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LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo duodécimo

De qué manera los norteamericanos comprenden la igualdad del hombre y de la mujer

He hecho ver anteriormente, de qué modo la democracia destruía o modificaba las diversas desigualdades que la sociedad hace nacer; pero esto no basta y es preciso demostrar la influencia que ejerce sobre la gran desigualdad que se observa entre el hombre y la mujer, desigualdad que hasta ahora ha parecido tener sus fundamentos eternos en la naturaleza.

Creo que el movimiento social que coloca en el mismo nivel al hijo y al padre, al sirviente y al señor, y en general al inferior y al superior, debe elevar a la mujer y hacerla cada vez más igual al hombre.

Aquí es donde principalmente necesito ser bien comprendido, porque no hay quizá objeto alguno en que la imaginación libre y desordenada de nuestro siglo se haya abierto un campo más vasto.

Hay personas en Europa que, confundiendo los diversos atributos de los sexos, pretenden hacer del hombre y de la mujer dos seres no solamente iguales, sino semejantes; dan las mismas funciones al uno que al otro, les imponen los mismos deberes, les conceden los mismos derechos y los mezclan en todas las cosas, trabajos, placeres y negocios. Es fácil concebir que, esforzándose en igualar de este modo un sexo al otro, se degrada a ambos, y que de esta mezcla grosera de las obras de la naturaleza, no podrán nunca salir sino hombres débiles y mujeres deshonestas.

Los norteamericanos no han comprendido así la clase de igualdad democrática que puede establecerse entre el hombre y la mujer. Han pensado que, si la naturaleza había establecido una variedad tan grande entre la constitución física y moral del hombre y de la mujer, su objeto era claramente el de dar a sus diversas facultades un empleo distinto, y han creído que no consistía el progreso en obligar a hacer las mismas cosas a seres diferentes, sino en obtener que cada uno desempeñase sus obligaciones respectivas del mejor modo posible. Los norteamericanos han aplicado a los dos seres el gran principio de economía política que domina la industria en nuestros días, dividiendo cuidadosamente las funciones del hombre y de la mujer, a fin de que el gran trabajo social se ejecute mejor.

Norteamérica es el país donde se ha puesto más cuidado en señalar a los dos sexos líneas de acción completamente separadas y donde se ha procurado que ambos marchen con paso igual, pero siempre por caminos diversos. Jamás se ve a las norteamericanas dirigir los negocios exteriores de la familia, arreglar ningún asunto, ni mezclarse en cosas políticas; tampoco se las obliga a dedicarse a los duros trabajos del cultivo de la tierra, ni a ninguno de los penosos ejercicios que requieren la fuerza física, y no hay familia, por pobre que sea, que haga excepción de esta regla. Si bien es cierto que la norteamericana no puede separarse del círculo apacible de las ocupaciones domésticas, no lo es menos que jamás se ve obligada a salir de él.

He aquí por qué las norteamericanas, mostrando frecuentemente una razón vigorosa y una energía varonil, conservan por lo general la apariencia muy delicada, y se mantienen siempre como mujeres por sus maneras, aunque se muestren algunas veces como hombres por el espíritu y el corazón.

Tampoco han imaginado nunca los norteamericanos, que los principios democráticos trastornen el poder marital e introduzcan en la familia la confusión de las autoridades; creen que para obrar con energía, toda asociación debe tener un jefe y que el jefe natural de la asociación conyugal es el hombre. No rehusan, pues, a éste el derecho de dirigir a su compañera y piensan que en la pequeña sociedad del marido y la mujer, así como en la gran sociedad política, el objeto de la democracia es determinar y legitimar los poderes necesarios y no destruirlos todos. Esta opinión no es particular a un sexo y combatida por el otro.

No he visto que las norteamericanas consideren la autoridad conyugal como una usurpación de sus derechos, ni que crean humillarse sometiéndose a ella. Por el contrario, me ha parecido que tenían una especie de satisfacción en el libre abandono de su voluntad, y que tenían a gala someterse al yugo por sí mismas y no sustraerse a él. Éste es al menos el sentimiento que expresan las más virtuosas; las otras callan y jamás se oye en los Estados Unidos que ninguna esposa adúltera reclame ruidosamente los derechos de la mujer, hollando sus más santos deberes.

Se observa con frecuencia en Europa cierto desprecio en medio de las lisonjas que los hombres prodigan a las mujeres y, aunque el europeo se haga muchas veces esclavo de la mujer, se sabe que no la considera nunca sinceramente como su igual.

En los Estados Unidos no se adula a las mujeres, pero siempre se hace ver que se las estima.

Los norteamericanos muestran sin cesar una entera confianza en el buen juicio de su compañera y un respeto profundo por su libertad. Piensan que su entendimiento es tan capaz como el del hombre para descubrir la verdad y su corazón bastante firme para seguirla, y nunca han pretendido poner la virtud del uno por encima de la del otro, al abrigo de los prejuicios de la ignorancia o del temor.

En Europa, donde se someten los hombres tan fácilmente al despótico imperio de las mujeres, se les rehusan a éstas, sin embargo, algunos de los más grandes atributos de la especie humana y se las considera como seres llenos de atractivos e incompletos; pero lo más extraño es que estas mismas mujeres acaban por considerarse así, y no están muy lejos de mirar como un privilegio la facultad que tienen de mostrarse frívolas, débiles y temerosas. Las norteamericanas no reclaman nunca semejantes derechos.

Diríase también que, en materia de costumbres, nosotros hemos concedido al hombre una especie de inmunidad particular, de suerte que la virtud ha de practicarse de diferente modo por el marido que por la mujer y que, según la opinión pública, el mismo acto puede ser alternativamente un crimen o sólo una falta.

Los norteamericanos no conocen esa inicua distinción de deberes y de derechos, y entre ellos el seductor queda tan deshonrado como su víctima.

Es verdad que los norteamericanos muestran muy raras veces a las mujeres esas atenciones lisónjeras y solícitas de que se las rodea en Europa; pero dejan ver siempre por su conducta que las suponen virtuosas y delicadas, y respetan tanto su libertad moral, que tienen gran cuidado de no emplear en su presencia un lenguaje que pueda ofenderlas. En Norteamérica, una joven soltera emprende sola y sin recelo alguno, un largo viaje.

Aunque los legisladores de los Estados Unidos han suavizado casi todas las disposiciones del código penal, castigan con pena de muerte el estupro, y no hay crimen que la opinión pública persiga con una actividad más severa e inexorable.

Esto se concibe fácilmente: los norteamericanos no encuentran nada más precioso que el honor de una mujer, ni nada tan respetable como su independencia; por lo mismo juzgan que no hay penas bastante severas para castigar a los que se los arrebatan por la fuerza.

En Francia, donde se castiga este crimen con penas mucho más suaves, es casi siempre muy difícil encontrar un jurado que condene. ¿Será esto por desprecio al pudor o por desprecio a la mujer? No puedo menos que creer que es lo uno y lo otro.

Los norteamericanos no creen que el hombre y la mujer deban o tengan derecho a hacer las mismas cosas; pero respetan igualmente el lugar que ocupa cada uno de ellos en la sociedad, y los consideran como seres cuya importancia es igual, aunque su destino sea diferente. No dan al valor de la mujer la misma firma ni el mismo empleo que al del hombre, pero tampoco dudan nunca de él, y si creen que el hombre y la mujer no deben emplear siempre su inteligencia y su razón del mismo modo, juzgan al menos que la razón de la una es tan firme como la del otro y su inteligencia igualmente clara.

Los norteamericanos, que han dejado subsistir en la sociedad la inferioridad de la mujer, la han elevado con todo su poder en el mundo intelectual y moral al nivel del hombre, y en esto me parece que han comprendido perfectamente la noción verdadera del progreso democrático.

En cuanto a mí, no olvidaré decir que, aunque en los Estados Unidos no salga la mujer del círculo doméstico y en ciertos respectos sea muy dependiente, en ninguna parte su posición me ha parecido más elevada, y si ahora que me aproximo al fin de este libro, en que he mostrado tantas cosas importantes hechas por los norteamericanos, me preguntan a qué se debe atribuir el progreso singular y la fuerza y prosperidad crecientes de este pueblo, respondería sin vacilar que a la superioridad de sus mujeres.

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