Índice de Las reglas del método sociológico de Émile DurkheimCapítulo primeroCapítulo terceroBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO

REGLAS RELATIVAS A LA OBSERVACIÓN DE LOS HECHOS SOCIALES

La regla primera y más fundamental es considerar los hechos sociales como cosas.


1

En el momento en que un orden nuevo de fenómenos deviene objeto de la ciencia, éstos se encuentran representados ya en el espíritu, no sólo por imágenes sensibles, sino por una especie de conceptos formados toscamenté. Antes de los primeros rudimentos de la física y la química, los hombres tenían ya sobre los fenómenos físico-químicos nociones que iban más allá de la pura percepción; tales son, p. ej., las que encontramos mezcladas en todas las religiones. Es que, en efecto, la reflexión es anterior a la ciencia, que no hace más que servirse de aquélla con más método. El hombre no puede vivir en medio de las cosas sin hacerse ideas sobre las mismas de acuerdo con las cuales regula su conducta. Sólo que, por el hecho de que estas nociones están más cerca de nosotros y más a nuestro alcance que las realidades a que corresponden, tendemos naturalmente a sustituir las últimas por las primeras y a hacer de ellas la materia propia de nuestras especulaciones. En lugar de observar las cosas, de describirlas, de compararlas, nos contentamos con tomar conciencia de nuestras ideas, de analizarlas, de combinarlas. En lugar de una ciencia de realidades, no hacemos más que un análisis ideológico. Sin duda, este análisis no excluye necesariamente toda observación. Es posible apelar a los hechos para confirmar estas nociones o las conclusiones extraídas de ellas. Pero los hechos no intervienen entonces más que de un modo secundario, en calidad de ejemplos o de pruebas confirmatorias; no son el objeto de la ciencia. Ésta va de las ideas a las cosas, no de las cosas a las ideas.

Está claro que este método no podría dar resultados objetivos. En efecto, estas nociones, o conceptos, como se les quiera llamar, no son los sustitutos legítimos de las cosas. Producto de la experiencia vulgar, tienen ante todo por objeto poner nuestras acciones en armonía con el mundo que nos rodea; están formados por la práctica y para ella. Ahora bien, una representación puede hallarse en estado de desempeñar útilmente este papel aun siendo teóricamente falsa. Copérnico ha disipado, al cabo de varios siglos, las ilusiones de nuestros sentidos referentes a los movimientos de los astros; y sin embargo, regulamos todavía la distribución de nuestro tiempo de una manera corriente por estas ilusiones. Para que una idea suscite debidamente los movimientos que reclama la naturaleza de una cosa, no es necesario que exprese fielmente esta naturaleza, sino que basta con que nos haga sentir lo que tiene la cosa de útil o de desventajosa, cómo nos puede servir y cómo nos puede contrariar. Todavía las nociones así formadas no presentan esta exactitud práctica más que de una manera aproximada y solamente en la generalidad de los casos. ¡Cuántas veces son ellas tan peligrosas como inadecuadas! No es, por tanto, elaborándolas de cualquier manera como se logrará alguna vez descubrir las leyes de la realidad. Son, por el contrario, como un velo que se interpone entre las cosas y nosotros y que nos las disfrazan tanto mejor cuanto creemos que son más transparentes.

Tal ciencia sólo puede ser una ciencia frustrada y además carece de materia de la que pueda alimentarse. Tan pronto como existe desaparece, por así decirlo, y se transforma en arte. En efecto, se considera que estas nociones contienen todo lo que hay de esencial en lo real, puesto que se las confunde con lo real. Desde luego, parece que poseen todo lo que es preciso para ponernos en estado no solamente de comprender lo que es, sino de prescribir lo que debe ser y los medios de realizarlo. Porque lo bueno es aquello que es conforme a la naturaleza de las cosas; lo contrario a ellas es malo y los medios para alcanzar lo uno y huir de lo otro se derivan de esta misma naturaleza. Si, por consiguiente, la tenemos de inmediato, el estudio de la realidad presente no tiene ya interés práctico y como es el interés la razón de ser de tal estudio, éste se encuentra en adelante sin un fin en absoluto. La reflexión es así inducida a separarse de lo que es el objeto mismo de la ciencia, a conocer el presente y el pasado para lanzarse de un solo salto al porvenir. En lugar de intentar comprender los hechos adquiridos y realizados, intenta ejecutar inmediatamente otros nuevos más conformes con los fines perseguidos por los hombres. Cuando se cree saber en qué consiste la esencia de la materia, nos ponemos en seguida a la búsqueda de la piedra filosofal. Este colocarse el arte sobre la ciencia, que impide a ésta desarrollarse, es, por otra parte, facilitado por las mismas circunstancias que determinan el despertar de la reflexión científica, porque como no nace más que para satisfacer necesidades vitales, se encuentra por desgracia orientada hacia la práctica. Las necesidades que está llamada a aliviar son siempre apremiantes y, en consecuencia, la urgen a obtener su fin; no reclaman explicaciones, sino remedios.

Esta manera de proceder es tan conforme con la pendiente natural de nuestro espíritu que se la encuentra incluso en el origen de las ciencias físicas. Es la que diferencia la alquimia de la química, la astrología de la astronomía. Bacon caracteriza por ella el método que seguían los sabios de su tiempo y que él combatió. Las nociones de que acabamos de hablar son estas nociones vulgares o prenociones (1) que señala en la base de todas las ciencias (2) donde ellas toman el lugar de los hechos (3). Son estos idola una especie de fantasmas que nos desfiguran el verdadero aspecto de las cosas y que no obstante tomamos nosotros por las cosas mismas. Y es porque tal medio imaginario no ofrece al espíritu ninguna resistencia, por lo que éste, no sintiéndose satisfecho con nada, se entrega a ambiciones sin límite y cree posible construir o, mejor, reconstruir el mundo con sus solas fuerzas y a medida de sus deseos.

Si así ocurre en las ciencias naturales, con mayor razón debería ocurrir lo mismo en la sociología. Los hombres no han esperado el advenimiento de la ciencia social para formarse ideas sobre el derecho, la moral, la familia, el Estado, la sociedad misma; porque no podían pasarse sin ellos para poder vivir. Ahora bien, es sobre todo en sociología donde estas prenociones, utilizando la expresión de Bacon, se encuentran en estado de dominar a los espíritus y sustituir a las cosas. En efecto, los hechos sociales no se realizan más que por los hombres, son producto de la actividad humana. Por tanto, no parecen ser otra cosa que la puesta en práctica de ideas, innatas o no, que llevamos dentro de nosotros, su aplicación a las diversas circunstancias que acompañan a las relaciones de los hombres entre sí. La organización de la familia, del contrato, de la represión, del Estado, de la sociedad aparecen así como un simple desarrollo de las ideas que tenemos sobre la sociedad, el Estado, la justicia, etc. Por consiguiente, parece que estos hechos y sus análogos no tienen realidad más que en y por las ideas que son su germen y que se convierten desde ese momento en la materia propia de la sociología.

Lo que acaba de comprobar esta manera de ver es que, desbordando por todos los lados el detalle de la vida social a la conciencia, ésta no tiene una percepción de ella bastante fuerte para sentir su realidad. No teniendo en nosotros asideros bastante próximos ni suficientemente sólidos, todo ello nos produce con facilidad el efecto de no asirse a nada y de flotar en el vacío, una materia semi-irreal y plástica de un modo indefinido. He ahí por qué tantos pensadores no han visto en los arreglos sociales más que combinaciones artificiales, más o menos arbitrarias. Pero si se nos escapan los detalles, las formas particulares, nosotros nos representamos por lo menos los aspectos más generales de la existencia colectiva de un modo aproximado y tosco, y son precisamente estas representaciones esquemáticas y sumarias las que constituyen las prenociones de que nos servimos para los usos corrientes de la vida. No podemos, por tanto, pensar en poner en duda su existencia, puesto que la percibimos al mismo tiempo que la nuestra. No solamente están ellas en nosotros, sino que, como son un producto de experiencias repetidas, tienen, debido a la repetición y el hábito que de ello resulta, una especie de ascendiente y autoridad. Las sentimos oponerse cuando intentamos liberamos de ellas. Ahora bien, no podemos no considerar como real lo que se opone a nosotros. Todo contribuye, por consiguiente, a hacernos ver en ellas la verdadera realidad social.

En efecto, hasta ahora la sociología ha tratado más o menos exclusivamente no de cosas sino de conceptos. Es verdad que Comte ha proclamado que los fenómenos sociales son hechos naturales sometidos a leyes naturales. Con ello ha reconocido implícitamente su carácter de cosas; porque no hay más que cosas en la naturaleza. Pero cuando, saliendo de estas generalidades filosóficas, intenta aplicar su principio y hacer surgir de él la ciencia que contenía, son las ideas lo que toma como objetos de estudio. En efecto, lo que constituye la materia principal de su sociología es el progreso de la humanidad en el tiempo. Parte de la idea de que hay una evolución continua del género humano que consiste en una relación siempre más completa de la naturaleza humana, y el problema que trata consiste en encontrar el orden de esta evolución. Ahora bien, suponiendo que esta evolución exista, su realidad no puede ser establecida más que una vez hecha la ciencia; no se puede, por tanto, hacer de ella el objeto mismo de la investigación más que si se la plantea como una concepción del espíritu, no como una cosa. Y, en efecto, se trata hasta tal punto de una representación completamente subjetiva que, en realidad, este progreso de la humanidad no existe. Lo que existe, lo único que se da a la observación, son sociedades particulares, que nacen, se desarrollan y mueren independientemente las unas de las otras. Si todavía las más recientes fueran una continuación de las que les han precedido, cada tipo superior se consideraría como la simple repetición del tipo inmediatamente inferior con alguna cosa añadida; se podría entonces poner todas, las unas a continuación de las otras, por así decirlo, confundiendo a las que se encuentran en el mismo estado de desarrollo, y la serie formada de este modo sería considerada como representativa de la humanidad. Pero los hechos no se presentan con esta extraordinaria simplicidad. Un pueblo que reemplaza a otro no es sencillamente una prolongación de este último con algunos caracteres nuevos; es otro, tiene más propiedades, tiene por lo menos otras propiedades; constituye una individualidad nueva, y todas estas individualidades distintas, siendo heterogéneas, no pueden fundirse en una misma serie continua, ni, sobre todo, en una serie única. Porque la secuencia de sociedades no podría ser representada por una línea geométrica; se parece más bien a un árbol cuyas ramas se extienden en sentidos divergentes. En resumen, Comte ha tomado para el desarrollo histórico la noción que tenía de él y que no difiere mucho de la que se hace el vulgo. Vista de lejos, en efecto, la historia toma en verdad este aspecto serial y simple. No nos damos cuenta de que los individuos se suceden unos a otros y marchan todos en la misma dirección porque son de una misma naturaleza, pues, por otra parte, no se concibe que la evolución social sea otra cosa que el desarrollo de alguna idea humana y parece muy natural definirla por la idea que se hacen de ella los hombres. Ahora bien, actuando así, no sólo se permanece en la ideología, sino que se da a la sociología como objeto un concepto que no tiene nada de propiamente sociológico.

Spencer descarta este concepto, pero es para reemplazarlo por otro que no está formado de otra manera. El hace de las sociedades, y no de la humanidad, el objeto de la ciencia; sólo que da de las primeras una definición que hace desvanecer la cosa de que habla para poner en su lugar la prenoción que él tiene. Plantea, en efecto, como proposición evidente, que una sociedad no existe más que cuando a la yuxtaposición se une la cooperación, y que es sólo de esta manera como la unión de individuos se convierte en una sociedad propiamente dicha (4). Después, partiendo de este principio de que la cooperación es la esencia de la vida social, divide las sociedades en dos clases según la naturaleza de la cooperación que domina en ellas. Hay -dice- una cooperación espontánea que se efectúa sin premeditación durante la búsqueda de fines de carácter privado; hay también una cooperación constituida conscientemente que supone la existencia de fines de interés público netamente reconocidos (5). A las primeras les da el nombre de sociedades industriales; a las segundas, el de militares, y se puede decir de esta distinción que es la idea matriz de su sociología.

Pero esta definición enuncia como cosa lo que no es más que una manera de ver del espíritu. Se presenta, en efecto, como la expresión de un hecho inmediatamente visible, y basta la observación para comprobarla, puesto que está formulada desde el principio de la ciencia como un axioma. Y sin embargo, es imposible saber mediante una simple inspección si realmente es la cooperación el todo de la vida social. Tal afirmación no es científicamente legítima más que si se ha comenzado a pasar revista a todas las manifestaciones de la vida colectiva y si se ha hecho ver que todas ellas son formas diversas de cooperación. Por tanto, una vez más es una cierta manera de concebir la realidad social la que sustituye a esta realidad (6). Lo que se define así no es la sociedad, sino la idea que de ella se hace Spencer. Y si éste no tiene ningún escrúpulo en proceder así, es que para él también la sociedad no es ni puede ser más que la realización de una idea, a saber, la misma idea de cooperación por la cual la define (7). Sería fácil mostrar que, en cada uno de los problemas particulares que aborda, su método continúa siendo el mismo. Además, aunque presume de proceder empíricamente, resulta que como los hechos acumulados en su sociología se emplean para ilustrar análisis de nociones más que para describir y explicar cosas, parece que no sólo están presentes en calidad de argumentos. En realidad, todo lo que hay de esencial en su doctrina puede deducirse inmediatamente de su definición de la sociedad y de las diferentes formas de cooperación. Porque si tenemos que elegir sólo entre una cooperación impuesta tiránicamente y una colaboración libre y espontánea, es evidente que esta última es el ideal hacia el que la humanidad tiende y debe tender.

No es sólo en la base de la ciencia donde se encuentran estas nociones vulgares, sino que se las vuelve a encontrar a cada instante en la trama de los razonamientos. En el estado actual de conocimientos, no sabemos con certeza qué es el Estado, la soberanía, la libertad política, la democracia, el socialismo, el comunismo, etc.; por consiguiente, el método querría que se prohibiera todo uso de estos conceptos hasta que no fuesen científicamente constituidos. Y sin embargo, las palabras que los expresan aparecen sin cesar en las discusiones de los sociólogos. Se las emplea corrientemente y con aplomo como si correspondieran a cosas bien conocidas y definidas, mientras que no revelan en nosotros más que nociones confusas, mezclas indistintas de impresiones vagas, de prejuicios y de pasiones. Nos reímos hoy día de los singulares razonamientos que los médicos de la Edad Media formulaban con las nociones de calor, frío, humedad, etc., y no nos damos cuenta de que nosotros continuamos aplicando ese mismo método a un orden de fenómenos menos adecuado que ningún otro debido a su extrema complejidad.

En las ramas especiales de la sociología es todavía más acusado este carácter ideológico.

Éste es especialmente el caso de la moral. Es lícito decir, en efecto, que no hay un solo sistema en que no sea representada como el desarrollo simple de una idea inicial que la contendría por completo en potencia. Los unos creen que esta idea la encuentra el hombre hecha del todo desde su nacimiento; los otros, por el contrario, creen que se forma más o menos lentamente en el curso de la historia. Pero tanto para unos como para otros, para los empiristas como para los racionalistas, ella es todo lo que hay de verdaderamente real en moral. Por lo que se refiere a las reglas jurídicas y morales, no tendrían, por así decirlo, existencia por sí mismas, no serían más que esta noción fundamental aplicada a las circunstancias particulares de la vida y diversificada según los casos. Desde luego, el objeto de la moral no podría ser este sistema de preceptos sin realidad, sino la idea de la que dimanan y de la que ellos no son otra cosa que aplicaciones variadas. Además, todas las cuestiones que se plantea de ordinario la ética no se relacionan con cosas, sino con ideas; lo que se trata de saber es en qué consiste la idea del derecho, la idea de la moral, no cuál es la naturaleza de la moral y del derecho considerados en sí mismos. Los moralistas no han llegado todavía a esta concepción muy simple de que, como nuestra representación de las cosas sensibles procede de estas mismas cosas y las expresa más o menos exactamente, nuestra representación de la moral viene del espectáculo mismo de las reglas que funcionan bajo nuestros ojos y las esboza esquemáticamente; que, por consiguiente, son estas reglas y no la visión sumaria que de ellas tenemos las que forman la materia de la ciencia, lo mismo que la física tiene por objeto los cuerpos tal como existen, no la idea que se ha hecho de ellos el vulgo. Y de ello resulta que se toma por base de la moral lo que no es más que su cima, es decir, la forma en que se prolonga en la cónciencia individual y donde resuena. Y no es solamente en los problemas más generales de la ciencia donde este método se sigue; continúa siendo el mismo en las cuestiones especiales. De las ideas esenciales que el moralista estudia al principio, pasa a las ideas secundarias de familia, patria, responsabilidad, caridad, justicia; pero su reflexión se centra siempre en las ideas.

Y es lo mismo en la economía política. Tiene por objeto, según Stuart Mill, los hechos sociales que se producen principal o exclusivamente con el fin de adquírir riquezas (8). Pero para que los hechos así definidos puedan ser asignados, en cuanto cosas, a la observación del sabio, sería preciso, por lo menos, que fuera posible indicar con qué signo son reconocibles los que satisfacen esta condición. Ahora bien, en los comienzos de la ciencia, no tenemos el derecho de afirmar que existen y estamos muy lejos de saber cuáles son. En efecto, en todo orden de investigaciones, solamente cuando la explicación de los hechos está bastante avanzada es posible establecer que tienen un fin y cuál es este fin. No hay problema más complejo ni menos susceptible de ser resuelto de buenas a primeras. Por consiguiente, nada nos asegura por adelantado que haya una esfera de actividad social en la que el deseo de riquezas desempeñe realmente este papel preponderante. Por tanto, la materia de la economía política, así comprendida, está hecha no de realidades que se puedan mostrar con el dedo, sino de simples posibilidades, de puras concepciones del espíritu; es decir, de hechos que el economista percibe relacionándose con el fin considerado y tales como él los concibe. ¿Se pone, p. ej., a estudiar lo que él llama producción? En primer lugar, cree poder enumerar los principales agentes que contribuyen a la misma y poder estudiarios. Es, por tanto, que no ha reconocido su existencia observando las condiciones de que dependía la cosa que estudia; porque de lo contrario hubiese comenzado por exponer las experiencias de las que ha extraído esta conclusión. Si desde el principio de la investigación, y en algunas palabras, procede a esta clasificación, es que la ha obtenido mediante un simple análisis lógico. Parte de la idea de producción, descomponiéndola, encuentra que implica lógicamente las ideas de fuerzas naturales, de trabajo, de instrumento ode capital y trata a continuación de la misma manera estas ideas derivadas (9).

La más fundamental de todas las teorías económicas, la del valor, está construida evidentemente según este método. Si el valor se estudiase en sí como debe serlo una realidad, se vería en primer lugar al economista indicar en qué se puede reconocer a la cosa designada con este nombre, después clasificarla en especies, investigar por medio de inducciones metódicas en función de qué causas varían, comparar, en fin, estos diversos resultados para desprender de ellos una regla general. Por tanto, la teoría no podría venir más que cuando la ciencia hubiese avanzado bastante. En lugar de esto, la encontramos al principio. Es que, para elaborarla, el economista se contenta con concentrarse en sí mismo, tomar conciencia de la idea que se hace él del valor, es decir, de un objeto susceptible de cambiarse; el economista ve que ella implica la idea de lo útil, de lo raro, etc., y construye su definición con estos productos de su análisis. Sin duda, la confirma mediante algunos ejemplos. Pero cuando se piensa en los innumerables hechos de que semejante teoría debe dar cuenta, ¿cómo se va a conceder el menor valor demostrativo a los hechos, necesariamente muy raros, que son citados tan sólo según el azar de la sugestión?

Además, en economía política como en moral, la parte de la investigación científica es muy restringida; la parte del arte es preponderante. En moral, la parte teórica está reducida a algunas discusiones sobre la idea del deber, del bien y del derecho. Pero estas especulaciones abstractas no constituyen una ciencia, hablando con exactitud, puesto que no tienen por objeto determinar lo que es en realidad la regla suprema de la moralidad, sino lo que debe ser. Igualmente, lo que ocupa mayor lugar en las investigaciones de los economistas es el saber, p. ej., si la sociedad debe ser organizada de acuerdo con las concepciones de los individualistas o con las de los socialistas; si es mejor que el Estado intervenga en las relaciones industriales y comerciales o que las deje enteramente a la iniciativa privada; si el sistema monetario debe ser el monometalismo o el bimetalismo, etc. Las leyes propiamente dichas son en ella poco numerosas; incluso las que suelen llamarse así no merecen este calificativo, no son más que máximas de acción, preceptos prácticos disfrazados. Así está, p. ej., la famosa ley de la oferta y la demanda. No ha sido nunca establecida inductivamente como expresión de la realidad económica. Jamás ninguna experiencia, ninguna comparación metódica se ha instituido para establecer que, en realidad, las relaciones económicas actúan según esta ley. Todo lo que se ha podido hacer, y todo lo que se ha hecho, es demostrar dialécticamente que los individuos deben proceder de ese modo si entienden bien sus intereses, que toda otra manera de obrar les sería perjudicial y que implicaría por parte de los que se prestasen a ella una verdadera aberración lógica. Es racional que las industrias más productivas sean las más investigadas, que los poseedores de los productos más solicitados y más raros los vendan al precio más alto. Pero esta necesidad completamente lógica no se parece en nada a la que presentan las verdaderas leyes de la naturaleza. Éstas expresan las relaciones según las cuales se encadenan realmente los hechos, no la forma en que sería bueno que se encadenaran.

Lo que decimos de esta ley se puede repetir de todas las que la escuela económica ortodoxa califica de naturales y que, por otra parte, no son apenas sino casos particulares de la precedente. Son naturales, si se quiere, en el sentido de que enuncian los medios que parece, o debe parecer natural, hayan de ser utilizados para alcanzar tal hipotético fin; pero no debe dárseles este nombre si por ley natural se entiende toda manera de ser de la naturaleza comprobada inductivamente. No son, en suma, otra cosa que consejos de prudencia práctica y, si ha sido posible presentarlos de un modo más o menos especioso como expresión misma de la realidad, es que con motivo o sin él se ha creído posible suponer que estos consejos eran seguidos efectivamente por la generalidad de los hombres y en la generalidad de los casos.

Y sin embargo los fenómenos sociales son cosas y se les debe tratar como tales. Para demostrar esta proposición no es necesario filosofar sobre su naturaleza, ni discutir las analogías que presentan con los fenómenos de los reinos inferiores. Basta comprobar que son el único datum ofrecido al sociólogo. En efecto, se entiende por cosa todo lo que es dado, todo lo que se ofrece, o, más bien, todo lo que se impone a la observación. Tratar los fenómenos como cosas es tratarlos en calidad de data que constituyen el punto de partida de la ciencia. Los fenómenos sociales presentan indiscutiblemente este carácter. Lo que se nos da no es la idea que los hombres se hacen del valor, porque ella es inaccesible; son los valores que cambian realmente en el curso de las relaciones económicas. No es tal o cual concepción del ideal moral; es el conjunto de reglas que determinan efectivamente la conducta. No es la idea de la utilidad o de la riqueza; es todo el detalle de la organización económica. Es posible que la vida social no sea más que el desarrollo de estas nociones; pero suponiendo que así sea, estas nociones no son dadas de inmediato. Por consiguiente, no son alcanzables directamente, sino sólo a través de la realidad de fenómenos que las expresan. No sabemos a priori qué ideas se encuentran en el origen de las diversas corrientes entre las cuales se reparten la vida social ni si las hay; solamente después de haberlas remontado hasta sus fuentes sabremos de dónde provienen.

Nos es preciso considerar, pues, los fenómenos sociales en sí mismos, separados de los sujetos conscientes que se los representan; es preciso estudiarlos desde fuera como cosas exteriores; porque es así como se presentan a nosotros. Si esta exterioridad no es más que aparente, la ilusión se disipará a medida que la ciencia avance y se verá, por así decirlo, lo exterior entrar en el interior. Pero no es lícito prejuzgar la solución, y aun cuando finalmente no tengan todos los caracteres intrísecos de la cosa, se les debe tratar al principio como si los tuvieran. Esta regla se aplica, por ello, a la realidad social entera, sin que haya motivo para hacer ninguna excepción. Incluso los fenómenos que más parecían consistir en arreglos artificiales deben considerarse desde este punto de vista. El carácter convencional de una práctica o de una institución no se debe jamás suponer. Si, por otra parte, nos está permitido invocar nuestra experiencia personal, creemos poder asegurar que procediendo de esta manera se tendrá muchas veces la satisfacción de ver los hechos más arbitrarios, en apariencia, presentar enseguida, a una observación más atenta, caracteres de constancia y de regularidad, síntoma de objetividad.

Por lo demás, y de una manera general, lo que se ha dicho antes sobre los caracteres distintivos del hecho social basta para asegurarnos respecto de la naturaleza de esta objetividad y para probar que no es ilusoria. En efecto, se reconoce principalmente una cosa por el signo de que no puede ser modificada por un simple decreto de la voluntad. No es que sea refractaria a toda modificación. Pero para producir un cambio en ella, no basta con quererlo, es preciso además un esfuerzo más o menos laborioso, debido a la resistencia que nos opone y que, por otra parte, no puede siempre ser vencida. Ahora bien, hemos visto que los hechos sociales tienen esta propiedad. Lejos de ser un producto de nuestra voluntad, la determinan desde el exterior; son como moldes en los que tenemos que fundir nuestras acciones. Muchas veces es tan grande esta necesidad que no podemos rehuirla. Pero aun cuando logremos triunfar, la oposición que encontramos basta para advertimos que estamos en presencia de una cosa que no depende de nosotros. Por consiguiente, al considerar los fenómenos sociales como cosas, no haremos más que obrar de acuerdo con su naturaleza.

En definitiva, la reforma que se trata de introducir en sociología es totalmente idéntica a la que ha transformado la psicología en los últimos treinta años. De la misma manera que Comte y Spencer declaran que los hechos sociales son hechos de la naturaleza, sin tratarlos por ello como cosas, las diferentes escuelas empíricas habían reconocido, hacía mucho tiempo, el carácter natural de los fenómenos psicológicos, mientras continuaban aplicándoles un método puramente ideológico. En efecto, los empiristas, no menos que sus adversarios, obraban exclusivamente por introspección. Ahora bien, los hechos que no se observan más que sobre uno mismo son demasiado raros, excesivamente maleables y huidizos, para que puedan imponerse a las nociones respectivas que el hábito ha fijado en nosotros y dictarles su ley. Por tanto, cuando éstos no están sometidos a algún otro control, no hay nada que les haga de contrapeso; en consecuencia, ocupan el lugar de los hechos y constituyen la materia de la ciencia. Tampoco Locke ni Condillac han considerado objetivamente los fenómenos psíquicos. No es la sensación lo que estudian, sino una cierta idea de la sensación. Por ello, aunque hayan preparado el advenimiento de la psicología científica, ésta no ha nacido realmente sino mucho más tarde, cuando se hubo llegado a la concepción de que los estados de conciencia pueden y deben ser considerados desde el exterior, no desde el punto de vista de la conciencia que los percibe. Tal es la gran revolución que se ha realizado en esta clase de estudios. Todos los procedimientos particulares, todos los métodos nuevos con que se ha enriquecido esta ciencia no son otra cosa que medios diversos para realizar más completamente esta idea fundamental. Es este mismo progreso el que todavía tiene que hacer la sociología. Es preciso que pase del estado subjetivo, que todavía no ha superado, a la fase objetiva.

Por otra parte, este paso es menos difícil de dar en sociología que en psicología. En efecto, los hechos psíquicos se dan naturalmente como estados del sujeto, del que no parecen separables. Interiores por definición, parece que no son tratables como exteriores más que violentando su naturaleza. Es preciso no sólo un esfuerzo de abstracción, sino toda una serie de procedimientos y artificios para llegar a considerarlos de esta clase. Por el contrario, los hechos sociales tienen de un modo más natural e inmediato todos los caracteres de la cosa. El derecho existe en los códigos, los movimientos de la vida cotidiana se inscriben en las cifras de la estadística, en los monumentos históricos, las modas en los trajes, los gustos en las obras de arte. En virtud de su misma naturaleza, tienden a constituirse fuera de las conciencias individuales, puesto que las dominan. Por tanto, para verlos bajo su aspecto de cosas, no es necesario torturarles ingeniosamente. Desde este punto de vista, la sociología tiene sobre la psicología una seria ventaja que no ha sido percibida hasta ahora y que debe acelerar su desarrollo. Acaso los hechos sean más difíciles de interpretar porque son más complejos, pero fáciles de alcanzar. La psicología, por el contrario, no sólo encuentra dificultades para elaborarlos, sino para captarlos. Por consiguiente, es lícito creer que, a partir del día en que sea reconocido y practicado unánimente este principio del método sociológico, se verá progresar a la sociología con una rapidez que no haría sospechar la actual lentitud de su desarrollo y reconquistar incluso el avance que la psicología debe únicamente al hecho de ser anterior en el tiempo (10).


2

Pero la experiencia de nuestros predecesores nos ha mostrado que para asegurar la realización práctica de la verdad que acaba de establecerse, no basta con dar una demostración teórica de ella, ni siquiera con penetrarse de ella. El espíritu se siente tan naturalmente inclinado a desconocerla, que se volverá a caer inevitablemente en los antiguos procedimientos si no se le somete a una disciplina rigurosa, cuyas reglas principales, corolarios de la precedente, vamos a formular.

l° El primero de estos corolarios es que: es preciso descartar sistemáticamente todas las nociones previas. No es necesaria una demostración especial de esta regla; se desprende de todo lo que hemos dicho anteriormente. Por otra parte, es la base y fundamento de todo método científico. La duda metódica de Descartes no es, en el fondo, otra cosa que una aplicación de la misma. Si en el momento en que va a fundar la ciencia Descartes se impone la ley de poner en duda todas las ideas que haya recibido anteriormente, es que no quiere emplear más que conceptos elaborados científicamente, es decir, construidos según el método que él instituye; todos los que tengan otro origen deben por ello ser rechazados, provisionalmente al menos. Ya hemos visto que la teoría de los idola de Bacon no tiene otro sentido. Las dos grandes doctrinas que con tanta frecuencia han sido opuestas entre sí concuerdan en este punto esencial. Es preciso, por tanto, que el sociólogo, bien en el momento en que determina el objeto de sus investigaciones, bien en el curso de sus demostraciones, se prohíba resueltamente el empleo de aquellos conceptos que se han formado fuera de la ciencia y para necesidades que no tienen nada de científicas. Es preciso que se libere de estas falsas pruebas que dominan el espíritu del vulgo, que sacuda de una vez para siempre el yugo de estas categorías a las que un prolongado hábito acaba, muchas veces, por volver tiránicas. Si alguna vez la necesidad le obliga a recurrir a ellas, al menos que lo haga teniendo conciencia de su escaso valor, a fin de no llamarlas a representar en la doctrina un papel del que no son dignas.

Lo que hace a esta liberación particularmente difícil en sociología es que el sentimiento se pone muchas veces de su parte. Nos apasionamos, en efecto, por nuestras creencias políticas y religiosas, por nuestras prácticas morales de un modo muy distinto que por las cosas del mundo físico; en consecuencia, este carácter pasional se comunica a la manera en que concebimos y nos explicamos las primeras. Las ideas que nos hacemos de ellas nos subyugan, lo mismo que sus objetos, y adquieren así una autoridad tal que no soportan la contradicción. Toda opinión que se les oponga es considerada como enemiga. ¿Que una proposición no está de acuerdo con la idea que se tiene del patriotismo o de la dignidad individual? Queda entonces repudiada sean cuales fueren las pruebas en que se basa. No es lícito admitir que sea cierta; se le opone una delicada negativa y la pasión, para justificarse, no tarda en sugerir razones que se encuentran fácilmente decisivas. Estas nociones pueden incluso tener tal prestigio que no toleran ni siquiera el examen científico. El solo hecho de someterlas, así como a los fenómenos que expresan, a un frío análisis, altera a ciertos espíritus. Cualquiera que se dedique a estudiar la moral desde el exterior, y como una realidad exterior, parece a estos seres delicados carente de sentido moral, de la misma manera que el viviseccionista le parece al vulgo falto de la sensibilidad común. Muy lejos de admitir que estos sentimientos dependen de la ciencia, es a ellos a los que se cree que debemos dirigirnos para hacer la ciencia de las cosas con la que se relacionan. ¡Desgracia -escribe un elocuente historiador de las religiones-, desgracia la del sabio que aborda las cosas de Dios sin tener en el fondo de su conciencia, en lo más recóndito de su ser, donde duerme el alma de los antecesores, un santuario desconocido del que se eleva por instantes un perfume de incienso, un verso de salmo, un grito doloroso o triunfal que de niño ha lanzado al cielo en persecución de sus hermanos y que le vuelve a poner en súbita comunicación con los profetas de otros tiempos! (11).

No podríamos alzarnos nunca con demasiada fuerza contra esta doctrina mística que -como todo misticismo- no es en el fondo más que un empirismo disfrazado, que niega toda ciencia. Los sentimientos cuyo objeto está constituido por las cosas sociales no poseen ningún privilegio sobre los demás, porque no tienen otro origen. Se han formado, ellos también, históricamente; son producto de la experiencia humana, pero de una experiencia confusa y desorganizada. No se deben a no sé qué anticipación trascendental de la realidad, sino que son la resultante de toda clase de impresiones y de emociones acumuladas sin ningún orden, al azar de las circunstancias, sin una interpretación metódica. Muy lejos de traernos claridades superiores a las claridades racionales, están hechos exclusivamente de estados fuertes, es cierto, pero turbios. Concederles semejante preponderancia es dar la supremacía a las facultades inferiores de la inteligencia sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia más o menos oratoria. Una ciencia hecha de esta manera no puede satisfacer más que a los espíritus que prefieren pensar más con su sensibilidad que con su entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la sensación a los análisis luminosos y llenos de paciencia de la razón. El sentimiento es el objeto de la ciencia, no el criterio de la verdad científica. Por otra parte, no hay ciencia que, en sus comienzos, no haya tropezado con resistencias análogas. Hubo un tiempo en que los sentimientos relativos a las cosas del mundo físico, al tener ellos mismos un carácter religioso o moral, se oponían con no menos fuerza al establecimiento de las ciencias físicas. Se puede entonces creer que, perseguido de ciencia en ciencia, terminará este prejuicio por desaparecer de la sociología, su último retiro, pará dejar el terreno libre al sabio.

2° Pero la regla precedente es completamente negativa. Enseña al sociólogo a escapar del imperio de las nociones vulgares, para volver su atención hacia los hechos; pero no dice la forma en que debe captar estos últimos para hacer de ellos un estudio objetivo.

Toda investigación científica se centra en un grupo determinado de fenómenos que responden a una misma definición. La primera tarea del sociólogo debe ser por ello definir las cosas de que él trata a fin de que se sepa -y lo sepa él también- cuál es el problema. Es ésta la condición primera y más indispensable de toda prueba; una teoría, en efecto, sólo es controlable cuando se sabe reconocer los hechos de que ella debe dar cuenta. Además, puesto que por esta definición inicial se constituye el objeto mismo de la ciencia, éste será, o no será, una cosa, según la forma en que se haga esta definición.

Para que sea objetiva, es preciso evidentemente que no exprese los fenómenos en función de una idea del espíritu, sino de las propiedades que le son inherentes. Es preciso que los caracterice por un elemento integrante de su naturaleza, no por su conformidad con una noción más o menos ideal. Ahora bien, en el momento en que la investigación va tan sólo a comenzar, cuando los hechos no han sido sometidos todavía a ninguna elaboración, los únicos caracteres suyos que se pueden alcanzar son aquellos que se hallan bastante exteriores para ser visibles inmediatamente. Los que están situados más profundamente son sin duda más esenciales; su valor explicativo es más alto, pero son desconocidos en esta fase de la ciencia y no se pueden anticipar más que si se sustituye la realidad por alguna concepción del espíritu. Es por ello entre los primeros donde se debe buscar la materia de esta definición fundamental. Por otra parte, está claro que esta definición deberá comprender, sin excepción ni distinción alguna, todos los fenómenos que presentan estos mismos caracteres; porque nosotros no tenemos ninguna razón ni medio de elegir entre ellos. Entonces estas propiedades son todo lo que sabemos de lo real; por consiguiente, deben determinar preferentemente la manera en que se deben agrupar los hechos. No poseemos ningún otro criterio que pueda suspender, aunque sea parcialmente, los efectos del precedente. De aquí se deriva la siguiente regla: no tomar jamás por objeto de las investigaciones más que un grupo de fenómenos previamente definidos por ciertos caracteres exteriores que les son comunes e incluir en la misma investigación a todos los que respondan a esta definición. Comprobamos, p. ej., la existencia de un cierto número de actos que presentan, todos ellos, este carácter exterior, y que una vez realizados determinan por parte de la sociedad esta reacción particular que se denomina pena. Hacemos de ellos un grupo sui generis, al cual imponemos una rúbrica común; llamamos delito a todo acto castigado y hacemos del delito así definido el objeto de una ciencia especial, la criminología. De la misma manera, observamos en el interior de todas las sociedades conocidas la existencia de una sociedad parcial, reconocible por el signo exterior de que está formada de individuos consanguíneos, en su mayor parte, y que están unidos entre sí por vínculos jurídicos. Hacemos con los hechos que con ella se relacionan un grupo especial al que damos un nombre particular; son los fenómenos de la vida doméstica. Llamamos familia a todo agregado de este género y hacemos de la familia así definida el objeto de una investigación especial que no ha recibido todavía una denominación determinada en la terminología sociológica. Cuando más tarde se pase de la familia en general a los diferentes tipos familiares, se aplicará la misma regla. Cuando se aborde, p. ej., el estudio del clan, o de la familia matriarcal, o de la familia patriarcal, se empezará por definirlas de acuerdo con el mismo método. El objeto de cada problema, general o particular, debe ser considerado de conformidad con el mismo principio.

Procediendo de esta manera, el sociólogo, desde los primeros pasos, pone pie inmediatamente en la realidad. En efecto, la forma en que los hechos son clasificados no depende de él, de la formación particular de su espíritu, sino de la naturaleza de las cosas. El signo que les hace figurar en tal o cual categoría puede ser mostrado a todo el mundo, reconocido por todos, y las afirmaciones de un observador son controlables por los demás. Es verdad que la noción así constituida no siempre encaja o incluso no se adapta generalmente a la noción común. Es evidente, por ejemplo, que para el sentido común los hechos del pensamiento libre o los atentados a la etiqueta, tan regular y severamente castigados en muchas sociedades, no son considerados como delitos ni siquiera en lo que respecta a estas sociedades. De la misma manera, un clan no es una familia en la acepción usual de la palabra. Pero no importa, porque no se trata simplemente de descubrir un medio que nos permita encontrar con seguridad los hechos a los que se aplican las palabras del idioma corriente y las ideas que representan. Lo que se necesita es constituir con todas las piezas conceptos nuevos, apropiados a las necesidades de la ciencia y expresados con ayuda de una terminología especial. No es, en modo alguno, que el concepto vulgar sea inútil para el sabio; sirve de indicador. Gracias a él somos informados de que existe en alguna parte un conjunto de fenómenos que son reunidos bajo una misma denominación y que, por consiguiente, deben tener probablemente caracteres comunes; incluso, como no existe jamás sin haber tenido algún contacto con los fenómenos, nos indica a veces, a grandes rasgos, en qué dirección deben ser investigados. Pero como está burdamente formado, es muy natural que no coincida exactamente con el concepto científico, instituido con motivo del repetido concepto vulgar (12).

Por muy evidente e importante que sea esta regla, no es apenas observada en sociología. Precisamente porque se trata en ella de cosas de las que hablamos sin cesar, como la familia, la propiedad, el delito, etc., le parece muchas veces inútil al sociólogo dar una definición previa, rigurosa. Estamos acostumbrados de tal modo a servirnos de estas palabras, que vuelven en todo momento durante las conversaciones y parece inútil precisar el sentido en que las tomamos. Nos referimos simplemente a la noción común. Ahora bien, ésta es muchas veces ambigua. Esta ambigüedad hace que se reúnan bajo un mismo nombre y en una misma explicación cosas muy diferentes en realidad. De ahí provienen confusiones inexplicables. Así, existen dos clases de uniones monogámicas: unas de hecho, otras de derecho. En las primeras el marido no tiene más que una mujer aunque jurídicamente pueda tener varias; en las segundas, le está legalmente prohibido ser polígamo. La monogamia de hecho se encuentra en muchas especies animales y en ciertas sociedades inferiores, no en estado esporádico, sino con la misma generalidad que si estuviese impuesta por la ley. Cuando la población está dispersa sobre una vasta superficie, la trama social es muy floja y, en consecuencia, los individuos viven los unos aislados de los otros. Desde luego, cada hombre intenta procurarse una mujer y una sola, porque en este estado de aislamiento le es difícil tener varias. La monogamia obligatoria, por el contrario, sólo se observa en las sociedades más elevadas. Estas dos especies de sociedades conyugales tienen, por tanto, una significación muy diferente, y sin embargo, sirve la misma palabra para designarlas; porque se dice corrientemente que ciertos animales son monógamos, aunque no haya en ellos nada que se asemeje a una obligación jurídica. Ahora bien, Spencer, al abordar el estudio del matrimonio, emplea la palabra monogamia, sin definirla, en su sentido usual y equívoco. Resulta de ello que la evolución del matrimonio le parece que presenta una anomalía incomprensible, puesto que cree observar la forma superior de la unión sexual desde las primeras fases del desarrollo histórico, mientras que esta unión parece más bien desaparecer en el peñodo intermedio para reaparecer en seguida. Y de todo ello concluye que no hay relación regular entre el progreso social en general y el avance progresivo hacia un tipo perfecto de vida familiar. Una definición oportuna hubiese evitado este error (13).

En otros casos se tiene mucho cuidado de definir el objeto sobre el que va a recaer la investigación; pero en lugar de comprender en la definición y agrupar bajo la misma rúbrica todos los fenómenos que tienen las mismas propiedades exteriores, se hace entre ellos una selección. Se eligen algunos, una especie de élite, que se consideran como los únicos que tienen derecho a poseer estos caracteres. En cuanto a los otros, se estima que han usurpado estos signos distintivos y no se les tiene en cuenta. Pero es fácil prever, que de esta manera no se puede obtener más que una noción subjetiva y truncada. En efecto, esta eliminación no se puede hacer más que de acuerdo con una idea preconcebida, puesto que en el comienzo de la ciencia ninguna investigación ha podido establecer todavía la realidad de esta usurpación, en el supuesto de que sea posible. Los fenómenos elegidos sólo han sido conservados porque eran, más que los otros, conformes con la concepción ideal que uno se hacía de esta clase de realidad. Por ejemplo, Garofalo, al comienzo de su Criminologie, demuestra muy bien que el punto de partida de esta ciencia debe ser la noción sociológica del delito (14). Sólo que, para constituir esta noción, no compara indistintamente todos los actos que en los diferentes tipos sociales han sido reprimidos con penas regulares, sino solamente algunos de ellos, a saber, los que ofenden la parte media e inmutable del sentido moral. En cuanto a los sentimientos morales que han desaparecido a lo largo de la evolución, no le parecen fundados en la naturaleza de las cosas más que por la sencilla razón de que no han logrado mantenerse; en consecuencia, los actos que han sido reputados como criminales porque los violaban, cree que han debido esta denominación tan sólo a circunstancias accidentales más o menos patológicas. Pero es en virtud de un concepto completamente personal de la moralidad como procede a esta eliminación. Parte de la idea de que la evolución moral, tomada en su misma fuente o en sus inmediaciones, arrastra toda clase de escorias e impurezas que ella elimina progresiva e inmediatamente y que hoy sólo ha logrado desembarazarse de todos los elementos adventicios que primitivamente turbaban su curso. Pero este principio no es ni un axioma evidente, ni una verdad demostrada; no es más que una hipótesis a la que nada justifica. Las partes variables del sentido moral no están menos fundadas en la naturaleza de las cosas que las partes inmutables; las variaciones por las que han pasado las primeras testimonian solamente que son las cosas las que han variado. En zoología, las formas especiales de las especies inferiores no son consideradas menos naturales que las que se repiten en todos los grados de la escala animal. De la misma manera, los actos llamados delitos por las sociedades primitivas, y que han perdido esta denominación, son realmente criminales con relación a esas sociedades, lo mismo que lo son aquellos que continuamos reprimiendo hoy día. Los primeros corresponden a las condiciones cambiantes de la vida social, los últimos, a las condiciones constantes; pero no son los unos más artificiales que los otros.

Hay más, aunque estos actos hubieran revestido indebidamente el carácter criminológico, no debería separárseles radicalmente de los otros; porque las formas mórbidas de un fenómeno no son de otra naturaleza que las normales y, por consiguiente, es necesario observar tanto las primeras como las últimas para determinar esta naturaleza. La enfermedad no se opone a la salud; son dos variedades del mismo género que se iluminan mutuamente. Es ésta una regla reconocida hace tiempo y practicada en biología y en psicología, y que el sociólogo no está menos obligado a respetar. A menos que se admita que un mismo fenómeno pueda ser debido ya a una causa, ya a otra -es decir, a menos de negar el principio de causalidad-, las causas que imprimen a un acto, aunque de una manera anormal, el signo distintivo del delito, no podrían diferir en especie de las que producen normalmente el mismo efecto; se distinguen solamente en grado o también porque no actúan dentro del mismo conjunto de circunstancias. El delito anormal es entonces todavía un delito y debe, en consecuencia, entrar en la definición del delito. Entonces, ¿qué ocurre?, pues que Garofalo toma por el género lo que no es otra cosa que la especie o incluso una simple variedad. Los hechos a los que se aplica su fórmula de criminalidad sólo representan una ínfima minoría entre los que debería comprender; porque no es aplicable a los delitos religiosos, ni a los delitos contra la etiqueta, el ceremonial, la tradición, etc., los cuales, si bien han desaparecido de nuestros Códigos modernos, llenan, por el contrario, todo el derecho penal de las sociedades anteriores.

Es esta misma falta de método lo que hace que ciertos observadores nieguen a los salvajes toda clase de moralidad (15). Parten de la idea de que nuestra moral es la moral; ahora bien, es evidente que es desconocida de los pueblos primitivos o que no existe en ellos más que en estado rudimentario. Pero esta definición es arbitraria. Apliquemos nuestra regla y todo cambia. Para decidir si un precepto es moral o no, debemos examinar si presenta o no el signo exterior de la moralidad; este signo consiste en una sanción represiva difusa, es decir, en una condena de la opinión pública que vengue toda violación del precepto. Todas las veces que estemos en presencia de un hecho que presente este carácter, no podremos, con justicia, negarle la calificación de moral; porque ésta es la prueba de que tal hecho es de la misma naturaleza que los demás hechos morales. Ahora bien, reglas de este género no solamente se encuentran en las sociedades inferiores, sino que son más numerosas que en las sociedades civilizadas. Una multitud de actos que actualmente quedan abandonados a la libre apreciación del individuo eran entonces impuestos obligatoriamente. Así vemos a qué errores conduce el no definir o el definir mal (16).

Pero se dirá, ¿el definir los fenómenos por sus caracteres aparentes no es atribuir a las propiedades superficiales una especie de preponderancia sobre los atributos fundamentales, no es, mediante una inversión del orden lógico, hacer reposar las cosas sobre la cúspide y no sobre la base? Así ocurre que, cuando se define el delito por la pena, se expone uno casi inevitablemente a ser acusado de querer derivar el delito de la pena o, siguiendo una cita muy conocida, a ver en el cadalso la fuente de la vergüenza, no en el acto expiado. Pero el reproche reposa en una confusión. Puesto que la definición cuya regla acabamos de dar está colocada al comienzo de la ciencia, no podría tener por objeto expresar la esencia de la realidad; debe sólo ponernos en condiciones de llegar a ella posteriormente. Tiene como única función hacernos tomar contacto con las cosas, y como éstas no pueden ser captadas por el espíritu sino desde fuera, es por sus exteriores como los expresa. Pero con eso él no los aclara; suministra únicamente el primer punto de apoyo necesario para nuestras explicaciones. Desde luego, no es la pena la que hace al delito, pero es por ella como se nos revela exteriormente y, por consiguiente, es de ella de donde tenemos que partir si queremos llegar a comprenderlo.

La objeción no estaría fundada más que si estos caracteres exteriores fueran al mismo tiempo accidentales, es decir, si no estuviesen vinculados a las propiedades fundamentales. En efecto, en estas condiciones la ciencia, después de haberlos señalado, no tendría ningún medio de ir más lejos; no podría descender más abajo en la realidad, puesto que no habría ninguna relación entre la superficie y el fondo. Pero a menos que el principio de causalidad no sea más que una vana palabra, cuando unos caracteres determinados se encuentran de una manera idéntica y sin ninguna excepción en todos los fenómenos de un cierto orden, se puede tener la seguridad de que ellos se relacionan estrechamente con la naturaleza de estos últimos y que son solidarios de ellos. Si un grupo dado de actos presenta igualmente esta particularidad de que va ligada a ellos una sanción penal, es que existe un vínculo íntimo entre la pena y los atributos constitutivos de estos actos. Por consiguiente, por superficiales que sean, estas propiedades muestran perfectamente al sabio, siempre que hayan sido observadas metódicamente, el camino que debe seguir para penetrar más en el fondo de las cosas, son el anillo primero e indispensable de la cadena que la ciencia desenrollará a continuación en el curso de sus explicaciones.

Puesto que es por medio de la sensación como nos es dado el exterior de las cosas, podemos decir, en resumen: la ciencia, para ser objetiva, debe partir no de conceptos que se han formado sin ella, sino de la sensación. Es de los datos sensibles de los que debe tomar prestados los elementos de sus definiciones iniciales. Y en efecto, basta representarse en qué consiste la tarea de la ciencia para comprender que no puede proceder de otra manera. Ella tiene necesidad de conceptos que expresen adecuadamente las cosas tales como son, no tales como le conviene concebir a la práctica. Ahora bien, los que están constituidos al margen de su acción no responden a esta condición. Es preciso, por tanto, que cree nuevos conceptos y para ello que, descartando las nociones comunes y las palabras que las expresan, vuelva hacia la sensación, materia prima necesaria de todos los conceptos. Es de la sensación de donde se desprenden las ideas generales, verdaderas o falsas, científicas o no. El punto de partida de la ciencia o conocimiento especulativo no podría ser otro que el del conocimiento vulgar o práctico. Es solamente más allá, es decir, en la forma en que es elaborada después esta materia común, donde empiezan las divergencias.

3° Pero la sensación es fácilmente subjetiva. También es preceptivo en las ciencias naturales descartar los datos sensibles que sean demasiado personales para el observador para retener exclusivamente los que presentan un grado suficiente de objetividad. Es así como el médico sustituye las vagas impresiones que producen la temperatura o la electricidad por la representación visual de las oscilaciones del termómetro o del electrómetro. El sociólogo debe observar las mismas precauciones. Los caracteres exteriores en función de los cuales define el objeto de sus investigaciones deben ser lo más objetivos posible.

Se puede afirmar en principio que los hechos sociales son tanto más susceptibles de ser representados objetivamente cuanto más desprendidos están de los hechos individuales que los manifiestan.

En efecto, una sensación es tanto más objetiva cuanto mayor fijeza tiene el objeto a que ella se refiere; porque la condición de toda objetividad es la existencia de un punto de referencia, constante e idéntico, al cual se pueda referir la representación y que permita, eliminar todo lo que tiene ésta de variable y subjetivo. Si los mismos puntos de referencia que se nos dan son variables, si son continuamente diversos con relación a sí mismos, toda medida común es defectuosa y no tenemos ningún medio de distinguir en nuestras impresiones lo que depende del exterior de lo que les llega desde nosotros. Ahora bien, la vida social, en tanto en cuanto no ha conseguido aislarse de los acontecimientos particulares que la encarnan para constituirse aparte, posee cabalmente esta propiedad, porque, como estos acontecimientos no tienen siempre, en todo momento, la misma fisonomía, y como es inseparable de ellos, le comunican su movilidad. Consiste entonces en corrientes libres que están perpetuamente en vías de transformación y que la mirada del observador no consigue fijar. Es decir, que es éste el lado por donde el sabio puede abordar el estudio de la realidad social. Pero sabemos que presenta la particularidad de que, sin dejar de ser ella misma, es susceptible de cristalizarse. Fuera de los actos individuales que suscitan, las costumbres colectivas se expresan bajo formas definidas, reglas jurídicas, morales, dichos populares, hechos de estructura social, etc. Como estas formas existen de una manera permanente, como no cambian con las diversas aplicaciones que se hace de ellas, constituyen un objeto fijo, una marca constante que está siempre al alcance del observador y que no deja lugar a las impresiones subjetivas y a las observaciones personales. Una regla de derecho es lo que es y no hay dos maneras distintas de percibirla. Puesto que, por otra parte, estas prácticas no son más que la vida social consolidada, es legítimo, salvo indicaciones en sentido contrario (17), estudiar la última a través de las primeras.

Por consiguiente, cuando el sociólogo emprende la exploración de un orden cualquiera de hechos sociales, debe esforzarse por considerarlos desde el plano en que se presentan aislados de sus manifestaciones individuales. De acuerdo con este principio es como hemos estudiado la solidaridad social, sus diversas formas y su evolución a través del sistema de normas jurídicas que las expresan (18). De la misma manera, si se intenta distinguir y clasificar los diferentes tipos familiares según las descripciones literarias que nos dan de ellos los viajeros, y a veces los historiadores, se expone uno a confundir las especies más diversas, a unir los tipos más lejanos. Si, por el contrario, se toma como base de esta clasificación la constitución jurídica de la familia y, de un modo más especial, el derecho de sucesión, se tendrá un criterio objetivo que, sin ser infalible, evitará muchos errores (19). ¿Se quieren clasificar las diferentes clases de delitos? Entonces nos esforzaremos por reconstituir las maneras de vivir, las costumbres profesionales de los diferentes mundos del delito y se encontrarán tantos tipos criminológicos como formas diferentes presente esta organización. Para conocer las costumbres, las creencias populares, se recurrirá a los proverbios, a los dichos que las expresan. Sin duda alguna, procediendo así, se deja provisionalmente fuera de la ciencia la materia concreta de la vida colectiva y, sin embargo, por cambiante que ella sea, no tenemos derecho a postular a priori su ininteligibilidad. Pero si se quiere seguir una vía metódica, es preciso establecer los primeros cimientos de la ciencia sobre terreno firme, no sobre arena movediza. Es preciso abordar el reino social por los lugares en que ofrece más facilidades a la investigación científica. Sólo después de esto será posible seguir más adelante en la investigación y, por medio de trabajos progresivos de acercamiento, encerrar poco a poco esta realidad huidiza que el espíritu humano acaso no podrá jamás captar completamente.



Notas

(1) Norum organum, 1, 26.

(2) Ibíd., 1, 17.

(3) Ibíd., 1, 36.

(4) Sociol. Tr. fr. III, 331, 332.

(5) Sociol. III, 332.

(6) Concepción, por otra parte, controvertible. (V. Division du travail social, 11, 2, § 4).

(7) La cooperación no podría existir sin sociedad, y es el fin para el cual existe una sociedad. (Principes de Sociol., III, 332).

(8) Systeme de Logique, III, pág. 496.

(9) Este carácter resulta de las mismas expresiones empleadas por los economistas. Se trata continuamente de una cuestión de ideas, idea de la utilidad. del ahorro. de la inversión, del gasto. (V. Gide: Principes d'économie politique, lib. III, cap. 1, § 1; cap. II, § 1; cap. III, § 1).

(10) Es cierto que la mayor complejidad de los hechos sociales hace que su ciencia sea más difícil. Pero, en compensación, precisamente porque la sociología es la última que ha llegado, se encuentra en condiciones de aprovecharse de los progresos realizados por las ciencias inferiores y de instruirse en su escuela. Esta utilización de las experiencias realizadas no puede por menos de acelerar su desarrollo.

(11) Darmesteter, J.: Les prophetes d'Israel, pág. 9.

(12) En la práctica se parte siempre del concepto vulgar y de la palabra vulgar. Se investiga si, entre las cosas que denota confusamente esta palabra, hay algunas que presenten caracteres exteriores comunes. Si las hay y si el concepto formado por la agrupación de los hechos así reunidos coincide, si no totalmente, lo que es raro, sí al menos en su mayor parte, con el concepto vulgar, se podrá continuar designando el primero con la misma palabra que el segundo y conservando en la ciencia la expresión empleada en el lenguaje corriente. Pero si la separación es demasiado considerable, si la noción común confunde una pluralidad de nociones distintas, se impone la creación de términos nuevos y especiales.

(13) Es esta misma ausencia de definición la que ha hecho decir a veces que la democracia se encontraba igualmente al comienzo y al fin de la historia. La verdad es que la democracia primitiva y la de hoy son muy diferentes entre sí.

(14) Criminologie. pág. 2.

(15) Lubbock, V.: Les Origines de la civilisation, cap. VIII. Se dice de un modo todavía más general y no menos falso que las religiones antiguas son amorales o inmorales. La verdad es que tienen su moral peculiar.

(16) A este respecto será muy ilustrativa la lectura del excelente trabajo de Malinowski, La vida sexual de los salvajes.

(17) Sería preciso, p. ej., tener motivos para creer que en un momento dado el derecho no expresa ya el estado verdadero de las relaciones sociales para que esta sustitución no fuese legítima.

(18 V. Division du travail social, I, 1.

(19) Cf. nuestra Introduction a la Sociologie de la famille, en Annales de la Faculté des Lettres de Bordeaux, año 1889.

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