Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo quinto de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo séptimo de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Cuarta parte

Capítulo sexto

Qué clase de despotismo deben temer las naciones democráticas

Durante mi permanencia en los Estados Unidos, observé que un estado social democrático tal como el de los norteamericanos, ofrecía una facilidad singular para el establecimiento del despotismo, y a mi regreso a Europa, vi que la mayor parte de nuestros príncipes se había servido ya de las ideas, sentimientos y necesidades que creaba este mismo estado social, para extender el círculo de su poder.

Esto me indujo a creer que las naciones cristianas acabarían quizá por sufrir alguna opresión semejante a la de muchos otros pueblos de la Antigüedad. Un examen más detallado del asunto, y cinco años de nuevas meditaciones, no han disminuido mis recelos, pero han cambiado su objeto.

Jamás se ha visto en los siglos pasados, soberano tan absoluto ni tan poderoso, que haya pretendido administrar por sí solo y sin la ayuda de los poderes secundarios, todas las partes de un gran imperio, ni lo hay tampoco que haya intentado sujetar a todos sus súbditos a una regla uniforme, ni descendidO al lado de cada uno de ellos para regirlo y conducirlo.

La idea de una empresa semejante no se había presentado jamás al espíritu humano, y si algún hombre hubiese llegado a concebirla, la insuficiencia de luces, la imperfección de los procedimientos administrativos y, sobre todo, los obstáculos naturales de la desigualdad de condiciones, lo habrían detenido bien pronto en la ejecución de tan vasto designio.

Se ve que en el tiempo del mayor poder de los Césares, los diversos pueblos que habitaban el mundo romano, conservaban costumbres y usos diferentes; aunque sujetas al mismo monarca, la mayor parte de las provincias eran administradas separadamente; abundaban en municipios poderosos y activos, y aunque todo el gobierno del Imperio estuviese concentrado en las solas manos del soberano, y quedase siempre de árbitro en todas las cosas, los pormenores de la vida social y de la existencia individual estaban libres de su intervención.

Es cierto que los emperadores poseían un poder inmenso y sin restricción, que les permitía entregarse libremente a sus más extravagantes inclinaciones y emplear en satisfacerlas toda la fuerza del Estado: abusaban con frecuencia de este poder para arrancar arbitrariamente a los ciudadanos sus bienes o su vida; su tiranía pesaba con exceso sobre algunos, pero no se extendía a un gran número y aplicándose a ciertos objetos principales, descuidaba el resto, siendo a un mismo tiempo violenta y limitada.

Creo que si el despotismo llegase a establecerse en las naciones democráticas de nuestros días, tendría diverso carácter; se extendería más, sería más benigno y desagradaría a los hombres sin atormentarlos.

No dudo que en los siglos de luces y de igualdad como los nuestros, los soberanos llegarían más fácilmente a reunir todos los poderes públicos cn sus manos y a penetrar en el círculo de intereses privados más profundamente de lo que nunca pudo hacerlo nadie en la Antigüedad. Pero esta misma igualdad que facilita el despotismo, lo atempera. Ya hemos visto que a medida que los hombres se hacen más semejantes e iguales, las costumbres son más humanas e iguales también, y cuando no hay ningún ciudadano poderoso, la tiranía carece en cierto modo de ocasión y de escenario. Siendo medianas todas las fortunas, las pasiones se contienen naturalmente, la imaginación es limitada y los placeres sencillos. Esta moderación universal suaviza al soberano mismo y contiene dentro de ciertos límites el ímpetu desordenado de sus deseos.

Independientemente de estas razones sacadas de la naturaleza misma del estado social, podría añadir otras muchas, tomadas fuera de mi estudio; mas quiero permanecer dentro de los limites que me he fijado.

Los gobiernos democráticos pueden hacerse violentos y aun crueles en momentos de efervescencia y de grandes riesgos, pero estas crisis serán siempre raras y pasajeras.

Cuando considero la mezquindad de las pasiones de los hombres de nuestros días, la molicie de sus costumbres, sus luces, la pureza de su religión, la dulzura de su moral, sus hábitos arreglados y laboriosos y su moderación casi general, tanto en el vicio como en la virtud, no temo que hallen tiranos en sus jefes, sino más bien tutores (H). Creo, pues, que la opresión de que están amenazados los pueblos democráticos no se parece a nada de lo que ha precedido en el mundo y que nuestros contemporáneos ni siquiera recordarán su imagen.

En vano busco en mí mismo una expresión que reproduzca y encierre exactamente la idea que me he formado de ella: las voces antiguas de despotismo y tiranía no le convienen. Esto es nuevo, y es preciso tratar de definirlo, puesto que no puedo darle nombre.

Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.

Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos Y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él sólo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria.

Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.

De este modo, hace cada día menos útil y más raro el uso del libre albedrío, encierra la acción de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un beneficio.

Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritUs más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante.

Siempre he creído que esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible, cuyo cuadro acabo de presentar, podría combinarse mejor de lo que se imagina con alguna de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo.

En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; síenten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía del pueblo, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido. Cada individuo sufre porque se le sujeta, porque ve que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de la cadena. En tal sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia, para nombrar un jefe y vuelven a entrar en ella.

Hoy día hay muchas personas que se acomodan fácilmente con esta especie de compromiso entre el despotismo administrativo y la soberanía del pueblo, que piensan haber garantizado bastante la libertad de los individuos, cuando la abandonan al poder nacional. Pero esto no basta, la naturaleza del jefe no es la que importa, sino la obediencia.

No negaré, sin embargo, que una constitución semejante no sea infinitamente preferible a la que, después de haber concentrado todos los poderes, los depositara en manos de un hombre o de un cuerpo irresponsable. De todas las formas que el despotismo democrático puede tomar, indudablemente ésta sería la peor.

Cuando el sóberano es electivo o está vigilado de cerca por una legislatura realmente electiva e independiente, la opresión que hace sufrir a los individuos es algunas veces más grande, pero siempre es menos degradante, porque cada ciudadano, después de que se le sujeta y reduce a la impotencia, puede todavía figurarse que al obedecer no se somete sino a sí mismo y que a cada una de sus voluntades sacrifica todas las demás.

Comprendo igualmente que, cuando el soberano representa a la nación y depende de ella, las fuerzas y los derechos que se arrancan a cada ciudadano, no sirven solamente al jefe del Estado, sino que aprovechan al Estado mismo y que los particulares obtienen algún fruto del sacrificio que han hecho al público de su independencia.

Crear una representación nacional en un país muy centralizado, es disminuir el mal que la extrema centralización puede producir, pero no es destruírlo.

Bien veo que de este modo se conserva la intervención individual en los negocios más importantes; pero se anula en los pequeños y en los particulares. Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la otra.

La sujeción en los pequeños negocios se manifiesta todos los días y se hace sentir indistintamente en todos los ciudadanos.

No los desespera, pero los embaraza sin cesar y los conduce a renunciar al uso de su voluntad; extingue así poco a poco su espíritu y enerva su alma, mientras que la obediencia debida en pequeño número de circunstancias muy graves, pero muy raras, no deja ver la servidumbre sino de tiempo en tiempo, y no la hace pesar sino sobre ciertos hombres. En vano se encargaría a estos mismos ciudadanos tan dependientes del poder central, de elegir alguna vez a los representantes de este poder; un uso tan importante, pero tan corto de su libre albedrío. no impediría que ellos perdiesen poco a poco. la facultad de pensar, de sentir y de obrar por sí mismos, y que no descendiesen así gradualmente del nivel de la humanidad.

Añado, además, que vendrían a ser bien pronto incapaces de ejercer el grande y único privilegio que les queda. Los pueblos democráticos, que han introducido la libertad en la esfera política, al mismo tiempo que aumentaban el despotismo en la esfera administrativa, han sido conducidos a singularidades bien extrañas. Si se trata de dirigir los pequeños negocios en que sólo el buen sentido puede bastar, juzgan que los ciudadanos son incapaces de ello; si es preciso conducir el gobierno de todo el Estado, confían a estos ciudadanos inmensas prerrogativas, haciéndose alternativamente los juguetes del soberano y de sus señores; más que reyes y menos que hombres. Después de haber agotado todos los diferentes sistemas de elección, sin hallar uno que les convenga, se aturden y buscan todavía, como si el mal que tratan de remediar no dependiera de la constituciÓn del país, más bien que de la del cuerpo electoral.

Es difícil, en efecto, concebir de qué manera hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a sí mismos, pudieran dirigir bien a los que deben conducir, y no se creerá nunca que un gobierno liberal, enérgico y prudente, pueda salir de los sufragios de un pueblo de esclavos.

Una constitución republicana, por un lado, y por otro ultramonárquica, me ha parecido siempre un monstruo efímero. Los vicios de los gobernantes y la imbecilidad de los gobernados, no tardarían en producir su ruina. y el pueblo, cansado de sus representantes y de sí mismo. crearía instituciones más libres o volvería pronto a doblar la cerviz ante un solo jefe (1).




Notas

(H) A menudo me he preguntado lo que sucedería si, a causa de las costumbres democráticas y del carácter inquieto del ejército, se fundase en algunas naciones de nuestros días un gobierno militar.

Creo que ese mismo gobierno no se alejaría del cuadro que he trazado en el capítulo a que se refiere esta nota, y no reproduciría los rasgos salvajes de la oligarquía militar.

Estoy convencido de que en este caso se confundirían, en cierto modo, los hábitos del empleado y los del soldado: la administración tomaría algo del espíritu militar, y el militar algunos usos de la administración civil.

El resultado sería un mando regular, claro, neto y absoluto; el pueblo presentaría la imagen del ejército y la sociedad estaría gobernada como un cuartel.

(1) No se puede decir de una manera absoluta y general, que el mayor peligro de nuestros días sea la licencia o la tiranía, la anarquía o el despotismo. Lo uno y lo otro es igualmente de temer y puede provenir de una misma causa, que es la apatía general, fruto del individualismo. Esta misma apatía hace que cuando el poder ejecutivo reúne algunas fuerzas, se halla en estado de oprimir. Ni el uno ni el otro pueden fundar nada duradero, pues lo que los hace obtener fácilmente algún éxito, impide que éste se prolongue por mucho tiempo. Se elevan porque nada se les opone, y caen porque nada los sostiene.

Es mucho más importante combatir la apatía que la anarquía o el despotismo, pues aquélla puede crear indiferentemente lo uno o lo otro.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo quinto de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo séptimo de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha