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DOCE.

Derecho internacional descuidado en esas negociaciones.

Además, esa misma facultad alegada, ¿no debería tampoco arreglarse a las exigencias del derecho de gentes, que no pueden debidamente obsequiarse, sin que vengamos a parar al mismo punto inculcado, de la necesidad que tenía el gobierno de consultar previamente a la representación nacional, al menos sobre las bases a que debiese sujetarse en esas negociaciones? Es de uso y práctica general en el día, que los príncipes se reserven el derecho de ratificar los tratados que concluyan sus Ministros en su nombre, no obstante el pleno poder con que los autorizan, y que no es otra cosa que una comisión cum libera. Pero para negarse con honor a ratificar los que se hubiesen concluido en virtud de este poder, es preciso que el soberano tenga razones sólidas y evidentes, y que manifieste particularmente que su Ministro se ha separado de sus instrucciones. Tal es la doctrina de derecho internacional generalmente recibida, y la que se tiene buen cuidado de citar principalmente por el fuerte en sus contiendas o disputas con el débil.

Ella supone, que lo que el Ministro negociador promete en la esfera del poder otorgado en sus instrucciones, tiene obligación de ratificarlo el gobierno su comitente; que la ratificación tiene por objeto examinar, si ha habido exceso en aquellas, o concedióse alguna cosa fuera de la autorización de que aquél hubiese sido investido; y que debe haber para darlas un previo y especial acuerdo de la autoridad, a que competa aprobar o reprobar lo que se estipule en las negociaciones relativas. De consiguiente, las bases por lo menos, sobre que hayan éstas de versar, deben designarse por aquella corporación, senado, parlamento o congreso, a que se hubiese reservado por la constitución de cada país, prestar o negar su aprobación a los tratados públicos, para que éstos puedan ser obligatorios. Poco importa que no se exijan estos requisitos, que no se observen tantas formalidades, que haya más secreto en la dirección de estos negocios en las monarquías absolutas, en las constituciones en que se hubiese concedido al jefe del Estado la facultad de iniciar, concluir y ratificar por sí, y sin la concurrencia de otra autoridad, los ajustes o convenios de cualquiera clase que celebre con las potencias extranjeras. Eso será bueno que se tenga presente en gobiernos de igual naturaleza, pero no en aquellos en que, habiendo otro régimen constitucional absolutamente diferente, debe éste subordinarse, para el ejercicio del poder público en los asuntos exteriores, al derecho internacional, a que es preciso que ceda el particular de cada pueblo. No habrá, si se quiere, la utilidad que puede sacarse de un sigilo rigoroso, pero en cambio tendremos las ventajas incalculables, de que no queden reservados a unos pocos los intereses más importantes del país, ni que sean éstos sacrificados a la conveniencia y bienestar de unos cuantos, entre las sombras de perjudiciales reservas.

Así es que, exigiendo el derecho de gentes que no se pueda negar la ratificación a un tratado concluido, sino fundándose especialmente en haberse excedido el Ministro negociador de sus respectivas instrucciones, el gobierno, que carece de facultades para darlas de una manera que puedan obligar a la nación, ha tenido y tiene necesidad de pedirlas, a quien corresponda aprobar o desaprobar los tratados que inicie, como encargado de dirigir nuestras relaciones exteriores. Raro, peregrino parecerá este modo de negociar, a los que sólo consideran dignos de imitarse los ejemplos de Ias administraciones absolutas, pero es el resultado legal de las formas democráticas conciliadas con el derecho internacional.

Cuanto, pues, es conforme esta doctrina con el derecho público externo, y el interno de nuestro país, es y ha sido peligroso separarnos de ella en todo lo relativo a la cuestión que tenemos pendiente con los Estados Unidos, porque hará mérito de ella su gobierno para acusarnos de mala fe y presentarnos como una nación con quien no se puede ni se debe negociar, caso de que el congreso desapruebe, como debe hacerlo, ese funesto tratado. Con razón suficiente, para tener derecho a esperar la ratificación de lo que se le hubiese prometido por nosotros, según Ias instrucciones dadas a nuestros Ministros negociadores, sólo se ha debido contraer a asegurarse de si nuestros comisionados iban autorizados en Ia forma competente, si lo estaban por el funcionario público encargado de dirigir nuestras relaciones exteriores, y si emitían el aserto de llevar poderes especiales para hacer las concesiones convenidas. Asegurados de esto, lo demás relativo a si en las instrucciones otorgadas habían o no intervenido las autoridades que debían tomar parte en ellas, según nuestro régimen constitucional, no le tocaba indagarlo, pues que son cosas relativas al orden interior del país, en que no debe mezclarse ninguna potencia extranjera. A nuestro gobierno, que debe saber que sólo pueden con honor desaprobarse los tratados concluidos con sus Ministros negociadores, cuando éstos no se hubiesen arreglado a sus respectivas instrucciones, era a quien correspondía cumplir con los requisitos de nuestras leyes, para que no se ofreciese sino aquello, que tuviese seguridad de que había de ser ratificado. No haberse, pues, conformado a obrar de la manera debida, manifiesta su designio de haber querido forzar a la nación a aceptar lo que hubiese estipulado sin conocimiento de ella, o exponerla a ser acusada de manejos fraudulentos. En el primer caso ha tratado de sustituir su voluntad a la del país, trastornando la naturaleza de nuestras instituciones, estableciendo un funesto precedente, y sacrificando desde luego a la República. En el segundo, ha puesto a ésta en el duro caso de tener que hacer con él un severo escarmiento, para dar al mundo una plena satisfacción de su lealtad, haciendo lo que el Senado romano con sus cónsules, cuando negociaron en las Horcas Caudinas sin poderes competentes, o el rey de Francia Carlos XII con el general la Tremouille, que cometió la misma falta.

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