Índice de Orígen y evolución de la moral de Pedro KropotkinCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 14

Teorías morales de Spencer

Problemas de la Etica evolucionista. - Evolución de los conceptos morales del hombre desde el punto de vista sociológico. - Egoísmo y Altruismo. - Justicia y beneficencía. - El Estado y su papel en la vida social.

En el siglo XIX se planteó el problema moral desde un nuevo punto de vista: el de la evolución de la Ética en la Humanidad desde los tiempos primitivos. Considerando la naturaleza como un resultado de la acción de diversas fuerzas físicas, la nueva Filosofía tuvo que explicar la moral colocándose en el mismo terreno.

Este concepto de la moral se preparó ya a fines del siglo XVIII. El estudio de la vida de los salvajes primitivos, la hipótesis de Laplace sobre el origen de nuestro sistema solar y más aun la teoría de la evolución, del mundo vegetal y animal trazada ya por Buffon y Lamarck y defendida a principios del siglo XIX por Geoffroy Saint-Hilaire, los trabajos históricos de los saintsimonianos y sobre todo los de Agustín Thierry y por fin la Filosofía positivista de Augusto Comte: todo ello preparó los espíritus para la doctrina evolucionista. En 1859 apareció la célebre obra de Carlos Darwin que contenía la exposición completa y sistemática de esta doctrina.

Herbert Spencer, antes que Darwin, en 1850, publicó su obra Estática Social, donde aparece ya la teoría de la evolución aunque ciertamente en una forma poco elaborada. Las ideas expresadas en ella estaban tan en contradicción con las que dominaban a la sazón en Inglaterra que nadie se fijó en el libro. Se empezó a hablar de Spencer tan sólo cuando este autor inauguró una serie de estudios filosóficos bajo el título general de Filosofía sintética, en los cuales expuso el desarrollo de nuestro sistema solar, de la vida sobre la Tierra y finalmente la evolución de la Humanidad, de su pensamiento y de las sociedades humanas.

Según la opinión justísima de Spencer, la Ética debiera ser una sección de la Filosofía general de la naturaleza. Empezó por el estudio de las bases fundamentales del Universo y el origen de nuestro sistema planetario en tanto que es el resultado de la acción de fuerzas mecánicas; luego trató de las bases de la Biología, es decir de la ciencia sobre la vida en la Tierra; más tarde estudió las bases de la Psicología, o sea la ciencia de la vida espiritual del hombre y de los animales; la Sociología, o sea la ciencia que se refiere a la vida de las sociedades, y por fin las bases de la Ética, es decir la ciencia que se ocupa de las reglas que presiden las relaciones entre los seres vivos, relaciones que tienen un carácter obligatorio, por lo que fueron confundidas durante largo tiempo con la Religión (1).

Tan sólo hacia el fin de su vida, en la primavera de 1890, cuando la mayor parte de su Ética estaba ya escrita, Spencer publicó en una revista dos artículos en que por vez primera hablaba de la sociabilidad y de la moral entre los animales. Anteriormente no se había fijado más que en la lucha por la existencia, entendiéndola como una guerra de todos contra todos para ganar los medios de existencia.

En la última década del siglo XIX, Spencer publicó un pequeño libro, El índividuo contra el Estado, en el cual expuso sus ideas sobre la inevitable centralización del Estado y la violencia. En esta obra Spencer se acercó mucho a las ideas del primer teórico del anarquismo, Guillermo Godwin, cuyo libro titulado De la Justicia política era tanto más notable cuanto que su aparición coincidió con la época del triunfo en Francia del jacobinismo, es decir, del poder ilimitado del gobierno revolucionario. Godwin estaba completamente de acuerdo con los ideales de los jacobinos acerca de la igualdad política y económica (2), pero era contrario a la idea jacobina de crear un Estado que lo absorba todo y reduzca a la nada los derechos del individuo. Spencer iba también contra el despotismo de Estado y las ideas sobre el tema habían sido ya formuladas en 1842 (3).

En su Estática Social, así como en sus Principios de la Ética, Spencer expresó la idea de que el hombre, lo mismo que los animales, es capaz de transformaciones variadísimas, gracias a la adaptación a las condiciones exteriores de la vida. Esto explica cómo el hombre pasa de la vida primitiva, nómada, a las fórmulas de la vida civilizada a través de una serie de transformaciones lentas en su naturaleza. Este proceso se efectúa por medio de la desaparición de ciertas particularidades del organismo humano, como por ejemplo de los rasgos bélicos del carácter, que con el desarrollo de las relaciones más pacíficas se hacen inútiles.

Poco a poco, bajo la influencia de las condiciones exteriores de la vida, del desarrollo de las particularidades individuales y también de la complicación de la vida social se elaboran en la humanidad formas de vida más refinadas, usos y costumbres más pacíficos que conducen a una colaboración más estrecha entre los miembros de la sociedad. Según Spencer, el factor más importante en tal progreso es el sentimiento de la simpatía.

Una colaboración social más o menos regularizada u ordenada conduce naturalmente a cierta limitación de la libertad individual, debido al respeto de la libertad de los demás. Poco a poco se desarrolla en la sociedad la conducta justa del individuo y nace un orden social equitativo, según el cual el individuo actúa de acuerdo a la ley de la libertad, que es igual para todos.

A medida que los hombres se acostumbran a la vida en la sociedad, se desarrolla en ellos la compasión mutua, el sentido de simpatía, del cual nace más tarde lo que se llama el sentido moral. Junto con el desarrollo de este sentido nacen en el hombre conceptos abstractos sobre las relaciones justas entre los individuos, los cuales se hacen cada vez más claros a medida que se desarrolla la sociabilidad. De este modo se reconcilian las particularidades individuales con las exigencias de la vida social. Spencer abrigaba la esperanza de que al fin y al cabo la vida social alcanzará un desarrollo tal que será posible el máximo desenvolvimiento del individuo (es decir, de la individualidad, no del individualismo), al lado del mayor desarrollo social, Spencer estaba convencido de que gracias a la evolución y al progreso se creará un equilibrio, merced al cual cada uno, al satisfacer las necesidades de su vida, contribuirá de un modo natural y voluntario a la satisfacción de las necesidades de los demás (4).

Tal como lo concebía Spencer, el objeto de la Ética consiste en formular reglas de conducta que tengan un fundamento científico. Esto es tanto más necesario -decía- en cuanto que la Religión está perdiendo su autoridad. Al mismo tiempo la doctrina moral debe estar emancipada de los prejuicios y del ascetismo monástico que perjudican mucho la verdadera comprensión de la moral. Por otro lado, la Ética no debe ser atacada y debilitada por el temor de que niegue el egoísmo estrecho. La Ética, basada en un fundamento científico, satisface las condiciones de la ciencia, puesto que los principios morales, científicamente deducidos, coinciden en absoluto con las doctrinas morales deducidas por otros medios. Desgraciadamente, esto no lo quieren reconocer las personas religiosas.

Al imponerse la formulación de la Ética, Spencer trató el problema moral partiendo de los principios más sencillos.

Para comprender los actos y la vida de los hombres, decía, hay que considerarlos en el proceso orgánico universal, empezando por los animales Al pasar de los animales inferiores a los superiores, vemos que sus actos y toda su vida se adaptan cada vez más a las condiciones del ambiente; al adaptarse de este modo prosiguen el fin de hacerse individualmente más fuertes o de fortalecer la especie, que en el curso de la evolución está cada vez más ligada a la conservación del individuo. En efecto: los cuidados de los padres para con los hijos armonizan, por decirlo así, la conservación individual con la de la especie; estos cuidados se intensifican y adquieren un carácter de afección personal a medida que se va subiendo la escala animal y se llega a los animales superiores.

Desgraciadamente, Spencer, penetrado de la idea de la lucha por la existencia, no se fijó lo bastante en el hecho de que en ciertos grupos de animales existe entre las varias especies la ayuda mutua y que a medida que ella se desarrolla aumenta la longevidad de los individuos aislados y más se acumula la experiencia, lo cual ayuda y sirve a la especie en su lucha con los enemigos.

Pero no basta adaptarse a las condiciones exteriores, decía Spencer; a medida que avanza la evolución se efectúa también el perfeccionamiento de las fórmulas de vida. La lucha por la existencia disminuye en la humanidad a medida que la vida militar y el bandidaje es substituído por lo que se podría calificar de colaboración industrial. Al mismo tiempo aparecen comienzos de nuevos principios morales.

¿Qué calificamos de bueno o de malo? Lo bueno, según Spencer, es lo que corresponde a su finalidad; lo malo es lo que no conduce al fin, lo que no corresponde a su destino. Así una cosa es buena si nos defiende contra el frío y la intemperie. Este mismo criterio es el que aplicamos a nuestros actos: Ha hecho usted bien -decimos- de cambiar su vestido mojado; o bien: Ha hecho usted mal en confiar en Fulano. Las finalidades son distintas. Pueden ser estrictamente personales o bien más amplias, sociales. Pueden tener por objeto la vida no solamente del individuo, sino de la especie.

Pero en las dos finalidades se persigue no solamente la conservación de la vida, sino la consolidación de la vitalidad; de modo que la tarea se hace siempre más amplia y el bien de la sociedad coincide cada vez más con el del individuo. Por lo tanto, calificamos de buena una conducta que contribuye a la plenitud y variedad de nuestra vida -y de la de los demás-, lo que la hace más intensa, más bella, más integral (5).

De este modo explica Spencer el nacimiento y la evolución posterior de los conceptos morales. Como se ve, no busca su origen en las ideas metafísicas abstractas o en los mandamientos de la Religión, ni tampoco en los goces y ventajas, como lo proponen los pensadores del utilitarismo. Los conceptos morales son para Spencer, como para Augusto Comte, un fruto del desarrollo social tan indispensable como la evolución de la razón, del arte, de la ciencia, de la capacidad musical o del sentido de la belleza. Se pudiera añadir que el desarrollo posterior de la sociabilidad, que poco a poco se transforma en la solidaridad y la dependencia mutua de todos los miembros de la sociedad, constituye el resultado indispensable de la vida social, igual que el desarrollo de la razón proviene de las dotes de observación, de la impresionabilidad y de otras capacidades humanas.

Es, pues, indudable que los conceptos morales se han venido acumulando en el género humano desde los tiempos más lejanos. Se manifiestan ya en los animales. Pero ¿por qué la evolución ha tomado tal dirección y no la opuesta? A nuestro parecer, la Ética evolucionista debe responder a esta cuestión diciendo que este desarrollo favoreció la conservación de la especie, porque es evidente que la imposibilidad de desarrollar las capacidades sociales entre los animales y las tribus humanas hubiera conducido fatalmente al fracaso en la lucha por la existencia y, por lo tanto, a la desaparición. O bien como responde, junto con los eudemonistas, Spencer: Porque el hombre encontró, en los actos que conducen al bien, un placer. Spencer demostró, además, a las personas religiosas que el propio Evangelio promete la felicidad como recompensa de las buenas acciones: bienaventurados sean los humildes, bienaventurados sean los caritativos, etc., etc. Pero tal respuesta no excluye, naturalmente, los argumentos de la Ética intuicionista. Esta dice: Es la voluntad de Dios que el hombre experimente satisfacción cuando sus actos son útiles a los demás o cuando cumple los mandamientos divinos.

No importa qué criterio adoptemos -la perfección del carácter o la bondad de las inclinaciones- constatamos, dice Spencer, que la perfección, la veracidad, la virtud, siempre conducen al placer, a la felicidad experimentada por alguien en una forma cualquiera. De modo que ninguna escuela o doctrina moral puede negarse a reconocer como finalidad suprema de la moral cierto estado psíquico deseable, que pudiéramos calificar de placer, de goce, de felicidad, de alegría (6).

Pero la Ética evolucionista no puede aceptar enteramente esta explicación, puesto que no puede admitir que el principio moral no sea otra cosa que una acumulación ocasional, fortuita, de las costumbres que ayudaron a la especie en su lucha por la existencia. El filósofo evolucionista se pregunta por qué son las costumbres altruistas y no las egoístas las que proporcionan al hombre mayor satisfacción. Tal vez la sociabilidad que se observa en la naturaleza y la ayuda mutua desarrollada gracias a la vida social son un medio tan eficaz en la lucha por la existencia que el egoísmo y la violencia no valen mucho en comparación con ellas; y por esta razón la sociabilidad y la ayuda mutua, de las cuales nacieron poco a poco nuestros conceptos morales, son quizás particularidades fundamentales de la naturaleza humana y aun de la naturaleza animal, como lo es la necesidad de la alimentación.

En la parte teórica de esta obra me he de ocupar en detalle de todos estos problemas. Por ahora añadiré tan sólo que Spencer no supo resolverlos. Posteriormente se fijó en ellos. Pero no allanó el desacuerdo entre la Ética evolucionista y la intuitiva, es decir la inspirada por las fuerzas sobrenaturales. En cambio demostró perfectamente la necesidad de sentar la moral sobre bases científicas, así como señaló la falta de una fundamentación científica en los sistemas éticos anteriores (7).

Al estudiar los varios sistemas éticos uno se persuade, dice Spencer, de la ausencia en ellos del principio de causalidad. Son sistemas en los cuales no se respeta la relación de causa a efecto. Los antiguos pensadores reconocieron que la moral es inspirada al hombre por los dioses o por Dios, pero olvidan que si los actos que calificarnos de malos por la razón de que contradicen la voluntad divina no tuvieran consecuencias perjudiciales, no hubiera el hombre tenido ninguna razón para calificarlos así.

Tampoco razonan lógicamente los pensadores que, siguiendo el ejemplo de Platón, Aristóteles y Hobbes, ven la fuente del bien y del mal en las leyes establecidas por el poder coercitivo o mediante el contrato social. Si así ocurrieran en realidad las cosas, tendríamos que reconocer que no hay distinción posible entre las consecuencias de los actos buenos y los malos en sí, puesto que la división en actos buenos y malos la haría el poder, o bien los hombres, al concluir el contrato social.

También los filósofos que buscan la fuente de la moral en la inspiración divina, dice Spencer, admiten que entre los actos humanos y sus consecuencias no hay una relación lógica al alcance de nuestro intelecto y capaz de substituir a la inspiración sobrenatural.

Aun los utilitaristas, continúa, no están completamente libres del mismo error, puesto que tan sólo en parte reconocen el origen natural de los conceptos morales. Y Spencer aclara su idea con un ejemplo: toda ciencia empieza con una acumulación de observaciones. Mucho antes del descubrimiento de la ley de gravitación universal, los griegos y egipcios sabían fijar exactamente el lugar donde tal o cual planeta se encontrará en un momento determinado. Llegaron a este conocimiento mediante observaciones y sin saber las causas del fenómeno. Tan sólo después del descubrimiento de la ley de gravitación, después de haber aprendido las causas y las leyes del sistema solar nuestras definiciones sobre esta materia dejaron de ser empíricas y se convirtieron en científicas, en racionales. Lo mismo se puede decir de la Ética utilitarista. Los filósofos de esta escuela comprenden perfectamente que hay razones lógicas del porqué unos actos son calificados de buenos y otros de malos; pero no nos explican en qué consisten esas razones. Pues no basta decir que tales actos son útiles a la sociedad y tales otros perjudiciales: esto no es más que la constatación de un hecho mientras que lo que necesitamos es saber el carácter general de la moral, que nos permita distinguir el bien del mal. Buscamos algo general para deducir de ello normas morales de vida. Tal es el problema de la ciencia moral o sea de la Ética.

La Ética ha sido preparada, naturalmente, por la evolución y el desarrollo de las otras ciencias. Ahora aspiramos a establecer las leyes morales como manifestaciones de la evolución, de acuerdo con las leyes físicas, biológicas y sociales.

En general Spencer se colocó resueltamente en el punto de vista de la moral utilitarista. Afirmó que si lo bueno es lo que aumenta el placer en la vida y lo malo aquello que disminuye ese placer, este criterio puede servir, generalizándolo, para determinar la moral humana. A pesar de la infinidad de prejuicios religiosos y políticos que han obscurecido esta idea fundamental, sobre ella se construyen, según Spencer, todos los sistemas éticos.

Los capítulos que dedicó a la apreciación de los actos desde el punto de vista físico y biológico son muy instructivos, porque sirviéndose de los ejemplos de la vida real señaló el criterio que debe tener toda ciencia basada en la teoría evolucionista. En ellos explica Spencer el origen natural de los hechos fundamentales que forman parte de toda doctrina moral. Sabemos por ejemplo que la coherencia en los actos es uno de los rasgos característicos de las acciones morales humanas. Sabemos también que un acto moral es una acción clara y determinada. Asimismo poseen los actos morales un cierto equilibrio y son el fruto de la capacidad de adaptación a no importa qué ambiente. Requieren, finalmente, una cierta variedad y plenitud de vida. He aquí lo que se espera de una persona bien desarrollada. La existencia de estas capacidades es para nosotros un criterio para la apreciación moral del hombre.

Se observa que precisamente estas cualidades se desarrollan más y más a medida que se pasa de los animales inferiores a los superiores y luego al hombre.

De manera que las cualidades indudablemente morales se elaboran con el perfeccionamiento animal. Y lo mismo sucede entre los hombres: a medida que se va desarrollando la evolución y se pasa de la vida primitiva y salvaje a las formas sociales complicadas se van elaborando lentamente los tipos superiores de vida. Pero el tipo humano superior puede ser alcanzado tan sólo en una sociedad de personas muy desarrolladas. Una vida integral, rica en emociones, es posible tan sólo en una sociedad que rebosa de vida.

A tales conclusiones llega Spencer al estudiar las cualidades morales desde el punto de vista de la plenitud vital, es decir desde un punto de vista biológico. La observación de la realidad le produce el convencimiento de que hay, sin duda, un lazo interior y natural entre lo que nos proporciona placer y la intensificación de la vitalidad y por lo tanto con el fortalecimiento de las emociones la duración de la vida. Tal conclusión está en contradicción directa y evidente con el concepto corriertte del origen sobrenatural de la moral.

Añade luego Spencer que hay placeres que fueron elaborados en las épocas de la organización para la guerra, durante los períodos militares; pero poco a poco, dice, la humanidad pasa de este período al régimen pacífico e industrial y esto hace cambiar la apreciación de lo que es agradable o desagradable. Ya no se encuentra hoy en las riñas, en las astucias de la guerra y en el asesinato el placer que en estos actos experimentó el salvaje.

En general no le fue difícil a Spencer demostrar hasta qué grado el placer y la alegría de vivir aumentan la vitalidad, el espíritu creador y la productividad y, al contrario, hasta qué punto los sufrimientos y el dolor disminuyen la vitalidad. Claro está, por otro lado, que el abuso de los placeres puede por un cierto tiempo o por un largo plazo perjudicar la humana capacidad de trabajo y de creación.

El no reconocimiento de esta última verdad perjudica no sólo los conceptos morales, dándoles una dirección falsa, sino también la vida misma. La vida, por supuesto, es indiferente a estas cuestiones; desde el punto de vista vital, lo mismo da que el hombre siga una conducta regular o irreguIar y lo mismo castiga al sabio que ha trabajado toda su vida que al borracho.

Se ve claramente, después de esta exposición, que Spencer se colocó por completo en el punto de vista de los eudemonistas y hedonistas, es decir de los que ven en el desarrollo de la moral la aspiración a la mayor felicidad, a la mayor plenitud de vida posible. Pero lo que no está claro es por qué el hombre encuentra placer en la vida calificada de moral. La cuestión se plantea en esta forma: ¿no habrá tal vez en la naturaleza humana misma algo que da más valor a los placeres morales que a los demás? Spencer no responde a esta pregunta.

Spencer trata el problema de la esencia de la Ética en el capítulo sobre la Psicología, estudiando la formación -a través del lento desarrollo de la humanidad- de los llamados conceptos morales.

Comienza como siempre su argumentación con un ejemplo sencillo. Dice: un animal cualquiera que vive en el agua se apercibe de que algo se le acerca. Esta impresión causa en él una sensación sencillísima, la cual se manifiesta en un cierto movimiento. El animal, según vea que lo que se acerca es un enemigo o una presa, se esconde o ataca.

Este movimiento es la forma más sencilla de los que llenan nuestra vida. Algo exterior provoca en nosotros una cierta impresión, la cual va seguida de un acto. Por ejemplo: leemos en un periódico que un piso se alquila; el anuncio enumera las ventajas del piso ofrecido, lo que nos da del mismo una cierta idea, de la que nace en nosotros una sensación y posteriormente un acto. En efecto: o procuramos informarnos sobre los detalles de la oferta o renunciamos a alquilar el piso.

Pero hay evidentemente actos más complicados. Nuestro espíritu es una residencia de variadísimas y complejas impresiones que tropiezan unas con otras; del conjunto de ellas (y de las reflexiones que hacemos a propósito de ellas) se forma nuestra razón o inteligencia. Mientras un animal inferior o un salvaje escasamente desarrollado se lanzan sin previas reflexiones sobre el botín, un animal más experimentado, un hombre más desarrollado, piensan sobre las consecuencias posibles de sus actos. El mismo rasgo encontramos al observar los actos desde el punto de vista moral. Un ladrón no piensa en las consecuencias posibles de sus actos; en cambio un hombre de conciencia delibera y medita antes de obrar y a veces delibera no sólo por su propia cuenta, sino por cuenta de los demás y quizás de la sociedad entera. En fin, en un hombre culto los actos están con frecuencia motivados por ideas complicadísimas sobre finalidades lejanas y a estas ideas las calificamos de ideales.

Naturalmente, es imposible que el hombre evite por completo las conclusiones falsas y las exageraciones. Esto ocurre con los que al repudiar los bienes presentes por los del porvenir o de la vida futura llegan al ascetismo y pierden poco a poco la capacidad para la vida activa. Lo que importa es que a medida del desarrollo de la sociedad y de la evolución de las ideas morales, los juicios y las ideas más complicadas y por consiguiente más amplias substituyen a las más primitivas y sencillas.

Se necesita, naturalmente, mucho tiempo para que la mayoría de los miembros de la sociedad se acostumbren a someter sus inclinaciones inmediatas a las consideraciones sobre las consecuencias más o menos lejanas de dichos actos. Pero aun antes se acostumbran a ello individuos aislados, gracias a la experiencia personal; luego una cantidad de experiencias y de conclusiones personales constituye la moral de la tribu, la cual es consagrada después por las leyes y trasmitida de generación en generación.

El primer sentimiento que nace en los salvajes es el miedo de provocar la cólera de sus compañeros; después nace el miedo ante el jefe, generalmente jefe militar y guerrero al cual hay que obedecer durante la lucha; por fin el miedo ante los espectros, los muertos y los seres sobrenaturales que, según ellos, intervienen en los asuntos de los vivos. Estos tres géneros de hechos refrenan en los hombres primitivos el deseo de satisfacer inmediatamente sus inclinaciones y sólo más tarde nacen aquellos fenómenos sociales que calificamos de opinión pública, de poder político o de autoridad de la Iglesia. Sin embargo, hay que distinguir entre las reflexiones que el hombre hace sobre la necesidad de refrenar sus pasiones y los sentimientos morales y costumbres, puesto que la conciencia moral y el sentimiento ya no se fijan en las consecuencias exteriores de los actos para con los demás, sino en las interiores para con el hombre mismo.

En otras palabras -como escribió Spencer a Mill- el sentido moral fundamental en la humanidad, que es el resultado de la experiencia acumulada y heredada, se refiere a la utilidad de ciertas relaciones recíprocas. Tan sólo poco a poco y muy lentamente este sentido se ha hecho independiente de la experiencia. De modo que cuando Spencer escribió esta parte de sus Principios de Ética, en 1879, no veía todavía ninguna causa interior que motivara la moral humana. El primer paso en este camino lo dió más tarde, en 1890, cuando publicó en la revista Nineteenth Century dos artículos acerca de la ayuda mutua, citando algunos otros datos sobre el sentimiento moral entre los animales.

Tratando luego del desarrollo de los conceptos morales desde el punto de vista sociológico, es decir desde el punto de vista del desarrollo de las instituciones sociales, Spencer señaló que ante todo, una vez que los hombres viven en sociedad, inevitablemente se convencen que cada miembro de la misma tiene interés en mantener la vida de la colectividad y aun a veces en su propio perjuicio. Pero, por desgracia, partió Spencer en esta cuestión del falso concepto establecido en los tiempos de Hobbes, según el cual los salvajes primitivos no viven en sociedad, sino aislados o en pequeños grupos. En cuanto a la evolución posterior de la humanidad, Spencer compartió las ideas simplistas de Comte sobre el paso gradual de las sociedades contemporáneas de un régimen militar y guerrero al pacífico e industrial.

Así es que -escribía Spencer- en la humanídad contemporánea hay dos géneros de moral: ¡Mata a tu enemigo, destruye! -se dice al hombre por un lado-; y por el otro: ¡Ama a tu semejante, ayúdale! ¡Obedece al régimen militar! y ¡Sé un ciudadano independiente, aspira a la limitación del poder del Estado!

Aun en la vida familiar de los pueblos civilizados -nota Spencer- se admite la sumisión de las mujeres y de los niños, aunque al mismo tiempo se oyen reivindicaciones de la igualdad de los sexos ante la ley. Todo esto produce un estado de dualismo a consecuencia del cual se originan transacciones y compromisos en la conciencia.

Y sin embargo, la moral de una época pacífica es muy sencilla y evidente. Claro está que lo que perjudica a la colectividad tiene que ser combatido; es también evidente que para el florecimiento de la colectividad se exige la colaboración mutua de sus miembros. Y aun más: si no existe la ayuda mutua para la defensa del grupo, tampoco existirá para la satisfacción de las necesidades más imperiosas: alimentación, vivienda, caza, etc. Entonces se perderá la idea misma de la utilidad de la vida en sociedad.

La colaboración es indispensable aun cuando las necesidades de la sociedad sean muy reducidas. Y esta colaboración se manifiesta ya en los pueblos primitivos, en la caza colectiva, en el cultivo común de la tierra, etc.; luego, en un nivel más elevado, nace una colaboración en la cual los varios miembros de la sociedad efectúan trabajos distintos aunque persigan el mismo objeto; por fin aparece una colaboración en la que el carácter y el objeto del trabajo de cada miembro es distinto, pero todos contribuyen al bienestar común. En este grado de evolución se observa ya la división del trabajo y ella plantea el siguiente problema: ¿cómo repartir los productos del trabajo? La única solución posible es provocar un acuerdo amistoso de modo que sea posible restablecer las fuerzas gastadas, como ocurre en la naturaleza. A lo cual nosotros tenemos que añadir: y además, que sea también posible gastar ciertas fuerzas para un trabajo que tal vez no esté todavía reconocido como útil, pero que pueda en el porvenir ser útil a la sociedad entera.

Pero esto tampoco basta, decía Spencer. Porque es concebible, en efecto, una sociedad industrial en la cual los hombres vivan pacíficamente, cumplan sus pactos y contratos pero no donde no haya colaboración para el bien común, donde nadie se preocupe del bienestar general. Una sociedad semejante no ha alcanzado todavía el límite supremo de su desarrollo. El régimen social, en efecto, decía Spencer, donde a la justicia hay que añadir la beneficencia, es un régimen manifiestamente imperfecto (Principios de la Ética, tomo I, 54).

Resulta, después de lo dicho, que el punto de vista sociológico completa la explicación de la Ética vista desde los puntos de vista físico, biológico y psicológico. Después de haber establecido de este modo las bases fundamentales de esta ciencia desde el punto de vista evolucionista, Spencer escribió una serie de capítulos en los cuales ha contestado a las observaciones críticas dirigidas contra el utilitarismo y -entre otras materias extraordinariamente interesantes y sugestivas- ha estudiado el papel que desarrolla la justicia en la elaboración de los conceptos morales (8).

Al oponerse al concepto de la justicia como base de la moral, el utilitarista Bentham escribió: ¡La justicia! Pero, ¿qué es la justicia? ¿Y por qué justicia y no felicidad? Y añadía: Todos sabemos lo que es la felicidad, pero jamás estamos de acuerdo acerca de la justicia. Decía más aun: Pero en todo caso, la justicia tiene derecho a nuestra estima, porque constituye un medio para alcanzar la felicidad (Constitutional Code, cap. 16, sec. 6).

A esto Spencer ha contestado que todas las sociedades humanas -nómadas, militares e industriales- aspiran a la felicidad, aunque por distintos caminos. Pero hay ciertas condiciones comunes a todas ellas que son: colaboración bien organizada, evitar la violencia directa y evitar la violencia indirecta en forma de no cumplimiento de los contratos. Estas tres condiciones convergen en una: el mantenimiento de las relaciones honradas, equitativas (Ibid 61). Esta afirmación de Spencer es muy significativa, porque resulta, en efecto, que distintas doctrinas de la moral están de acuerdo en el reconocimiento de la igualdad de derechos. Todas están de acuerdo en afirmar que el objeto de la vida social consiste en el bienestar de cada uno y de todos y que el medio indispensable para llegar a ese bienestar consiste en la igualdad de derechos, y -añadiré por mi parte- esta igualdad, a pesar de todas las mutilaciones por parte de los legisladores, se encuentra en el fondo mismo de todos los conceptos e ideas morales.

De modo que Spencer, al discutir con el utilitarista Bentham, llegó a la esencia misma de nuestros conceptos morales y al fundamento de la Ética, que consiste en el reconocimiento de la igualdad de derechos. Así opinaba ya Aristóteles al escribir.: Lo justo es lo legal y lo igual; lo injusto es lo ilegal y lo desigual. Los romanos también identificaron la justicia con la igualdad. Aequitas viene del adjetivo aequus, que significa igual, justo. Este sentido romano de la palabra justicia ha sido trasladado a la legislación contemporánea que prohibe la violencia directa o indirecta (en forma de violación o incumplimiento de los contratos), identificando de este modo, según Spencer, la justicia con la igualdad.

Muy sugestivos son los capítulos dedicados al estudio del egoísmo y del altruismo. En ellos se exponen las bases mismas de la Ética de nuestro autor (9).

En las varias razas humanas, dice Spencer, y en las diversas épocas, los placeres y los sufrimientos se han concebido de un modo muy distinto. Lo que antes fue calificado de placer no lo ha sido más tarde; y, al contrario, lo que fue considerado como una molestia se transformó luego, dadas otras condiciones de vida, en un placer. Ahora experimentamos un placer, por ejemplo, al remar, pero no lo experimentamos en cambio al segar. Lo que es natural, porque las condiciones cambian y cambian nuestros gustos. En general, empero, se puede decir que todo trabajo útil puede o podrá convertirse en un placer.

¿Qué es, pues, el altruismo o sea la preocupación por los otros? ¿Qué es el egoísmo, es decir, la preocupación por uno mismo?

Antes de actuar, dice Spencer, un ser vivo debe vivir. Por lo tanto, el mantenimiento de su vida constituye la primera preocupación de cada ser. El egoismo precede, pues, al altruismo, por ser necesario para la conservación de la vida. Esta dominación del egoismo se manifiesta también en el proceso del desarrollo de la humanidad. Se consolida así en nosotros la idea de que las exigencias egoistas deben prevalecer sobre las altruistas. Esta conclusión de Spencer no es aceptable, porque la evolución contemporánea permite cada vez más que todo miembro de la humanidad goce no solamente de los bienes personales, sino también de los sociales.

Nuestro vestido, nuestras habitaciones con su confort moderno son producto de la industria mundial. Nuestras ciudades, con sus calles, escuelas, museos y teatros son el resultado de la evolución mundial realizada durante largos siglos. Todos nos servimos de los ferrocarriles. Y los que aprecian más los ferrocarriles son quizás los campesinos que viajan en ellos por primera vez, después de conocer las fatigas de los viajes a pie. Sin embargo, no ha sido el campesino quien ha creado el ferrocarril. Y lo mismo puede decirse de los grandes buques. ¡Considérese la felicidad de un campesino de Galitzia que puede ir en un gran vapor a reunirse con los suyos en América!

Pero todo esto no es producto de la creación personal, sino de la colectiva, de modo que la ley de la vida es justamente contraria a la conclusión de Spencer. Esta ley dice que, a medida que se desarrolla la civilización, el hombre se acostumbra cada vez más a aprovechar los bienes adquiridos y producidos no por él, sino por la humanidad en general. Y esta noción la aprendió el hombre en una época lejana. El lector puede fijarse en una aldea de los salvajes más primitivos del Pacífico, con su gran Balai (casa común), su tierra y sus árboles cultivados, sus canoas, sus reglas para la caza, sus normas de buena conducta, etc. Aun entre los restos de los hombres de la época glacial, los esquimales, se nota que hay ya una común civilización, con conocimientos elaborados no por el individuo, sino por la colectividad.

Así es que aun Spencer se vió obligado a formular la regla fundamental de la vida con una limitación: la aspiración a la felicidad personal en los límites prescriptos por las condiciones sociales. En efecto, en la vida de la tribu aprende el salvaje diariamente que la vida individual es imposible. Sobre esta base y no sobre la del egoísmo se construye toda la vida de los salvajes, así como la de los pájaros y de las hormigas.

En general toda la parte de la obra de Spencer dedicada a la defensa del egoismo (Principios de la Ética, 71, 72 y 73) es en extremo floja. La defensa del egoísmo era, sin embargo, en este pensador indispensable, tanto más que los moralistas religiosos exigen del individuo demasiados deberes estúpidos. Pero de todos modos los argumentos de Spencer parecen más bien una justificación de la bestia rubia de Nietzsche. Además, la conclusión a que llega es muy vaga y no dice nada: Está claramente demostrado -escribe- que por necesidad el egoismo precede al altruismo.

Ciertamente en el capítulo siguiente (Altruismo contra egoismo), Spencer, adoptando el sistema de los discursos ante el tribunal, procuró demostrar la gran importancia del altruismo en la vida de la naturaleza. Ya en los pájaros se nota un cierto altruismo, tal vez inconsciente, cuando defienden a sus pequeños arriesgando su propia vida. Y Spencer tuvo, además, que reconocer que el espíritu de sacrificio resulta también un hecho fundamental de la Naturaleza igual que el instinto de conservación.

Luego, en la evolución posterior de los animales y de los hombres, el paternal altruismo inconsciente se transforma cada vez más en consciente y nacen nuevas formas de identificación de los intereses particulares con los intereses de los demás.

Aun dentro de los placeres egoistas se hace posible notar un placer altruista, por ejemplo en las artes que aspiran a unir a todos en el goce del artista. En todo caso el egoismo y el altruismo están ligados y dependen uno de otro (81).

Esta observación de Spencer es muy justa. Pero, aun aceptando la palabra altruismo, introducida por Comte en el sentido de algo contrario al egoismo, ¿qué es la Ética? ¿A qué aspira y aspiró siempre la moral entre los animales y entre los hombres, sino a combatir las manifestaciones del egoísmo y a elevar la humanidad en el altruismo? Las expresiones mismas egoismo y altruismo no son justas, puesto que no existe un altruismo puro sin mezcla de egoismo. Es por esta razón que sería más justo decir que la Ética persigue el desarrollo de las costumbres sociales y la reducción de los egoismos estrechamente personales, que por cierto no consiguen su fin, es decir, el bien personal; el trabajo en común, en cambio, la ayuda mutua conducen a muy buenos resultados, tanto en la familia como en la sociedad.

Después de haber estudiado en la primera parte el origen de la moral desde los puntos de vista físico, biológico, psicológico y sociológico, Spencer se dedicó al análisis de la esencia de la Ética. En el individuo y en la sociedad, escribió, hay una lucha constante entre el egoismo y el altruismo; el objeto de la moral consiste en reconciliar estas dos direcciones opuestas. A esta reconciliación y aun al predominio de las aspiraciones sociales sobre las personales va llegando la humanidad a través de su evolución histórica.

En cuanto al origen del acuerdo entre el egoísmo y el altruismo, Spencer, desgraciadamente, opinó en esta cuestión como Hobbes: los hombres, según él, habían vivido en los tiempos primitivos como fieras, y como los tigres, por ejemplo, estuvieron siempre dispuestos a devorarse; un buen día, empero, decidieron unirse en sociedad y desde este momento empezó a desarrollarse la sociabilidad.

En sus principios la sociedad estaba regida por un régimen militar. Todo estaba sometido a las exigencias de la lucha, de la guerra. El valor militar era considerado como la mayor virtud; la capacidad de quitar a los vecinos sus bienes, su mujer, etc., era glorificada como si fuera un gran mérito. La moral de esta época se formó según los ideales bélicos. Tan sólo poco a poco el régimen militar fue cediendo lugar al industrial, en el cual vivimos ahora, aunque aun quedan no pocos restos de la época anterior. Pero es visible cómo van delineándose los rasgos de la época industrial, cómo surge una nueva moral en la cual prevalecen las características de la sociabilidad pacífica -como por ejemplo la mutua simpatía- y cómo van apareciendo una serie de virtudes que antes eran desconocidas.

El lector puede convencerse hasta qué punto es falsa y fantástica la idea de Spencer sobre los pueblos primitivos leyendo las obras de los numerosos exploradores anteriores y contemporáneos que he enumerado en mi libro La Ayuda Mutua. Pero esto hasta cierto punto no nos interesa. Nos importa saber de qué modo se desarrollaron en la humanidad, según Spencer, los conceptos morales.

En los primeros tiempos fue la Religión quien fijó las reglas de la vida. La Religión glorificó las guerras y las virtudes cívicas: el valor, la obediencia a los jefes, la crueldad para con los enemigos. Al lado de la Ética religiosa fue naciendo lentamente la moral utilitarista. Las huellas de este nacimiento ya se notan en el antiguo Egipto. En la Grecia clásica, Sócrates y Aristóteles separaron la moral de la religión e introdujeron el criterio de la utilidad. Durante la Edad Media este principio luchó con los de la Ética religiosa: más tarde, en la época del Renacimiento, triunfó el criterio utilitarista, el cual se consolidó, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XVIII. En el siglo XIX, afirma Spencer, el criterio de la utilidad domina como único principio de la conducta (116). La costumbre humana de adaptar los actos a unas ciertas reglas, así como la apreciación de la utilidad de tales o cuales usos y hábitos, crearon nuevas ideas y sentimientos y poco a poco fue adquiriendo valor la conducta que conduce al bienestar social. Para confirmar esta idea, Spencer citó ejemplos sacados de los libros de la India antigua y de Confucio, que demuestran que la moral se desarrolló independientemente de la promesa de una recompensa sobrenatural. Todo este desarrollo se explica, según Spencer, por el hecho de que los individuos más capaces para adaptarse a los regímenes sociales pacíficos tuvieron más suerte en la lucha por la existencia.

En la larga evolución de las ideas morales Spencer no veía más que un único estímulo: la utilidad. Rechazó todo principio de orden intelectual o sentimental. Dentro del régimen social organizado sobre la guerra fue útil a los hombres el saqueo, la lucha y la violencia y sobre esta utilidad se construyó una moral que glorificaba la violencia y el saqueo. Cuando nació el régimen industrial y comercial, los conceptos morales también sufrieron un cambio: se formó una nueva Religión y una nueva Ética.

Pero es curioso hacer constar que Spencer, dada la honradez intelectual que le es propia, ha confesado que ciertos hechos no pueden ser explicados desde el punto de vista exclusivamente utilitario del desarrollo moral.

Es cosa sabida que durante diez y nueve siglos consecutivos, después de la aparición del cristianismo, ha sido glorificado el pillaje guerrero como una gran virtud. Hasta en nuestros días se califica de héroes a hombres como Alejandro Magno, Carlo Magno, Pedro el Grande, Felipe II, Federico II, Napoleón. Sin embargo, en los Mahabarata, el gran libro de los antiguos indios, y sobre todo en su segunda parte, se enseñó ya algo distinto: Trata a los demás de la misma manera como quieras que te traten a ti, se lee allí. Y en otro lugar: No hagas a tu vecino lo que no quieras que te hagan a ti. El chino Lao- Tse enseñó que la paz es el fin supremo. Y lo mismo enseñaron los pensadores persas y el libro Levítico de los hebreos, mucho antes que aparecieran el budismo y el cristianismo. Pero, prescindiendo de esto, lo que más está en oposición con la teoria de Spencer son los usos y costumbres de los salvajes, como por ejemplo la vida de los habitantes primitivos de Sumatra, la de los tcharusos que habitan en el Himalaya, las costumbres de los Iroqueses descritas por Morgan, etc. Estos hechos, así como numerosos otros que he citado en mi libro La Ayuda Mutua, demuestran que si en los Estados nacientes o ya formados la Ética del saqueo, la violencia y la esclavitud florecían fomentadas por los gobernantes con un vigor no igualado, en los ambientes llamados bárbaros, en cambio, en las masas populares, incluso en las tribus primitivas, ha existido siempre una Ética distinta: la de la igualdad de derechos y por tanto la moral basada en la mutua benevolencia. Esta moral era predicada ya y practicada entre los hombres más primitivos.

En la segunda parte de sus Principios de la Ética, o sea en las Inducciones de la Ética, Spencer expresó su idea de que los fenómenos morales son complicadísimos y que es imposible generalizar sobre ellos. Sus conclusiones en este punto son vagas. Tienden ciertamente a demostrar que el paso del régimen militar al industrial conduce, como ya señaló Comte, al desarrollo de una serie de virtudes sociales. Luego agrega: La teoría de los sentimientos morales innatos es por cierto falsa, pero ella nos lleva a una verdad más alta, a saber: que los sentimientos y las ideas que se forman en la sociedad se adaptan a la actividad que en ella prevalece (191).

Es ésta una conclusión inesperada y un poco banal. En realidad la vida de los salvajes nos enseña claramente lo siguiente: la base de toda moral radica en el sentido de sociabilidad, que es propio a todo el mundo animal y en la idea de la igualdad de derechos que constituye una de las nociones originales de la razón humana. Desgraciadamente lo que impide reconocer que el sentido social y el concepto de la igualdad son las bases fundamentales de la moral son los instintos de rapiña que se conservaron en los hombres desde los tiempos primitivos. No solamente estos instintos se conservaron, sino que se han desarrollado en el curso de la historia, a medida que fueron apareciendo nuevos métodos de enriquecimiento: la industria, el comercio, la banca, los ferrocarriles, la navegación marítima, en una palabra, todo lo que ha dado a los individuos y a las sociedades civilizadas la posibilidad de enriquecerse a costa del trabajo ajeno. El último acto de este desarrollo lo hemos visto en la horrorosa guerra de 1914-1918.

Spencer ha consagrado el segundo tomo de sus Principios de la Ética a los dos conceptos morales fundamentales: a la justicia y a lo que es superior a la justicia y que Spencer ha calificado de beneficencia -negativa y positiva- o sea a lo que nosotros hubiéramos llamado generosidad, aunque aun esta denominación no es muy justa. Ya en las sociedades animales -escribió Spencer en los capítulos que añadió a su citado libro en 1890- se pueden distinguir actos buenos y malos. De buenos o altruistas calificamos los actos ventajosos no solamente al individuo sino a la sociedad. De estos actos nace lo que se podría llamar la justicia sub-humana que poco a poco alcanza un alto grado de desarrollo. Las costumbres brutales se hacen menos corrientes, los más fuertes empiezan a defender a los más débiles, las particularidades individuales adquieren más importancia y en general se forman caracteres necesarios a la vida social. Se elaboran, en una palabra, formas sociales. Hay, por supuesto, en todas las épocas excepciones, pero éstas desaparecen poco a poco.

Luego, en los dos capítulos dedicados a la Justicia, demostró que este sentimiento obedeció ante todo a las inclinaciones personales y egoístas, por ejemplo al temor de la venganza del injuriado, de sus parientes o de los antepasados; luego, junto al desarrollo intelectual humano, se fue formando el sentimiento de la simpatia mutua. Más tarde se elaboró un concepto intelectual de la justicia, a pesar de que este desarrollo fue impedido por las guerras, primero entre las tribus y luego entre las naciones. Los griegos tuvieron un concepto muy vago de la justicia. Lo mismo se puede decir de la Edad Media y esto se comprende porque en dicha época los autores de un asesinato o de una mutilación pagaban una multa distinta, según fuera su posición social. Tan sólo a fines del siglo XVIII y a principios del XIX encontramos en las obras de Bentham y de Mill un criterio más justo: cada uno cuenta por uno y nadie por más de uno. El mismo concepto es compartido por los socialistas. Pero este nuevo principio de igualdad, que fue reconocido desde la gran Revolución francesa, no es aprobado por Spencer. Ve en él la desaparición posible de la especie. Sin embargo, no rechaza este principio en absoluto, sino que busca una transacción.

En teoría, Spencer reconoce la igualdad de derechos, pero trata de reconciliarla con las exigencias de los contrarios a esta igualdad. Afirmó, además, que de generación en generación se va efectuando el acuerdo entre la doctrina intuitiva y utilitarista de la moral.

He aquí cómo en general Spencer concibe la moral: cada uno tiene derecho a hacer lo que quiere, a condición de no atentar a la igual libertad que tienen los demás. Según Spencer, pues, la libertad de cada uno es limitada tan sólo por la libertad de los otros.

No hay que olvidar -escribió Spencer- que la finalidad de cada uno, o sea la mayor felicidad, tiene ciertos límites, más allá de los cuales se encuentra el campo de la actividad de los otros (273). Al hacerse esta corrección una costumbre, se desarrolla el antes mencionado concepto de justicia.

Ciertas tribus salvajes que se encuentran en un nivel de civilización muy bajo conciben, sin embargo, mejor la justicia que pueblos más desarrollados, los cuales conservan todavía los residuos del régimen guerrero. Este concepto de la justicia formado de un modo tan natural, ejerciendo durante largo tiempo su influencia sobre el espíritu humano, contribuyó directa o indirectamente a la formación de un cierto método del pensamiento, gracias al cual las conclusiones de la razón basadas en la vida de innumerables personas son tan justas como las conclusiones personales. Y si no son justas en el verdadero sentido de la palabra, sin embargo se las puede considerar como una verdad (10).

Una vez que Spencer hubo terminado el estudio de los fundamentos de la Ética intentó aplicar y adaptar sus conclusiones a la sociedad humana y luego consagró siete capítulos al estudio del Estado, de su esencia y de sus funciones.

Ellos son como el coronamiento de sus ideas sobre la justicia. Allí criticó severamente, como Godwin, las teorías contemporáneas que exigen la sumisión de toda la vida social al Estado.

Spencer ha realizado un gran servicio introduciendo en la Ética el estudio de las formas de la sociedad. Antes de él estas formas no se tomaban en cuenta. Sin embargo nuestros conceptos de la moral dependen mucho de ellas, de la época y de las condiciones del país. Si la opinión está en absoluto sometida al poder central -forma de gobierno autocrático- o si el país está sometido al régimen político constitucional, si rige la centralización o el acuerdo entre ciudades libres, si la vida económica se funda en el poderío del capital o en el trabajo: todo ello se refleja en los conceptos morales de una época determinada.

Para convencerse de eso basta fijarse en las ideas éticas de nuestro tiempo. Junto con la formación de los grandes Estados y el rápido desarrollo de la industria y de las finanzas, se ha desarrollado también la lucha por la supremacia de unos pueblos sobre otros para enriquecerse a su costa. Esto ha engendrado, en los últimos 13O años, interminables guerras sangrientas. Los problemas del poder del Estado, la intensificación o reducción de ese poder, la centralización o descentralización, el poderío del capital, etc., son cuestiones de aguda actualidad. De su solución depende en realidad la solución de los problemas morales. La Ética de cada sociedad es el reflejo de sus formas de vida. De modo que Spencer ha prestado un gran servicio al introducir en la Ética el estudio del Estado.

En primer término estableció que las formas del Estado, como todo en la naturaleza, cambia y evoluciona. En efecto, la historia nos enseña cómo cambiaron las distintas formas de sociedades humanas. Luego, siguiendo a Augusto Comte, señaló en la historia dos grandes tipos sociales: la forma del Estado guerrero o militar -que según Spencer prevaleció en las sociedades primitivas- y el régimen pacífico e industrial, al cual va entrando lentamente la parte cultural de la humanidad.

Después de haber reconocido la igualdad de libertad para todos los miembros de la sociedad, los hombres tuvieron también que reconocer la igualdad política, es decir, el derecho a elegir su propio gobierno. Pero resultó, dice Spencer, que esto no bastó puesto que la igualdad política no suprime los intereses antagonistas de las varias clases. Y así llegó Spencer a la conclusión de que la humanidad contemporánea está todavía lejos de garantizar a los hombres la verdadera igualdad de derechos (352).

No me ocuparé aquí de sus ideas sobre los derechos de los ciudadanos. En este punto Spencer profesaba opiniones atrasadas: así, por ejemplo, negaba los derechos políticos a la mujer. Lo que nos interesa en este momento, son sus ideas sobre el concepto general del Estado. El Estado -dice- ha sido creado por la guerra. Allí donde no ha habido guerra no ha habido gobierno. Todo gobierno, todo poder, debe su origen a la guerra. Por supuesto -agrega- en la formación del poder del Estado ha representado un gran papel, no solamente la necesidad de tener un jefe para la guerra, sino la necesidad de poseer un juez para los pleitos que puedan surgir entre las tribus y clanes. Así lo ha reconocido Spencer, pero en la formación del Estado atribuía la máxima importancia a los motivos bélicos (11). Además afirmó que por medio de una guerra duradera se convierte el poder gubernamental en una dictadura militar.

A pesar de sus ideas, a menudo reaccionarias, el pensamiento de Spencer llegó a veces muy lejos -mucho más lejos que muchos de nuestros estadistas avanzados y hasta comunistas- en la protesta contra el poder ilimitado del Estado al disponer de la persona y de la libertad de los ciudadanos. En sus Principios de la Ética el pensador inglés ha dedicado unas páginas muy ricas de ideas al papel y a la significación del Estado. En este punto Spencer es un continuador de Godwin, que es el primer teórico de la doctrina antiestatista calificada hoy día de anarquismo.

Cuando los pueblos de Europa -escribió Spencer- se reparten entre ellos las tierras del globo habitadas por razas inferiores, manifestando una indiferencia cínica ante las reivindicaciones de estos pueblos, sería inútil esperar que los gobiernos europeos se preocupen de los intereses de los ciudadanos ... En tanto la gente está convencida de que la fuerza tiene derecho a saquear las tierras y bienes ajenos, en el interior del país continuará la sumisión y opresión de los individuos aislados por parte del Estado y en nombre de la voluntad colectiva.

Tratar de este modo la personalidad humana es una supervivencia del pasado. Las sociedades cultas aspiran a que cada uno pueda satisfacer sus necesidades sin impedir a los demás que satisfagan las suyas propias. Y Spencer llega a la conclusión de que el papel del Estado debe consistir tan sólo en garantizar la justicia. Toda actividad que sobrepase la justicia va contra ella.

Naturalmente, dice Spencer, durante largo tiempo resultarán vanas las voces de los que insisten para que sea limitada la intervención de los gobiernos en la vida de los pueblos. Sin embargo dedicó tres capítulos de su obra al examen de los límites de los deberes del Estado. Al concluir su estudio, Spencer trata de probar hasta qué punto es absurda la pretensión de los legisladores de suprimir, mediante las leyes, la variedad de los caracteres humanos; aun en nuestros tiempos, dice, se emplean, para llegar a la uniformidad, medios criminales, como los que se emplearon en otra época para imponer a los hombres tal o cual fe, lo que no impide a los pueblos cristianos, con sus innumerables iglesias y su clero, ser tan bélicos y agresivos como los salvajes. Afortunadamente, la vida conduce a la elaboración de un tipo humano superior.

Desgraciadamente Spencer no ha señalado en sus Principios de la Ética, qué es lo que mantiene en la sociedad cóntemporánea la avidez y el deseo de riquezas realizado a costa de los pueblos atrasados: no ha dicho nada acerca del hecho de que en las sociedades civilizadas existe una amplia posibilidad de explotar, incluso en Inglaterra, su país, el trabajo de las gentes pobres, las cuales están obligadas a vender ese trabajo y a venderse a sí mismas para no perecer con sus familias de hambre; debido a esta posibilidad, que es la base de la sociedad contemporánea, el trabajo humano está tan mal organizado, se pierde y se derrocha tanta actividad que la productividad en la agricultura y en la industria es muy reducida.

El trabajo de los obreros y campesinos es tan poco apreciado en nuestra época que los obreros han tenido que mantener una lucha larga y durísima para conseguir en las fábricas la introducción de un cierto contralor gubernativo y unas medidas legales para proteger a los trabajadores contra los accidentes del trabajo, mutilaciones por las máquinas, asfixia por gases nocivos, etc.

Con todo que Spencer fue un crítico muy atrevido en el terreno político, en el económico su obra es indecisa y tímida; como sus amigos del campo político liberal, protestó tan sólo contra el monopolio de la tierra. Quizás por temor de la revolución no se atrevió a protestar contra la explotación del trabajo humano.

Spencer ha consagrado las dos últimas partes de sus Principios de la Ética a la moral de la vida social, subdividiéndolas en dos seciones que ha llamado Beneficencia positiva y Beneficencia negativa.

Ya en los comienzos de su obra, Spencer hace constar que la sola justicia no hubiera bastado para la vida de la sociedad y que hay que añadir a la justicia aquellos actos que realiza el hombre en bien de los demás o de la sociedad y por los cuales no espera recompensa alguna.

Calificó Spencer estos actos de beneficencia o de generosidad y señaló el hecho curioso de que muchas personas ya no distinguen entre lo que se puede exigir de los hombres y lo que debe considerarse como un beneficio (269 y 389).

Esta confusión inquietaba a Spencer y escribió con gusto, con este motivo, contra las reivindicaciones contemporáneas de las masas trabajadoras que a su juicio conducen a la degeneración y a lo que es peor aun, al comunismo y al anarquismo. La igualdad de sueldos y jornales -escribió- conduce al comunismo: luego viene la teoría de Ravachol, según la cual cada uno puede apoderarse de lo que le gusta y suprimir a todo lo que se presenta en el camino. Aquí empieza ya el anarquismo y la lucha ilimitada por la vida, como entre los salvajes. Todo esto obedece, según Spencer, a que los hombres no distinguen entre la justicia y la beneficencia (390).

Es necesario, dice, dulcificar la ley del exterminio de los menos adaptados; pero esto debe ser obra de la beneficencia privada y no del Estado.

En estas cuestiones Spencer no es ya un pensador, sino que se coloca en el punto de vista del hombre ordinario. Olvida que si mucha gente no puede vivir con lo que gana obedece a la usurpación del poder en las sociedades contemporáneas y a la legislación de clase -lo que por otra parte reconoce el mismo Spencer en otro lado de su obra, al protestar contra la usurpación de las tierras en Inglaterra por sus actuales poseedores. Pero afirmó, de todos modos, que se exige demasiado en la Europa contemporánea a la legislación en favor de las masas trabajadoras. Y empeñándose en distinguir lo que se debe a las masas de lo que puede dárseles por sentimiento benéfico, olvidó que la miseria del pueblo y su reducida productitvidad obedecen precisamente a la mala organización económica establecida por la legislación.

No cabe duda de que en este punto Spencer ha estado mal inspirado por su falso concepto de la lucha por la existencia. Veía en ella sólo el exterminio de los menos adaptados mientras que su rasgo característico es la supervivencia de los más capaces a las condiciones variables de la vida. La diferencia de estas dos ideas, como ya he señalado, es enorme (12). En un caso, el explorador ve la lucha entre los individuos del mismo grupo -o mejor dicho no la ve sino que se la figura-; en el otro caso ve la lucha contra los elementos hostiles de la naturaleza o bien contra las demás especies animales, la cual se efectúa en grupos unidos y mediante la ayuda mutua. Todo explorador capaz de valorizar y observar fielmente la vida real de los animales, como Brehm, que Darwin calificó de gran naturalista, comprende la enorme importancia de la sociabilidad en la lucha por la existencia. Comprende que los animales o grupos que mejor se adaptan a las condiciopes variables de vida no son sólo los más fuertes físicamente, sino los más dotados de instintos sociales, lo que por otra parte, como ha observado Darwin (13), favorece el desarrollo de las capacidades intelectuales.

Esto no lo vió Spencer. Y aunque en sus dos artículos publicados en 1890 en la revista Nineteenth Century corrigió el error, al señalar la sociabilidad y su papel entre los animales, sin embargo toda la estructura de su Ética sufrió por causa de la falsedad de sus premisas.




Notas

(1) De acuerdo con este concepto general de la Filosofía, Spencer publicó bajo el título general de Filosofía Sintética, las obras siguientes:

Los primeros principios, Principios de la Biología, Principios de la Psicología, Principios de la Sociología y tan sólo más tarde Principios de la Ética.

(2) Véase la primera edición de De la Justicia Política. En la segunda edición las ideas comunistas del autor fueron suprimidas probablemente debido a las persecuciones realizadas contra los amigos políticos de Godwin.

(3) Véase su obra, The proper Sphers of Government.

(4) Expongo casi verbalmente lo que Spencer escribió en el prólogo de 1893 sobre el contenido de su Estática Social y de sus Príncípios de la Étíca. Esto prueba que concibió su Ética evolucionista antes de la publicación de la obra de Darwin, El orígen de las especies. Pero no cabe duda que las ideas de Augusto Comte ejercieron mucha influencia sobre las de Spencer.

(5) La adaptación integral de los actos a lo que es necesario para el mantenimiento de la vida personal y la educación de los hijos, de tal modo que los demás puedan hacer lo mismo, supone, según Spencer, la disminución y supresión de la guerra entre los miembros de la sociedad.

(6) Principios de la Ética, parte 1, 16.

(7) Principios de la Etica. 18-23 del cap. 1.

(8) Sidgwick, al oponerse al hedonismo, es decir, a la doctrina que explica la moral por la aspiración al placer personal o social, afirmó que es imposible medir los placeres o los disgustos que pueden resultar de tal o cual acto, como afirmaba MilI. Spencer contestando a Sidgwick llegó a la conclusión de que este género de utilitarismo que calcula las consecuencias posibles de los actos no es más que el prólogo del utilitarismo racional. Poco a poco el medio para alcanzar la felicidad se transforma en finalidad moral. Los actos buenos se convierten en costumbres y el hombre ya no debe preguntarse en cada caso aislado: ¿qué me proporcionará más placer, ayudar al hombre que está en peligro o no ayudarlo? Muchos actos de la conducta han pasado ya a ser la costumbre misma.

(9) He aquí los títulos de esos capítulos: Relatividad de los dolores y placeres, El egoísmo contra el altruismo, El altruismo contra el egoísmo, Reflexión y compromiso, El acuerdo.

(10) El capitulo que Spencer dedica a esta cuestión merecería que lo reprodujéramos enteramente pero es demasiado largo. Del problema de la justicia, Spencer se preocupa también en el cap. IX, cuando contesta las observaciones de Sidgwick contra el hedonismo. En él, Spencer expuso que a medida que se desarrolla el hombre, los medios para la satisfacción de sus deseos se complican más y más. Con frecuencia persigue no el mismo objeto de sus deseos, como ciertos placeres o el enriquecimiento, sino los medios para alcanzarlos. Así se elabora, poco a poco, gracias a las inclinaciones a lo agradable, un utilitarismo racional que al desenvolverse en la vida busca un acuerdo con ciertos principios de la moral. Es falsa, nota Spencer, la afirmación de que la justicia es para nosotros inconcebible, como pensaba Bentham. Los pueblos primitivos no tienen una palabra que signifique felicidad, pero sí la tienen para significar justicia. Según Aristóteles: es injusto el que se apropia de más de lo que le pertenece y esta regla es estrictamente conservada y practicada aun por los salvajes más primitivos. En general Spencer tenía razón al afirmar que la justicia, como base de vida, es más concebible que la felicidad.

(11) Spencer se sirve de la palabra Estado para señalar todas las formas sociales, pero en realidad esta palabra debería aplicarse sólo a las sociedades centralizadas, y con un régimen jerárquico, que se formaron ya en Grecia, después de Filipo y Alejandro de Macedonia, en Roma hacia el fin de la República y en Europa a partir de los siglos XV y XVI. En cuanto a las federaciones de los pequeños pueblos a las ciudades libres de la Edad Media, con sus ligas nacidas en los siglos XI y XII, no puede decirse que fueran Estados sino federaciones, uniones, etc. Calificar de Estado a la Galia de los Merovingios, a las federaciones mongoles de los tiempos de Gengis Khan y, repitámoslo, a las ciudades libres de la Edad Media, no corresponde a la verdad. Para todas estas cuestiones véanse los capítulos V, VI y VII de mi libro La Ayuda Mutua.

(12) Véase mi libro La Ayuda Mutua.

(13) Darwin, en su libro El origen del hombre, ha cambiado mucho sus ideas sobre la lucha por la existencia expresadas anteriormente en El origen de las especies.


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