas en la vasta zona intermedia que separa el mundo inorgánico del mundo orgánico, donde los más sencillos procesos vitales en los hongos inferiores apenas si pueden distinguirse, y aun de modo incompleto, de los desplazamientos químicos de los átomos que se operan, constantemente, en los cuerpos complicados, quitaron a los fenómenos vitales su carácter místico y misterioso. Al mismo tiempo, nuestras concepciones sobre la vida se han ampliado hasta tal punto, que estamos, ahora, acostumbrados a considerar la acumulación de la materia en el Universo, como algo viviente y sujeto a los mismos ciclos de desenvolvimiento y disgregación a que están sujetos los seres vivos. Volviendo a las ideas que se abrieron camino en la antigua Grecia, la ciencia moderna ha seguido, paso a paso, el maravilloso desarrollo de estos seres, desde sus formas más sencillas que apenas merecen el nombre de organismo, hasta la infinita variedad de especies que pueblan, ahora, nuestro planeta y son su mayor belleza. Finalmente, la Biología, después de habernos acostumbrado a la idea de que todo ser vivo es, en gran medida, producto del medio en que vive, descifró uno de los más grandes enigmas de la naturaleza, explicando las adaptaciones que podemos observar a cada paso.

Aun en la más enigmática de las manifestaciones vitales, en el terreno del sentimiento y del pensamiento, donde la razón humana ha de buscar los procesos que le sirven para aprehender las impresiones externas, aun en este campo, el más obscuro de todos, ha podido ya el hombre comenzar a descifrar el mecanismo del pensamiento siguiendo los métodos de investigación adoptados por la fisiología.

Por último, en el vasto campo de las instituciones humanas, costumbres y leyes, supersticiones, creencias e ideales, la Historia, el Derecho y la Economía Política, estudiadas desde un punto de vista antropológico, han proyectado una luz tal, que bien puede decirse que la aspiración a la felicidad del mayor número ha dejado de ser un sueño utópico. Su realización es posible y está, por lo tanto, demostrado que la felicidad de un pueblo o de una clase cualquiera, no puede basarse, ni siquiera provisionalmente, en la opresión de las demás clases, naciones o razas.

La ciencia contemporánea ha conseguido, de este modo, un doble objeto. Por una parte ha dado al hombre una preciosa lección de modestia, enseñándole que es tan sólo una partícula infinitamente pequeña del universo. Con ello, lo ha sacado de su estrecho y egoísta aislamiento. Disipó su ilusión de creerse centro del universo y objeto de la preocupación especial del Creador. Le enseñó que, sin el gran Todo, nuestro Yo no es nada y que para determinar el yo un cierto es imprescindible. Y al propio tiempo, la ciencia ha mostrado cuán grande es la fuerza de la Humanidad en su evolución progresiva, cuando sabe aprovechar la infinita energía de la naturaleza.

De este modo, la ciencia y la filosofía nos han dado la fuerza material y la libertad mental necesarias para despertar a la vida a los hombres capaces de hacer avanzar la Humanidad por el camino del progreso común. Existe, sin embargo, una rama de la ciencia que ha quedado más atrasada que las demás. Es la Ética, la ciencia de los principios fundamentales de la moral. No existe, todavía, una doctrina que se encuentre al nivel de la ciencia contemporánea y que aprovechando sus conquistas para asentar las bases de la moral sobre un vasto fundamento filosófico, pueda dar a los pueblos cultos la fuerza capaz de inspirarles en la gran reconstrucción del porvenir. Por todas partes se nota la necesidad de esta doctrina. La Humanidad demanda, imperiosamente, una nueva ciencia realista de la moral, libre de todo dogmatismo religioso, de las supersticiones y de la mitología metafísica, libre como lo está ya la filosofía naturalista contemporánea, e inspirada, al mismo tiempo, por los sentimientos elevados y las luminosas esperanzas que nos da la ciencia actual sobre el hombre y su historia.

No cabe duda de que tal ciencia es posible. Si el estudio de la naturaleza nos ha dado las bases de una filosofía que abarca la vida de todo el universo, la evolución de los seres vivos en la tierra, las leyes de la vida psicológica y del desarrollo de las sociedades, ese estudio de la naturaleza debe darnos, también, la explicación natural del origen del sentido moral. Tiene que enseñarnos dónde residen las fuerzas capaces de exaltar este sentido moral hasta las cumbres más puras y elevadas. Si la contemplación del Universo y el conocimiento íntimo de la naturaleza fueron capaces de inspirar a los grandes naturalistas y poetas del siglo XIX; si el deseo de penetrar en ella hasta lo más profundo fue capaz de acelerar el ritmo de la vida en Goethe, Byron, Shelley, Lermontov, conmovidos por el espectáculo de la tempestad desencadenada de las montañas majestuosas, o de la selva obscura y de sus habitantes, ¿por qué no habrá de encontrar el poeta motivo de inspiración en la comprensión más profunda del hombre y su destino? Cuando el poeta encuentra la expresión justa de su sentimiento de comunidad con el Cosmos y con la Humanidad entera, posee, por ello mismo, la fuerza de contagiar su inspiración a millones de hombres, despertando en ellos sus fuerzas mejores y el deseo de perfección. Los hace arder, así, de éxtasis, que era considerado, hasta ahora, como el bien supremo de la Religión. Pues, ¿qué son, en realidad, los Salmos -en los cuales muchos ven la expresión suprema del sentido religioso- y las partes poéticas de los Libros Sagrados del Oriente, sino tentativas para expresar el éxtasis del hombre ante el Universo, manifestaciones del despertar del sentido de la poesía de la naturaleza?

La necesidad de una Ética realista se hizo sentir desde los primeros años del Renacimiento científico, y ya Bacón, al formular las bases del resurgimiento de las ciencias, trazó, también, empíricamente, las líneas fundamentales de la Ética científica, sin ahondar tanto, como lo han hecho sus sucesores, pero con una fuerza de generalización que pocos han alcanzado después y que apenas hemos conseguido traspasar en nuestros días.

Los mejores pensadores del siglo XVII siguieron, también, el mismo camino, tratando, asimismo, de elaborar los sistemas éticos independientemente de los preceptos religiosos. En Inglaterra, Hobbes, Cudworth, Locke, Shaftesbury, Paley, Hutcheson, Hume y Adam Smith, prosiguieron, audaz y esforzadamente, el estudio de este problema, procurando iluminarlo en todos sus aspectos. Atribuyeron gran importancia a las fuentes naturales del sentido moral, y en sus definiciones de los problemas de la moralidad se colocaron todos (a excepción de Paley) en un punto de vista científico. Trataron de coordinar por varios caminos el intelectualismo y el utilitarismo de Locke con el sentido moral y el sentido de la belleza de Hutcheson; la teoría de la asociación de Hartley y la Ética del sentimiento de Shaftesbury. Al tratar de los fines de la Ética, algunos de ellos aludían ya a la armonía entre el egoísmo y el sentimiento altruista que tanta importancia adquirió en las teorías morales del siglo XIX. Esta armonía la veían en el lazo íntimo que existe entre el deseo de elogio; de Hutcheson, y la simpatía; de Hume y de Adam Smith. Y cuando, por fin, tropezaron con dificultades para encontrar una explicación racional del sentimiento del deber, la buscaron en la influencia que la religión ejerció en las épocas primitivas, en el sentimiento innato o en la teoría, más o menos transformada, de Hobbes, según la cual, las leyes eran la causa principal de la formación de la sociedad y el salvaje primitivo un ser rebelde a la vida en comunidad.

Los materialistas y enciclopedistas franceses enfocaron el problema desde el mismo punto de vista, insistiendo con más fuerza sobre el egoísmo y tratando de coordinar las dos tendencias opuestas de la naturaleza humana: la individual y la social. Sostenían que la vida social contribuye, necesariamente, al desenvolvimiento de los mejores aspectos de la naturaleza humana. Rousseau, con su religión racionalista, constituyó el vínculo entre los materialistas y los creyentes, y por su audacia al afrontar los problemas de su tiempo, ejerció una influencia muy superior a los demás. Por otra parte, ni los más extremos idealistas, como Descartes, el panteista Spinoza y, durante cierto tiempo, el propio filósofo del idealismo trascendental Kant, aceptaban en absoluto la revelación como origen de los principios morales. Por esta razón trataron de dar a la Ética una base más amplia, no renunciando, sin embargo, a dar en parte una explicación sobrehumana de la ley moral.

La misma aspiración a encontrar una base realista de la moralidad se hace notar, con mayor fuerza aún, en el siglo XIX. Sobre la base del egoísmo, del amor a la Humanidad (Augusto Comte, Littré y otros discípulos de menor importancia) , de la simpatía y de la identificación intelectual de la propia personalidad con la Humanidad (Schopenhauer) , del utilitarismo (Bentham y Mill) y, por fin, de la teoría de la evolución (Darwin, Spencer, Guyau) -sin hablar de los sistemas que niegan la moral, concebidos por La Rochefoucauld y Mandeville, y desarrollados en el siglo XIX por Nietzsche y algunos otros-, fueron elaborados una serie de sistemas éticos que, afirmando los derechos superiores del individuo, tendían, sin embargo, con sus ataques violentos, a las concepciones éticas de nuestro tiempo a elevar el nivel de la moral.

Dos teorías de la moral, el positivismo de Comte y el utilitarismo de Bentham, han ejercido, como se sabe, una influencia profunda sobre el pensamiento de nuestro siglo. La doctrina de Comte ha puesto su sello sobre todas las investigaciones científicas que constituyen el orgullo de la ciencia contemporánea. De ambas teorías, la de Comte y la de Bentham, han arrancado una serie de sistemas secundarios, y casi todos los hombres eminentes que han trabajado en el terreno de la Psicología; la teoría de la evolución y la Antropología, han enriquecido la literatura de la Ética con estudios más o menos originales de gran valor. Baste nombrar, entre ellos, a Feuerbach, Bain, Leslie Stephen, Proudhon, Wundt, Sidgerick, Guyau, Jodl, aparte de otros muchos menos conocidos. Hay que mencionar, también, por último, la fundación de un gran número de sociedades éticas para la difusión de las doctrinas morales sin fundamento religioso. En la primera mitad del siglo XIX se inició, asimismo, bajo los nombres de fourierismo, owenismo, saint-simonismo y más tarde socialismo y anarquismo internacional, un vasto movimiento que aun estando dirigido, más que todo, por motivos económicos, ha sido, también, en su sentido más profundo, una dirección ética. Este movimiento, cuya importancia es cada dia mayor, tiende, con la ayuda de los trabajadores de todos los países, no solamente a revisar las bases en que se fundan todas las concepciones morales, sino, también, a reconstruir la vida de tal modo, que se abran, para la Humanidad, los caminos de una nueva moral.

Diríase que después de tantos sistemas de Ética racionalista, elaborados durante los últimos dos siglos, toda aportación nueva habría de resultar imposible. Pero, en realidad, cada uno de los principales sistemas del siglo XIX -el positivismo de Comte, el utilitarismo de Bentham y MiIl, y el evolucionismo altruista, o sea la teoría del desarroIlo social de la moral de Darwin, Spencer y Guyau- vino a añadir algo esencial a las teorías de sus predecesores, y eIlo prueba que el problema de la Ética no está todavía agotado.

Fijándonos tan sólo en las concepciones de Darwin, Spencer y Guyau, vemos que el segundo no Ilegó, desgraciadamente, a utilizar, siquiera, todos los datos aportados por el admirable ensayo sobre Ética que contiene El Origen del Hombre; de Darwin, entretanto que Guyau introdujo en el estudio de los motivos morales un elemento tan importante, como el exceso de energía en el sentimiento, el pensamiento y la voluntad, que había pasado, hasta entonces, desapercibido a los investigadores anteriores. El hecho de que cada sistema consiguiera introducir un nuevo elemento de importancia, constituye ya una prueba de que la ciencia de los motivos morales está, todavía, lejos de haber encontrado su forma definitiva. Puede Ilegar a decirse que esta forma definitiva no Ilegará, nunca, a alcanzarla, ya que el continuo desarroIlo de la Humanidad exigirá que sean tenidas en cuenta las nuevas fuerzas y aspiraciones que las nuevas condiciones de vida vayan creando.

Es indiscutible, por lo tanto, que ninguno de los sístemas éticos del siglo XIX ha conseguido satisfacer a las clases intelectuales de los pueblos civilizados. Sin hablar ya de los numerosos trabajos filosóficos en los cuales queda claramente puesta de manifiesto la insuficiencia de la Ética contemporánea (2), la mejor prueba de ello la encontramos en el sensible retorno al idealismo que hacia fines del siglo XIX se hizo observar. La ausencia de inspiración poética en el positivismo de Littré y Spencer, y su incapacidad para dar una respuesta satisfactoria a los grandes problemas de la vida contemporánea; el carácter estrecho de algunas de las concepciones del propio Spencer, el más importante de los filósofos de la teoría de la evolución; por fin, el hecho de que los positivistas posteriores hayan llegado a negar las teorías humanitarias de los enciclopedistas franceses del siglo XVIII, son todos factores que han contribuído a la gran reacción en provecho de un nuevo idealismo místico-religioso. Según dice, muy justamente, Fouillée, la interpretación unilateral del darwinismo, dada por los principales representantes del evolucionismo (contra la cual no protestó el propio Darwin durante los primeros doce años que siguieron a la publicación de El Origen de las Especies), fortaleció, esencialmente, la posición de los adversarios de la teoría naturalista de la Etica.

Después de haber empezado señalando ciertos errores en la filosofía científica naturalista, la crítica no tardó en dirigirse contra la ciencia en general. Solemnemente se proclamó la bancarrota de la ciencia.

Los hombres de estudio saben, sin embargo, que todas las ciencias van de una aproximación a otra, es decir de la primera explicación aproximada de una serie de fenómenos a la siguiente, más exacta. Pero esta verdad sencilla no quieren saberla los creyentes, ni cuantos se sienten atraídos por el misticismo. Al descubrir inexactitudes en la primera aproximación, se apresuran a proclamar la bancarrota de la ciencia en general. Pero aun las ciencias susceptibles de alcanzar una mayor exactitud, como la Astronomía, van por un camino de continuas aproximaciones sucesivas. La constatación de que los planetas giraban alrededor del Sol, constituyó un gran descubrimiento y la primera aproximación consistió en suponer que, al girar, describían círculos perfectos. Luego se averiguó que los círculos que describían eran elípticos y ésta fue la segunda aproximación. La tercera aproximación consistió en descubrir que la órbita de los planetas es ondulante y que éstos, apartándose ora a un lado ora a otro de la elipsis, no pasan, nunca, por el mismo camino. Por fin, ahora que sabemos que el Sol no está fijo, los astrónomos tratan de determinar el carácter y curso de las órbitas que siguen los planetas en su camino ondulado alrededor del Sol.

Las mismas transiciones de una solución aproximada a otra más exacta se notan en todas las ciencias. Así, por ejemplo, las ciencias naturales están revisando, ahora, las primeras aproximaciones referentes a la vida, a la actividad psíquica, al desarrollo de las formas vegetales y animales, etc., a las cuales se llegó durante la época de los grandes descubrimientos (1856-62). Es preciso revisar estas aproximaciones, para poder llegar a las siguientes más profundas, y esta revisión la aprovechan algunos ignorantes para asegurar a otros, más ignorantes todavía que ellos, que la ciencia es impotente para explicar los grandes problemas de la creación.

En la actualidad, muchos tienden a sustituir la ciencia por la intuición, es decir, por la adivinación y la fe ciega. Después de volver primero a Kant, luego a Schelling y aun a Lotze, muchos escritores propagan, ahora, el indeterminismo, el espiritualismo, el apriorismo, el idealismo individual, la intuición, etc., empeñándose en probar que en la fe y no en la ciencia reside la fuente de la verdadera sabiduría. Pero ni esto bastaba. Se ha puesto, ahora, de moda el misticismo de San Bernardo y de los neo-platónicos. El simbolismo, lo inaprehensible, lo inconcebible, gozan de gran predicamento. Ha llegado a resucitar la fe en el Satanás de la Edad Media (3).

Verdad es que ninguna de estas nuevas corrientes ha conseguido adquirir una influencia amplia y profunda, pero es preciso, de todos modos, reconocer que la opinión pública vacila entre dos extremos: entre la aspiración obstinada de volver a las obscuras creencias de la Edad Media -con su cortejo de supersticiones, idolatría y aun con la creencia en las artes de embrujamiento- y de exaltar, una vez más, el amoralismo y el culto de los espíritus superiores, llamados, hoy, superhombres, que Europa conoció ya en los tiempos del byronismo y del romanticismo.

Es, por lo tanto, necesario aclarar si las dudas en la autoridad de la ciencia, sobre los problemas morales, están fundamentadas y si la ciencia puede darnos las bases éticas que, sentadas con precisión, permitan contestar a los interrogantes del presente.

El escaso éxito de los sistemas éticos, elaborados durante los últimos cien años, constituye un indicio de que el hombre no se da por satisfecho con la sola explicación científico-natural del origen del sentimiento moral. Reclama, también, la justificación de este sentimiento. En lo que a los problemas morales se refiere, no se conforma con el descubrimiento de las fuentes del sentido moral y de las causas determinantes que influyen sobre su desarrollo y refinamiento. Este método basta para el estudio del desarrollo de una flor, pero es insuficiente en el terreno que nos ocupa. Las gentes quieren encontrar una base que les permita comprender la esencia del sentido moral. ¿Hacia dónde nos conduce ese sentimiento? ¿A la meta deseada, o, como algunos pretenden, a debilitar la fuerza y el espíritu creador del género humano y, en último término, a la degeneración?

Si la lucha por la existencia y el exterminio de los físicamente débiles es una ley de la naturaleza, sin la cual el progreso resulta imposible, ¿el estado industrial pacífico, prometido por Comte y Spencer, no será, más bien, el principio de la degeneración del género humano, como con tanta energía afirma Nietzche? Y si queremos evitar este desenlace, ¿no es fuerza de que nos ocupemos de la revisión de los valores morales que tienden a hacer la lucha menos cruenta?

El principal problema de la Ética realista contemporánea consiste, por lo tanto, como afirma Wundt en su Ética, en definir, ante todo, la finalidad moral a que aspiramos. Esa finalidad o finalidades, aun las más ideales y lejanas en su realización, deben, en todo caso, pertenecer al mundo real.

La finalidad de la moral no puede ser trascendente, es decir sobrenatural, como quieren algunos idealistas: debe ser real. La satisfacción moral tenemos que encontrarla en la vida y no fuera de ella.

Al lanzar Darwin su teoría de la lucha por la existencia y presentarla como el motor principal del desarrollo progresivo, resucitó, de inmediato, la vieja cuestión de saber si la naturaleza tiene un carácter moral o inmoral. El origen de la concepción del bien y del mal que preocupó a los espiritus desde la época del Zend~Avesta, se convirtió, de nuevo, en objeto de discusión, con mayor viveza y profundidad que nunca. Los darwinistas imaginaban la naturaleza como un enorme campo de batalla, en el cual no se veía más que la exterminación de los más débiles por los más fuertes, más hábiles y más astutos. De ello resultaba que, en la naturaleza, el hombre no puede aprender más que el mal.

Como es sabido, estas concepciones alcanzaron una gran difusión. De haber sido justas, los filósofos evolucionistas hubieran tenido que resolver una honda contradicción planteada por ellos mismos. No podían negar, en efecto, que el hombre tiene un concepto elevado del bien y que la fe en el triunfo gradual del bien sobre el mal está profundamente arraigada en la naturaleza humana. Y siendo así, se veían obligados a explicar de dónde procede este concepto del bien: de dónde esa fe en el progreso. No podían contentarse con la concepción epicúrea, que el poeta Tennyson expresó con las palabras: Sea como fuere, el bien acabará saliendo del mal. No podían representarse la naturaleza empapada en sangre -red in tooth and claw, como han escrito el mismo Tennyson y el darwinista Huxley-, luchando en todas partes contra el bien, representando la negación del bien en cada ser vivo y, a pesar de todo ello, seguir afirmando que, al fin y al cabo, el bien acabará por triunfar. Tenían, por lo menos, el deber de decirnos cómo explican esta contradicción.

Si un hombre de ciencia afirma que la única lección que el hombre puede sacar de la naturaleza es la del mal; estará obligado a reconocer la existencia de otras influencias, superiores a la naturaleza, que inspiran al hombre la idea del bien supremo y conducen a la Humanidad hacia el ideal. Y de este modo reducirá a la nada su tentativa de explicar el desarrollo de la Humanidad por la única acción de las fuerzas naturales (4).

En realidad, la posición de la teoría evolucionista no es tan precaria, ni conduce a las contradicciones en que incurrió Huxley, puesto que el estudio de la naturaleza no confirma, ni de lejos, la concepción pesimista de la vida más arriba expuesta, y así lo reconoció el propio Darwin en su segunda obra El Origen del Hombre. La concepción de Tennyson y Huxley no es completa: es unilateral y, por consiguiente, falsa y tan poco científica, que aun el mismo Darwin, en un capítulo especial de su obra citada, ha creído deber completarla.

En la propia naturaleza -ha dicho Darwin- podemos observar, al lado de la lucha mutua, una serie de otros hechos, cuyo sentido es completamente distinto, como el de ayuda mutua dentro de una misma especie; estos hechos tienen aún más importancia que los primeros para la conservación de la especie y su desenvolvimiento. Esta idea extremadamente importante, sobre la cual la mayoría de los darwinistas se niegan a fijar su atención. y que Alfred Russell Wallace llegó a repudiar por completo, quise yo, por mi parte, desenvolverla y confirmarla con multitud de hechos en una serie de artículos dedicados a poner de relieve el valor enorme de la ayuda mutua para la conservación de las especies animales y de la Humanidad y, sobre todo, para su desarrollo progresivo y perfeccionamiento (5).

Sin pretender quitar importancia al hecho de que la enorme mayoría de los animales vive devorando otras especies del mundo animal, o géneros inferiores de la misma especie, afirmaba yo que la lucha en la naturaleza está limitada a la lucha entre varias especies, pero que dentro de cada una de ellas, y a veces dentro de grupos compuestos de varias especies de animales que viven en común, la ayuda mutua es una regla general. Por esta razón, la convivencia entre los animales está más extendida y representa un papel más importante en la vida de la naturaleza que el exterminio mutuo. En efecto, son muchos los rumiantes, los roedores y los pájaros que, así como las abejas y las hormigas, no viven de la caza de las demás especies.

Además, casi todas las fieras y aves de rapiña, sobre todo aquellas que no están en curso de desaparecer, exterminadas por el hombre o por otras causas, practican, también, en cierta medida, la ayuda mutua. Esta ayuda mutua, es, en la naturaleza, un hecho predominante.

Si la ayuda mutua está tan extendida, hay que atribuirlo a las ventajas que ella ofrece a las especies animales que la practican, ventajas superiores a las que la rapacidad procura. Es la mejor arma en la gran lucha por la existencia que continuamente tienen que sostener los animales contra el clima, las inundaciones, tormentas, huracanes, frío, etc., y que exige de los animales una adaptación constante a las condiciones, siempre cambiantes, del ambiente. En conjunto, la naturaleza no confirma, de ningún modo, el triunfo de la fuerza física, de la celeridad, de la astucia y de las demás características útiles para la lucha. Al contrario, encontramos en la naturaleza numerosas especies débiles, sin caparazón, pico resistente, ni hocico que les sirva para la defensa contra sus enemigos y, en general, desprovistas de instintos bélicos y que, sin embargo, consiguen más que otras en la lucha por la existencia, merced a su comunicatividad y a la ayuda mutua, llegar a triunfar sobre rivales y enemigos mucho mejor armados. Este es el caso de las hormigas, abejas, palomos, patos, ratas de campo y otros roedores, cabras, ciervos, etc. Por fin, puede considerarse como cosa probada que mientras la lucha por la existencia puede ser causa, tanto de progreso como de regresión, es decir que a veces conduce a la mejora de la especie y otras a su empeoramiento, la práctica de la ayuda mutua es, siempre, un factor de desarrollo progresivo. En la evolución progresiva del mundo animal -desarrollo de la longevidad, del espíritu y de cualidades que calificamos de superiores-, la ayuda mutua constituye el factor principal. Ningún biólogo ha negado, hasta ahora, esta afirmación mía (6).

Siendo la ayuda mutua un factor necesario para la conservación, el florecimiento y el desarrollo progresivo de cada especie, se ha convertido en lo que Darwin calificó de instinto permanente (a permanent instint), propio de todos los animales comunicativos, entre los cuales hay que contar, naturalmente, al hombre. Revelándose desde el comienzo mismo del desarrollo de la vida animal, no cabe duda que este instinto, como el maternal, está hondamente arraigado en todos los animales inferiores y superiores, y aun más, pues se le encuentra hasta en aquellas especies cuyo instinto maternal cabe poner en duda, como los gusanos, ciertos insectos y la mayoría de los peces. Por esto tuvo Darwin perfecta razón, al afirmar que el instinto de la simpatía mutua se manifiesta en los animales comunicativos de una manera más continua que el instinto puramente egoísta de la propia conservación. En ese instinto veía Darwin, como es sabido, el rudimento de la consciencia moral, cosa que, desgraciadamente, olvidan, con frecuencia, los darwinistas.

Pero esto no es todo. En ese instinto reside el comienzo de los sentimientos que empujan a los animales a la ayuda mutua y que son el punto de partida de todos los sentimientos éticos más elevados. Sobre esta base se desarrolló el sentimiento, ya más elevado, de la justicia y de la igualdad y más tarde lo que conocemos con el nombre de espíritu de sacrificio.

Al ver cómo decenas de millares de aves marinas llegan en grandes bandadas, desde el Sur lejano, para construir sus nidos en los peñascos de las costas del océano glacial y se instalan allí sin querellarse por los mejores sitios; cómo bandadas de pelícanos viven en la costa y saben repartirse, entre sí, las zonas para la pesca; cómo millares de especies de pájaros y mamíferos saben ponerse de acuerdo para repartirse las zonas de caza o alimentación; el emplazamiento para los nidos y el albergue para la noche; al ver, por fin, cómo un pájaro joven, al llevarse algunas pajas de un nido ajeno es castigado, por ello, por otros pájaros de su propia especie, podemos constatar, en la vida de los animales sociales, los comienzos y aun un cierto desarrollo del sentimiento de la igualdad de derechos y de la justicia.

Y al acercarnos, por fin, dentro de cada especie, a los representantes superiores de la misma (hormigas, abejas y avispas, entre los insectos; grullas y loros entre los pájaros; rumiantes superiores, monos y, finalmente, entre los mamíferos, el hombre), encontramos que la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo y aun, a veces, el espíritu de sacrificio del individuo por su grupo va en aumento, según se pasa de los representantes inferiores a los superiores de cada especie, hecho que denota que en la naturaleza reside el origen no sólo de los rudimentos de la ética, sino de sus expresiones superiores.

Así, pues, la naturaleza, lejos de darnos una lección de amoralismo, es decir, de indiferensia hacia la moral, contra la cual un principio ajeno a la naturaleza ha de luchar para poder vencerla, nos obliga a reconocer que de ella dimanan las concepciones del bien y del mal, y nuestras ideas del bien supremo. No son estas concepciones otra cosa que el reflejo en el espíritu del hombre de lo que él ha podido observar en la vida de los animales. Subsiguientemente, con el desarrollo de la vida en común, dichas observaciones se convirtieron en la concepción general del Bien y del Mal. Téngase en cuenta, a este respecto, que no pretendemos referirnos a los juicios personales de la gente excepcional, sino al juicio de la mayoría, en el cual encontramos ya los elementos fundamentales de la justicia y de la compasión mutua. De igual modo las concepciones de la mecánica, fundadas en observaciones hechas sobre la superficie de la tierra, se adaptan, también, en esencia, a los espacios interplanetarios.

Idéntica constatación se impone en lo que afecta al desenvolvimiento del carácter humano y de las instituciones humanas. La evolución del hombre ha tenido lugar dentro de la naturaleza y en el mismo sentido que la de ésta. Las mismas instituciones de apoyo y de ayuda mutuos, surgidas y desarrolladas en las sociedades humanas, ponían de relieve, ante el hombre, los provechos y ventajas que de ellas recibía. En el medio social iba desenvolviéndose la imagen moral del hombre. Basándonos en los últimos estudios históricos, podemos, ahora, representarnos la historia de la humanidad desde el punto de vista del desarrollo del elemento ético, es decir, como la evolución de la necesidad sentida por el hombre de organizar su vida sobre la base de la ayuda mutua, primero en el clan, luego en la comunidad rural y, finalmente, en las Repúblicas de las ciudades libres. A pesar de los interregnos de regresión, estas formas del régimen social se han convertido, siempre, en las fuentes del progreso.

Hemos de renunciar, naturalmente, a la idea de exponer la historia de la humanidad como una cadena ininterrumpida de la evolución, desde la edad de piedra hasta nuestros días. El desarrollo de las sociedades no ha sido continuo. Algunas veces ha tenido que empezar de nuevo, como en la India, en Egipto, en Mesopotamia, Grecia, Roma, Escandinavia y Europa occidental, y siempre partiendo del clan primitivo y, después, de la comunidad rural. Pero, al observar estos casos separadamente, constatamos, en cada uno -sobre todo en la evolución de la Europa occidental desde la caída del Imperio romano-, una extensión continua de las concepciones de ayuda y defensa mutuas, desde el clan a la tribu, a la nación y, finalmente, a la unión internacional de las naciones. Por otra parte, a pesar de los períodos de regresión, manifestados aun entre las naciones más cultas, aparece, siempre -por lo menos entre los representantes del pensamiento avanzado en los pueblos cultos y en los movimientos populares progresivos-, el deseo de extender las concepciones corrientes de la solidaridad humana y de la justicia. y la tendencia a mejorar el carácter de las relaciones mutuas. Al propio tiempo vemos surgir el ideal, es decir, la idea de lo que es deseable para el porvenir.

El hecho de que la parte culta de la humanidad considere los períodos de regresión como manifestaciones transitorias y enfermizas, cuya repetición es preciso impedir, constituye una prueba del progreso del criterio ético. Y a medida que en las sociedades civilizadas crecen los medios para satisfacer las necesidades de todos los habitantes, abriendo, así, el camino para una concepción universal de la justicia, aumenta la importancia de los postulados éticos.

Desde el punto de vista de la Ética realista, el hombre puede, por lo tanto, no tan sólo creer en el progreso moral, sino fundamentar esta creencia científicamente, a pesar de todas las lecciones pesimistas de la Historia. Aunque en sus principios la fe en el progreso no haya pasado de ser una simple hipótesis (en toda ciencia ta hipótesis precede al descubrimiento), esta hipótesis ha resultado, después, científicamente comprobada.




Notas

(1) Este capítulo fue publicado por primera vez, en inglés en la revista Nineteenth Century (Agosto de 1904).

(2) Bastará mencionar aquí los trabajos críticos e históricos de Paulsen, Wundt, Leslie Stephen, Lichtenberger, Fouillée, de Roberty y tantos otros.

(3) Véase: Fouíllée, Le mouvement idéaliste et la réaction contre la Science (2a edición). Paul Desjardins, Le devoir présent (del cual se han hecho en poco tiempo cinco ediciones), y otros muchos.

(4) Eso le ocurrió, precisamente, a Huxley, el cual en su conferencia sobre La Evolución y la Ética; empezó por repudiar todo factor moral en la vida de la naturaleza, viéndose, así, obligado a reconocer la existencia del principio ético fuera de ella; pero luego renunció a este punto de vista y reconoció la presencia de un principio ético en la vida social de los animales.

(5) En la revista Nineteenth Century (años 1890, 1891, 1892, 1894, 1896) y luego en el libro Mutual Aid, a factor of Evolution (Londres, Heinemann).

(6) Véanse, a este respecto, las observaciones de Lloyd Morgan y mi respuesta a las mismas.


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