Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo segundo de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo cuarto de la cuarta parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Cuarta parte

Capítulo tercero

Los sentimientos de los pueblos democráticos están de acuerdo con sus ideas para inclinarlos a concentrar el poder

Si en los siglos de igualdad, perciben los hombres fácilmente la idea de un gran poder central, no se puede dudar de que sus hábitos y sus sentimientos los predisponen por otro lado a reconocer semejante poder y a prestarle su cooperación. Esto puede demostrarse en pocas palabras, por haber expuesto anteriormente la mayor parte de las razones en que se funda.

No teniendo los hombres que habitan los países democráticos, ni superiores, ni inferiores, ni asociados habituales y necesarios, apelan a ellos mismos y se consideran aisladamente. Tuve ya ocasión de probarlo muy extensamente, al tratar del individualismo.

Se necesitan siempre esfuerzos para arrancar a esos hombres de sus negocios particulares y ocuparlos en los comunes: su inclinación natural es abandonar este cuidado al solo representante visible y permanente de los intereses colectivos, que es el Estado.

No solamente no se complacen en ocuparse del público, sino que carecen muchas veces de tiempo para hacerlo. La vida privada es tan activa en los países democráticos, tan agitada, tan llena de deseos y de trabajos, que no le queda a cada individuo casi energía ni tiempo para la vida política.

No diré que semejantes inclinaciones no son invencibles, pues mi objeto principal al escribir este libro ha sido combatirlas. Sostengo sólo que, en nuestros días, una fuerza secreta las desenvuelve incesantemente en el corazón humano, y que basta no detenerlas para que ellas lo llenen.

Tuve igualmente ocasión de demostrar cómo el amor creciente al bienestar y la naturaleza movible de la propiedad hacían temer a los pueblos democráticos el desorden material. El amor por la tranquilidad pública es muchas veces la única pasión política que conservan estos pueblos, y se hace entre ellos más activa y más poderosa a medida que todas las demás se borran y perecen: lo cual dispone a todos los ciudadanos a dar sin cesar o a dejar tomar nuevos derechos al poder central, pareciéndoles que es el único que tiene interés y medios de preservarlos de la anarquía, defendiéndose a sí mismo.

Como en los siglos de igualdad ninguno está obligado a prestar auxilio a sus semejantes, ni nadie tiene derecho a esperarlo, todos son a la vez independientes y débiles. Estos dos estados, que no deben jamás considerarse separadamente ni confundirse, dan al ciudadano de las democracias instintos muy contrarios. Su independencia lo llena de confianza y de orgullo en el seno de sus iguales, y su debilidad le hace sentir, de tiempo en tiempo, la necesidad de un socorro extraño que no puede esperar de ninguno de ellos. porque todos son débiles e indolentes.

En esta difícil situación, vuelve naturalmente su vista hacia ese Ser inmenso que se eleva solo en medio del abatimiento universal: hacia él lo dirigen sin cesar sus necesidades y sobre todo sus deseos, y acaba por mirarlo como el único y necesario apoyo de la debilidad individual (1).

Esto hace al fin comprender lo que pasa con frecuencia en los pueblos democráticos, en donde se ven hombres que sufren pacientemente un dueño, y no pueden tolerar superiores, mostrándose a la vez soberbios y serviles.

El odio que los hombres conciben por los privilegios, se aumenta a medida que éstos se hacen más raros y menos grandes, de modo que se diría que las pasiones democráticas se encienden más, cuando encuentran menos aliento. Ya he dado la razón de este fenómeno. Por grande que sea la desigualdad, jamás se hace notar cuando todas las condiCiones son desiguales, mientras que la más pequeña disparidad choca en el seno de la uniformidad general, y su vista es más insoportable a medida que la uniformidad es más completa. Es, pues, natural, que el amor a la igualdad crezca con la igualdad misma; satisfaciéndola se desarrolla.

Este odio inmortal y cada vez más encendido de los pueblos democráticos contra los menores privilegios, favorece singularmente la concentración gradual de todos los derechos políticos en las manos del representante del Estado. Hallándose por necesidad y sin disputa el soberano sobre todos los ciudadanos, no excita la envidia de ninguno de ellos, y cada uno cree arrebatar a sus iguales todas las prerrogativas que le concede.

El hombre de los tiempos democráticos no obedece sino con una extrema repugnancia a su vecino, que es su igual; se niega a reconocer en éste luces superiores a las suyas; desconfía de su justicia y ve con envidia su poder; lo teme y lo desprecia; se complace en hacerle ver a menudo su común dependencia de un mismo dueño. Todo poder central que sigue estos instintos naturales, ama la igualdad y la favorece, porque ayuda de una manera singular la acción de un poder semejante, lo extiende y lo asegura.

Se puede decir, igualmente, que todo gobierno central adora la uniformidad, pues le evita el examen de una multitud de detalles de que debiera ocuparse, si tuviera que dar reglas a los hombres en lugar de sujetarlos a todos indistintamente bajo una misma. Por tanto, el gobierno quiere lo que los ciudadanos quieren, y aborrece naturalmente lo que ellos aborrecen. Esta conformidad de sentimientos que en las naciones democráticas une de continuo en una misma idea a cada individuo y al soberano, establece entre ellos una permanente y secreta simpatía. Se perdonan al gobierno las faltas que favorecen sus gustos; la confianza pública no lo abandona sino con pena en medio de sus excesos o de sus errores, y vuelve a él cuando la reclama. Los pueblos democráticos odian por lo común a los depositarios del poder central, pero aman siempre el poder mismo.

He llegado, pues, por dos caminos diferentes al mismo fin. Había demostrado que la igualdad sugiere a los hombres el pensamiento de un gobierno único, fuerte y uniforme; acabo de hacer ver que los inclina y aficiona a esto: hacia un gobierno tal tienden, pues, las naciones de hoy. La inclinación natural de su espíritu y de su corazón las conduce a él, y basta que no se contengan para que las consigan. Creo que en los siglos democráticos que ahora empiezan, la independencia individual y las libertades locales serán producto del arte. La centralización será el gobierno natural (G).




Notas

(1) En las sociedades democráticas, sólo el poder tiene alguna estabilidad en su base y cierta permanencia en sus empresas.

Los ciudadanos se mueven todos constantemente y se transforman: como es natural a todo gobierno extender de continuo su esfera, es muy difícil que con el tiempo no llegue a conseguirlo, pues obra con ideas fijas y una voluntad permanente sobre hombres cuya posición, deseos e ideas varían todos los días.

Aun llega a suceder frecuentemente que los ciudadanos trabajan para él sin querer. Los siglos democráticos son tiempos de ensayos, de innovaciones y de aventuras; una multitud de hombres se comprometen en una empresa difícil o nueva, que prosiguen aparte sin ser turbados por sus semejantes. Tales hombres admiten por principio general que el poder público no debe intervenir en los negocios privados; pero con excepción cada uno desea que aquél le ayude en el negocio especial que le ocupa, y trata de atraer hacia si la acción del gobierno, sobre todos los demás. Teniendo a la vez una multitud de gente esta mira particular sobre varios objetos, la esfera del poder central se extiende insensiblemente por todos lados, aunque cada uno desee por su parte restringirla.

Un gobierno democrático aumenta, pues, sus atribuciones con sólo ser durable. El tiempo trabaja por él; todos los accidentes lo favorecen; las pasiones individuales lo ayudan aun sin que él lo sepa, y se puede decir que se centraliza más, a medida que envejece la sociedad democrática.

(G) Un pueblo democrático, no solamente es conducido por su gusto a centralizar el poder, sino que las pasiones de todos los que lo dirigen lo inclinan a ello sin cesar.

Fácilmente se puede prever que casi todos los ciudadanos hábiles y ambiciosos que tiene un país democrático, trabajarán sin descanso para extender las atribuciones del poder social, porque todos esperan dirigirlo algún día. Se perdería el tiempo queriendo probar a éstos que la centralización extrema puede perjudicar al Estado, porque ellos centralizan para sí mismos.

Entre los hombres públicos de las democracias, sólo los muy desinteresados o los muy mediocres tratan de impedir la centralización del poder; pero los primeros son muy raros y los otros incapaces.

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