Índice de Historia de la piratería de Philip GossePrólogo de Philip GosseCAPÍTULO SEGUNDO del Libro IBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO I

EL RESCATE DE CESAR




La piratería, al igual que el homicidio, constituye una de las ramas de la actividad humana cuyas huellas aparecen en los tiempos más remotos de la historia. Los hechos con los que tropezamos en aquellas épocas coinciden con las primeras alusiones a los viajes y al comercio. Puede darse por seguro que muy poco tiempo después de que los hombres comenzaron a transportar mercancías de un sitio a otro, se ha visto surgir a algunos que se beneficiaron interceptando estos bienes durante el trayecto de los mismos.

El comercio suele seguir de cerca a la implantación del pabellón; y el saqueo, en tierra firme o en el mar, sigue al comercio. Tan seguramente como vemos multiplicarse las arañas allí donde hay huecos y hendeduras -escribe el capitán Enrique Keppel, gran cazador de piratas orientales del siglo XIX-, presenciamos también brotes de piratas en todas partes donde existe un hormigueo de islas que ofrecen ensenadas, playas, puntas, rocas, arrecifes; en suma, facilidades para acechar, sorprender, atacar y escapar.

En todos los mares del globo y durante todas las épocas, la piratería ha pasado por ciertos ciclos bien definidos. Al principio, algunos individuos pertenecientes a las poblaciones ribereñas más pobres, se reúnen en grupos aislados, cada uno poseyendo uno o varios navíos; así organizados, atacan a los más débiles de los buques mercantes. Su condición es la de gente proscrita a la que todo hombre respetuoso de la Ley tiene el deber de matar en el momento de descubrirla. Después viene el período de la organización perfeccionada, los más fuertes piratas absorbiendo a los más débiles o bien obligándolos a renunciar a su oficio. Estas grandes organizaciones se desarrollan en grado tal que ningún convoy de mercantes, incluso el más poderosamente armado, se encuentra al abrigo de sus ataques. Tal era el nivel alcanzado por la piratería en la era de los corsarios berberiscos; en la de Morgan y de sus bucaneros; y en la de los marinos del Wild West, a comienzos del reinado de Isabel. Contra aquellos piratas resultaba vano todo intento de resistencia colectiva, e impotente toda autoridad.

La siguiente fase de desarrollo se caracteriza por un fenómeno novel: la organización de los piratas, habiendo alcanzado virtualmente la constitución de un Estado independiente, se ve ahora en condiciones de firmar alianzas, provechosas para ambas partes, con otros estados contra sus mutuos enemigos. Lo que había sido piratería se convierte entonces, temporalmente, en guerra, y en esta guerra, los buques de un beligerante son piratas para el otro, recibiendo el trato correspondiente. Fue en el transcurso de estos períodos cuando surgieron de la sombra hombres tales como el temible Kair-ed-din, mejor conocido bajo el nombre de Barbaroja, quien llevó la Media Luna hasta los puertos más fortificados del Mediterráneo, ganando incluso una victoria contra la armada de la España imperial; como los geniales marinos de Cornualles, quienes, durante un período tan breve como resplandeciente, escribieron los Anales de la Piratería en verso, en vez de prosa; o como los geusen marítimos de Lemarck y los navegantes de la Roquela, de Condé, los cuales hicieron la guerra al Estado y a la Iglesia en nombre de la Libertad y la Reforma.

Finalmente, la victoria de uno de los partidos suele quebrantar, de una manera general, la organización naval del otro. Así, vemos a Don Juan de Austria rechazar y quemar las flotas del Islam en los pasos de Lepanto. Los elementos del partido vencido vuelven entonces a la condición de pandillas de proscritos, hasta que el partido vencedor llegue a ser lo suficientemente fuerte para relegarlos definitivamente al rango de donde habían salido, o sea, al de furtivos vagabundos del mar.

La piratería, en sus momentos de esplendor, pasa al primer plano de la historia; pero aun durante sus períodos de decadencia, se distingue por un poderío de fascinación muy peculiar, sin hablar de la atracción que sobre las imaginaciones ejerce el crimen en cuanto tal. Nos enfrentamos aquí a un crimen realmente único en su género, y que exige a sus adeptos algo más que osadía, astucia o destreza en el manejo de las armas.

El pirata jefe había de saber maniobrar su buque (a menudo, al comenzar aquél su carrera, una nave impropia para la navegación, hasta que lograba robar alguna mejor) tanto en la tempestad como en el combate; guiado, pese a averías, hacia un puerto de refugio; dominar su tripulación bribona e indisciplinada en medio de enfermedades y de descontento; y desplegar el arte de diplomático, asegurándose en tierra firme un mercado sólido para la venta de las mercancías robadas. Los hombres de ese temple son raros, y hasta escasos son los oficios respetables que pueden ufanarse de poseer personalidades tan destacadas como las que se nos presentan en la cúspide del árbol de la piratería.

Aun cuando se descarte a los aventureros de carácter semilegal, tales como Drake, Morgan o Barbaroja, vemos. en la capilla, reservada a los piratas en el Templo de la Fama, a más de un héroe notable, que en vida ha sido considerado con razón como un criminal perdido irremisiblemente.

Fue una raza extraña, y es, tal vez aún más en sus extrañezas que en sus hazañas, donde debe buscarse el secreto de su fascinación. Por lo que a la salvación eterna se refiere, es curioso ver cuántos de entre ellos han cometido los más horribles actos de su vida, creyendo firmemente que les serían tomados en cuenta en el otro mundo. Fué la preocupación por su alma la que inspiró al capitán Robens, el cual llevaba siempre, durante una expedición, un chaleco y calzones de rico damasco, así como una cadena de oro suspendida del cuello y de la que colgaba una gran cruz de diamantes, llevándole. al extremo de imponer a bordo una estricta abstinencia de alcohol y el respeto absoluto de las mujeres. La misma preocupación por la salvación de su alma indujo al capitán Daniel a apoderarse de un sacerdote para que celebrara misa a bordo de su buque, y a acuchillar a un hombre de su tripulación por haber hecho una observación obscena durante el servicio divino. Y parece probable que no haya existido jamás utopista más notable que aquel capitán Mison que cincuenta años antes de la Revolución Fráncesa proclamara, en medio de torrentes de elocuencia inflamada, una república de piratas, consagrada a la Libertad, la Igualdad, y la Fraternidad. El cautivo que, por escrúpulos de conciencia, rehusaba escaparse de manos del amo que había sido vendido considerando como engaño obrar así frente a un hombre que había pagado su esclavo con moneda sonante; o aquel capitán cuáquero que se negaba a recurrir a la violencia contra los corsarios, acabando por dominarlos, tal vez estén más cerca de la mentalidad pirata que un Blackbeard o un Kidd.

La historia de la piratería no es, pues, tan sólo una crónica espantosa de violaciones de la Ley, algo más que una serie de relatos romántiCos, en los que por turno representan su papel, el oro, la lucha y la aventura; tiene a pesar de todo, su lado divertido, su ciencia extraña, sUs incidentes grotescos; en suma, refleja lo extravagante en la naturaleza humana. Acompañando al capitán Sharp en el viaje más asombroso que jamás haya sido hecho por un pirata, vemos a uno de sus prisioneros, un noble español, combatir la monotonía de la vida: a bordo, contando historias en las que aparecían personajes tales como cierto sacerdote que, habiendo bajado a tierra en el Perú, posaba tranquilamente ante los ojos maravillados de diez mil indios, su crucifijo sobre el lomo de dos rugientes leones, los cuales se sentaron en seguida y le adoraron, abandonando luego el lugar a doS tigres deseosos de imitar su ejemplo. Compartimos los terrores de Ludolfo de Cucham quien escribió en 1350 un catálogo de los peligros atribuídos a los monstruos acuáticos, y particularmente al puerco marino, animal que acostumbra a emerger junto a las naves y a mendigar ... Si el marino le tira un poco de pan, el menstruo se aleja; y en caSo de que no quiera alejarse, entonces la vista del rostro furioso de un hombre encolerizado basta para ahuyentarlo. Si el marmo tiene miedo, debe guardarse de mostrarlo: Debe mirarlo con aire altivo y severo y no dejar traslucir su susto, porque de lo contrario el monstruo no huirá, sino que morderá, destrozando el navío. Y si bien no podemos menos de sentir profunda aflicción ante los relatos de los sufrimientos infligidos a los cristianos caídos en cautiverio, nos alegramos, en cambio, porque esto ofreciera al buen San Vicente de Paul la oportunidad de estudiar la alquimia, ciencia que le sería tan útil en lo sucesivo; y simpatizamos con sir Jeffery Hudson, el enano batallador de Carlos I, que se quejaba de que los trabajos forzados del cautiverio le hubieran hecho crecer de un pie y seis pulgadas a más de tres pies.

Tampoco carece de humorismo el célebre rapto llevado a cabo por piratas del Mar Egeo, el año 78 antes de nuestra era, y que, si hubiese terminado de una manera un poco distinta, habría podido cambiar totalmente el curso de la historia del mundo.

En aquel año, cierto joven aristócrata romano, envuelto en turbulentas riñas familiares, y expulsado de Italia por el dictador Sila porque se había adherido al partido de Mario, rival desterrado de aquél, navegaba hacia la isla de Rodas. Siendo un joven lleno de ambición y no teniendo nada mejor que hacer mientras la estancia en Roma le quedase prohibida, había decidido emplear el tiempo perfeccionándose en un arte en que, según los dichos de sus preceptores, estaba lejos de brillar: el de la elocuencia. Con tal objeto acababa de inscribirse en la academia del afamado profesor Apolonio Molo.

Mientras el buque costeaba la isla de Farmacusa, a la altura de las rocosas riberas de Caria, viéronse de pronto algunas embarcaciones de forma larga y baja, que se aproximaban rápidamente. El barco romano era lento y como, además, se calmaba la brisa, toda esperanza de escapar a los piratas se desvanezía ante la velocidad de aquellas naves de largos remos movidos por vigorosos brazos de esclavos. Arriando su pequeña vela auxiliar, el buque esperó el abordaje de las canoas de punta afilada, y poco tiempo después, su puente se cubrió de una turba de gente morena.

El jefe de los piratas lanzó una mirada circular sobre los grupos de asustados pasajeros; inmediatamente, su vista fue herida por el espectáculo de un joven aristócrata, vestido elegantemente según la última moda de Roma, y que sentado en medio de sus servidores y esclavos, se entregaba a la lectura. Yendo derecho a él, el pirata le preguntó quién era; pero el joven, habiéndole lanzado una mirada desdeñosa, continuó leyendo. El pirata, enfurecido, se dirigió entonces a uno de los compañeros del noble romano, su médico Cina, el cual le reveló el nombre de su prisionero: era Cayo Julio César. Se planteó la cuestión del rescate. El pirata deseaba saber la suma que César aceptaba pagar por recobrar su propia libertad y la de sus criados. Como el romano no se dignó siquiera contestar, el capitán se volvió hacia su ayudante, pidiéndole su opinión acerca del valor que representaba el grupo. Este experto, después de examinarlo detenidamente uno por uno, estimó que diez talentos representarían una suma razonable.

El capitán, irritado por el aire superior del joven aristócrata, le cortó la palabra, diciendo:

- Pues bien, voy a doblarla. Veinte talentos: éste es mi precio.

Esta vez, César abrió la boca. Frunciendo el ceño, declaró:

- ¿Veinte? Si conocieses tu oficio, te darías cuenta de que valgo cuando menos cincuenta.

El pirata se sobresaltó. No acostumbraba ver a un prisionero que se creía lo bastante importante para pagar de buen grado un rescate de cerca de doce mil libras en vez de las tres mil pedidas. Sin embargo, le cogió la palabra al joven romano; después le hizo arrojar a una de las embarcaciones junto con los demás cautivos, a fin de que esperase en la guarida de los piratas el regreso de los negociadores enviados a reunir el rescate.

César y sus compañeros fueron alojados en algunas chozas de una aldea ocupada por los piratas. El joven romano pasaba el tiempo entregándose cada día a ejercicios físicos: corría, saltaba, lanzaba piedras gruesas, compitiendo a menudo con sus raptores. En sus horas menos activas, escribía poemas o bien componía discursos. Caída la noche, se reunía frecuentemente con los piratas en torno al fuego, ensayando con ellos el efecto de sus versos o de su elocuencia. Los piratas, según nos es relatado, tenían una opinión muy desfavorable de unos y otra, y se la manifestaban con un candor desprovisto de delicadeza. Hay que pensar que su gusto literario era mediocre o que los versos de César, hoy perdidos, no alcanzaban el nivel artístico de la prosa que escribiera después.

Debía ser una vida extraña para el joven descrito por Sita como un muchacho con faldas.

Todos los testigos concuerdan, sin embargo, en declarar que ocultaba, por debajo de sus múltiples afectaciones, un espíritu resuelto e intrépido.

Como auténtico romano, no solamente despreciaba a sus aprehensores por sus modales groseros y su falta de educación, sino que les reprochaba sus defectos. Y tuvo un placer maligno en describirles lo que les sucedería si alguna vez la pandilla cayese entre sus manos, prometiéndoles solamente que les haría crucificar a todos. Los piratas, más que enfurecidos ante sus amenazas, regocijados por sus maneras afeminadas, le miraban con una especie de respetuosa condescendencia, considerando la promesa de una crucifixión como una estupenda broma. Cierta noche en que, según su costumbre, se habían quedado hasta horas avanzadas en torno al fuego, bebiendo y manifestando en forma ruidosa, aunque poco musicalmente, su animación, su embarazoso prisionero mandó a uno de sus criados a notificar al capitán su deseo de que hiciera callar a sus hombres que estorbaban su reposo. Su demanda fue respetada: el jefe ordenó a su tripulación que cesara el alboroto.

Por fin, al cabo de treinta y ocho días, regresaron los negociadores trayendo la noticia de que el rescate de cincuenta talentos acababa de ser depositado en manos del legado Valerio Torcuato, y César con sus compañeros fueron embarcados a bordo de un buque y enviados a Mileto. El reunir una suma tan considerable había tomado un tiempo más largo de lo que se creía, pues Sita, después de haber desterrado a César, había confiscado todos sus bienes y también los de su esposa Cornelia. En tales circunstancias, el joven habría hecho mejor en darse un poco menos de importancia.

A la llegada a Mileto, el rescate fue entregado a los piratas, y César bajó a tierra deseoso de poner en ejecución el plan decidido. Pidió prestado a Valerio cuatro galeras de guerra y quinientos soldados, y se puso en marcha hacia Farmacusa. Al llegar allí tarde en la noche, encontró, como había esperado, toda la pandilla ocupada en celebrar su buena fortuna con una orgía de vituallas y bebida. Sorprendidos de improviso, los piratas no pudieron oponer ninguna resistencia y tuvieron que entregarse, salvo unos pocos que lograron huír. César había hecho cerca de trescientos cincuenta prisioneros, teniendo además la satisfacción de recuperar sus cincuenta talentos. Después de embarcar a sus antiguos anfitriones en las galeras, hizo echar a pique en aguas profundas todos los navíos de los piratas; luego alzó velas dirigiéndose hacia Pérgamo, donde Junio, pretor de la provincia de Asia Menor, tenía su cuartel general.

Llegado a Pérgamo, César encerró a sus prisioneros en una fortaleza bien guardada y se fue a hablar con el pretor. Supo entonces que este funcionario, la única autoridad que tenía derecho a infligir la pena capital, se encontraba en jira de servicio. César salió en su busca y habiéndose reunido con él, le contó someramente lo que le había sucedido; añadiendo que había dejado en Pérgamo, bajo buena custodia, a toda la banda con el botín, y que pedía a Junio una carta autorizando al gobernador interino de Pérgamo para ejecutar a los piratas o por lo menos a sus jefes.

Pero Junio no aprobaba tal intención. No le gustaba aquel joven autoritario que trastornaba de una manera tan inesperada la tranquilidad de su jira pretoriana, y que suponía que bastaba con que mandase, para que el gobernador general de Asia Menor se apresurara a obedecer. Había, además, otras consideraciones. El sistema según el cual los mercaderes pagaban tributo a los piratas a cambio de su inmunidad, tenía el carácter sagrado de una vieja costumbre que después de todo no. funcionaba tan mal. Si Junio accediese a los deseos de César, los sucesores de los piratas, extranjeros a no dudar, se mostrarían más rapaces de lo que habían sido los ejecutados. Y además, ¿no era hecho admitido el que los funcionarios del grado del pretor, estacionado lejos de Roma en los puestos avanzados del Imperio, estuviesen allí no solamente para servir el Estado, sino también para sacar de su función algún beneficio en previsión del día en que habrían de retirarse a la vida civil en Roma? Aquella pandilla de piratas era rica y podía esperarse que manifestaría de manera conveniente su gratitud hacia el gobernador si éste ejerciese su prerrogativa de clemencia, devolviéndoles la libertad.

Pero habría tomado demasiado tiempo explicar todos esos complejos asuntos de Estado, a un joven que además le era tan antipático, y con quien una conversación parecía imposible. Conque prometió a César que se ocuparía del asunto a su regreso a Pérgamo, y que le informaría luego de su decisión.

César comprendió. Saludó al gobernador, se retiró y, forzando a los caballos, cumplió en un solo día el viaje de vuelta a Pérgamo. Sin cambiar los acontecimientos por autoridad propia (es probable que la nueva situación en Roma fuera ignorada en las provincias), hizo ejecutar en la prisión a los piratas, reservando a los treinta principales para la suerte que les había prometido. Cuando los cabecillas aparecieron ante él cargados de cadenas, César les recordó su promesa, pero añadió que queriendo mostrarse agradecido por las bondades que tuvieron para con él, iba a concederles un supremo favor: antes de ser crucificados, mandaría degollarlos.

Arreglado el asunto, César prosiguió su viaje y entró, tal como lo había deseado, a la excelente escuela de arte oratorio de Apolonio Molo.

Sería absurdo, por supuesto, pretender que todos los piratas hubieran sido héroes o humoristas, y que su exterminación no haya constituído un beneficio para la humanidad. Sus virtudes son más fáciles de apreciar ahora que han muerto que cuando estaban en vida; la mayor parte de ellos, a excepción de los más grandes, han sido unos pequeños canallas, más ávidos de atacar a mujeres que a hombres, y que preferían el engaño al combate. Seiscientos años después del asunto del rescate de César, otro prisionero ilustre que había caído entre sus manos, fue tratado con crueldad tal que faltaba poco para que el mundo perdiera a uno de sus más grandes genios literarios: a Miguel de Cervantes. Otros miles de hombres de menor importancia han sido enviados a pudrirse en las galeras, donde morían degollados por una pequeñez. Mas después de todo, los piratas fueron hombres (aunque, según verá el lector, a veces han sido mujeres), y, como tales revelan la infinita variedad de lo que llamamos la naturaleza humana. La historia de los piratas tal vez sea una historia de hombres perversos; pero no por eso es menos una historia de hombres.

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