Índice de Observaciones sobre los Tratados de Guadalupe Hidalgo de Manuel Crescencio RejónAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

DIEZ.

La aprobación del tratado es la muerte política de la República.

Sin embargo, insensible a todo, nuestro gobierno nacional, ha entrado en esas negociaciones tan humillantes para nosotros, comprometiéndonos así a graves imputaciones de perfidia, si se desaprueba, como debe sin duda hacerse; desconociendo para ello la naturaleza de las instituciones que nos rigen; trayendo las cosas a la situación embarazosa en que se hallan, de no poderse negar la aprobación a este tratado vergonzoso, sin entregar a nuestro país casi indefenso a los desastres de una guerra ya desventajosa para nosotros, por no haberlo preparado para poder resistir y continuarla con un buen éxito; y en fin, minando de una manera tan clara la nacionalidad de la República, que siendo ésta la última vez en que sea posible sostenerla, tendrá que desaparecer dentro de diez o quince años, perdiendo el resto de su territorio, sin tener ya ni los medios ni la gloria de combatir.

Verdad es, que para debilitar la fuerza de esta última consideración, para calmar las justas inquietudes de los que ven en esas negociaciones los funerales de nuestra existencia política, el melancólico porvenir de nuestro pueblo en el territorio que ha heredado de sus padres, se procura inculcar la necesidad de tomar algún aliento, se exageran los adelantos que podemos hacer en la mejora de nuestra condición social, después de celebrada la paz, y lo fácil que nos será así proporcionarnos medios para sostener el resto de los terrenos que nos queden. Pero es preciso, para formarse semejantes ilusiones; desconocer el espíritu emprendedor, industrial y mercantil del pueblo norteamericano, su historia y sus tendencias, y suponer en el nuestro menores resistencias de las que hemos pulsado los sinceros amigos del progreso, para que haya un cambio que nos dé las ventajas que se indican. Aproximadas las fronteras de nuestros conquistadores al corazón de nuestro país, ocupada por ellos toda la línea fronteriza de mar a mar, con una marina mercante tan desenvuelta, bien acreditados en el sistema de colonización con que se atraen a los numérosos proletarios del mundo antiguo, ¿qué podemos hacer, tan atrasados en todo, para detenerlos en sus rápidas conquistas, en sus ulteriores invasiones? Millares de hombres vendrán diariamente a establecerse bajo sus auspicios en los nuevos límites que convengamos, desenvolverán allí su comercio, situarán grandes depósitos de mercancías que introducirán por alto, nos inundarán con ellas, y nuestro erario antes miserable y decadente, será en lo sucesivo insignificante y nulo. Nada lograremos entonces con la baja de los aranceles marítimos, con la desaparición de las aduanas interiores, la supresión de las leyes prohibitivas: los anglo-americanos situados ya en ese caso cerca de nuestras provincias pobladas, las proveerán de las maravillas del mundo, pasando éstas de los fronterizos a nuestros estados meridionales, y teniendo sobre nosotros las ventajas del interés de nuestros propios comerciantes, de nuestros mismos consumidores que les favorecerán para esto, a virtud del bajo precio en que les compren sus efectos. Porque aun cuando nos limitásemos a imponer sólo un veinte por ciento sobre las introducciones que se hagan por nuestros puertos, lo que será muy difícil que se logre, jamás podremos competir en nuestros mercados con los importadores norteamericanos, que podrán dar mucho más barato, por no haber pagado ninguno, o casi ningún derecho por las mercancías que nos traigan a vender. El Drawback solo, bien conocido en aquella República, bastaría para darles una ventaja que acabaría con nuestras aduanas fronterizas y marítimas, y no tendríamos hacienda para hacer frente ni aun a los gastos que demandase el cuidado de la línea divisoria.

Y ¿qué resguardo podía ser bastante, ni qué tropas suficientes para vigilar una frontera tan extensa y poder evitar por ésta, las introducciones fraudulentas? ¡Qué contiendas por otra parte, qué pendencias, qué disgustos con los osados contrabandistas de aquella República, qué reclamos continuos, qué demandas de indemnizaciones que acumularían luego sumas inmensas para otra guerra y acabarnos de llevar sin resistencia el resto del territorio que nos quede! ¿Por qué olvidamos tan pronto lo que nos ha sucedido en Nuevo Méjico, Californias y Chihuahua, en que constantemente se han presentado gruesas partidas bien armadas, algunas veces hasta con piezas de artillería, para introducir sus efectos sin pagar derecho alguno, y sin sujetarse a nuestras leyes ni reglamentos? ¿Esperamos acaso que deje de suceder lo mismo que en esos lugares ha pasado, porque nuestros vecinos nos aproximen sus fronteras? Señores, es nuestra sentencia de muerte la que se nos propone en esos funestos tratados, y me admira que haya habido mejicanos que los hubiesen negociado, suscrito y considerado como un bien para nuestro desgraciado país. Esta sola circunstancia me consterna y me hace desesperar de la vida de la República.

Ahora, en cuanto a la colonización, que es otro de los arbitrios más eficaces que debemos procurar desenvolver, para proporcionarnos alguna consistencia y robustez, ¿qué podemos oponer al rápido desarrollo de la de los Estados-Unidos, que deben a ella los progresos prodigiosos de su población, esa avidez de terrenos que los devora, y ese espíritu de conquista que los anima? Con menos de cuatro millones de habitantes, cuando se emanciparon de la Gran Bretaña han logrado hacer subir su población a veinte millones en el corto espacio de setenta y cuatro años, por ese sistema que tan bien han comprendido y sabido aplicar a sus especiales circunstancias. El movimiento de la nuestra es de uno y cuatro quintos por ciento anual, según los cálculos de nuestro instituto nacional de geografía y estadística, conformes con los del barón de Humboldt, y sin embargo de ellos no hemos conseguido ni aun ese aumento tan pausado, si son ciertos los datos del indicado instituto, puesto que no ha doblado en el periodo de cuarenta años en que se supone que debe duplicarse. Entre éstos hemos tenido veintiséis, en que, árbitros de nuestra suerte, hemos podido y debido promover la inmigración de familias europeas, para establecerlas en los inmensos desiertos de nuestras fronteras septentrionales, y asegurar por este medio su posesión contra las crecientes invasiones de nuestros ambiciosos vecinos. Pero limitados a los modos de adquirir que aprendimos en tiempo del régimen colonial, ni hemos querido salir de ellos, para crear grandes intereses a favor de los que quisieren especular con las empresas de colonización, ni hemos comprendido las ventajas de aquel sistema, ni nos hemos jamás ocupado de la materia, con la asiduidad y constancia que demandaba asunto tan importante. Lejos de hacer lo que se ha hecho en los Estados-Unidos, para interesar a los individuos por el atractivo de las grandes utilidades en los negocios de tierras, hemos creado otros medios sumamente ruinosos de improvisar fortunas colosales, que a la vez que han acabado con la hacienda nacional, han alejado de la colonización capitales, que sin nuestros despilfarros hubieran afluido a esas empresas, en que el lucro de los particulares iba hermanado con los intereses vitales de la nación. Pero pasará ya el tiempo en que hemos podido con provecho arreglarlo todo, consultando a la legislación de ese pueblo, que era la única que en esta parte nos podía convenir, porque nos revelaba el modo de explotar esos inmensos tesoros de las fronteras, y de hacernos temer y respetar del universo.

Después de aprobado ese tratado, no nos será ya posible sacar ninguna de las grandes ventajas que se nos figuran, porque suponiendo que nos fuese fácil vencer las resistencias, las ideas mezquinas y ruines que han opuesto a los amigos del progreso, hasta los hombres que pasan por más eminentes en el partido que se llama de la inteligencia, ¿cómo podíamos allanar los obstáculos que nos ofreciese para poder medrar, así la política, como la preponderancia de los recursos de los Estados-Unidos, estando ya en posesión de nuestros más preciosos terrenos? Bien establecida en el viejo mundo su reputación de hospitalarios, con conocimiento de este género de industria que absolutamente ignoramos, con una marina mercante que compite con la de la Gran Bretaña, y que proporciona tantas facilidades para traer a su patria la población exuberante de la populosa Europa, ¿qué medio podemos adoptar para quitarles una parte siquiera de esa emigración, para vencer la preferencia que se les da, por la alta idea que se tiene de su civilización y su riqueza? Con los terrenos más fértiles que nos cogen, con climas tan dulces como no los han tenido hasta el presente, con brillantes posiciones para el comercio marítimo, como las que ofrece esa joya inestimable de la Alta California, vaciarán, señores, la Europa, se la amalgamarán, y acaudillando las poblaciones que establezcan sobre nosotros, y antes de tres lustros acaso habremos dejado de ser dueños de los terrenos que nos dejen. Nuestra raza entonces, nuestro pobre pueblo tendrá que andar errante dirigiéndose a buscar hospitalidad a ajenas tierras, para ser después lanzado a otros lugares. Descendientes casi todos nosotros de los indios, el pueblo norteamericano nos abomina, sus oradores nos desprecian aun en los discursos en que reconocen la justicia de nuestra causa, y considerándonos indignos de formar con ellos una misma nación o sociedad, manifiestan claramente, que en sus futuras conquistas se alzarán sólo con el territorio que nos cojan, haciendo a un lado a nuestros conciudadanos que lo habiten. ¿Ha sido por ventura otra la conducta que han tenido con las tribus, señoras en otro tiempo de los terrenos que pertenecen hoy a esos mismos Estados-Unidos?

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