Índice de Observaciones sobre los Tratados de Guadalupe Hidalgo de Manuel Crescencio RejónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ONCE.

Violación de nuestras leyes en las negociaciones del tratado.

Obvias estas reflexiones, que demuestran que los tratados de que nos ocupamos, se reducen en último resultado a aplazar para dentro de pocos años la pérdida absoluta de la existencia política de la República, con la desaparición violenta de la raza que la puebla, ¿no han ocurrido a nuestro gobierno nacional para haber promovido antes una discusión franca y leal, en el seno de los representantes del pueblo, que le indicase al menos una base más segura, en que pudiese descansar para entrar en esas peligrosas negociaciones? Reunido el congreso a fines del año pasado, ¿ qué motivo hubo para no haberle propuesto estas graves cuestiones, en que no solamente debían tomar parte los representantes de la nación, sino los Estados todos, el pueblo mismo, tan interesado en ellas? Popular el gobierno que tenemos establecido, ¿no se ha de contar con la opinión pública, no se ha de explorar, ni tampoco acatar en un asunto tan delicado en que se trata nada menos que de la nacionalidad del país, de la existencia física de la raza que lo habita? Desconocida así la naturaleza de las instituciones que nos rigen, entabladas y concluidas esas negociaciones de una manera absolutamente clandestina, varios gobernadores han pedido con justicia su publicación, para poder emitir su juicio sobre ellas, y el ejecutivo general, que como soberano absoluto ha manejado este negocio, ha querido después guarecerse con los usos diplomáticos, para terminarlo a su plena satisfacción, sacrificando así a la República, sin siquiera haberle guardado los miramientos que dispensan a sus pueblos hasta los monarcas mismos, en los países en que se conocen las formas parlamentarias.

Útil, conveniente la publicidad, para consultar el acierto en las cosas que afectan seriamente los intereses de la sociedad, ¿sólo ha de ser excluida de los negocios en que se trata de una cuestión de vida o de muerte para una nación, iniciándola en reserva, siguiéndola y terminándola del mismo modo, para presentarse después a anunciarle el resultado, y que no tiene otro arbitrio que conformarse con lo que se hubiese determinado sobre su suerte, entre las sombras del misterio? ¿Qué especie es entonces ésta de gobierno representativo popular, en que se confía lo más sagrado que puede tener un pueblo, a la arbitraria y misteriosa decisión de unos cuantos individuos? ¿No implica por ventura una contradicción, que sea representativo popular nuestro gobierno, y este mismo tenga facultad para no consultar a sus representados, y disponer de sus intereses contrariando su voluntad que debe representar? ¿Un representante acaso no tiene obligación de explorar la opinión de su comitente en las cosas en que lo representa; lo que se hace en los gobiernos populares, tratándose los negocios públicamente, y dándole así lugar a que comente y se explique la prensa, compañera inseparable de las discusiones de la tribuna, e instrumento el más propio para hacer al pueblo más vasto del mundo tomar parte en los asuntos que le interesan? Véanse, señores, los debates públicos y solemnes del parlamento inglés, en sus cuestiones con las colonias sublevadas, en sus guerras contra la Francia desde fines del siglo pasado hasta el año 14 del presente. Allí, en esa monarquía, encontraremos lecciones dignas de imitarse por nosotros, y que contrastan con la conducta de nuestro gobierno, que parapetado con una facultad mezquina y ruin, comparada con la amplísima que tiene el rey de La Gran Bretaña para declarar la guerra, hacer la paz y celebrar toda clase de tratados públicos, ha querido ser más que éste, erigiéndose en árbitro absoluto de nuestra suerte en la cuestion pendIente con los Estados-Unidos. Allí se verá al gobierno discutir públicamente con sus parlamentos, acompañados de su gran comitiva de tantos diarios y periódicos, sobre los puntos importantes, de cuándo conviene declarar la guerra, y cuándo terminarla, indicándole a veces hasta el pensamiento dominante que debe servir de base para los ajustes de la paz.

Entre nosotros, educados en el despotismo del régimen colonial, en que el gobierno lo era todo, y los pueblos eran nada, sólo se ha mirado el texto literal de una atribución del ejecutivo, y sin examinar el espíritu de nuestras instituciones, lo limitado de los poderes de la unión, y el modo con que deben ejercerse, el gobierno se ha creído autorizado para poner término a nuestra contienda con la República vecina, dirigiéndolo todo de una manera desleal y propia para hacer prevalecer sus deseos, y disponiendo las cosas en términos que viniesen precisamente a dar el resultado que se ha propuesto. Según eso, inútil es que se hubiese conferido a los representantes del pueblo la facultad de decretar la guerra y hacer la paz, porque el ejecutivo arreglará los negocios de tal modo, que ponga en disposición a la representación nacional de aceptar lo que aquél quiera, obligándola a obrar en su sentido, por la fuerza de las circunstancias que de intento hubiese creado. En nuestro caso, ¿no se le ha visto ir preparando, sin respeto ninguno a la opinión pública, el fatal desenlace de que nos ocupamos, para sacrificar la mitad de su territorio, dejando expuesta la otra mitad para que desaparezca dentro de 10 a 15 años a más tardar? ¿Qué fuerzas ha hecho organizar, qué disposiciones ha tomado para negociar en términos, que por nuestra respetabilidad se consiguiese moderar las exageradas pretensiones de nuestro injusto agresor, o dejar en alguna libertad a los representantes del pueblo, de manera que pudiesen sin mayores zozobras votar, desaprobando esos tratados afrentosos? Tiéndase la vista sobre toda la República, y se verá por las pocas fuerzas que tenemos, menores de las que había después de la pérdida de la capital, que el gobierno ha puesto a nuestro país a los pies de nuestro implacable enemigo, para mendigarle una paz oprobiosa, en que viéndolo éste vencido y completamente desarmado, ha perdido y se le ha otorgado lo que no pensaba conseguir. Tal ha sido su conducta imprevisiva, cuando tenía una coyuntura ventajosa que explotar.

Anunciado desde fines del año pasado un cambio en el espíritu del pueblo norteamericano, a consecuencia del ascendiente que tomaban las doctrinas de las almas nobles y generosas, que inculcaban la iniquidad de su gobierno en la guerra injusta que nos había declarado, ¿no dictaba por ventura el verdadero patriotismo esperar y fomentar el desarrollo de una tendencia, que debía más tarde proporcionar a la cuestión un desenlace, en que no fuesen tan grandes los quebrantos de nuestro país ? ¿No era aquella la oportunidad de suspender toda plática de paz, que no podía entonces negociarse sin graves perjuicios para nosotros, y proceder desde luego a reunir todos los elementos de vida, que pudiésemos oponer a las temerarias pretensiones del presidente PoIk y sus parciales? Ayudados así los esfuerzos que se hacían en los Estados-Unidos por la gente sensata y pensadora, presidida de sus mejores oradores, los instintos de la paz que renacían en aquel pueblo de una manera tan enérgica, habríanse desenvuelto prodigiosamente, y hubiéramos traído las cosas, con aquella cooperación tan eficaz, a un acomodamiento racional y equitativo.

Pero nuestro gobierno con una punible insensatez prescinde de tan saludable circunstancia, de que se habría sabido aprovechar cualquiera otro no tan inexperto en la dirección de estos grandes negocios: y como, si nos hubiésemos hallado en la deplorable situación en que Venecia, cuando fue borrada del catálogo de las naciones, a fines del siglo pasado, por el gran capitán que tenía aterrada a la Italia y al coloso de la confederación germánica, presenta a nuestro país arrodillado a presencia de su mortal enemigo, para que disponga de él como mejor le parezca. Después de desarmarlo, manifestando su más decidida resolución de no volver a combatir, de dar cuanto se le pida, con tal de que no se le llame de nuevo a los campos de batalla, negocia con un comisionado, a quien su gobierno habría retirado los poderes que le tenía dados para tratar, y a fuerza de exorbitantes concesiones le obliga a oírle, a faltar a sus deberes, y aceptar el abandono que se hacía a los Estados-Unidos, de más de la mitad de nuestro inmenso territorio.

Dadas a don Nicolás Trist, negociador nombrado antes para esto por el ejecutivo de aquella República, las instrucciones relativas a que se conformase, cuando no pudiese conseguir más, hasta con la adquisición de los terrenos situados al este del río Bravo, ¿qué puede responder nuestro gobierno general, al tremendo cargo de haber ido a sacrificar más de 81 mil leguas cuadradas de nuestro territorio, cuando pudo haber reducido nuestra pérdida a mucho menos de la mitad, según las revelaciones hechas últimamente por la prensa americana? Pero lo más doloroso es que estas desmedidas concesiones se hubiesen hecho en momentos en que se desenvolvía rápidamente la opinión en esos mismos Estados-Unidos a favor de la justicia de nuestra causa, y cuando era tal el entusiasmo con que combatían el espíritu de conquista de su gobierno los ciudadanos más eminentes de aqueIla República, que podía ya presagiarse que tendría aquel que moderar sus excesivas pretensiones, limitándose a la adquisición de nuestra provincia de Tejas. ¿Con qué puede justificarse nuestro gobierno de haber puesto en conflicto a varones tan ilustres, sacrificando sin necesidad tantos terrenos tan valiosos, y entre ellos los de la margarita inapreciable de nuestra Alta California?

Pero aún ha hecho más. Para asegurar el éxito de esas ominosas negociaciones, ha concluido y ratificado, sin previa aprobación del. congreso, una suspensión general de hostilidades, una verdadera tregua en que ha entregado a los mejicanos a la jurisdicción del enemigo en su propio territorio, se ha aliado con él, para impedir a nuestros compatriotas toda tentativa que tienda a oponerse al sacrificio de la nación, y ha proporcionado al conquistador sumas inmensas, abriéndole nuestros mercados, y dándole los cuantiosos derechos que deben producir los efectos, que tiene acumulados en todos los puertos de la República. ¿Y no es esto haber traído las cosas a un punto tal, y dispuéstolas de tal manera que tenga el congreso que plegarse a su política ominosa, estableciendo así un funesto precedente, que haga en adelante al ejecutivo árbitro de la paz y de la guerra? Porque ¿qué libertad puede tener para elegir entre la aprobación y reprobación de esos tratados, cuando se le ha puesto en el duro caso de verse casi precisado a adoptar el primero de estos dos extremos? Noble, franca y leal la conducta de haber propuesto abiertamente la paz en el seno de la representación nacional, a fines del año pasado en que celebró varias sesiones, ha sido atacar al país de una manera pérfida y alevosa, haberle negado que se tratase de entrar en esas negociaciones, y que la República no hubiese sabido de ellas, sino cuando ya estaban concluidas, cuando se habían hecho diligencias para atraer a algunos gobernadores, y procurado pervertir la opinión, por medio de periódicos costeados aquí y enla capital por ese mismo gobierno.

Venir después escudándose con los usos diplomáticos para negar a la nación el conocimiento que debió tener, desde el principio, de las bases al menos de esos tratados, es querer que se consuma el sacrificio de la República, iniciado y seguido en secreto, sin poder por eso justificarse el gobierno del cargo que le resulta, de no haber manejado este negocio, de manera que quedasen satisfechos los derechos, constitucionales del país por una parte, y las exigencias diplomáticas por otra. Porque, ¿con qué razón puede excusarse de no haber propuesto antes de todo a la representación nacional la imposibilidad de continuarse haciendo la guerra, la necesidad urgentísima de negociar la paz, y los términos en que ésta podía lograrse? Obrando así, habría dado al congreso, a los Estados y al pueblo, la parte esencial que les tocaba en la grave materia de que se trata, conformándose con la naturaleza de nuestras instituciones, obtenido de la autoridad competente la decisión que demandasen las circunstancias y entrado después en esas negociaciones, apoyado en las bases que para ello le hubiesen dado los representantes de la nación. Previo todo esto, habrían venido en seguida las formalidades, los usos establecidos en las negociaciones diplomáticas, sin tenerse ya entonces que temer los peligros del secreto, porque se sabría en ese caso del máximum de las concesiones que se pudiesen hacer, quedando al ejecutivo la facultad de moderarlas en lo que debía acreditar su habilidad y su destreza. ¿Hicieron por ventura otra cosa el gobierno y congreso de los Estados-Unidos en su última guerra con la Gran Bretaña en que éste a propuesta de aquél fijó las condiciones con que se había de aceptar la paz? Fundadora aquella República de las instituciones que nos rigen, ¿no ha de haber comprendido mejor el espíritu de ellas, que los que han querido apoyarse en la letra de una facuItad, que debe contenderse subordinada a la forma establecida de gobierno, para desquiciar completamente la esencia de ésta, y sacrificar a sus peculiares comodidades los más caros intereses de la nación?

Índice de Observaciones sobre los Tratados de Guadalupe Hidalgo de Manuel Crescencio RejónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha