Índice de Las reglas del método sociológico de Émile DurkheimCapítulo segundoCapítulo cuartoBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO TERCERO

REGLAS RELATIVAS A LA DISTINCIÓN DE LO NORMAL Y LO PATOLÓGICO

La observación, conducida de acuerdo con las reglas precedentes, confunde dos órdenes de hechos, muy desiguales en ciertos aspectos: los que son todo lo que deben ser y los que deberían ser de otra manera de como son, los fenómenos normales y los fenómenos patológicos. Hemos visto que incluso era necesario incluirlos igualmente en la definición con que debe comenzar toda investigación. Pero si en ciertos aspectos son de la misma naturaleza, no dejan por ello de constituir dos variedades diferentes que conviene distinguir. ¿Dispone la ciencia de medios que permitan hacer esta distinción?

La cuestión es de la mayor importancia; porque de la solución que se le conceda depende la idea que nos hagamos del papel que corresponde a la ciencia, sobre todo a la ciencia del hombre. De acuerdo con una teoría, cuyos partidarios se reclutan en las escuelas más diversas, la ciencia no nos enseñaría nada respecto de lo que debemos querer. No conoce, se dice, más que hechos que tienen, todos ellos, el mismo valor y el mismo interés; los observa, los explica, pero no los juzga; para ella no hay nada que sea censurable. El bien y el mal no existen según ella. Nos puede decir cómo las causas producen sus efectos, no qué fines se deben perseguir. Para saber, no ya lo que es, sino lo que es deseable, es preciso recurrir a las sugestiones de lo inconsciente, lIámesele como se quiera, sentimiento, instinto, impulso vital, etc. La ciencia, dice un escritor ya citado, puede muy bien iluminar el mundo, pero deja la noche en los corazones; es al corazón al que corresponde encender su propia luz. La ciencia se encuentra así destituida, o casi destituida, de toda eficacia práctica y, por consiguiente, no tiene mucha razón de ser; porque ¿de qué sirve trabajar para conocer lo real, si el conocimiento que adquirimos no puede servirnos en la vida? ¿Se dirá que, al revelarnos las causas de los fenómenos, nos suministra los medios de producirlos a nuestro antojo y, por ello, de realizar los fines que persigue nuestra voluntad por razones supracientíficas? Pero todo medio es, en sí mismo, un fin; porque para ponerlo en práctica es preciso quererlo como el fin cuya realización prepara ese medio. Hay siempre varios caminos que llevan a un fin dado; por tanto, hay que elegir entre ellos. Ahora bien, si la ciencia no puede ayudarnos en la elección del mejor fin, ¿cómo podría enseñarnos cuál es el camino mejor para conseguirlo? ¿Por qué nos iba a recomendar el camino más rápido con preferencia al más económico, el más seguro antes que el más sencillo, o a la inversa? Si no puede guiarnos en la determinación de los fines superiores, no será menos impotente cuando se trate de estos fines secundarios y subordinados, llamados medios.

Es verdad que el método ideológico permite eludir este misticismo y, por otra parte, es el deseo de eludirlo el que contribuye, en parte, a la persistencia de este método. Los que lo han practicado eran, en efecto, demasiado racionalistas para admitir que la conducta humana no tuviese necesidad de ser dirigida por la reflexión; y sin embargo, no veían en los fenómenos, tomados en sí mismos e independientemente de todo acto subjetivo, nada que permitiese clasificarlos de acuerdo con su valor práctico. Parecía entonces que el único medio de juzgarlos fuese relacionarlos con algún concepto que los dominase; desde luego, el empleo de nociones que presidieran la comprobación de los hechos en lugar de derivar de ellos se volvía indispensable en toda sociología racional. Pero sabemos que en estas condiciones la práctica se hace reflexiva y que la reflexión así empleada no es científica.

El problema que acabamos de plantear va a permitirnos reivindicar el derecho de la razón sin caer en la ideología. En efecto, para las sociedades como para los individuos, la salud es buena y deseable; la enfermedad, por el contrario, es una cosa mala que debe ser evitada. Si entonces encontramos un criterio objetivo, inherente a los hechos mismos, que nos permita distinguir científicamente la salud de la enfermedad en los diversos órdenes de fenómenos sociales, la ciencia se encontrará en condiciones de iluminar la práctica mientras continúa fiel a su propio método. Sin duda, como ella no logra ahora alcanzar al individuo, no puede suministrarnos más que indicaciones generales que no se pueden diversificar de un modo conveniente más que si entra directamente en contacto con lo particular mediante la sensación. El estado de salud, tal como ella lo puede definir, no convendría exactamente a ningún sujeto individual, puesto que no puede ser establecido más que con relación a las circunstancias más comunes, de las que todo el mundo se aparta más o menos; pero no deja de ser un punto de referencia precioso para orientar a la conducta. Del hecho de que haya que adaptarlo después a cada caso especial, no se sigue que no haya ningún interés en conocerlo. Por el contrario, es la norma que debe servir de base a todos nuestros razonamientos prácticos. En estas condiciones, ya no se tiene el derecho de decir que el pensamiento es inútil a la acción. Entre la ciencia y el arte ya no hay un abismo, sino que se pasa de la una al otro sin solución de continuidad. Es verdad que la ciencia no puede descender a los hechos más que por medio del arte, pero el arte no es más que la prolongación de la ciencia. Todavía nos podemos preguntar si la insuficiencia práctica de esta última no debe ir disminuyendo a medida que las leyes que ella establece vayan expresando de una manera cada vez más completa la realidad individual.


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El sufrimiento es considerado vulgarmente como el índice de la enfermedad, y es cierto que, en general, existe una relación entre estos dos hechos, pero una relación que carece de constancia y precisión. Hay graves enfermedades que no son dolorosas, mientras que molestias sin importancia, como las que resultan de la introducción de un pequeño trozo de carbonilla en el ojo, causan un verdadero suplicio. Incluso, en algunos casos, es la ausencia de dolor, o más aún, el placer, los que son síntomas de la enfermedad. Hay cierta falta de vulnerabilidad que es patológica. En circunstancias en que un hombre sano sufriría, ocurre que el neurasténico experimenta una sensación de alegría cuya naturaleza mórbida es indiscutible. A la inversa, el dolor acompaña a muchos estados, como el hambre, la fatiga, el parto, que son fenómenos puramente fisiológicos.

¿Diremos que la salud, que consiste en un favorable desarrollo de las fuerzas vitales, se reconoce por la perfecta adaptación del organismo a su medio, y llamaremos, por el contrario, enfermedad a todo lo que turbe esta adaptación? Pero en primer lugar -tendremos que volver sobre este punto más adelante- no está del todo demostrado que cada estado del organismo este en correspondencia con algún estado externo. Además, y aun cuando este criterio fuese verdaderamente distintivo del estado de salud, tendría necesidad de otro criterio para poder ser reconocido; porque sería necesario, en todo caso, decirnos de acuerdo con qué principio se puede decidir que tal forma de adaptarse es más perfecta que tal otra.

¿Es acaso según la forma en que la una y la otra afectan a nuestras probabilidades de sobrevivir? La salud sería el estado de un organismo en que sus posibilidades son máximas y la enfermedad, por el contrario, todo lo que tiene por efecto disminuirlas. No hay la menor duda, en efecto, de que, en general, la enfermedad tiene por consecuencia una debilitación del organismo. Sólo que ella no es la única que produce este resultado. Las funciones de reproducción, en ciertas especies inferiores, llevan consigo fatalmente la muerte, e incluso en las especies más elevadas dan lugar a riesgos. Sin embargo, son normales. La vejez y la infancia tienen los mismos efectos; porque el viejo y el niño son más accesibles a las causas de destrucción. ¿Son entonces enfermedades y no hay que admitir otro tipo sano que el del adulto? ¡He ahí el dominio de la salud y de la fisiología singularmente reducido! Si, por otra parte, la vejez es por sí misma una enfermedad, ¿cómo distinguiremos al viejo sano del viejo enfermo? Siguiendo el mismo punto de vista, habrá que clasificar la menstruación entre los fenómenos mórbidos; porque, por las molestias que determina, aumenta la propensión de la mujer a la enfermedad. ¿Cómo calificar, sin embargo, de enfermo un estado cuya ausencia o cuya desaparición prematura constituyen indiscutiblemente un fenómeno patológico? Se razona sobre esta cuestión como si, en un organismo sano, cada detalle, por así decirlo, tuviese un papel útil que desempeñar; como si cada estado interno respondiese exactamente a alguna condición externa y, por ello, contribuyese a asegurar por su parte el equilibrio vital y a disminuir las posibilidades de muerte. Por el contrario, es legítimo suponer que ciertos arreglos anatómicos funcionales no sirven directamente a nada, sino que son sencillamente porque son, dadas las condiciones generales de vida. Por tanto, no se les podría tachar de mórbidos; porque la enfermedad es, ante todo, alguna cosa evitable que no está implicada en la constitución regular del ser vivo. Ahora bien, puede ocurrir que, en lugar de fortificar al organismo, disminuyan su fuerza de resistencia y, por consiguiente, aumenten los riesgos mortales.

Por otra parte, no es seguro que la enfermedad tenga siempre el resultado en función del cual se la quiere definir. ¿No hay cierto número de afecciones que son demasiado ligeras para que podamos atribuirles una influencia sensible sobre las bases vitales del organismo? Incluso entre las más graves, hay algunas cuyas consecuencias no tienen nada de molesto, si sabemos luchar contra ellas con las armas que tenemos. El enfermo del estómago que sigue un buen tratamiento puede vivir tantos años como el hombre sano. No hay duda que está obligado a cuidarse; pero ¿no estamos todos igualmente obligados a ello, o se puede conservar la vida de otra manera? Cada uno de nosotros tiene su higiene; la del enfermo no se parece en nada a la que practica la generalidad de los hombres de su tiempo y de su medio; pero es la única diferencia que hay entre ellos desde este punto de vista. La enfermedad no nos deja siempre desamparados, en un estado de inadaptación irremediable, nos obliga solamente a adaptarnos de otra manera que la mayor parte de nuestros semejantes. ¿Quién nos dice incluso que no existan enfermedades que, finalmente, no resulten útiles? La viruela que inoculamos con la vacuna es una verdadera enfermedad que nosotros nos proporcionamos voluntariamente, y, sin embargo, aumenta nuestras probabilidades de sobrevivir. Quizás haya muchos otros casos en que la molestia causada por la enfermedad sea insignificante al lado de las inmunidades que confiere.

En fin, y sobre todo, este criterio es inaplicable la mayoría de las veces. Es posible establecer muy bien, en rigor, que la mortalidad más baja que se conoce se encuentre en tal grupo determinado de individuos; pero no es demostrable que no podría haberla más baja. ¿Quién nos dice que no son posibles otros arreglos que tendrían por efecto disminuirla todavía? Este minimum de hecho no es entonces la prueba de una adaptación perfecta ni, en consecuencia, el índice sobre el estado de salud, si se le relaciona con la definición precedente. Además, un grupo de esta naturaleza es muy difícil de constituir y aislar de todos los demás, como sería necesario para que se pudiese observar la constitución orgánica, de la cual él goza por un privilegio y es la causa supuesta de esta superioridad. A la inversa, si bien cuando se trata de una enfermedad cuyo desenlace es generalmente mortal, es evidente que las probabilidades que tiene el ser de sobrevivir están disminuidas, la prueba es singularmente difícil cuando la enfermedad no ocasiona inmediatamente la muerte. No hay, en efecto, más que una manera objetiva de probar que seres colocados en condiciones definidas tengan menos probabilidades de sobrevivir que otros y esta prueba es hacer ver que, en realidad, la mayor parte de ellos viven menos tiempo. Ahora bien, si en los casos de enfermedades puramente individuales esta demostración es posible con frecuencia, en sociología es completamente imposible. Porque no tenemos aquí el punto de referencia de que dispone el biólogo; a saber, la cifra de mortalidad media. No podemos ni siquiera distinguir con cierta aproximación en qué momento nace una sociedad y en qué momento muere. Todos estos problemas que, incluso en biología, distan mucho de estar resueltos, se hallan todavía envueltos en el misterio para el sociólogo. Por otra parte, los acontecimientos que se producen en el curso de la vida social y que se repiten casi idénticamente en todas las sociedades del mismo tipo son mucho más variados para que sea posible determinar en qué medida puede haber contribuido uno de ellos a acelerar el desenlace final. Cuando se trata de individuos, como son muy numerosos, se puede elegir a los que se va a comparar, de manera que no tengan en común más que una sola anomalía y la misma anomalía; ésta se encuentra de este modo aislada de todos los fenómenos concomitantes y, por ello, se puede estudiar la naturaleza de su influencia sobre el organismo. Si, p. ej., un millar de reumáticos, por muestreo al azar, presentan una mortalidad sensiblemente superior a la media, hay motivos para atribuir este resultado al reumatismo. Pero en sociología, como cada especie social no tiene más que un pequeño número de individuos, el campo de comparaciones es demasiado restringido para que sean demostrativos los agrupamientos de esta clase.

Ahora bien, a falta de esta prueba de hecho, no hay otro recurso posible que los razonamientos deductivos, cuyas conclusiones no pueden tener otro valor que el que ofrecen las presunciones subjetivas. Se demostrará no que tal acontecimiento debilita realmente el organismo social, sino que debe producir este efecto. Para ello, se hará ver que no puede dejar de llevar consigo tal o cual consecuencia que se juzga fastidiosa para la sociedad y, por ello, se le declara mórbido. Pero suponiendo que engendre, en efecto, esta consecuencia, puede ocurrir que los inconvenientes que presente sean compensados, con mucho, por ventajas que no se perciben. Además, sólo hay una razón que pueda permitirnos calificar de funesta esta consecuencia, y es que perturba el desarrollo normal de las funciones. Pero tal prueba supone que el problema está ya resuelto; porque no es posible más que si se ha determinado previamente en qué consiste el estado normal y, por consiguiente, si se sabe mediante qué signo se le puede reconocer. ¿Intentaremos construirlo en su integridad y a priori? No es necesario mostrar lo que puede valer tal construcción. Vemos cómo sucede que en sociología, como en historia, los mismos acontecimientos son calificados, según los sentimientos personales de los sabios, de saludables o de desastrosos. Así ocurre sin cesar que un teórico incrédulo señala, en los restos de fe que sobreviven al hundimiento general de las creencias religiosas, un fenómeno mórbido, mientras que, para el creyente, es la propia incredulidad la que constituye hoy día la gran enfermedad social. De la misma manera, para el socialista, la organización económica actual es un hecho de teratología social, mientras que para el economista ortodoxo, son precisamente las tendencias socialistas las que merecen por excelencia el calificativo de patológicas. Y cada uno encuentra en apoyo de su opinión silogismos que considera bien fundados.

El defecto común de todas estas definiciones es que quieren alcanzar prematuramente la esencia de los fenómenos. Además, suponen la existencia de proposiciones que, ciertas o no, no pueden ser probadas más que si la ciencia se halla ya suficientemente avanzada. Por tanto, se trata de observar la regla que hemos establecido anteriormente. En lugar de pretender de buenas a primeras determinar las relaciones del estado normal y de su contrario con las fuerzas vitales, busquemos sencillamente algún signo exterior, perceptible de inmediato, pero objetivo, que nos permita reconocer y distinguir estos dos órdenes de hechos.

Todo fenómeno sociológico, como todo fenómeno social, es susceptible, permaneciendo esencialmente el mismo, de revestir formas diferentes según los casos. Ahora bien, entre estas formas las hay de dos clases. Unas son generales en toda la extensión de la especie; se encuentran, si no en todos los individuos, al menos en la mayor parte de ellos, y si no se repiten de la misma manera en todos los casos en que se observan, sino que varían de un sujeto a otros, estas variaciones están comprendidas entre límites muy aproximados: Hay otras, por el contrario, que son excepcionales; no sólo no se encuentran más que en la minoría, sino que allá donde se producen ocurre con frecuencia que no duran toda la vida del individuo. Son una excepción tanto en el tiempo como en el espacio (1). Estamos, por tanto, en presencia de dos variedades distintas de fenómenos, que deben ser designadas con palabras diferentes. Llamaremos normales a los hechos que presenten las formas más generales y daremos a los otros el nombre de mórbidos o de patológicos. Si se conviene en nombrar tipo medio al ser esquemático que se constituiría uniendo en un mismo todo, en una especie de individualidad abstracta, los caracteres más frecuentes en la especie con sus formas más frecuentes, se podrá decir que el tipo normal se confunde con el tipo medio y que toda desviación con relación a esta marca de la salud es un fenómeno mórbido. Es verdad que el tipo medio no podría determinarse con la misma nitidez que un tipo individual, puesto que sus atributos constitutivos no son absolutamente fijos, sino que son susceptibles de variar. Pero que puede ser constituida es lo que no se puede poner en duda, puesto que es la materia inmediata de la ciencia, porque se confunde con el tipo genérico. Lo que estudia el fisiólogo son las funciones del organismo medio y lo mismo pasa con el sociólogo. Una vez que se sabe reconocer las especies sociales y distinguirlas -no tratamos la cuestión con más amplitud- es siempre posible encontrar cuál es la forma más general que presenta un fenómeno en una especie determinada.

Se ve que un hecho no puede calificarse de patológico más que con relación a una especie dada. Las condiciones de la salud y la enfermedad no son definibles in abstracto y de una manera absoluta. La regla no es controvertida en biología; jamás se le ha ocurrido a nadie que lo que es normal para un molusco lo sea también para un vertebrado. Cada especie tiene su salud peculiar, porque posee su tipo medio que le es propio, y la salud de las especies más bajas no es menor que la de las más elevadas. El mismo principio se aplica a la sociología, aunque sea muchas veces olvidado. Es preciso renunciar a la costumbre, todavía muy extendida, de juzgar una institución, una práctica, una máxima moral, como si fuesen buenas o malas en sí mismas y por sí mismas para todos los tipos sociales indistintamente.

Puesto que el punto de referencia con relación al cual se puede juzgar el estado de salud o de enfermedad varía con las especies, puede variar también para una sola y para la misma especie, si ésta llega a cambiar. Es así como, desde el punto de vista puramente biológico, lo que es normal para el salvaje no lo es siempre para el civilizado y recíprocamente (2). Hay sobre todo un orden de variaciones que debemos tener en cuenta porque se producen de un modo regular en todas las especies; son las que se refieren a la edad. La salud del viejo no es la del adulto, de la misma manera que ésta no es la del niño; y ocurre lo mismo en las sociedades (3). Por tanto, un hecho social no puede llamarse normal para una especie social determinada más que con relación a una fase, igualmente determinada, de su desarrollo; por consiguiente, para saber si tiene derecho a esta denominación, no basta con observar bajo qué forma se presenta en la generalidad de las sociedades que pertenecen a esta especie, es preciso además tener cuidado de considerarlas en la fase correspondiente de su evolución.

Parece que nos limitábamos sencillamente a una definición de palabras; porque no hemos hecho nada más que agrupar los fenómenos de acuerdo con sus semejanzas Y sus diferencias e imponer nombres a los grupos así formados. Pero en realidad los conceptos que hemos constituido así, aunque tienen la gran ventaja de ser identificables por caracteres objetivos Y fácilmente perceptibles, no se alejan de la noción que nos formamos comúnmente de la salud y de la enfermedad. La enfermedad, en efecto, ¿no es concebida por todo el mundo como un accidente que la naturaleza del ser vivo lleva consigo, sin duda alguna, pero que ella no engendra de ordinario? Es lo que los filósofos antiguos expresaban al decir que ella no se deriva de la naturaleza de las cosas, que es el producto de una especie de contingencia inmanente de los organismos. Tal concepción es seguramente la negación de toda ciencia; porque la enfermedad no tiene nada que sea más milagroso que la salud; está fundada igualmente en la naturaleza de los seres. Sólo que no está fundada en su naturaleza normal; no está implicada en su temperamento ordinario ni ligada a las condiciones de existencia de que los seres dependen generalmente. A la inversa, para todo el mundo, el tipo de la salud se confunde con el de la especie. No se puede incluso concebir, sin contradicción, una especie que por sí misma y en virtud de su constitución fundamental, estuviese irremediablemente enferma. Ella es la norma por excelencia y, por consiguiente, no podría contener nada que fuese anormal.

Es verdad que, corrientemente, se entiende también por salud un estado preferible en general a la enfermedad. Pero esta definición está contenida en la anterior. Si, en efecto, los caracteres cuya concurrencia forma el tipo normal han podido generalizarse en una especie, ello no es sin motivo. Esta generalidad es un hecho que tiene que ser explicado y que, para ello, reclama una causa. Ahora bien, esa generalidad sería inexplicable si las formas de organización más extendidas no fuesen también las más avanzadas, al menos en su conjunto. ¿Cómo hubieran podido mantenerse en una variedad tan grande de circunstancias si no pusieran al individuo en condiciones de resistir mejor las causas de destrucción? Por el contrario, si las otras son más raras, es evidente que, en la generalidad de los casos, los sujetos que las presentan tienen más dificultades para sobrevivir. La frecuencia mayor de las primeras es por tanto la prueba de su superioridad (4).


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Esta última observación nos da incluso un medio de controlar los resultados del método precedente.

Puesto que la generalidad que caracteriza exteriormente a los fenómenos normales es un fenómeno explicable, hay lugar a intentar explicarla, una vez que ha sido establecida directamente por la observación. Sin duda, se puede tener la seguridad por adelantado de que no carece de causa, pero es mejor saber exactamente cuál es esta causa. El carácter normal del fenómeno será, en efectó, más indiscutible si se demuestra que el signo exterior que lo había revelado al principio no es puramente aparente, sino que está fundado en la naturaleza de las cosas; si, en una palabra, se puede erigir esta normalidad de hecho en una normalidad de derecho. Esta demostración, por lo demás, no consistirá siempre en hacer ver que el fenómeno es útil al organismo, aunque así sea frecuentemente por las razones que acabamos de decir; pero puede ocurrir también, como hemos observado anteriormente, que un arreglo, ordenamiento o coordinación, sea normal sin servir para nada, simplemente porque está implicado de un modo necesario en la naturaleza del ser. Así, acaso fuera útil que el parto no determinase trastornos tan violentos en el organismo femenino; pero ello es imposible. Por consiguiente, la normalidad del fenómeno se explicará solamente por el hecho de que esté unido a las condiciones de existencia de la especie considerada bien como un efecto mecánicamente necesario de estas condiciones, bien como un medio que permita a los organismos adaptarse a ellas (5).

Esta prueba no es simplemente útil a título de control. No hay que olvidar, en efecto, que si hay interés en distinguir lo normal de lo anormal, es principalmente con el fin de iluminar la práctica. Ahora bien, para obrar con conocimiento de causa, no basta con saber lo que debemos querer, sino por qué debemos quererlo. Las proposiciones científicas relativas al estado normal serán aplicables más inmediatamente a los casos particulares cuando ellas vayan acompañadas de sus razones; porque entonces se podrá reconocer mejor en qué casos conviene modificarlas al aplicarlas y en qué sentido.

Hay incluso circunstancias en que esta comprobación es rigurosamente necesaria, porque si se empleara sólo el primer método podría inducir a error. Es lo que ocurre a los períodos de transición en que toda la especie está a punto de evolucionar sin haberse fijado todavía definitivamente bajo una forma nueva. En este caso el único tipo normal que sea realizado desde ahora y expresado en los hechos es el del pasado, y sin embargo no está ya en relación con las nuevas condiciones de existencia. Un hecho puede persistir así en toda la extensión de la especie, aunque ya no responda a las exigencias de la situación. Por consiguiente, ya no hay más que las apariencias de la normalidad; porque la generalidad que presenta no es ya más que una etiqueta engañosa, puesto que no manteniéndose más que por la fuerza ciega del hábito, ella ya no es indicio de que el fenómeno observado está ligado estrechamente a las condiciones generales de la existencia colectiva. Esta dificultad es, por otra parte, peculiar de la sociología. No existe, por así decirlo, para el biólogo. En efecto, es muy raro que las especies animales necesiten tomar formas imprevistas. Las únicas modificaciones normales por las que ellas pasan son aquellas que se reproducen regularmente en cada individuo, principalmente bajo la influencia de la edad. Por lo tanto, son conocidas o pueden serlo, puesto que se hallan ya realizadas en una multitud de casos; en consecuencia, se puede saber en cada momento del desarrollo del animal, e incluso en los períodos de crisis, en qué consiste el estado normal. Ocurre así todavía en sociología para las sociedades que pertenecen a las especies inferiores. Porque como muchas de ellas han cubierto ya todo el camino, la ley de su evolución normal está, o puede ser, establecida. Pero cuando se trata de sociedades más elevadas y más recientes, esta ley es desconocida por definición, puesto que ellas no han recorrido todavía toda su historia. El sociólogo puede encontrarse así perplejo para saber si un fenómeno es o no normal, ya que le falta todo punto de referencia.

Saldrá de su perplejidad obrando como acabamos de decir. Después de haber establecido mediante la observación que el hecho es general, rastreará las condiciones que han determinado esta generalidad en el pasado e investigará a continuación si se dan todavía esas condiciones en el presente o si, por el contrario, han cambiado. En el primer caso tendrá derecho a tratar el fenómeno como normal y, en el segundo, a negarle este carácter. Por ejemplo, para saber si el estado económico actual de los pueblos europeos, con la ausencia de organización (6) que les caracteriza, es o no anormal, se investigará lo que, en el pasado, ha dado nacimiento al mismo. Si estas condiciones son todavía aquellas en que nuestras sociedades están colocadas, es que esta situación es normal a pesar de las protestas que origine. Pero si ocurre, por el contrario, que está ligada a esta vieja estructura social que hemos calificado en otra parte de segmentaria (7) y que, después de haber sido el esqueleto esencial de las sociedades, va esfumándose cada vez más, deberá llegarse a la conclusión de que constituye ahora un estado mórbido, por universal que ella sea. De acuerdo con el mismo método se deberán resolver todas las cuestiones controvertidas de este género, como las que se refieren a saber si el debilitamiento de las creencias religiosas, o si el desarrollo de los poderes del Estado son o no fenómenos normales (8).

Sin embargo, este método no podría en ningún caso sustituir al precedente, ni siquiera ser empleado el primero. En primer lugar, plantea cuestiones de las que tendremos que hablar más adelante, que sólo pueden ser abordadas cuando se está ya bastante avanzado en la ciencia; porque implica, en suma, una explicación casi completa de los fenómenos, ya que da por determinadas bien sus causas o bien sus funciones. Ahora bien, importa que desde el principio de la investigación se puedan clasificar los hechos en normales y anormales, bajo reserva de algunos casos excepcionales, a fin de poder asignar a la fisiología su dominio y a la patología el suyo. Luego, para que un hecho se considere útil o necesario a fin de calificarlo como normal, hemos de relacionarlo con el tipo normal. De otra forma, se podría demostrar que la enfermedad se confunde con la salud, puesto que deriva necesariamente del organismo afectado por ella; sólo con el organismo medio no sostiene la misma relación. De la misma manera, la aplicación de un remedio útil al enfermo podría pasar por un fenómeno normal, mientras que es evidentemente anormal, porque es solamente en circunstancias anormales cuando tal aplicación tiene esta utilidad. Por lo tanto, no nos podemos servir de este método más que si el tipo normal ha sido constituido anteriormente y no puede haberlo sido más que por algún otro procedimiento. En fin y especialmente, si es cierto que todo lo que es normal es útil, a menos que sea necesario, es falso que todo lo que es útil sea normal. Podemos estar bien seguros de que los estados que se han generalizado en la especie son más útiles que los que han quedado como excepcionales; no de que ellos sean los más útiles que existen o puedan existir. No tenemos ningún motivo para creer que se han ensayado todas las combinaciones posibles en el curso de la experiencia y, entre las que no han sido jamás realizadas, pero que son concebibles, puede haberlas que sean más ventajosas que las que nosotros conocemos. La noción de lo útil desborda la noción de lo normal; la primera es a la última lo que el género es a la especie. Ahora bien, es imposible deducir lo mayor de lo menor, la especie del género. Pero se puede encontrar el género en la especie puesto que ella lo contiene. Por este motivo, una vez que se ha comprobado la generalidad del fenómeno, se pueden confirmar los resultados del primer método, haciendo ver cómo sirve el fenómeno (9). Podemos entonces formular las tres reglas siguientes:

Un hecho social es normal para un tipo social determinado, considerado en una fase determinada de su desarrollo, cuando se produce en la medida de las sociedades de esta especie, consideradas en la fase correspondiente de su evolución.

Se pueden comprobar los resultados del método precedente haciendo ver que la generalidad del fenómeno se relaciona con las condiciones generales de la vida colectiva en el tipo social considerado.

Esta comprobación es necesaria cuando este hecho se refiere a una especie social que no ha realizado todavía su evolución integral.


3

Estamos tan acostumbrados a zanjar con una palabra estas cuestiones difíciles y a decidir rápidamente de acuerdo con observaciones ligeras y a golpe de silogismos si un hecho social es o no normal, que acaso se juzgue este procedimiento inútil y complicado. Parece que no se necesitan tantas cosas para distinguir la enfermedad de la salud. ¿No hacemos tódos los días esta distinción? Es cierto, pero queda por saber si la hacemos bien. Lo que nos oculta las dificultades de estos problemas es que vemos que el biólogo los resuelve con relativa facilidad. Pero nos olvidamos de que le es mucho más fácil que al sociólogo percibir la forma en que cada fenómeno afecta a la fuerza de resistencia del organismo y determinar así el carácter normal o anormal con una exactitud que es prácticamente suficiente. En sociología, la complejidad y la movilidad mayor de los hechos obligan a tener muchas más precauciones, como lo prueban los juicios contradictorios de que es objeto el mismo fenómeno por parte de los distintos partidos. Para mostrar bien cuán necesaria es esta circunspección, veamos con algunos ejemplos los errores a que nos exponemos cuando no nos ceñimos a ella y bajo qué nueva luz aparecen los fenómenos más esenciales cuando se les trata metódicamente.

Si hay un hecho cuyo carácter patológico parece indiscutible, este hecho es el delito. Todos los criminalistas están de acuerdo en este punto. Aunque explican esta morbilidad de distintas maneras, se muestran unánimes en reconocerla. Sin embargo, el problema exigía que lo trataran con menos celeridad. Apliquemos, en efecto, las reglas precedentes. El delito no se observa solamente en la mayoría de las sociedades de tal o cual especie, sino en las sociedades de todos los tipos. No hay una en la que no haya criminalidad. Ésta cambia de forma, los actos así calificados no son en todas partes los mismos; pero en todos los sitios y siempre ha habido hombres que se conducían de forma que atraían sobre ellos la represión penal. Si al menos, a medida que las sociedades pasan de los tipos inferiores a los más elevados, el índice de criminalidad, es decir, la relación entre la cifra anual de delitos y la de población, tendiese a bajar, se podría creer que, aun siendo todavía un fenómeno normal, el delito tendía, sin embargo, a perder su carácter. Pero no tenemos ningún motivo que nos permita creer en la realidad de esta regresión. Antes bien, muchos hechos parecen demostrar la existencia de un movimiento en sentido inverso. Desde comienzos de siglo, la estadística nos facilita el medio de seguir la marcha de la criminalidad; ahora bien, ella ha aumentado en toda partes. En Francia, el aumento es casi del 300 %. Por tanto, no hay fenómeno que presente de manera más irrecusable todos los síntomas de normalidad, puesto que aparece estrechamente ligado a las condiciones de toda vida colectiva. Hacer del delito una enfermedad social sería admitir que la enfermedad no es una cosa accidental, sino, por el contrario, una cosa derivada en ciertos casos de la constitución fundamental del ser vivo; sería borrar toda distinción entre lo fisiológico y lo patológico. Sin duda, puede ocurrir que el propio delito tenga formas anormales; es lo que sucede cuando, por ejemplo, alcanza un índice exagerado. En efecto, no hay duda que este exceso es de naturaleza mórbida. Lo normal es sencillamente que haya criminalidad, con tal de que ésta alcance y no pase en cada tipo social cierto nivel que acaso no sea imposible fijar de acuerdo con las reglas precedentes (10).

Henos aquí en presencia de una conclusión bastante paradójica en apariencia. Porque no hay que equivocarse. Clasificar el delito entre los fenómenos de sociología normal no es sólo decir que es un fenómeno inevitable, aunque lamentable debido a la incorregible maldad de los hombres, es afirmar que es un factor de la salud pública, una parte integrante de toda sociedad sana. Este resultado es, en primer lugar, bastante sorprendente e incluso nos ha desconcertado durante largo tiempo. Sin embargo, una vez que se domina esta primera impresión de sorpresa, no es difícil encontrar las razones que explican esta normalidad y que, al mismo tiempo, la confirman.

En primer lugar, el delito es normal porque una sociedad exenta del mismo es del todo imposible.

El delito, lo hemos mostrado en otra parte, consiste en un acto que ofende ciertos sentimientos colectivos, dotados de una energía y de una nitidez particulares. Para que en una sociedad dada los actos calificados de criminales pudiesen dejar de ser cometidos, haría falta que los sentimientos que ellos hieren se encontrasen en todas las conciencias individuales sin excepción y con el grado de fuerza necesario para contener los sentimientos contrarios. Ahora bien, suponiendo que esta condición pudiera realizarse efectivamente, el delito no desaparecería por ello, tan sólo cambiaría de forma; porque la causa misma que cegaría así las fuentes de la criminalidad abriría inmediatamente otras nuevas.

En efecto, para que los sentimientos colectivos que protege el derecho penal de un pueblo en un momento determinado de su historia logren penetrar así en las conciencias que les estaban cerradas hasta entonces, o adquirir más dominio allí donde no tenían bastante, es preciso que adquieran una intensidad superior a la que tenían hasta entonces. Es necesario que la comunidad en su conjunto los sienta con más viveza, porque no pueden emplear en otra parte la fuerza mayor que les permita imponerse a los individuos que hasta ahora les eran muy refractarios. Para que desaparezcan los asesinos será necesario que el horror por la sangre vertida se vuelva mayor en las capas sociales donde éstos se reclutan; pero para eso es necesario que se haga mayor en toda la extensión de la sociedad. Por otra parte, la misma ausencia del delito contribuiría directamente a producir este resultado; porque un sentimiento parece mucho más respetable cuando es respetado siempre y de un modo uniforme. Pero no se presta atención al hecho de que estos estados fuertes de la conciencia común no se pueden reforzar así sin que los estados más débiles, cuya violación no daba lugar anteriormente más que a faltas puramente morales, sean a la vez reforzados, porque los últimos no son más que la prolongación, la forma atenuada de los primeros. Así, el robo y la sencilla falta de delicadeza sólo contrarían al mismo sentimiento altruista, el respeto de la propiedad ajena. Sólo que este sentimiento es ofendido más débilmente por uno de estos actos que por el otro; y como, por otra parte, no hay en la media de las conciencias una intensidad suficiente para sentir vivamente la más ligera de estas dos ofensas, la última es objeto de una major tolerancia. He aquí por qué se censura simplemente al indelicado mientras que el ladrón es castigado. Pero si este mismo sentimiento se hace más fuerte, hasta el punto de acallar en todas las conciencias la inclinación del hombre al robo, se volverá más sensible a las lesiones que, hasta entonces, no le tocaban más que ligeramente; reaccionará entonces contra ellas con más viveza; serán objeto de una reprobación más enérgica que haría pasar a algunas de ellas, de simples faltas morales que eran, a la categoría de delitos. Por ejemplo, los contratos leoninos o rigurosamente ejecutados, que no llevan consigo más que una censura pública o acaso reparaciones civiles, llegarán a ser delitos. Imaginaos una sociedad de santos, un claustro ejemplar y perfecto. Los delitos propiamente dichos serán allí desconocidos, pero las faltas que parecen veniales y vulgares levantarán el mismo escándalo que el delito ordinario en las conciencias ordinarias. Si entonces esta sociedad tiene poder de juzgar y castigar, calificará estos actos de criminales y los tratará como tales. Por esta misma razón el hombre completamente honrado juzga sus menores desfallecimientos morales con la severidad que la muchedumbre reserva a los actos verdaderamente delictivos. En otros tiempos las violencias contra las personas eran más frecuentes que hoy día porque el respeto a la dignidad humana era más débil. Como éste ha aumentado, estos delitos se han vuelto más raros; pero también, muchos actos que lesionaban este sentimiento han entrado en el derecho penal, del que antes no dependían (11).

Acaso se pregunte, para agotar todas las hipótesis lógicamente posibles, por qué esta unanimidad no se extiende a todos los sentimientos sin excepción; por qué incluso los más débiles no adquirirían energía suficiente para impedir toda disidencia. La conciencia moral de la sociedad se encontraría entonces completa en todos sus individuos con una vitalidad suficiente para impedir todo acto que la ofendiera, tanto las faltas puramente morales como los delitos. Pero una uniformidad tan universal y absoluta es radicalmente imposible, porque el medio físico inmediato en el cual cada uno de nosotros se haya colocado, los antecedentes hereditarios, las influencias sociales de que dependemos varían de un individuo a otro y, en consecuencia, las conciencias son distintas. No es posible que todo el mundo se parezca en este punto, puesto que cada uno tiene su propio organismo y estos organismos ocupan porciones diferentes del espacio. Por este motivo, incluso en los pueblos inferiores, en que la originalidad individual está muy poco desarrollada, esta originalidad no es nula. Por consiguiente, como no puede haber ninguna sociedad en que los individuos no diverjan más o menos del tipo colectivo, es inevitable también que entre estas divergencias haya algunas que presenten un carácter criminal. Porque lo que les confiere este carácter no es su importancia intrínseca, sino la importancia que les concede la conciencia común. Si ésta es más fuerte, si tiene bastante autoridad para hacer que estas divergencias sean muy débiles en valor absoluto, será también más sensible, más exigente y reaccionará contra las menores desviaciones con la energía que ella emplea sólo contra los disidentes más considerables; les atribuirá la misma gravedad, es decir, las considerará criminales.

El delito es, por tanto, necesario; se halla ligado a las condiciones fundamentales de toda vida social, pero por esto mismo es útil; porque estas condiciones de que él es solidario son indispensables para la evolución normal de la moral y del derecho.

En efecto, hoy día ya no es posible discutir que no solamente el derecho y la moral varían de un tipo social respecto de otro, sino también que cambian para un mismo tipo si se modifican las condiciones de la vida colectiva. Pero para que estas transformaciones sean posibles, es preciso que los sentimientos colectivos que constituyen la base de la moral no sean refractarios al cambio y que, por consiguiente, tengan sólo una energía moderada. Si fuesen demasiado fuertes, ya no serían plásticos. Todo ordenamiento, en efecto, es un obstáculo para una reorganización y esto tanto más cuanto más sólido y primitivo sea este ordenamiento. Cuanto más fuertemente acusada es una estructura, más resistencia opone a toda modificación y lo mismo ocurre tanto en los ordenamientos funcionales como en los anatómicos. Ahora bien, si no hubiese delitos, esta condición no se cumpliría; porque tal hipótesis supone que los sentimientos colectivos habrían llegado a un grado de intensidad sin ejemplo en la historia. Nada es bueno indefinidamente y sin limitación. Es preciso que la autoridad que tiene la conciencia moral no sea excesiva; en otro caso nadie se atrevería a contradecirla y ella plasmaría demasiado fácilmente en una forma inmutable. Para que pueda evolucionar, es preciso que pueda abrirse paso la originalidad individual; ahora bien, para que la conciencia del idealista que sueña con ir más allá de su siglo pueda manifestarse, es necesario que la del delincuente que está por debajo de su tiempo sea posible. La una no existe sin la otra.

Esto no es todo. Además de esta utilidad indirecta, ocurre que el propio delito representa un papel útil en esta evolución. No solamente él implica que el camino se halla abierto a los cambios necesarios, sino además, en ciertos casos, prepara directamente estos cambios. No solamente allá donde existe se hallan los sentimientos colectivos en el estado de maleabilidad necesaria para tomar una forma nueva, sino que contribuye a veces a predeterminar la forma que tomarán. ¡Cuántas veces, en efecto, el delito no es más que una anticipación de la moral futura, un encaminarse hacia lo que ha de venir! Según el derecho ateniense, Sócrates era un delincuente y su condena fue justa. Sin embargo, su delito, a saber, la independencia de su pensamiento, era útil no sólo a la humanidad, sino a su patria. Porque servía para preparar una moral y una fe nuevas, de las que los atenienses tenían entonces necesidad porque las tradiciones de que habían vivido hasta entonces no estaban ya en armonía con las condiciones de su existencia. Ahora bien, el caso de Sócrates no es un caso aislado, se reproduce periódicamente en la historia. La libertad de pensamiento de que disfrutamos hoy día jamás hubiera podido ser proclamada si las reglas que la prohibían no hubiesen sido violadas antes de ser solemnemente derogadas. Sin embargo, en aquel momento, aquella violación era un delito, porque era una ofensa a los sentimientos todavía muy vivos de la generalidad de las conciencias. Y, sin embargo, este delito era útil porque preludiaba transformaciones que de día en día se hacían más necesarias. La filosofía libre ha tenido por predecesores a los herejes de todas clases, a los que el brazo secular ha castigado justamente durante toda la Edad Media y hasta la misma víspera de la Edad Contemporánea.

Desde este punto de vista, los hechos fundamentales de la criminalidad se nos presentan bajo un aspecto enteramente nuevo. En contra de las ideas corrientes, el delincuente no aparece ya como un ser radicalmente insociable, como una especie de parásito, de cuerpo extraño e inadmisible, introducido en el seno de la sociedad (12); es un agente regular de la vida social. El delito, por su parte, no debe concebirse como un mal que no podría ser contenido en límites demasiado estrechos; pero lejos de que haya lugar a felicitarse cuando el delito desciende demasiado sensiblemente por debajo del nivel ordinario, se puede estar seguro de que este progreso aparente es a la vez contemporáneo y solidario de alguna perturbación social. Así ocurre que la cifra de agresiones y heridas alcanza su cota mayor sólo en tiempos de penuria (13). Al mismo tiempo, y como contrapartida, la teoría de la pena se encuentra renovada o, mejor dicho, en vías de renovación. Si, en efecto, el delito es una enfermedad, la pena es su remedio y no se le puede concebir de otra manera; además, todas las discusiones que ella origina se refieren a saber lo que debe ser para llenar su papel de remedio. Pero si el delito no tiene nada de mórbido, la pena no podrá tener por objeto curarlo, y su verdadera función se debe buscar en otra parte.

Por tanto, es preciso que las reglas anteriormente enunciadas no tengan otra razón de ser que satisfacer un formalismo lógico sin gran utilidad, puesto que, por el contrario, según que se las aplique o no, cambian totalmente de carácter los hechos sociales más esenciales. Si, por otra parte, este ejemplo es particularmente demostrativo -y por ello hemos creído necesario detenemos en él-, hay muchos otros que podrían ser citados con provecho. No existe sociedad en que no constituya una regla el que la pena debe ser proporcional al delito; sin embargo, para la escuela italiana este principio es un invento de los juristas, desprovisto de toda solidez (14). Incluso para estos criminalistas, es la institución penal en su totalidad, tal como ha funcionado hasta ahora en todos los pueblos conocidos, la que constituye un fenómeno contra la naturaleza. Ya hemos visto que para Garofalo, la criminalidad peculiar de las sociedades inferiores no tiene nada de natural. Para los socialistas, es la organización capitalista, a pesar de su generalidad, la que constituye una desviación del estado normal, producida por la violencia y el artificio. Por el contrario, para Spencer es nuestra centralización administrativa, es la ampliación de los poderes gubernamentales lo que constituye el vicio radical de nuestras sociedades y esto aunque la una y la otra progresen del modo más regular y universal a medida que se avanza en la historia. No creemos que debamos jamás restringimos sistemáticamente a decidir sobre el carácter normal o anormal de los hechos sociales según su grado de generalidad. Estas cuestiones son zanjadas siempre mediante un gran esfuerzo dialéctico.

Sin embargo, descartado este criterio, nos exponemos no sólo a confusiones y errores parciales como los que acabamos de recordar, sino que hacemos que la propia ciencia sea imposible. En efecto, la ciencia tiene por objeto el estudio inmediato del tipo normal; ahora bien, si los hechos más generales pueden ser mórbidos, puede ocurrir que el tipo normal no haya existido jamás en los hechos. Y entonces, ¿de qué sirve estudiarlos? No pueden más que confirmar nuestros prejuicios y arraigar nuestros errores, puesto que de ellos proceden. Si la pena, si la responsabilidad, tal como existen en la historia, no son más que un producto de la ignorancia y la barbarie, ¿qué ventaja hay en dedicarse a conocerlas para determinar sus formas normales? Es así como el espíritu se ve arrastrado a desviarse de una realidad carente en adelante de interés para replegarse sobre sí mismo y buscar dentro de sí los materiales necesarios para reconstruirla. Para que la sociología trate los hechos como cosas, es preciso que el sociólogo sienta la necesidad de adherirse a su escuela. Ahora bien, como el objeto principal de toda ciencia de la vida, individual o social, es en suma definir el estado normal, explicarlo y distinguirlo de su opuesto, si la normalidad no se da en las cosas mismas, si por el contrario es un carácter que nosotros les imprimimos desde fuera, o que les negamos por cualquier razón, ello es debido a esta saludable dependencia. El espíritu se encuentra cómodo enfrente de lo real, que no tiene mucho que enseñarle; no está ya contenido por la materia a la que él se aplica, puesto que es él, de algún modo, quien la determina. Las diferentes reglas que hemos establecido hasta ahora son, por tanto, estrechamente solidarias. Para que la sociología sea verdaderamente una ciencia de las cosas, es preciso que se considere la generalidad de los fenómenos como criterio de su normalidad.

Nuestro método tiene además la ventaja de regular la acción al mismo tiempo que el pensamiento. Si lo deseable no es objeto de la observación, pero puedé y debe ser determinado por una especie de cálculo mental, no se puede asignar ningún límite, por así decirlo, a la libre invención de la imaginación que va en busca de lo mejor. Porque ¿cómo vamos a asignar a la perfección un término que no puede sobrepasar? Por definición, escapa a toda limitación. El fin de la humanidad recula entonces hacia el infinito, desanimando a unos por su propio alejamiento, excitando, por el contrario, a los otros que, para aproximarse al mismo un poco, aprietan el paso y se precipitan en las revoluciones. Se escapa a este dilema práctico si lo deseable es la salud y si la salud es alguna cosa definida y dada en las cosas, porque el término esfuerzo es dado y definido al mismo tiempo. No se trata de perseguir desesperadamente un fin que huye a medida que avanzamos, sino de trabajar con una regularidad perseverante para mantener el estado normal, para restablecerlo si ha sido turbado, para encontrar sus condiciones si ellas llegan a cambiar. El deber del hombre de Estado no es ya empujar violentamente a las sociedades hacia un ideal que le parece seductor, sino que su papel es el de médico: previene el nacimiento de las enfermedades mediante una buena higiene y, cuando se declaran, procura curarlas (15).



Notas

(1) Se puede distinguir por ello la enfermedad de la monstruosidad. La segunda no es una excepción más que en el espacio; no se halla en la media de la especie, sino que dura toda la vida de los individuos en que se encuentra. Se ve, por otra parte, que estos dos órdenes de hechos no difieren más que en grado y son en el fondo de la misma naturaleza; las fronteras entre ellas son muy indecisas, porque la enfermedad no es del todo incapaz de fijeza, ni la monstruosidad de transformarse. Por tanto, apenas si puede separárselas radicalmente cuando se las define. La distinción entre ellas no puede ser más categórica que la que existe entre la morfología y la fisiología, puesto que, en suma, lo mórbido es lo anormal en el orden fisiológico, como lo teratológico es lo anormal en el orden anatómico.

(2) Por ejemplo, el salvaje que tuviese el tubo digestivo reducido y el sistema nervioso desarrollado del civilizado sería un enfermo en relación con su medio.

(3) Nosotros abreviamos esta parte de nuestra exposición, porque no podemos más que repetir aquí respecto de los hechos sociales en general lo que hemos dicho en otra parte a propósito de la distinción de los hechos morales en normales y anormales. (V. Division du travail social, págs. 33-39).

(4) Garofalo intentó, es cierto, distinguir lo mórbido de lo anormal (Criminologie, págs. 109-110). Pero los dos únicos argumentos en que él apoya esta distinción son los siguientes:

1º La palabra enfermedad significa siempre alguna cosa que tiende a la destrucción total o parcial del organismo; si no hay destrucción, hay curación, jamás estabilidad como en numerosas anomalías. Pero acabamos de ver que lo anormal también es una amenaza para el ser viviente en la mayoría de los casos. Es verdad que no siempre ocurre así; pero los peligros que implica la enfermedad no existen de un modo igual más que en la generalidad de las circunstancias. En cuanto a la ausencia de estabilidad que distinguiría lo mórbido, ello equivale a olvidar las enfermedades crónicas y separar radicalmente lo teratológico de lo patológico. Las monstruosidades son fijas.

2º Lo normal y lo anormal varían con las razas, se dice, mientras que la distinción entre lo fisiológico y lo patológico es válida para todo el genus homo. Acabamos de demostrar, por el contrario, que muchas veces lo que es mórbido para el salvaje no lo es para el hombre civilizado. Las condiciones de la salud física varían con el medio.

(5) Es cierto que podemos preguntamos si, cuando un fenómeno se deriva necesariamente de las condiciones generales de la vida, no es útil por esto mismo. No podemos tratar esta cuestión de filosofía. Sin embargo, la estudiamos un poco más adelante.

(6) Ver sobre este punto una nota que hemos publicado en la Revue philosophique (nov. 1893) sobre La définition du socialisme.

(7) Las sociedades segmentarias y especialmente las sociedades segmentarias de base territorial son las que sus articulaciones esenciales corresponden a las divisiones territoriales. (Ver Division du travail social, páginas 189-210).

(8) En ciertos casos se puede proceder de un modo algo diferente y demostrar que un hecho cuyo carácter normal se supone, merece o no esta presunción, haciendo ver que se relaciona estrechamente con el desarrollo del tipo social anterior considerado, e incluso con el conjunto de la evolución social en general, o por el contrario, que contradice al uno y a la otra. Es de esta manera como hemos podido demostrar que el debilitamiento actual de las creencias religiosas y más generalmente de los sentimientos colectivos respecto de los objetos colectivos es tan sólo normal; hemos probado que este debilitamiento se hace más acusado a medida que las sociedades se aproximan a nuestro tipo actual y a medida que éste, a su vez, es más desarrollado (Division du travail social, págs. 73-182). Pero en el fondo este método no es más que un caso particular del precedente. Porque si se ha podido establecer de esta manera la normalidad de este fenómeno, es que a la vez ha estado relacionado con las condiciones más generales de nuestra existencia colectiva. En efecto, si por una parte este retroceso de la conciencia religiosa es tanto más marcado cuanto más determinada es la estructura de nuestras sociedades, es que ella se debe no a ninguna causa accidental, sino a la continuación misma de nuestro medio social, y como por otra parte las particularidades características de esta última están ciertamente más desarrolladas hoy que ayer, es tan sólo normal que los fenómenos que dependan de ella estén ampliados. Este método difiere del precedente sólo en que las condiciones que explican y justifican la generalidad del fenómeno son inducidas y no observadas directamente. Se sabe que el fenómeno se relaciona con la naturaleza del medio social, pero no se sabe ni cómo ni por qué.

(9) Pero, se dirá entonces, la realización del tipo normal no es el objetivo más elevado que nos podemos proponer, y para sobrepasarlo es preciso también sobrepasar la ciencia. Nosotros no tenemos que tratar aquí de esta cuestión ex profeso; respondemos solamente: 1º que es completamente teórica, porque en realidad el tipo normal, el estado de salud, es ya bastante difícil de realizar y muy raramente logrado para que nosotros no trabajemos con la imaginación para buscar alguna cosa mejor; 2° que estas mejoras, más ventajosas objetivamente, no son objetivamente deseables para eso; porque si no responden a ninguna tendencia latente o actuante, no añadirán nada a la dicha, y si ellas responden a esta tendencia, es que el tipo normal no se ha realizado; 3° en fin, que para mejorar el tipo normal, es preciso conocerlo. Por consiguiente, no se puede, en todo caso, sobrepasar la ciencia más que apoyándose en ella.

(10) Del hecho de que el delito sea un fenómeno de sociología normal, no se desprende que el delincuente sea un individuo normalmente constituido desde el punto de vista biológico y psicológico. Las dos cuestiones son independientes entre sí. Se comprenderá mejor esta independencia cuando hayamos mostrado más adelante la diferencia que hay entre los hechos psíquicos y los sociológicos.

(11) Calumnias, injurias, difamación.

(12) Nosotros mismos hemos cometido el error de hablar así del delincuente, por no haber aplicado nuestra regla (Division du travail social, págs 395-396).

(13) Por otra parte, del hecho de que el delito sea un elemento de sociología normal, no se sigue que no deba odiársele. Tampoco el dolor tiene nada de deseable; el individuo lo odia como la sociedad odia el delito y, sin embargo, pertenece a la fisiología normal. No solamente deriva de un modo necesario de la constitución misma de todo ser vivo, sino que desempeña un papel útil en la vida, por la cual no puede ser reemplazado. Sería desnaturalizar singularmente nuestro pensamiento el presentar a éste como una apología del delito. No habríamos pensado jamás en protestar contra tal interpretación si no supiéramos a qué extrañas acusaciones y a qué incomprensiones nos exponemos cuando uno se consagra a estudiar los hechos morales objetivamente y a hablar de ellos en un idioma que no es el del vulgo.

(14) Garofalo: Criminologie, pág. 299.

(15) De la teoría desarrollada en este capítulo se ha sacado a veces la conclusión de que, según nosotros, la marcha ascendente de la criminalidad en el siglo XIX fue un fenómepo normal. Nada está más alejado de nuestro pensamiento. Varios hechos que hemos indicado respecto del suicidio (ver Le Suicide, págs. 420 y sigs.) tienden, por el contrario, a hacemos creer que este desarrollo es en general mórbido. Sin embargo, podría ocurrir que cierto aumento de algunas formas de la criminalidad fuese normal, porque cada estado de civilización tiene su criminalidad propia. Pero sobre ello sólo se pueden hacer hipótesis.

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