Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO PRIMERO del Libro ICAPÍTULO TERCERO del Libro IBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO II

LOS BARBAROJA




El gran período de la piratería moderna, nacida en épocas indeterminadas de la Edad Media, llegó a su apogeo durante los siglos XVI y XVII, y no concluyó sino hace apenas cien años, después de un esfuerzo concertado de las naciones. Tuvo por centro de acción la cuenca del Mediterráneo, y sus protagonistas fueron los ribereños de la costa berberisca, litoral que se extiende desde las fronteras de Egipto hasta las Columnas de Hércules. El nombre de berberiscos procede de ciertas tribus pobladoras de aquellas regiones, los berberos.

La práctica de la piratería languideció después de la caída de Roma, dejando de ser un factor importante en la vida de los pueblos costeños del Mediterráneo por la razón fundamental de que ñó había, durante un espacio de tiempo de casi mil años, sino muy poco tráfico marítimo que prometiese algún botín. Más tarde, cuando las cruzadas, seguidas por las empresas de los venecianos y genoveses, hubieron resucitado las antiguas glorias del comercio con Oriente, volvió también aquella tentación familiar, y veíase entonces a hombres morenos, vestidos con turbantes y trajes largos, y montados sobre embarcaciones de remo, surcar las aguas entre las costas de tierra firme y las innumerables islas, acechando las suntuosas galeras de alta construcción, de las regias ciudades italianas. La amenaza que representaban estos bandidos no era todavía realmente temible: aun no se había desarrollado ninguna gran potencia que hubiese podido protegerlos, y la vigilancia combinada de los estados mediterráneos bastó, durante varios siglos, para tenerlos en jaque. De suceder las cosas de manera distinta, el Renacimiento se habría visto retardado quién sabe por cuanto tiempo, si es que hubiera podido producirse en forma alguna. Todavía los turcos no habían tomado Constantinopla, ni extendido su dominación hasta el Africa septentrional. Venecia, Génova, Francia y la España de los moros, junto con los caballeros hospitalarios de San Juan, establecidos en Jerusalén, sucesores de los cruzados y enemigos hereditarios de Mahoma, resultaban lo suficientemente fuertes para proteger sus barcos contra las partidas aisladas de los espumadores del mar.

El más vigoroso de los esfuerzos de la primera hora, encaminados a suprimir los corsarios berberiscos, fué realizado en 1390, año en que los genoveses, exasperados por una serie de pérdidas navales, agruparon gran número de señores, caballeros y gentilhombres de Francia e Inglaterra y se hicieron a la mar en un intento de atacar a los africanos en su guarida del puerto de Metredia, situado sobre la costa tunecina.

El cuerpo expedicionario inglés era mandado por Enrique de Lancáster, el futuro rey Enrique IV. El embate del desembarco fue aguantado por sus arqueros cuyas vigorosas descargas, lo mismo que en Crecy y en Poitiers, rompiendo la resistencia del enemigo en la playa, lo rechazaron hacia su fortaleza. Los invasores se instalaron entonces, dando comienzo uno de aquellos largos y monótonos sitios que caracterizan el arte de la guerra en la Edad Media. Carentes de artillería eficaz y encontrándose en número insuficiente para intentar un asalto, lás fuerzas cristianas se acamparon en torno a la ciudad esperando la rendición de los sitiados. Pero la enfermedad las debilitó áún más rápidamente que a los defensores, los diezmaba el hambre: al cabo de dos meses, se soldó una paz, y los europeos volvieron a su casa. Peró aunque los piratas no habían sido exterminados, por lo menos se logró que durante algún tiempo se mostrasen menos audaces en sus expediciones.

En 1492, fecha capital en la historia moderna, la situación cambió bruscamente. La España de Fernando e Isabel arrebató a los moros el dominio de la Península Ibérica, expulsándolos hacia más allá del estrecho de Gibraltar después de siete siglos de residencia en Europa. Las consecuencias para la vida social y política del Africa septentrional fueron inmediatas y profundas. Un país apenas capaz de mantener algunos humildes mercaderes, labriegos y artesanos se vió invadido bruscamente por varios cientos de miles de hombres orgullosos, civilizados y belicosos, sin ninguna posibilidad de empleo, pero llenos de ambición y ardiendo en deseos de venganza.

Fue tanto el deseo de vengar el ultraje que les había sido infligido, como la voluntad de encontrar una compensación a los bienes perdidos, lo que empujó a los moros a una implacable hostilidad hacia España; hostilidad que acabó por constituir uno de los elementos de la nueva guerra santa de sus correligionarios contra la cristiandad occidental. En un principio, los desterrados tuvieron ciertas ventajas al emprender sus incursiones sobre el comercio rápidamente desarrollado del recién nacido Imperio español. Su idioma, sus hábitos mercantiles, les eran familiares, y poseían fuentes ilimitadas de información en las personas de sus compatriotas dejados. en el continente. De aliados de las potencias que ejercían la policía en el Mediterráneo, habían pasado a enemigos de esta federación, la cual, de la noche a la mañana, se encontró muy debilitada, en tanto que el mismo acontecimiento fortalecía en grado sumo al enemigo.

En la época de la expulsión, el mar era para los musulmanes un elemento poco familiar; y la navegación, un arte que todavía les quedaba por aprender. Muchos de ellos sentían un horror supersticioso ante las aguas profundas, exactamente como la mayor parte de los antiguos griegos. Cuéntase que después de la conquista de Egipto por los árabes, el gran califa Omar escribió a su general en jefe preguntándole a qué cosa se parecía ese mar de que tanto le hablaban. En su respuesta, el militar lo describía como una bestia enorme, sobre la que corren algunas tribus estúpidas como gusanos a lo largo de una viga. Sobre lo cual el califa publicó un edicto prohibiendo a los musulmanes aventurarse en un elemento tan peligroso sin su expresa autorización.

Todo el carácter de la piratería mediterránea cambió casi de una noche a otra. La nueva raza de corsarios construyó navíos más grandes y más rápidos, completando el remo con la vela, y modificó la estructura de la tripulación, aumentando el número de prisioneros disponibles para las galeras con los esclavos capturados durante las incursiones contra sus vecinos en el interior de Africa, y reservando los combatientes adiestrados para sus compañías de abordaje. Dándose cuenta de que la piratería constituía tanto una rama del comercio como de la navegación, pusieron en práctica un sistema inteligente que les aseguraba, mediante el pago de la presa (en general el 10 % del botín) a los jefes indígenas de la costa, una protección para sí mismos y salidas para sus mercancías. A cambio de estos pagos, el jeque se comprometía a proteger a sus socios contra cualquier enemigo y a poner a su disposición un mercado libre para el producto de sus expediciones.

El año 1504 marca la primera incursión en gran escala bajo el nuevo orden. Esta incursión sublevó en toda la cristiandad una alarma no menos grande que el avance de los turcos por el valle del Danubio.

El Papa Julio II había enviado dos de sus más grandes galeras de guerra, poderosamente armadas, con la misión de escoltar un envío de valiosas mercancías de Génova a Civitavecchia. El buque que iba a la cabeza navegando varias millas delante y fuera de vista del otro, costeaba la isla de Elba cuando de pronto vió aparecer una galeota. No teniendo motivo para sospechas, prosiguió su ruta con toda tranquilidad. El capitán, Paolo Víctor, en efecto, no tenía por qué temer la presencia de piratas en aquellos parajes; los corsarios berberiscos no habían visitado el Mar Tirreno desde hacía muchos años, y de cualquier modo no solían atacar sino barcos pequeños. Pero bruscamente, la galeota abordó, y el italiano vió que su puente hormigueaba de turbantes. Sin que se oyese un grito y aun antes que la galera tuviese tiempo 'para defenderse, una lluvia de flechas y otros proyectiles se abatió sobre el puente obstruído de mercancías, y algunos instantes más tarde los moros se lanzaban al abordaje, conducidos por un jefe rechoncho, distinguido por una barba de un rojo llameante. En un abrir y cerrar de ojos, la galera estaba capturada, y los sobrevivientes de la tripulación se veían empujados como ganado al fondo de la bodega.

Entonces, el capitán de los barbas rojas puso en ejecución la segunda parte de su programa, que consistía nada menos que en la captura de la otra galera papal. Algunos de sus oficiales opusieron objeciones a esta tentativa considerándola demasiado arriesgada, dadas las circunstancias: la tarea de guardar la presa tomada parecía suficiente, sin que hubiera necesidad de complicarla con otra más. Con ademán imperioso, el jefe les impuso silencio; ya tenía combinado un plan para valerse de su primera victoria como medio de ganar una segunda. Hizo desnudarse a los prisioneros y disfrazó con sus ropas a sus propios hombres, los cuales colocó en puestos muy visibles de la galera; después tomó la galeota al remolque, haciendo creer a los marinos del otro buque papal que sus compañeros habían hecho una presa.

El simple ardid tuvo pleno éxito. Los dos barcos se aproximaron uno a otro; la tripulación del segundo se precipitó al abordo para ver lo que había sucedido. Otra granizada de flechas y piedras; otro destacamento de abordaje, y al cabo de algunos minutos, los marinos cristianos se hallaban encadenados a sus propios remos, reemplazando a los esclavos puestos en libertad. Dos horas después de ese original encuentro, la galeota y sus víctimas se dirigían a Túnez.

Aquello fue la primera aparición de Arudj, el mayor de los dos hermanos Barbarroja, en un escenario, cuyos actores más distinguidos habían de ser él y su familia durante una larga generación. Arudj era hijo de un alfarero griego de religión cristiana, que se había establecido en Mitilene después de la conquista de esta isla por los turcos. Adolescente, se había hecho musulmán por voluntad propia, alistándose a bordo de un barco pirata turco y obteniendo pronto un mando en el Mar Egeo. No era de alta estatura, pero bien formado y robusto. Tenía los cabellos y la barba de un rojo chillón, los ojos vivos y brillantes, una nariz aquilina o romana, y una tez entre morena y blanca.

Pero no era en calidad de vasallo del gran sultán como Arudj aparecía de una manera tan inesperada en el Mediterráneo occidental, sino como aventurero independiente. Cierto día se había emancipado en el Mar Egeo, persuadiendo a su tripulación a que repudiase el juramento prestado a la Puerta y a abrazar, bajo sus órdenes, una carrera que les permitiera escapar a la vez a la autoridad vejatoria y a la rapacidad de los capitalistas de Constantinopla.

Sin embargo, le faltaba un apoyo; algún puerto de refugio en casos de tempestad, y un mercadó accesible, condición necesaria, cuando no esencial. Así, pues, Arudj se dirigió hacia Túnez y firmó un convenio satisfactorio con el rey de aquella ciudad, el cual se comprometió a proporcionarle las apetecidas comodidades a cambio de un veinte por ciento del botín; fracción que fue reducida a la mitad, cuando los filibusteros se vieron lo suficientemente fuertes para dictar sus condiciones.

Las sensacionales hazañas de Arudj, que culminaron con la captura de las galeras papales, atrajeron hacia él a todos los aventureros del litoral sur y este del Mediterráneo, sin contar un gran número de renegados de diversos países. Su ascendiente fue tan grande como la influencia ejercida por Drake sobre la juventud de Inglaterra en la segunda mitad del mismo siglo. No tardaron en surgir imitadores, y pronto el Mediterráneo se encontró infestado, de un extremo a otro, de compañías piratas originarias de los puertos berberiscos.

La tasa de los seguros marítimos se hizo prohibitiva y el tráfico en algunas rutas se detuvo prácticamente. Fernando de Aragón, ahora reconocido jefe de la cristiandad, y en su calidad de soberano de la potencia naval más grande del mundo, la mayor víctima de los piratas, asumió la responsabilidad de domar a los antiguos amos de España. Bloqueó, a la cabeza de una poderosa armada, la costa africana, y al cabo de dos años, 1509-1510, logró reducir Orán, Bugie y Argel, en aquel entonces las tres principales fortalezas de los corsarios. Al firmar la paz, los argelinos aceptaron pagar al rey católico, como garantía de su futura buena conducta, un tributo anual, y Fernando tuvo cuidado de robustecer tal garantía construyendo una sólida fortaleza en la isla del Peñón, frente al puerto de Argel.

Mientras vivía Fernando, los piratas fueron tenidos en jaque hasta cierto punto, y dos tentativas de reconquistar Bugie, emprendidas por aquéllos en 1512 y en 1515, sufrieron un rotundo fracaso; la primera le costó a Arudj un brazo, que le fue arrancado por el proyectil de un arcabuz. Muerto el rey de España en 1516, los argelinos se sublevaron, invitando a Selim-ed-Teumi, un árabe de Blida, a encabezar el alzamiento. Selim aceptó y a poco tiempo, comenzó el bloqueo del Peñón.

Ante la insuficiencia de sus propios recursos, Selim envió una embajada a Arudj, que dos años antes había arrebatado Jijil a los genoveses, solicitando su ayuda. Arudj accedió a su deseo y marchó inmediatamente sobre Argel a la cabeza de un ejército de cinco mil hombres. Su hermano, el temible Kair-ed-din, que pronto le sucedería superando su fama, seguía con la flota. Apenas llegado, Arudj, impresionado tal vez por la dificultad de una soberanía dividida, estranguló a Selim con su propia mano, haciéndose así dueño de la plaza y convirtiéndose, nominalmente, en vasallo del sultán de Turquía.

La reducida guarnición española del Peñón continuó sosteniéndose, y el jefe de los piratas no logró nada contra ella. España, por otra parte, no pudo enviar socorro alguno a sus tropas. Una armada enviada en 1517 por el regente cardenal Jiménez, bajo el mando de Don Diego de Vera, fue derrotada; los moros pusieron en fuga a siete mil veteranos españoles, en tanto que la escuadra se hundió destrozada por una tormenta. Fue solamente en 1529 cuando cayó aquella fortaleza.

Mientras tanto, Arudj Barbarroja consolidaba su posición. A poco tiempo, todo el territorio que constituye hoy el departamento de Argel, quedaba incluído en su reino. Después, comenzó a someter las vecinas provincias de Túnez y de Tilimsan. Su autoridad les pareció a los argelinos todavía más dura que la de su predecesor y se rebelaron de nuevo en 1518, llamando esta vez a los españoles. El emperador Carlos V, alarmado ante la extensión que alcanzaba el poderío del jefe de los corsarios, aprovechó la feliz ocasión, enviando, Con objeto de aniquilarle, una selecta fuerza de diez mil veteranos. Arudj fue sorprendido en Tilimsan en el momento en que no tenía más que una pequeña tropa de mil quinientos hombres. Recogiendo sus tesoros, salió precipitadamente en un intento de llegar a tiempo a Argel, perseguido de cerca por los españoles bajo el mando del marqués de Comares, gobernador de Orán. La caza se hizo ardorosa. Arudj, esperando distraer a su enemigo, dejó tras sí una pista de oro y de alhajas, asemejándose al pretendiente de Atalanta. El implacable español no se preocupó de recogerlos, sino que empujó hacia adelante, alcanzando a los musulmanes en el momento en que cruzaban el Río Salado. El mismo Arudj llegó sin incidente a la orilla opuesta, mas viendo que su retaguardia estaba cercada, cruzó de nuevo el río, sin vacilar, y tomó parte en el combate. Finalmente todo el ejército moro pereció en la matanza y con él su comandante manco de las barbas rojas.

El ver perpetuarse los genios en los clanes de piratas, es cosa no menos rara que en cualquier otra familia, dedicada a oficios más sedentarios. Arudj era un genio peculiar, el primero de una poderosa tribu islamita. Pero Jizr, su hermano menor, conocido entre los musulmanes bajo el nombre de Kair-ed-din y entre los cristianos bajo el de Barbarroja, se reveló, después de la muerte de Arudj, como un genio superior a éste. Añadía a la audacia y ciencia militar del difunto, una prudencia de hombre de estado, que le elevaron de la condición precaria de jefe de bandidos a los puestos y dignidades más altos del Islam.

Conviene anotar aquí lo inevitable de la repetición de los nombres musulmanes. El motivo de tal repetición en el caso de Barbarroja es evidente. Pero sucede también con frecuencia que un hombre no es conocido sino por el título que lleva habitualmente. Así, todos los jefes corsarios eran designados bajo el nombre de Reís, palabra que significa sencillamente capitán. No menos de tres de las grandes figuras del siglo siguiente llevaban el nombre Murad. Se ve, pues, que el de Murad Reis debe producir en los anales de la piratería berberisca una impresión tan exótica como el capitán Jones en las nóminas de la marina de guerra británica.

La apariencia de Kair-ed-din era aún más sorprendente que la de su hermano. Su estatura era imponente, su porte majestuoso; tenía el cuerpo bien proporcionado, robusto y muy velludo, y llevaba una barba en extremo hirsuta; sus cejas y sus pestañas eran notablemente largas y espesas; sus cabellos, antes de encanecer, mostraban un matiz de castaño pálido ...

Después que hubo heredado el nombre y los dominios de su hermano, lo primero que hizo Kair-ed-din fue enviar una embajada a Constantinopla, haciendo ofrecimiento solemne al Gran Señor, de su nueva provincia de Argelia, como humilde vasallo del imperio otomano. El sultán, que acababa de conquistar el Egipto, se mostró encantado de poder añadir aquel importante territorio a su nueva posesión, y aceptando el ofrecimiento de Kair-ed-din, le nombró beglerbeg o gobernador general de Argelia. El corsario acosado se aseguraba así el apoyo de uno de los más poderosos monarcas de la tierra, conservando al mismo tiempo, gracias a la distancia que le separaba de Constantinopla, una independencia que le permitía actuar prácticamente a su antojo. La primera ventaja substancial que le trajo su gesto fue tener a su disposición dos mil jenízaros de la guardia de corps de su nuevo soberano.

El nuevo virrey se puso a organizar el territorio con un sistema de alianzas con sus vecinos y con la conquista de aquellos que, desde su punto de vista, le parecían más importantes. Una por una, fueron arrebatadas a los españoles todas las ciudades adquiridas a tan alto precio por Fernando; hasta que finalmente sólo quedaba en manos del enemigo la fortaleza del Peñón, que dominaba el acceso al puerto de Argel. Al mismo tiempo, derrotaba unas tras otras, las fuerzas españolas encarnizadas en reconquistar sus posesiones. Así, rechazó en 1519 al almirante Don Hugo de Moncada quien trató de apoderarse de Argel con una armada de cincuenta buques de guerra y un ejército de veteranos.

Habiendo logrado de esta manera, y desde el primer día de su reinado, adueñarse de toda la costa al este y al oeste de Argel, sobre una extensión de muchas millas, Kair-ed-din, a la cabeza de una flota reconstituída, reasumió los ataques de su hermano contra la navegación y las ciudades cristianas. Esta vez ya no se trataba de un jefe aislado, sino del comandante de todo un grupo de escuadras que acababa de reunir en torno suyo la colección más formidable de grandes piratas, que jamás se había visto en el mundo: a Dragut, un musulmán de Rodas; a Siman, el Judio de Esmirna, sospechoso de magia negra porque tomaba la estrella por medio de la ballesta; a Aidín, cristiano renegado, conocido entre los españoles bajo el nombre de Terror del Diablo, pero entre los franceses y turcos como Terror de los Españoles; y a muchos más.

Todos los años, al llegar la primavera y con ello el comienzo de la temporada de las incursiones, aquellos señores salían de Argel esparciéndose por el Mediterráneo occidental, pues su territorio de caza favorito eran las frecuentadas rutas a lo largo de la costa de España y de las Islas Baleares, aunque ocasionalmente se aventurasen hasta más allá del estrecho de Gibraltar, interceptando alguna carabela española, a su viaje de vuelta de América a Cádiz.

Aquella práctica se estableció de una manera tan regular que se convirtió en costumbre, cuya monotonía sólo era interrumpida de cuando en cuando por algún asalto particularmente teatral o bien por un choque aun más espectacular con una escuadra de represalias españolas. En 1529, Terror del Diablo se hizo a la mar para una de aquellas expediciones de servicio en aguas de las Baleares. Después de haber hecho las habituales presas, incluyendo algunas embarcaciones y gran número de esclavos, recibió la información de que en Oliva, pequeño puerto de la costa valenciana, se encontraban algunos mariscos, es decir, esclavos moros, que ofrecían pagar una suma considerable al que facilitase su fuga de España.

Llegado a la altura de Oliva, Terror del Diablo embarcó la misma noche doscientas familias moriscas; luego tomó rumbo a la isla de Formentera. Apenas desaparecido el corsario, se presentó en aguas valencianas el general Portundo con ocho galeras españolas; el cual, al enterarse de lo sucedido se dirigió hacia las Baleares para dar caza al pirata. Terror del Diablo, encontrando dificultades en maniobrar su buque sobrecargado de refugiados, los bajó. a tierra y se preparó para la desigual lucha.

Las galeras españolas se aproximaron; mas ¡cuál no sería la estupefacción de los argelinos cuando las vieron pasar sin disparar un solo cañonazo! El español se había abstenido de combatir, porque esperaba negociar un rescate de diez mil ducados con los dueños de los moriscos, devolviéndoselos ilesos, y temía ahogar a los fugitivos si soltase una bordada de su poderosa artillería sobre sus detentadores. Los corsarios, imputando la vacilación del adversario a la cobardía, pasaron inmediatamente a la ofensiva, y remando con furia, saltaron sobre el enemigo como águilas, cercando las ocho galeras antes de que los aturdidos españoles se hubiesen dado cuenta de lo que sucedía. En un abrir y cerrar de ojos el general Portundo caía muerto, siete galeras se habían entregado y la última huía a toda velocidad para ponerse en salvo en Ibiza, a algunas millas del teatro de la batalla.

Entonces, los corsarios reembarcaron a las doscientas familias que desde la orilla habían presenciado con ansiedad cada fase de la lucha; y habiendo libertado a cientos de esclavos musulmanes encadenados junto a los bancos de remo, reemplazándolos por los tripulantes de las galeras, regresaron a Argel, donde fueron recibidos triunfalmente.

Aquel mismo año, Kair-ed-din acababa con la difícil fortaleza en la isla del Peñón. ¡Cuántas veces había lanzado el señor de Argel sus fuerzas cada vez más poderosas contra este baluarte sin lograr reducirle! Su posesión era casi una cuestión de vida o muerte; pues dominando el acceso al puerto, podía impedir la entrada de barcos sin permiso de los españoles, debido a lo cual, todos los navíos de los corsarios habían de ser arrastrados sobre la playa, operación que tropezaba con ciertas dificultades.

Esta vez, el ataque fue lanzado con una violencia y una tenacidad sin precedente. Después de un furioso cañoneo que duró dieciséis días y noches, sin interrupción, una tropa de asalto de mil doscientos hombres avanzó, hundiendo todo cuando quedaba de los defensores. Los sobrevivientes tuvieron que entregarse. El valiente gobernador de la ciudadela, Don Martín de Vargas, aunque cubierto de heridas, fue bastoneado a muerte ante el príncipe de los piratas. Este último hizo desmantelar el fuerte, después de lo cual emprendió la construcción del gran muelle que hoy todavía sirve de amparo al puerto de Argel. Esta inmensa tarea requirió el empleo de millares de esclavos cristianos y se prolongó por espacio de dos años.

Pero los españoles todavía no habían visto el término de sus desastres. A los quince días de la caída del Peñón, llegaron nueve transportes de tropas de refresco y de municiones para la guarnición. Desmoralizada por la desaparición de la fortaleza, la escuadra se disponía a ejecutar un prudente reconocimiento, cuando los piratas montados sobre sus galeotas armadas de remos largos, se abatieron sobre ella, apoderándose de todo el convoy: el botín fue de dos mil setecientos prisioneros, más una gran cantidad de pertrechos, cañones y víveres.

Barbarroja, aunque habitualmente se mantenía en el centro de su campo estratégico, a veces iba en persona al mar. En 1534, habiendo construído, a base de planos de su propia invención, una armada de sesenta y una galeras, el gran capitán hizo una salida con la intención de atacar a la cristiandad en su mismo corazón. Pasando por el estrecho de Mesina, apareció frente a Reggio, antes de que los habitantes de aquella ciudad hubiesen sido advertidos de su presencia, y se llevó todos los barcos anclados en el puerto, sin contar un botín de varios cientos de esclavos cristianos. Al día siguiente, Barbarroja dió el asalto a la ciudadela de Santa Lúcida, haciendo ochocientos prisioneros; después de lo cual emprendió una cruzada hacia el Norte, ora saqueando las orillas, ora ejecutanqo audaces golpes de mano.

Ciertos relatos entusiastas sobre el encanto de Julia Gonzaga, duquesa de Trajeto y condesa de Fondi, que habían llegado a sus oídos durante aquel viaje, le incitaron a intentar una hazaña de índole distinta. La joven viuda era la beldad más célebre de Italia; no menos de doscientos ocho poetas italianos habian escrito versos en su honor, y el emblema grabado en su escudo representaba la flor del amor. Se le ocurrió al corsario que la dama constituiría un impresionante testimonio de su devoción hacia su nuevo sOberano, Solimán el Magnífico.

La duquesa se encontraba en Fondi. Navegando de noche y a toda velocidad, el pirata atacó aquel puerto. Pero la notícia de su llegada le había precedido, y la dama tuvo el tiempo justo para saltar de la cama y huir a caballo en la más ligera de las ropas de noche, acompañada por un solo criado. Escapó felizmente, y más tarde hizo condenar a su servidor, alegando que se había mostrado demasiado emprendedor durante aquella loca cabalgata. Kair-ed-din, enojado por la fuga del hermoso regalo destinado al sultán, sometió la ciudad de Fondi a crueles represalias, abandonándola durante cuatro horas al capricho de sus hombres.

Pero el verdadero objeto de su expedición todavía no había sido revelado. Mientras las cortes de Europa continuaban recibiendo noticias aterrorizadoras de sus saqueos, de los incendios que marcaban su paso a lo largo de ambas costas de Italia, y de los formidables cargamentos de botín que enviaba incesantemente a Constantinopla, el pirata fue de repente rumbo al sur, atravesó de un salto el Mediterráneo, entró en el puerto de Túnez, bombardeó la ciudad, y en un solo día se adueñó de ella. El sultán Hasán, un protegido de España, huyó. Así, el equilibrio de las potencias se derrumbó en aquel mar interior. No solamente quedaba casi destruído el punto de apoyo de España en el Africa Septentrional, sino que se aflojaba también su posición en Sicilia, a consecuencia dd aislamiento de esta isla tanto desde el Oeste como desde el Este.

Era una situadón inaceptable. Sin pérdida de tiempo Carlos V reunió en Barcelona una inmensa armada de más de seiscientos buques, bajo el mando de Andrea Doria, el más. grande de todos los almirantes españoles, aunque de origen genovés. El ejército embarcado incluía soldados italianos y alemanes, además de españoles. En camino, la flota fue reforzada aún por una escuadra de los caballeros de San Juan, procedente de Malta. Como en casi todas las expediciones punitivas de este género, la composición de las fuerzas, por lo que a las nacionalidades se refiere, copiaba el modelo de las cruzadas.

Después de un breve y violento cañoneo, hizo una brecha en las murallas de Goleta, fortaleza que defendía la entrada al puerto de Túnez, y el caballero Cossier, conduciendo a los malteses al asalto, plantó la bandera de la orden en el interior de la fortaleza. Finalmente, tras una salvaje lucha cuerpo a cuerpo, en el curso de la cual Sinan el Judío hizo tres contraataques desesperados, los moros fueron expulsados de Goleta.

El propio Barbarroja se puso a la cabeza de un ejército de diez mil hombres y avanzó en un intento de oponerse a la marcha de los cristianos sobre la ciudad. Pero sus tropas se desbandaban, y Kairad-din con sus dos generales Sinan y Terror del Diablo, huyeron a Bone, púerto situado algunas millas de Túnez y donde el jefe de los corsarios, con su previsión habitual, tenía estacionada su flota.

Mientras tanto, millares de esclavos cristianos se escapaban de la ciúdadela y se reunían con sus libertadores, saqueando la ciudad. Durante tres días, el emperador entregó Túnez a un carnaval de asesinatos' y de orgias, hasta que, finalmente, los esclavos cristianos y los soldados cristianos se volvieron unos contra otros, disputándose el botín. Incluso los cronistas católicos hablan con cierta vergüenza de aquel suceso, cuyas víctimas resultaron ser, no los piratas, sino los inocentes habitantes de Túnez, que hacía un año todavía habían sido amigos de España y que no habían aceptado la autoridad de Kair-ed-din sino a la fuerza.

El emperador hizo firmar un tratado al sultán depuesto por Barbarroja, en virtud del cual los españoles conservaban Goleta y recibían un tributo anual; la piratería debía cesar completamente. En agosto, Carlos salió de Túnez, dejando a Doria la tarea de capturar a Kair-ed-din vivo o muerto. El emperador entró en sus Estados aclamado como el héroe de Europa, como el cruzado y caballero errante que había dominado la plaga de la cristiandad, e innumerables prensas y talleres compitieron en inmortalizar su persona y sus proezas.

Mas los poetas no habían terminado de cantar, ni los pintores de pintar, cuando Barbarroja ya se encontraba de nuevo en marcha. A su llegada a Bone, había reunido inmediatamente sus veintisiete galeotas, y poco tiempo después la armada de los piratas navegaba rumbo a Menorca.

A los tres días, Kair-ed-din apareció frente a Mahón enarbolando el pabellón español. Los isleños, habiendo oído rumores de una victoria del emperador en Túnez, creyeron que aquellos buques formaban parte de la armada camino de vuelta a España, y se prepararon para darles una acogida triunfal. Los cañones del puerto dispararon salvas de bienvenida; pero la respuesta al saludo fue una bien dirigida granizada de proyectiles y flechas. La ciudad y el muelle donde se encontraba amarrado un gran barco portugués, cargado de ricas mercancías, fueron limpiados; después de lo cual Barbarroja tomó curso a Constantinopla para ofrecer a Solimán seis mil prisioneros como compensación del ultraje que le había sido infligido con la pérdida de Túnez. El sultán aceptó encantado las explicaciones presentadas en esta forma, y el beglerbeg de Argel fue nombrado gran almirante de todas las armadas otomanas.

Los dos años siguientes vieron a Doria y a Barbarroja disputándose el mar y causando grandes estragos, pero sin buscar un encuentro. En 1537, el almirante español derrotó una fuerza otomana en aguas de Mesina, capturando doce galeras turcas. El argelino se vengó, devastando la costa de Apulia. Supo, en el curso de esta operación, que Venecia acababa de adherirse a la guerra santa contra el Islam e hizo rumbo a Corfú, por entonces en posesión de los venecianos, donde desembarcó veinticinco mil hombres con treinta cañones a menos de tres millas de la ciudadela. Cuatro días más tarde, llegaba una escuadra de refuerzo de veinticinco buques de guerra. Fue entonces cuando hizo poner en batería, por vez primera, el cañón más grande del mundo, una pieza de cincuenta libras, y que -¡maravilla de maravillas!- disparó diecinueve balas en tres días. Pero la precisión del monstrUo no estaba a la altura de su tamaño, puesto que solamente hizo blanco cinco veces en el curso de un mes. La resistencia de los asediados resultó ser más fuerte que el terrible ingenio; el 17 de Septiembre, Solimán llamó a los asaltantes, haciendo observar que la toma de mil castillos de esta clase no valía la vida de uno solo de sus valientes. Kair-ed-din protestó, pero obedeció y terminó la temporada con una incursión a las costas interiores del Adriático, matando y saqueándolo todo a su paso y regresando con miles de prisioneros, entre los cuales se hallaban miembros de las familias más nobles de Venecia. El inventario de su botín da cuenta de cuatrocientas mil piezas de oro, un millar de muchachas y mil quinientos mozalbetes. Como regalo para su Imperial Señor, Barbarroja envió al sultán doscientos muchachos vestidos de escarlata y llevando cada uno una copa de oro y plata; doscientos esclavos cargados de piezas de tela fina; y treinta más que debían ofrecer al Gran Turco treinta bolsas bien provistas.

Durante el verano de 1538, Kair-ed-din se encontraba de nuevo en el mar, cuando recibió la noticia de que su enemigo cruzaba el Adriático. La armada de Doria, reforzada en aquel momento por las de Venecia y del Papa, era la más formidable que había sido enviada jamás en persecución de los corsarios. El argelino, inspeccionando con un vistazo sus ciento cincuenta buques de línea, se decidió a librar combate. Abandonando una expedición provechosa en aguas de Creta, transportó su campo de operaciones hacia el Mar Jonio, y pronto descubrió al enemigo en la bahía de Preveza, frente a la costa de Albania.

Fue el 25 de septiembre cuando las dos armadas se pusieron a la vista una de otra. Ninguno de los dos jefes deseaba comenzar la acción; ambos prefirieron maniobrar esperando un viento favorable y tratando de adivinar las intenciones del otro. Doria parecía haber perdido su espíritu combativo. Aunque numéricamente superior al enemigo, no se decidió a romper el contacto con el puerto hasta que hubo perdido su ventaja inicial. Tal timidez quizá tuviese por causa su edad provecta o bien, según ha sido señalado por varios cronistas, el odio del viejo genovés hacia la enemiga hereditaria de su ciudad, la República de Venecia, por cuya cuenta había de batirse. No fue sino el día 28, en un momento en que todas las circunstancias exteriores favorecían a los turcos, cuando dió orden a la flota de salir del puerto. Inmediatamente se desarrolló una terrible batalla de línea, en el curso de la cual los cristianos resultaron derrotados, huyendo tan pronto como el viento se convirtió en temporal, y dejando gran número de sus correligionarios en manos del enemigo. El pabellón de Solimán el Magnífico iba a flotar soberano de un extremo a otro del Mediterráneo.

Deberían transcurrir tres años hasta que la Europa cristiana se hubo repuesto de aquel desastre y que pudiese pensar en desquitarse. Esta vez, estaba decidida a extirpar a los piratas de su madriguera central, V una vez más el mando fue confiado a Doria. Tuvo a su lado sus aliados de antaño, aunque puede decirse que todas las naciones se hallaron representadas hasta cierto punto en la armada. Figuraban en el contingente inglés sir Henry Knevet, embajador de Enrique VIII ante la corte española, y su íntimo amigo, sir Thomas Chanoller, londinense de nacimiento, hijo de Cambridge por sus estudios; por educación, cortesano, y por su religión auténtico y fiel católico, que en días venideros debía suceder a Knevet como ministro ante la misma corte, enviado por la hija protestante de Enrique VIII. Entre los conquistadores veíase a Cortés, el futuro conquistador del Perú (1), a quien Morgan atribuye el hecho punto menos que increíble de que perdió de una cartera sujeta a su talle, dos copas valiosísimas, hechas enteramente de esmeraldas, y cuyo valor había sido estimado en trescientos mil ducados.

Barbarroja no se encontraba en Argel en aquel momento; no volvió sino después de su ascenso al grado de Gran Almirante de la armada turca. Su lugarteniente era un renegado de Cerdeña, de nombre Hasán, raptado muy niño de su isla natal por piratas berberiscos y vendido a un amo que le tuvo un cariño especial a causa de su aspecto prometedor y de su vivacidad, y que a poco tiempo le hizo castrar.

La armada, compuesta de quinientos navíos y tripulada por doce mil marineros (fue una expedición mucho más importante que la que se haría a la mar en 1588 bajo el mando de Medina Sidonia, para castigar una ofensa casi análoga), se puso en camino el 19 de octubre de 1541. Doria había tratado de oponerse a una empresa llevada a cabo en una época tan avanzada. Pero Carlos tuvo la última palabra. Bien puede ser que la batalla de Preveza quebrantara la confianza del emperador en su almirante, o que estimase que la estación del año aseguraba la presencia de la flota de los corsarios en Argel. En todo caso, era tan grande la fe de Carlos en la invencibilidad de su armada que incluso se hizo acompañar por algunas damas españolas, para que asistiesen a la victoria y aplaudieran a los vencedores. El emperador mismo se instaló a bordo de la capitana. En cuanto a las fuerzas terrestres, se encontraban bajo las órdenes del duque de Alba, el soldado más grande del siglo XVI.

Las predicciones de Doria no tardaron en realizarse. En el momento de la llegada a Argel, se levantó una tempestad que impidió, durante tres meses, toda comunicación con tierra firme y aun cuando el mar se hubo calmado, el desembarco de las tropas continuó siendo en extremo difícil y peligroso. La mayor parte de los soldados tuvieron que entrar en el agua hasta el cuello. Una vez en la playa, el ejército español no tuvo dificultad en avanzar y poner cerco a la ciudad; pues Hasán no disponía sino de pocas tropas seguras. Se procedió a un violento cañoneo de las murallas con cañones de grueso calibre, y la infantería se acercó para lanzarse al asalto a través de la brecha abierta y embestir la ciudadela. La victoria parecía segura cuando de pronto se levantó otra tormenta, acompañada de un diluvio tropical. Tan grande había sido la prisa de los españoles por tomar Argel, que no habían esperado siquiera el desembarco de sus aprovisionamientos. Así se encontraban sin ropas apropiadas, y obligados a pasar toda aquella noche hundidos en el lodo hasta las rodillas, empapados por la lluvia y transidos por el viento glacial. El alba no sorprendió sino un tropel de hombres hambrientos, mojados, desmoralizados e incapaces, incluso, de disparar una sola bala, pues su pólvora estaba húmeda.

De pronto los turcos hicieron una salida y se lanzaron sobre los cristianos que comenzaron a vacilar. Todo habría terminado en una matanza, si no hubiera sido por los caballeros de Malta, los cuales dando pruebas de impasible valentía, cubrieron con sus cuerpos la retirada.

Mientras tanto la violencia de la tempestad iba aumentando, y más de un barco se perdió, encallado sobre la costa. Doria resistió, salvando el resto de la flota. Tan pronto como la furia del viento se hubo calmado, el almirante se apresuró a llevar las embarcaciones a la bahía de Temendefust, para reembarcar las exhaustas tropas; pero tropezó con enormes dificultades: la reducida escuadra resultó tan atestada de gente que fue preciso tirar al mar los caballos a fin de hacer lugar a los hombres.

Finalmente, el 2 de noviembre, la armada salió, en el preciso momento en que se desencadenó una nueva tempestad que la dispersó. Varios buques se estrellaron sobre la playa de Argelia, y sus tripulantes fueron capturados. El resto de la escuadra luchó durante tres semanas contra los elementos, hasta, que los remanentes de la otrora tan espléndida armada llegaron a los puertos españoles.

El desastre había sido aplastante. Trescientos oficiales y ocho mil soldados habían perecido heridos o ahogados. Las prisiones de esclavos, los bagnos de Argel, estaban tan hacinados que se decía que un esclavo valía apenas una cebolla. Y ni siquiera el honor quedaba salvado, como no fuese el de la compañía de los caballeros de Malta; el sitio donde tuvo lugar su heroica resistencia, es conocido aún hoy entre los argelinos como la Tumba de los Caballeros. La derrota de Argel fue el golpe más rudo que había sido asestado a la caballería española hasta 1588. Pero al menos le fue dado reponerse una vez más.

Se produjo entonces un acontecimiento que debía retardar la supresión de la piratería aun más que las victorias sucesivas de los turcos en Preveza y en Argel. Francisco I, rey de Francia, llamó a los musulmanes, valiéndose de su ayuda para terminar a su favor sus disputas con el emperador Carlos. Durante los dos siglos, dominados por el terror de los piratas, sólo los antagonismos entre los cristianos le habían permitido prosperar. Los recursos de la Europa Occidental, el desarrollo de su poderío nacional y la superioridad de sus ejércitos y sus armadas le habrían hecho fácil mantener limpio el Mediterráneo si no hubiese sido frustrado constantemente de tal beneficio por las disensiones que dividían a las naciones cristianas. De haber organizado una expedición con objetivo único y bajo el mando de un solo jefe, tal como lo hicieran los romanos en el año 67 de nuestra era, ciertamente habría logrado lo que consiguieron los romanos bajo Pompeyo. La palabra de Luis XIV, pronunciada un siglo más tarde, de que si Argel no hubiese existido, habría sido preciso inventaria, es reveladora también, aunque en grado menor, de la política del siglo XVI. No solamente reclutaban los turcos gran número, cuando no la mayor parte, de sus corsarios entre las naciones cristianas, como lo demuestran las figuras de los dos Barbarroja, de Sinan y de Murad Reis; sino que aquellas naciones los alentaban, además, de una manera constante, coligándose con los musulmanes contra su propia raza.

En 1543, Francisco I firmó su primera alianza con Solimán, y Kair-ed-din fue enviado a Marsella. De paso, alcanzó algunas presas, pero parecía decidido a atenerse estrictamente a su misión, cuando el gobernador de Reggio, puerto del estrecho de Mesina, cometió la imprudencia de disparar un cañonazo sobre la armada otomana, gesto que exasperó al irascible capitán bajá en grado tal que contrariamente a sus intenciones desembarcó doce mil hombres, sometiendo la ciudad a un bombardeo tan enérgico que a poco tiempo la obligo a abrirle sus puertas.

COmo de costumbre, Barbarroja se llevó gran número, de cautivos; pero esta vez él mismo fue hecho prisionero. Entre las mujeres capturadas se hallaba la hija del gobernador, una encantadora joven de dieciocho años. El corsario se enamoró de ella hasta el punto de convertirlá en su esposa, pese a su edad que la tradición fija en noventa años, ofreciéndole, como regalo de bodas, la libertad de sus padres.

Los primeros días de su luna de miel tuvieron por teatro la ciudad de Civitavecchia, cuyos habitantes esperaban todavía la llegada de las dos galeras papales enviadas de Génova hacía muchos años, y donde la recién casada pudo asistir por vez primera a una incursión de corsarios en gran escala.

A continuación, Kair-ed-din se dirigió a Marsella, donde le esperaba una recepción triunfal. En honor de Barbarroja fue arriado el pabellón del almirantazgo francés, la bandera de Nuestra Señora, y se izó en su lugar la Media Luna, espectáculo que los marselleses han debido contemplar con sentimientos poco parecidos al orgullo nacional.

Terminadas las ceremonias, el corsario, sintiendo gran aburrimiento, salió para Niza, que por entonces formaba parte del ducado de Saboya y donde pasó algunos días sin gran provecho, gracias a la encarnizada defensa puesta en pie por Paolo Simeoni, caballero de Malta y antiguo prisionero de Kair-ed-din. Entonces se instaló sobre la costa de Tolón, donde él y sus hombres se mostraron como los huéspedes más onerosos y los menos agradables para sus aliados. Entre los cientos de esclavos que remaban sus galeras, había numerosos franceses, y era natural que sus aliados le pidiesen su libertad. No solamente Barbarroja se negó a soltarlos, aunque morían como las moscas víctimas de una enfermedad pestilencial, sino que reemplazó a los múertos emprendiendo golpes de mano contra las vecinas aldeas francesas. Y cuando los pobres diablos exhalaban su último suspiro, se oponía a que tocasen las campanas para llamar a los devotos a misa: a sus ojos; el carillón era el instrumento de música del diablo. Para colmo, dejó a cargo del tesoro francés los gastos de alimentación y los sueldos de sus tripulaciones. De cuando en cuando, se dignó enviar al mar una escuadra para fastidiar al rey de España, fingiendo cumplir así con los términos de su misión. Por lo demás, prolongaba su estancia en Tolón, ocupado perezosamente en vaciar las arcas del rey de Francia.

Finalmente, a los franceses se les agotó la paciencia. Aquella visita les costaba demasiado caro. Pero la despedida de Barbarroja tampoco resultó barata, puesto que, antes de emprender el camino de vuelta, cobró una cuantiosa suma para sí mismo y para pagar los sueldos de sus hombres hasta el regreso al Bósforo, como también para rescatar a cuatrocientos esclavos musulmanes que remaban en las galeras francesas.

Aquel fue su último viaje. Pasó el fin de su vida construyendo para sí mismo una magnífica mezquita y un sepulcro monumental, del que tuvo necesidad en Julio de 1546.

Su muerte dió origen a numerosas leyendas. Contábase, entre otras, que su cadáver apareció cuatro o cinco veces junto a la tumba, después de que lo hubieron sepultado; parecía imposible conseguir que estuviese tranquilo en su féretro, hasta que finalmente un hechicero griego aconsejó enterrar con el cuerpo un perro negro. Hecho esto, se quedó tranquilo y ya no molestó a nadie. Durante muchos años después de su muerte, ningún barco otomano salía del Cuerno de Oro sin un rezo y un saludo al más grande marino turco y al más poderoso de los piratas del Mediterráneo. Su imagen sobrevivió en el mundo del Islam como la del héroe de una viviente epopeya.



Notas

(1) No sabemos a ciencia cierta si el autor se refiere a Hernán Cortés o a otro Cortés, pero en el caso de que se hubiese referido a Hernán Cortés, el desatino es mayúsculo, puesto que Hernán Cortés no fue el conquistador de Perú. (Nota aclaratoria de Chantal López y Omar Cortés).

Índice de Historia de la piratería de Philip GosseCAPÍTULO PRIMERO del Libro ICAPÍTULO TERCERO del Libro IBiblioteca Virtual Antorcha