Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo cuarto de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo sexto de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Cuarta parte

Capítulo quinto

Entre las naciones europeas de nuestros días, el poder soberano crece, aunque los soberanos sean menos estables

Si se reflexiona sobre lo que precede, no podrá uno menos de sorprenderse e intimidarse, al ver que en Europa todo parece concurrir a aumentar indefinidamente las prerrogativas del poder central y a hacer la existencia individual cada vez más precaria y más subordinada.

Las naciones democráticas de Europa tienen todas las tendencias generales y permanentes de los norteamericanos hacia la centralización de poderes, y además están sometidas a una multitud de causas secundarias y accidentales, que no conocen los norteamericanos. Se diría que cada paso que dan hacia la igualdad, las acerca al despotismo. Para convencerse de esto, vasta echar una mirada alrededor nuestro y sobre nosotros mismos.

Durante los Siglos aristocráticos que precedieron al nuestro, los soberanos de Europa habían estado privados o se habían desprendido de muchos de los derechos inherentes a su poder. No hace todavía un siglo que, en la mayor parte de las naciones europeas, había particulares o cuerpos casi independientes que administraban justicia, levantaban y sostenían tropas, percibían impuestos y aun muchas veces daban leyes o las interpretaban. El Estado ha recobrado por todas partes estos atributos naturales del poder soberano, en todo lo que tiene relación con el gobierno; no sufre ese intermediario entre él y los ciudadanos, y los dirige por sí mismo en los negocios generales.

Estoy muy lejos de censurar esta concentración de poderes; me limito a darla a conocer.

En la misma época existía en Europa un gran número de poderes secundarios, que representaban y administraban los intereses y negocios locales. La mayor parte de estas autoridades locales han desaparecido, y todas tienden a desaparecer rápidamente, o a caer en la más completa dependencia. De un extremo a otro de Europa, los privilegios de los señores, las libertades de las ciudades y las administraciones provinciales, están destruidas o van a serlo.

Europa ha experimentado, hace medio siglo, muchas revoluciones y contrarrevoluciones que la han conmovido en sentidos contrarios; pero todos estos movimientos se asemejan en un punto: todos han trastornado o destruido los poderes secundarios. Privilegios locales que la nación francesa no había abolido en los países conquistados por ella, sucumbieron por los esfuerzos de los príncipes que la han vencido. Estos príncipes han desechado todo lo nuevo que la revolución había creado en ellos, excepto la centralización, que es lo único que han consentido en conservar.

Quiero hacer ver que todos estos derechos diversos, arrancados sucesivamente en nuestro tiempo a clases, corporaciones y hombres, no han contribuido a elevar sobre una base más democrática nuevos poderes secundarios; sino que se han concentrado de todos ladós en las manos del soberano.

Por todas partes el Estado dirige por sí mismo a todos los ciudadanos, y sólo conduce a cada uno de ellos en los negocios insignificantes (1).

Casi todos los establecimientos de caridad de la antigua Europa, estaban en manos de particulares o de corporaciones; hoy han caído todos, poco más o menos, en la dependencia del soberano, y en muchos países son regidos por él. El Estado es quien casi únicamente ha tomado a su cargo dar pan a los que tienen hambre, socorro y asilo a los enfermos y trabajo a los desocupados; se ha convertido en el reparador casi único de casi todas las miserias. La educación también, como la caridad, ha venido a ser para la mayor parte de los pueblos de nuestros días un problema nacional. El Estado, frecuentemente, toma al hijo de los brazos de la madre para confiarlo a sus agentes, y se encarga de inspirar a cada generación sentimientos e ideas.

La uniformidad reina en los estudios, como en todo lo demás; la diversidad como la libertad, desaparecen cada día.

No temo tampoco anticipar que en casi todas las naciones cristianas de nuestros días, católicas o protestantes, la religión está amenazada de caer en manos del gobierno: no porque los soberanos se muestren muy celosos de fijar por sí mismos el dogma, sino porque se apoderan cada vez más de la voluntad del que lo explica; quitan al clero sus propiedades, le asignan un salario, cambian y utilizan en su único provecho la influencia que aquél posee; hacen de él uno de sus funcionarios y frecuentemente uno de sus servidores y, unidos, penetran en lo más profundo del alma de cada hombre (2).

Esto no es más que un lado del cuadro. El poder del soberano no sólo se ha extendido, como acabamos de ver, en la esfera de los antiguos poderes, sino que ésta no basta para contenerlo; se desborda por todas partes, y va a derramarse en el dominio reservado hasta ahora a la independencia individual.

Una infinidad de acciones, en otro tiempo fuera del dominio de la sociedad, han sido sometidas a él en nuestros días, y su número crece sin cesar.

En los pueblos aristocráticos, el poder social se limita ordinariamente a dirigir y vigilar a los ciudadanos en todo lo que tiene una relación visible y directa con el interés nacional, y los abandona en todo lo demás a sus propias fuerzas. En estos pueblos parece que el gobierno se olvida con frecuencia de que hay un punto en que las miserias de los individuos comprometen al bienestar universal, y que impedir la ruina de un particular debe ser a veces un asunto público.

Las naciones democráticas de nuestro tiempo se inclinan hacia un exceso contrario.

Es evidente que la mayor parte de nuestros príncipes no se contentan sólo con dirigir el pueblo entero; se diría que se juzgan responsables de las acciones y del destino individual de sus súbditos, pretenden conducir e ilustrar a cada uno de ellos en los diversos actos de su vida y, si es necesario hacerlo feliz contra su voluntad.

Por su parte, los particulares se inclinan cada vez más a considerar el poder social desde el mismo punto de vista; en todas sus necesidades, lo llaman en su auxilio, y fijan a cada instante en él sus miradas como en su protector o ayo.

Creo firmemente que no existe país en Europa donde la administración pública no se haya hecho, no sólo más centralizada sino también más inquisitiva y detallada; por todas partes penetra más que antes en los negocios privados; regula a su modo más acciones y acciones más pequeñas, y se establece cada vez más al lado, alrededor y sobre cada individuo, para ayudarlo, aconsejarlo y oprimirlo.

En otros tiempos, el soberano vivía de las rentas de sus tierras o del producto de los impuestos. Hoy, que sus necesidades han crecido con su poder, no sucede lo mismo. En las mismas circunstancias en que en otra época establecía un príncipe un nuevo impuesto, hoy se recurre a un empréstito. Poco a poco el Estado se hace deudor de la mayor parte de los ricos, y reúne en sus manos los mayores capitales, atrayendo los pequeños de distinto modo.

A medida que los hombres se mezclan y que las condiciones se igualan, el pobre tiene más recursos, más luces y deseos. Concibe la idea de mejorar su suerte, y trata de conseguirlo por medio de la economía. La economía hace nacer cada día un número indefinido de cortos capitales, frutos lentos y sucesivos del trabajo, que crecen sin cesar; pero la mayor parte permanecerian improductivos si quedasen esparcidos: esto ha dado lugar a una institución filantrópica que llegará pronto a ser, si no me equivoco, una de nuestras más grandes instituciones políticas. Hombres filantrópicos han concebido la idea de recoger los ahorros del pobre, y utilizar su producto. En algunos países, estas benéficas asociaciones han permanecido enteramente extrañas al Estado; pero en casi todos tienden visiblemente a confundirse con él, y aun hay algunos en donde el gobierno las ha reemplazado, encargándose de reunir y de beneficiar por sí mismo el ahorro diario de muchos millones de trabajadores.

De este modo, el Estado atrae hacia sí mismo el dinero de los ricos, por el empréstito, y dispone a su voluntad del de los pobres, por la caja de ahorros. Las riquezas del país acuden sin cesar a sus manos; se acumulan tanto más cuanto la igualdad de condiciones se hace mayor, porque en una nación democrática sólo el Estado inspira confianza a los particulares, pues él únicamente les parece tener alguna consistencia y duración (3).

Así, el soberano no se limita a dirigir la fortuna pública; se introduce también en las privadas, es el jefe de cada ciudadano, frecuentemente su señor, y además se hace su intendente y su cajero.

No sólo el poder central llena enteramente la esfera de los antiguos poderes, la extiende y la sobrepasa, sino que se mueve en ella con más agilidad, fuerza e independencia que en otros tiempos.

Todos los gobiernos de Europa han perfeccionado prodigiosamente, en nuestros días, la ciencia administrativa; hacen más, con más orden, más rapidez y menos gastos; parece que se enriquecen constantemente con las luces que han arrebatado a los particulares. Los príncipes de Europa tienen a sus delegados en una dependencia cada vez más estrecha e inventan métodos nuevos para dirigirlos más de cerca, y vigilarlos con más facilidad. No se contentan con arreglar todos los negocios por medio de sus agentes, sino que quieren dirigir la conducta de éstos en todos sus negocios, de manera que la administración pública no solamente depende del mismo poder, sino que se estrecha más y más en un mismo lugar, y se concentra en menos manos.

El gobierno centraliza su acción, al mismo tiempo que aumenta sus prerrogativas, y he aquí un doble motivo de fuerza.

Dos cosas sorprenden a primera vista, cuando se examina la constitución que tenía en otro tiempo el poder judicial en la mayor parte de las constituciones de Europa: su independencia y la extensión de sus atribuciones.

No solamente las cortes de justicia decidían casi todas las querellas entre particulares, sino que en muchos casos servían de árbitros entre cada individuo y el Estado.

No quiero hablar aquí de las atribuciones políticas y administrativas que los tribunales habían usurpado en algunos países, sino de las judiciales, que poseían en todos. En todos los pueblos de Europa existían y existen todavía muchos derechos individuales, inherentes la mayor parte al derecho general de propiedad, que estaban colocados bajo la salvaguardia del juez y que el Estado no podía violar sin su licencia.

Éste era el empleo semi político que distinguía principalmente a los tribunales de Europa de todos los demás; pues aunque todos los pueblos han tenido jueces, no todos han dado a éstos los mismos privilegios.

Si se pasa ahora a examinar lo que sucede en las naciones democrátisas de Europa que se llaman libres, y en todas las demás, se verá que al lado de estos tribunales se han creado otros más dependientes, cuyo objeto particular es decidir excepcionalmente las cuestiones litigiosas que pueden suscitarse entre la administración pública y los ciudadanos. Se deja al antiguo poder judicial su independencia, pero se estrecha su jurisdicción y se trata de hacer de él un árbitro solo en los intereses particulares.

El número de estos tribunales especiales aumenta sin cesar, y crecen sus atribuciones.

El gobierno escapa cada vez más de la obligación de hacer sancionar por otro poder sus voluntades y sus derechos. No pudiendo pasarse sin jueces, quiere al menos escogerlos él mismo y tenerlos siempre en su mano; es decir, que entre él y los particulares coloca un simulacro de justicia, más bien que la justicia misma.

Así, el Estado no se contenta con atraer hacia él todos los negocios, sino que los decide por sí mismo, sin revisión ni recurso alguno (4).

En las naciones modernas de Europa, hay una gran causa que, independientemente de todas las que acabo de indicar, contribuye a extender la acción del soberano o a aumentar sus prerrogativas, sin que haya fijado la atención, el desarrollo de la industria que los progresos de la igualdad favorecen.

La industria atrae por lo común a una multitud de hombres al mismo lugar y establece entre ellos relaciones nuevas y complicadas; los expone a grandes y súbitas alternativas de abundancia y de miseria, durante los cuales está amenazada la tranquilidad pública, pudiendo suceder que los trabajos comprometan la salud y aun la vida de los que se aprovechan de ellos o de los que de ellos se ocupan.

Así, la clase industrial tiene mayor necesidad de estar reglamentada, vigilada y contenida que las demás, siendo por lo mismo natural que las atribuciones del gobierno crezcan respecto a ella.

Esta verdad es generalmente aplicable; pero he aquí lo que tiene relación más inmediata con las naciones de Europa.

En los siglos que precedieron al nuestro, la aristocracia poseía las tierras y se hallaba en situación de defenderlas. La propiedad inmueble estaba rodeada de garantías, y gozaban sus poseedores de una gran independencia; esto creó las leyes y hábitos que Se perpetuaron, a pesar de la división de las tierras y de la ruina de los nobles y, en nuestros días, los propietarios de bienes raíces y los agricultores, son los ciudadanos menos expuestos a la intervención del poder social.

En esos mismos siglos aristocráticos, en qúe se encuentran todas las fuentes de nuestra historia, la propiedad mueble tenía poca importancia y sus poseedores eran débiles y despreciados; los industriales formaban una clase excepcional, en medio del mundo aristocrático y como carecían de patronazgo seguro, no estaban protegidos, y frecuentemente no podían protegerse entre sí.

Tomóse, pues, el hábito de considerar a la propiedad industrial como un bien de naturaleza particular, que no merecía los mismos respetos, ni debía gozar las mismas garantías que la propiedad en general; y a los industriales, como una pequeña clase aparte en el orden social, cuya independencia estimaba en poco, y convenía abandonar a la pasión reglamentaria de los príncipes. En efecto, cuando se abren los códigos de la Edad Media, se admira uno al ver que en esos siglos de independencia individual, la industria recibía sus reglamentos de los reyes, hasta en sus menores detalles, siendo sobre este punto la centralización tan activa y minuciosa como podía serlo.

Desde ese tiempo acá, ha sucedido una gran revolución en el mundo: la propiedad industrial, naciente entonces, se ha desarrollado hasta cubrir Europa; la clase industrial se ha ensanchado y enriquecido con los restos de todas las demás; creciendo en número, en importancia y en riqueza; casi todos los que no pertenecen a ella se le unen, al menos por algún lado, de suerte que, después de haber sido la clase excepcional, amenaza llegar a ser la principal, y por decirlo así, la única. Sin embargo, permanecen aún las ideas y los hábitos políticos que en otro tiempo habían hecho nacer: éstos no han cambiado, porque son antiguos y se encuentran en perfecta armonía con las ideas nuevas y los hábitos generales de los hombres de nuestros días.

La propiedad industrial no aumenta, pues, sus derechos con su importancia. La clase industrial no se hace menos independiente al hacerse más numerosa; al contrario, puede decirse que trae en su seno el despotismo, que se extiende naturalmente a medida que ella se desarrolla (5). Mientras más industrial se hace la nación, tanto más se descubre la necesidad de caminos, canales, puertos y otros trabajos de naturaleza semi pública, que facilitan la adquisición de las riquezas; y a medida que ella es más democrática, experimentan los particulares más dificultad en ejecutar semejantes trabajos, y el Estado, por el contrario, más facilidad en emprenderIos. No temo afirmar que los soberanos de nuestros días aspiran manifiestamente a encargarse por sí solos de la ejecución de semejantes obras, y réducir así cada día a los pueblos a una dependencia más estrecha.

Por otra parte, a medida que crece el poder del Estado y se aumentan sus necesidades, consume él mismo una cantidad cada vez mayor de productos industriales, que por lo común fabrica en sus arsenales y establecimientos. Así es que, en cada reino, el soberano llega a ser el mayor industrial, y atrae y retiene a su servicio a un número excesivo de ingenieros, arquitectos, mecánicos y artesanos. No solamente es el primero de los industriales, sino que tiende cada vez más a hacerse el jefe o más bien el amo de todos los demás.

Como los ciudadanos se hacen más débiles al igualarse, nada pueden hacer en la industria sin asociarse, y el poder público quiere naturalmente colocar estas asociaciones bajo su vigilancia.

Es preciso saber que estas especies de seres colectivos que se llaman asociaciones, son siempre más fuertes y más temibles que un simple individuo, y temen menos que éstos la responsabilidad de sus propios actos; de donde parece razonable dejar a cada una de ellas una independencia del poder social menor de la que se concedería a un particular.

Los soberanos tienen tanta mayor inclinación a obrar así, cuanto que sus gustos están de acuerdo en esto. En los pueblos democráticos, sólo por medio de la asociación pueden resistir los ciudadanos al poder central y, por tanto, este último ve con desagrado las asociaciones que no le están sometidas; siendo muy de notar que en tales pueblos democráticos, los ciudadanos miran frecuentemente estas asociaciones, de que tienen necesidad, con un sentimiento secreto de temor y de envidia que les impide defenderlas. El poder y la duración de estas pequeñas sociedades particulares, en medio de la debilidad e intestabilidad general, los sorprende e inquieta, y no están lejos de considerar como un peligroso privilegio el libre uso que hace cada una de ellas de sus facultades naturales.

Todas las asociaciones de nuestros días son otras tantas personas nuevas, cuyos derechos no están consagrados por el tiempo; entran en el mundo en una época en la que la idea de los derechos particulares es débil, y el poder social no tiene límites; no debe, pues, sorprender que pierdan su libertad al nacer.

En todos los pueblos de Europa hay ciertas asociaciones que no pueden formarse, sino después de haber examinado el Estado sus estatutos y autorizado su existencia. En muchos, se hacen esfuerzos para extender a todas las asociaciones estas reglas. Se ve fácilmente a dónde conduciría el éxito de semejante empresa.

Si alguna vez el soberano tuviese el derecho general de autorizar con ciertas condiciones toda clase de asociación, no tardaría en reclamar el de vigilarlas y dirigirlas, a fin de que no pudiesen separarse de las reglas que él les habría impuesto.

De esta manera, el Estado, después de haber puesto bajo su dependencia a todos aquellos que han deseado asociarse, pondría también, a los ya asociados, esto es, a casi todos los hombres de nuestros días.

Así se apropian los soberanos cada vez más y disponen a su voluntad de la mayor parte de esta nueva fuerza que la industria ha creado en nuestros tiempos, pudiéndose decir que la industria nos dirige y ellos dirigen la industria.

Es tanta la importancia que doy a lo que acabo de decir, que temo haber obscurecido mi pensamiento, al quererlo explicar mejor.

Si el lector no se encuentra satisfecho con los ejemplos que he citado, si piensa que en algún lugar he exagerado los progresos del poder social o, por el contrario, que he estrechado demasiado la esfera en que se halla todavía la independencia individual, deje un momento el libro y considere por sí mismo los objetos que he tratado de mostrarle. Examine con atención lo que pasa cada día entre nosotros y fuera de nosotros; pregunte a los demás, y aun contémplese a sí mismo; mucho me equivocaré, si no llega por sí solo y por caminos distintos al punto a que he querido conducirlo.

Descubrirá que durante los últimos cincuenta años, la centralización ha crecido por todas partes de mil modos diversos. Las guerras, las revoluciones y las conquistas, han contribuido a su desarrollo y todos los hombres han trabajado para aumentarla. En este mismo periodo en que ellos se han sucedido con una rapidez extraordinaria a la cabeza de los negocios, sus ideas, sus intereses y sus pasiones, han variado hasta el infinito; pero todos han querido centralizar de alguna manera. El instinto de centralización ha sido como el único punto inmóvil en medio de la movilidad general de su existencia y de sus pensamientos.

Cuando el lector, habiendo examinado el pormenor de los negocios humanos, quiera abrazar este vasto cuadro en general, quedará sorprendido. Por una parte, las dinastías más fuertes se conmueven o se destruyen; por todas partes los pueblos escapan violentamente del imperio de sus leyes, destruyendo o limitando la autoridad de sus señores y de sus príncipes; todas las naciones que no tienen trastornos, parecen al menos inquietas y alteradas, y las anima un mismo espíritu de rebelión. Por otra, en este mismo siglo de anarquía, y en estos mismos pueblos tan indóciles, el poder social aumenta incesantemente sus prerrogativas, haciéndose más central, más emprendedor, más absoluto y más extenso. Los ciudadanos están sujetos a la vigilancia de la administración pública, y son arrastrados insensiblemente y como sin saberlo a sacrificarle todos los días alguna nueva parte de su independencia individual; los mismos hombres, que de cuando en cuando derriban un trono y pisotean la autoridad de los reyes, se someten sin resistencia cada vez más a los menores caprichos de cualquier empleado.

Así pues, en nuestros días, se operan dos revoluciones en sentido contrario; una debilita continuamente el poder, y la otra, lo refuerza sin cesar; en ninguna otra época de nuestra historia ha parecido tan débil ni tan fuerte; pero, cuando al fin se considera más de cerca el estado del mundo, se ve que estas dos revoluciones se hallan íntimamente ligadas entre sí, que tienen un mismo origen y, después de haber seguido una carrera diversa, conducen a los hombres al mismo lugar.

Repetiré por última vez lo que he dicho o indicado en tantos lugares de esta obra; es preciso no confundir el hecho de la igualdad con la revolución que acaba de introducirla en el estado social y en las leyes; en esto se encuentra la razón de casi todos los fenómenos que nos admiran.

Todos los antiguos poderes políticos de Europa han sido fundados en los siglos de aristocracia y representaban o defendían más o menos, el principio de la desigualdad y del privilegio. Para hacer prevalecer en el gobierno las necesidades y los nuevos intereses que sugiere la igualdad creciente, ha sido necesario que los hombres de nuestros días trastornasen o limitasen los antiguos poderes. Esto los ha conducido a hacer revoluciones y ha inspirado a un gran número de ellos esa afición salvaje al desorden y a la independencia, que todas las revoluciones, cualquiera que sea su objeto, provocan.

Creo que no hay un solo país en Europa, donde el desarrollo de la igualdad no haya sido precedido o seguido de algunos cambios violentos en el estado de la propiedad y de las personas, y casi todos estos cambios han sido acompañados de anarquía y de licencia, porque los ha ejecutado la porción menos culta de la nación, contra la más culta.

De aquí han salido las dos tendencias contrarias de que he hablado anteriormente. Cuando la revolución democrática estaba en todo su vigor, los hombres, ocupados en destruir los antiguos poderes aristocráticos que combatian contra ella, se mostraban animados de un gran espíritu de independencia, y a medida que la victoria de la igualdad se hacia más completa, se abandonaban a los instintos naturales que esta misma igualdad hace nacer, y reforzaban y concentraban el poder social. Habían querido ser libres para hacerse iguales, y a medida que la igualdad se establecía, con la ayuda de la libertad, les hacia menos asequible esta última.

Estos dos estados no han sido siempre sucesivos. Nuestros padres han hecho ver de qué manera podía un pueblo organizar en su seno una inmensa tiranía, en el momento mismo en que salía de la autoridad de los nobles y despreciaba el poder de todos los reyes, enseñando a la vez al mundo el modo de conquistar su independencia, y de perderla.

Los hombres de nuestro siglo descubren que los antiguos poderes se hunden por todas partes: ven desaparecer todas las antiguas influencias y caer las antiguas barreras, y esto confunde el juicio de los más hábiles; no se fijan sino en la revolución prodigiosa que tiene lugar a su vista, y creen que el género humano va a caer para siempre en la anarquía.

Si pensasen en las últimas consecuencias de esta revolución, concebirían quizá otros temores. Por mi parte, confieso que no me fío del espíritu de libertad que parece animar a mis contemporáneos; bien veo que las naciones de nuestros días son turbulentas, pero no descubro claramente que sean liberales, y aun temo que al salir de estas agitaciones que hacen vacilar todos los tronos, los soberanos son más poderosos de lo que nunca lo fueron.




Notas

(1) Esta decadencia gradual del individuo respecto de la sociedad, se manifiesta de mil maneras. Citaré, entre otras, la que tiene relación con los testamentos.

En los países aristocráticos, se profesa por lo común un profundo respeto hacia la última voluntad de los hombres, llegando muchas veces en los antiguos pueblos de Europa hasta la superstición: el poder central, lejos de reprimir los caprichos del que muere, da fuerza al menor de ellos, asegurándole un poder perpetuo.

Cuando todos los que viven son débiles, la voluntad de los ya muertos es menos respetada; se le traza un circulo muy estrecho y, si se sale de él, el soberano la anula o la revisa.

En la Edad Media, el poder de testar no tenía limites; entre los franceses de nuestros días, no se puede distribuir un patrimonio entre los hijos sin que el Estado intervenga, y parece que después de regir toda la vida, quiere aún arreglar el último acto.

(2) A medida que las atribuciones del poder central se aumentan, crece también el número de funcionarios que lo representan: forman una nación en cada nación, y como el gobierno les da estabilidad, reemplazan en cada una de ellas a la aristocracia.

Casi por toda Europa domina el soberano de dos maneras; conduce a una parte de los ciudadanos por el miedo que tienen a sus agentes, y a la otra, por la esperanza que conciben de llegar a ser sus agentes.

(3) Por una parte, el gusto por el bienestar se aumenta sin cesar y, por otra, el gobierno se apodera de todas las fuentes de bienestar.

Los hombres se dirigen, pues, por dos caminos diversos hacia la esclavitud.

El gusto del bienestar los aparta de las cosas del gobierno. y el amor a este mismo bienestar los sitúa en una dependencia cada vez más estrecha de los gobernantes.

(4) Respecto de esto, se hace en Francia un sofisma muy raro. Cuando se sigue una causa entre la administración y un particular, no se somete al examen del juez ordinario, por no mezclar, se dice, el poder administrativo y el judicial; como si no fuera mezclar estos dos poderes, y de la manera más peligrosa y tiránica, revestir al gobierno de la facultad de juzgar y administrar a un mismo tiempo.

(5) Citaré algunos hechos en apoyo de esta doctrina. En las minas es donde se encuentran las fuentes naturales de la riqueza industrial. A medida que la industria se ha desenvuelto en Europa, que su producto ha llegado a ser de un interés más general, y de beneficio más difícil a causa de la división de bienes que trae consigo la igualdad, la mayor parte de los soberanos han reclamado el derecho de propiedad de las minas y el de vigilar sus trabajos, cosa que jamás se ha visto en ninguna otra clase de propiedad.

Las minas, que eran de patrimonio individual y estaban sometidas a las mismas obligaciones, gozando de las mismas garantías que los otros inmuebles, cayeron así en el dominio público. El Estado es el que las beneficia o las da; los propietarios se han transformado en usufructuarios; tienen sus derechos del Estado, y éste recobra casi por todas partes el poder de dirigirlas: les da reglas, les impone métodos, los somete a una vigilancia habitual y, si se resisten, un tribunal administrativo los despoja y la administración pública concede a otros sus privilegios; de suerte que el gobierno no sólo posee las minas, sino que tiene a todos los mireros en su dependencia. Sin embargo, a medida que la industria se desarrolla, el laboreo de las antiguas minas se aumenta; se abren otras nuevas, y crece el número de empleados en ellas. Los soberanos extienden diariamente sus dominios bajo nuestros pies, y los pueblan con sus servidores.

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