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LIBRO SEGUNDO

Cuarta parte

Capítulo cuarto

Algunas causas particulares y accidentales que acaban por inclinar a un pueblo democrático a centralizar el poder, o que se lo impiden

Si todos los pueblos democráticos son impelidos como por instinto hacia la centralización de poderes, no es menos cierto que tienden a ella de una manera desigual. Esto depende de circunstancias particulares, que pueden desarrollar o restringir los efectos naturales del estado social. Son numerosas y no hablaré sino de algunas.

En los hombres que por largo tiempo han vivido libres antes de hacerse iguales, los instintos que la libertad ha dado, combaten hasta cierto punto las inclinaciones que sugiere la igualdad, y aunque entre ellos aumente sus privilegios el poder central, los particulares no pierden jamás enteramente su independencia.

Pero cuando la igualdad llega a desarrollarse en un pueblo que no ha conocido jamás o que no conoce desde hace largo tiempo la libertad, como se ve en el continente europeo, los antiguos hábitos de la nación, llegando a combinarse súbitamente y por una especie de atracción natural con los hábitos y las doctrinas nuevas que hace nacer el estado social, todos los poderes parece que se precipitan por sí mismos hacia el centro; se acumulan con una rapidez sorprendente, y el Estado alcanza de un golpe los límites extremos de su fuerza, mientras que los particulares caen en un momento en el último grado de debilidad.

Los ingleses, que fueron hace trescientos años a fundar en los desiertos del Nuevo Mundo una sociedad democrática, estaban habituados en la madre patria a tomar parte en los negocios públicos; conocían el jurado, tenían la libertad de palabra, de prensa y la individual, la idea de derecho y el hábito de recurrir a él. Transportaron a Norteamérica estas instituciones libres y estas costumbres viriles, y las sostuvieron contra las invasiones del Estado.

Entre los norteamericanos la libertad es antigua, y la igualdad comparativamente nueva. Lo contrario sucede en Europa, donde la igualdad introducida por el poder absoluto y bajo la inspección de los reyes, había penetrado en los hábitos de los pueblos mucho tiempo antes de que la libertad hubiese entrado en sus ideas.

He dicho que, en los pueblos democráticos, el gobierno no se presenta naturalmente al espíritu humano, sino bajo la forma de un poder único y central, y que la noción de los poderes intermedios no le es familiar. Esto se aplica particularmente a las naciones democráticas, que han visto triunfar el principio de la igualdad por medio de una violenta revolución. Desapareciendo de repente en esta tempestad, las clases que dirigían los negocios locales, y no teniendo todavía la masa confusa que queda, organización ni hábitos que le permitan tomar parte en la administración de estos mismos negocios, se descubre que sólo el Estado puede encargarse de todos los detalles del gobierno. La centralización llega a ser un hecho, en cierto modo necesario.

No se debe alabar ni vituperar a Napoleón, por haber concentrado en sus manos casi todos los poderes administrativos, porque después de la brusca desaparición de la nobleza y de los más altos ciudadanos, estos poderes se unieron a él por sí mismos, y le habría sido tan difícil rechazarlos como administrarlos. Tal necesidad no se presenta jamás entre los norteamericanos, quienes no habiendo tenido revolución, y gobernándose por sí mismos desde su origen, no han debido jamás encargar al Estado de servirles por un momento de tutor.

Así, la centralización no se desarrolla solamente en un pueblo democrático por los progresos de la igualdad, sino también según la manera como se funda esta igualdad.

Al principio de una gran revolución democrática, y cuando apenas nace la guerra entre las diversas clases, el pueblo se esfuerza en centralizar la administración pública en manos del gobierno, a fin de arrancar la dirección de los negocios locales a la aristocracia. Hacia el fin de esta revolución, sucede lo contrario: la aristocracia vencida trata de abandonar al Estado la dirección de todos los negocios, porque teme la tiranía del pueblo, que ha llegado a ser su igual y frecuentemente su amo.

No siempre la misma masa de ciudadanos se dedica a aumentar las prerrogativas del poder; pero, mientras dura la revolución democrática, se encuentra siempre en la nación una clase poderosa por el número o por la riqueza, cuyas pasiones e intereses especiales inclinan a centralizar la administración pública, independientemente del odio hacia el gobierno del vecino, que es un sentimiento general y permanente en los pueblos democráticos. Se puede notar que en nuestro tiempo, las clases inferiores de Inglaterra son las que más trabajan en destruir la independencia local y en trasladar la administración de todos los puntos de la circunferencia al centro, mientras que las clases superiores se esfuerzan en mantener esta misma administración en sus antiguos límites.

Me atrevo a predecir que llegará un día en que se presentará un espectáculo totalmente distinto.

Lo que precede hace comprender bien por qué el poder social debe ser siempre más fuerte y el individuo más débil, en un pueblo democrático que ha llegado a la igualdad por un largo y penoso trabajo social, que en una sociedad democrática en donde los ciudadanos desde su origen han sido siempre iguales.

Esto lo acaba de probar el ejemplo de los norteamericanos.

Los que habitan los Estados Unidos no han estado separados por ningún privilegio; no han conocido jamás la relación recíproca de inferior y de dueño. Y como no se temen ni se aborrecen unos a otros, no han tenido necesidad de llamar al soberano a dirigir todos sus negocios. La suerte de los norteamericanos es singular: han tomado de la aristocracia de Inglaterra la idea de los derechos individuales y el gusto de las libertades locales, y han podido conservar lo uno y lo otro, por no haber tenido aristocracia que combatir.

Si las luces sirven a los hombres en todos los tiempos para defender su independencia, esto es particulannente cierto en los siglos democráticos. Cuando todos los hombres se asemejan, es muy fácil fundar un gobierno único y poderoso, pues bastan para ello los instintos. Pero necesitan hombres de mucha inteligencia, ciencia y arte, para organizar y mantener en las mismas circunstancias los poderes secundarios y crear, en medio de la independencia y de la debilidad individual de los ciudadanos, asociaciones libres capaces de luchar contra la tiranía, sin destruir el orden.

La concentración de poderes y la servidumbre individual, crecen en las naciones democráticas, no solamente en razón de la igualdad, sino también de la ignorancia.

Es verdad que en los siglos poco ilustrados el gobierno carece muchas veces de luces para perfeccionar el despotismo, como los ciudadanos para sustraerse a él; mas el efecto no es igual en ambas partes.

Por tosco y grosero que sea un pueblo democrático, el poder central que lo dirige no está nunca privado completamente de luces, pues cuenta con facilidad con las pocas que se encuentran en el país, y en caso necesario las busca fuera. En una nación ignorante y democrática, no puede menos de manifestarse pronto una diferencia prodigiosa entre la capacidad intelectual del soberano y la de cada uno de sus súbditos, y esto acaba de concentrar todos los poderes en sus manos. El poder administrativo del Estado se extiende incesantemente, por no haber otro bastante hábil para administrar. Las naciones aristocráticas, por poco cultas que se las suponga, no presentan nunca el mismo espectáculo, pues las luces se hallan casi igualmente repartidas entre el príncipe y los principales ciudadanos.

El bajá que reina hoy en Egipto, encontró la población de ese país compuesta de hombres muy ignorantes y muy iguales, y se apropió para gobernarla del saber y de la inteligencia de Europa.

Llegando así a combinarse las luces particulares del soberano, con la ignorancia y la debilidad democrática de sus súbditos, se alcanzó sin trabajo el último extremo de la centralización, y el príncipe ha podido hacer del país su fábrica y de los habitantes sus obreros.

Creo que la extrema centralización del poder político, acaba por debilitar a la sociedad y al gobierno mismo; pero no niego que una fuerza social centralizada sea capaz de ejecutar fácilmente en un tiempo dado y sobre un punto determinado, grandes empresas: esto es cierto principalmente en la guerra, cuyo buen éxito depende más bien de la facilidad de trasladar con rapidez todos los recursos a un punto señalado, que de la extensión misma de estos recursos. En la guerra, pues, es donde los pueblos sienten con más vehemencia la necesidad de aumentar las prerrogativas del poder central. Todos los genios guerreros desean la centralización porque aumenta sus fuerzas, y todos los partidarios de la centralización quieren la guerra, que obliga a las naciones a estrechar en manos del Estado todos los poderes. De esta suerte, la tendencia democrática que lleva a los hombres a multiplicar sin cesar los privilegios del Estado y a restringir los derechos de los particulares, es más rápida y continua en los pueblos democráticos, sujetos por su posición a grandes y frecuentes guerras y cuya existencia puede más fácilmente ponerse en peligro, que en todos los demás.

He dicho de qué manera el temor al desorden y el amor por el bienestar, conducían insensiblemente a los pueblos democráticos a aumentar las atribuciones del gobierno central, único poder en su opinión bastante fuerte por sí mismo, inteligente y estable, para protegerlos contra la anarquia. No tengo necesidad de añadir que todas las circunstancias particulares que tienden a hacer precario y turbulento el estado de una sociedad democrática, aumentan este instinto general, y llevan a los particulares a sacrificar su tranquilidad a todos sus derechos.

Jamás se halla un pueblo tan dispuesto a aumentar las atribuciones del poder central, como al salir de una revolución larga y sangrienta que, después de haber arrancado los bienes a sus antiguos poseedores, ha removido todas las creencias, llenando la nación de odios implacables, de intereses opuestos y de bandos contrarios.

El afán de sosiego público se hace entonces pasión ciega, y los ciudadanos están expuestos a dejarse dominar por un amor excesivo al orden.

He examinado muchos accidentes que concurren a la centralización del poder, pero todavía me falta hablar del principal.

La primera de las causas accidentales que, en un pueblo democrático pueden arrancar de manos del soberano la dirección de todos los negocios, es el origen de este mismo soberano y sus inclinaciones.

Los hombres que viven en los siglos de igualdad, quieren naturalmente el poder central y extienden con gusto sus privilegios; mas si sucede que este mismo poder representa fielmente sus intereses y reproduce con exactitud sus instintos, la confianza que pone en él casi no tiene límites, creyendo concederse a sí mismos todo lo que dan.

La atracción de los poderes administrativos hacia el centro, será siempre menos fácil y menos rápida, con reyes ligados todavía al antiguo orden aristocrático, que con príncipes nuevos, hijos de sus obras, a quienes su nacimiento, sus prejuicios y sus hábitos, parecen ligar indisolublemente a la causa de la igualdad. No quiero decir que los príncipes de origen aristocrático, que viven en los siglos de democracia, no traten de centralizar; al contrario, creo que trabajan en ello con tanto ahinco como todos los demás, pues de este lado encuentran las ventajas de la igualdad; pero les es menos fácil, porque los ciudadanos, en vez de favorecer naturalmente sus deseos, se prestan a ello con dificultad.

Por regla general, en las sociedades democráticas, será siempre la centralización tanto más grande cuanto sea menos aristocrático el soberano.

Cuando una antigua estirpe de reyes dirige una aristocracia, encontrándose las preocupaciones naturales del soberano perfectamente de acuerdo con las de los nobles, los vicios inherentes a las sociedades aristocráticas se desarrollan libremente, sin encontrar remedio alguno. Lo contrario sucede cuando el vástago de una rama feudal está colocado a la cabeza de un pueblo democrático.

El príncipe se inclina cada día, por su educación, hábitos y recuerdos, hacia los sentimientos que sugiere la igualdad de condiciones, y el pueblo tiende constantemente, por su estado social, hacia las costumbres que la igualdad hace nacer. Entonces sucede frecuentemente que los ciudadanos tratan de contener al poder central, mucho menos como tiránico que como aristocrático, y mantienen con firmeza su independencia, no sólo porque quieren ser libres, sino porque desean permanecer iguales.

Una revolución que derriba a una antigua familia de reyes, para colocar hombres nuevos a la cabeza de un pueblo democrático, puede debilitar momentáneamente al poder central; pero, por anárquica que desde luego parezca, se debe predecir con seguridad que su resultado final y necesario será extender y asegurar las prerrogativas del poder mismo.

La primera, y en cierto modo la única condición necesaria para llegar a centralizar el poder pÚblico en una sociedad democrática, es amar la igualdad o hacerlo creer. De esta suerte, se simplifica la ciencia del despotismo, tan complicada en otro tiempo; se reduce, por decirlo así, a un principio único.

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