Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo duodécimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

Capítulo undécimo

De qué manera la igualdad de condiciones contribuye a mantener las buenas costumbres en Norteamérica

Algunos filósofos e historiadores han dicho o dado a entender, que las mujeres eran más o menos severas en sus costumbres, según la mayor o menor distancia en que se hallaban del ecuador. Esto es salir de apuros sin gran dificultad, y para tal cálculo bastaría una esfera y un compás para resolver al instante uno de los más difíciles problemas que presenta la humanidad. (C).

Yo no veo que esta doctrina materialista se halle robustecida por los hechos.

Las mismas naciones han aparecido en diferentes épocas de su historia, castas o disolutas, y la regularidad o el desorden de sus costumbres dependían de algunas causas variables y no de la naturaleza del país, que siempre era la misma.

No negaré que en ciertos climas, las pasiones que nacen del atractivo recíproco de los sexos, sean particularmente ardientes; pero creo que este ardor natural puede siempre excitarse o contenerse por el estado social y las instituciones políticas.

Aunque los viajeros que han visitado la América del Norte, difieran entre sí sobre varios puntos, todos convienen en que las costumbres son más severas que en cualquier otra parte.

También es evidente que, sobre este punto, los norteamericanos son muy superiores a sus padres los ingleses; una mirada superficial sobre las dos naciones, basta para convencerse de esta verdad.

En Inglaterra, como en todos los demás países de Europa, la malignidad pública se ejerce instantáneamente sobre la debilidad de la mujer. Los filósofos y los hombres de Estado se quejan de que las costumbres se hallen tan corrompidas, y la literatura lo hace suponer así todos los días.

En Norteamérica, todos los libros, sin exceptuar las novelas, suponen castas a las mujeres, y nadie refiere allí aventuras galantes.

Esa gran regularidad de las costumbres norteamericanas depende sin duda, en parte, del país, de la raza y de la religión, pero no bastan todavía para explicarla y es preciso recurrir a alguna razón particular.

Esa razón me parece ser la igualdad y las instituciones que de ella emanan.

La igualdad de condiciones no produce por sí sola la regularidad de las costumbres; pero no se puede dudar que la facilita y la aumenta.

En los pueblos aristocráticos, el nacimiento y la fortuna hacen frecuentemente del hombre y de la mujer, dos seres tan diversos, que jamás pueden llegar a unirse, y si las pasiones los acercan, el estado social y las ideas que él sugiere les impiden ligarse de un modo permanente y ostensible. De esto resulta necesariamente un gran número de uniones clandestinas y pasajeras, porque la naturaleza se indemniza secretamente de la estrechez que le imponen las leyes. No sucede así cuando la igualdad de condiciones ha destruido totalmente las barreras imaginarias o reales que separan al hombre de la mujer: entonces no hay joven que no espere llegar a ser la esposa del que la prefiere, lo cual hace muy difícil el desorden de las costumbres antes del matrimonio; pues, cualquiera que sea la credulidad de las pasiones, no hay medio de persuadir a una mujer de que se la ama, cuando siendo uno libre de casarse no lo verifica.

Esta misma causa influye, aunque de modo menos directo, en el matrimonio.

Nada es más adecuado para legitimar el amor ilegítimo a los ojos mismos de los que lo practican, o de la muchedumbre que lo contempla, como las uniones forzadas o hechas al azar (1).

En un país donde la mujer ejerce siempre libremente el derecho de elegir, y en donde la educación la ha puesto en estado de elegir bien, es preciso que la opinión sea inexorable con sus faltas, y de esto nace en parte el rigorismo de los norteamericanos. Consideran el matrimonio como un contrato oneroso, pero cuyas cláusulas deben, sin embargo, cumplirse porque han podido conocerse todas con anticipación y se ha gozado de la completa libertad de no comprometerse a nada.

Todo lo que hace más obligatoria la fidelidad, la hace del mismo modo más fácil.

En los países aristocráticos, el matrimonio tiene más por objeto unir bienes que personas, y así sucede muchas veces que al marido lo sacan de la escuela para casarlo, y a la mujer del lado de la nodriza; no parece, pues, extraño que el lazo conyugal que retiene unidas las fortunas de los dos esposos, deje sus corazones vagar a la ventura; esto se desprende naturalmente del espíritu del contrato.

Cuando, al contrario, cada uno elige por sí mismo a su compañera, sin que nadie lo violente ni lo dirija, la semejanza de gustos y de ideas une al hombre y a la mujer, y los retiene y los consolida uno al lado del otro.

Nuestros padres habían concebido una idea muy singular en relación con el matrimonio.

Observando que el pequeño número de matrimonios de atracción que se hacían en su tiempo, tenía casi siempre un final funesto, dedujeron de un modo absoluto que, en materia semejante, era muy peligroso consultar al propio corazón, y les parecía obrar con más acierto siguiendo sólo la casualidad, que eligiendo libremente.

No era muy difícil, sin embargo, conocer que los ejemplos que tenían a la vista no probaban nada en favor de su opinión.

En primer lugar, observaré que si los pueblos democráticos conceden a las mujeres el derecho de elegir libremente su marido, les suministran con anticipación las luces que su espíritu puede necesitar, y la fuerza suficiente a su voluntad para una elección semejante; mientras que las jóvenes que en los pueblos aristocráticos escapan furtivamente de la voluntad paterna, para echarse en los brazos de un hombre que no han tenido tiempo de conocer, ni capacidad de juzgar, carecen de todas estas garantías. No debe sorprender que hagan mal uso de su libre albedrío la primera vez que lo ponen en práctica, ni que cometan grandes desaciertos, cuando sin haber recibido la educación democrática, quieren seguir en el matrimonio las costumbres de la democracia.

Pero hay más todavía.

Cuando un hombre y una mujer quieren unirse a través de todas las desigualdades del estado social aristocrático, tienen siempre que vencer grandes obstáculos, pues además de desatar o romper los lazos de la obediencia filial, deben escapar por un esfuerzo extraordinario de la costumbre y de la tiranía de la opinión; cuando en fin, han terminado esta dura empresa, se encuentran como extranjeros en medio de sus amigos naturales y de sus allegados, porque la preocupación que han vencido los separa totalmente de ellos. Semejante situación no tarda en humillar su energía, viniendo a agraviar sus corazones.

Si esposos unidos de esta manera son desde luego desgraciados, y después culpables, no se debe atribuir a que se hayan escogido libremente, sino más bien a que viven en una sociedad que no admite semejante elección.

Por otra parte, no debe olvidarse que el mismo esfuerzo que hace salir violentamente a un hombre de un error común, lo conduce casi siempre fuera de la razón; que para declarar la guerra, aunque sea legítima, a las ideas de su siglo y de su país, es preciso tener en el ánimo cierta disposición violenta y arriesgada, y personas de este carácter, cualquiera que sea la dirección que tomen, se hacen raras veces virtuosas y felices. Esto es, dicho sea de paso, lo que explica por qué en las revoluciones más santas y necesarias, se encuentra tan pocos hombres moderados y honrados.

Nada tiene de extraño ni de sorprendente que, en un siglo aristocrático, se decida un hombre a no tener en cuenta para la unión conyugal más que su opinión particular y su gusto, y que en seguida se introduzca en su familia el desorden y la miseria. Pero, cuando este mismo modo de obrar sigue el orden natural y ordinario de las cosas; cuando el estado social lo facilita, el poder paternal se presta a ello y la opinión pública lo preconiza, no debe dudarse de que la paz interior de las familias será más duradera y la fe conyugal mejor conservada.

Casi todos los hombres de las democracias siguen una carrera política o ejercen una profesión y, por otro lado, la mediocridad de fortuna obliga a la mujer a encerrarse diariamente en su habitación, para dirigir por sí misma y bien de cerca los detalles de la administración doméstica.

Todos estos trabajos distintos y precisos, son otras tantas barreras naturales que, separando a los sexos, hacen la solicitud del uno más rara y menoz eficaz y la resistencia del otro más fácil.

La igualdad de condiciones, si bien no puede nunca hacer al hombre casto, al menos da al desorden de las costumbres un carácter menos peligroso, pues como nadie tiene entonces tiempo ni ocasión de atacar las virtudes que quieren defenderse, se ve a un mismo tiempo un gran número de rameras y una multitud de personas honradas.

Semejante estado de cosas produce, en verdad, miserias individuales muy deplorables; pero no impide que el cuerpo social esté siempre fuerte y bien dispuesto, pues no destruye los lazos de familia ni enerva las costumbres nácionales. Lo que pone en peligro la sociedad, no es la gran corrupción de algunos individuos, sino la relajación de todos, y a los ojos del legislador la prostitución es menos temible que la galantería.

Esta vida agitada y tumultuosa que la igualdad da a los hombres, no solamente los aparta del amor, quitándoles el tiempo de entregarse a él, sino que todavía los aleja por camino más secreto, pero más seguro.

Todos los hombres que viven en los tiempos democráticos, contraen más o menos los hábitos intelectuales de las clases industriales y comerciantes; su espíritu toma un giro serio, especulador y positivo, que se desvía voluntariamente de lo ideal, para dirigirse hacia algún fin visible y próximo, que sé presenta como el objeto natural y necesario de sus deseos. La igualdad no destruye por eso la imaginación, pero la limita tanto que apenas la permite elevarse.

Nadie es menos soñador que los ciudadanos de una democracia, y se ven pocos que quieran abandonarse a esas contemplaciones ociosas y solitarias que preceden ordinariamente y producen las grandes agitaciones del corazón: tienen, en cambio, mucho interés en procurarse esa especie de afección profunda, regular y pacífica que constituye el encanto y la seguridad de la vida; pero no buscan con empeño las conmociones violentas y caprichosas que la turban y abrevian.

Sé que lo que precede, no es aplicable más que a Norteamérica y por ahora no puede extenderse de una manera general a Europa.

Hace medio siglo que las leyes y los hábitos impelen con singular energía a muchos pueblos europeos hacia la democracia, y no se ve que en ellos las relaciones del hombre y de la mujer se hayan hecho más regulares y castas, advirtiéndose lo contrario en muchos puntos. Ciertas clases se hallan mejor reguladas, pero la moralidad general parece menos severa. Y no temo decirlo, pues me hallo más dispuesto a lisonjear a mis contemporáneos que a vituperarlos.

Este espectáculo debe afligir, pero no sorprender. La venturosa influencia que un estado social democrático puede ejercer sobre la regularidad de los hábitos, es uno de esos hechos que no pueden descubrirse sino a la larga. Si la igualdad de condiciones es favorable a las buenas costumbres, el trabajo social que hace iguales las condiciones, les es funesto.

Hace cincuenta años que Francia se está transformando, y nosotros apenas hemos tenido libertad, mas siempre desorden. En medio de esta confusión universal de ideas y del sacudimiento o alteración general de las opiniones, entre esta mezcla incoherente de lo justo y de lo injusto, de lo verdadero y de lo falso, del hecho y del derecho, la virtud pública ha llegado a ser incierta y dudosa, y la moral privada, vacilante.

Todas las revoluciones, cualesquiera que hayan sido sus agentes y su objeto, han producido al principio efectos semejantes, y hasta las que han concluido por hacer más rígidas las costumbres, han empezado por relajarlas.

Los desórdenes que frecuentemente presenciamos no me parecen un hecho duradero, y así lo anuncian ya varios indicios importantes.

No hay nada más miserable y corrompido que una aristocracia que conserva sus riquezas, perdiendo su poder y que, reducida a goces vulgares, tiene todavía muchos ocios. Desapareciendo entonces las pasiones enérgicas y los grandes pensamientos que la habían animado en otro tiempo, no se encuentra más que una gran cantidad de pequeños vicios roedores, que se pegan a ella como los gusanos a un cadáver.

Nadie puede negar que la aristocracia francesa del último siglo fue muy relajada, mientras que los antiguos hábitos y creencias mantenían aún el respeto de las costumbres en las demás clases.

Cualquiera convendrá sin dificultad en que actualmente se muestra cierta severidad de principios en los restos de esa misma aristocracia, al paso que el desorden de las costumbres ha parecido extenderse en las clases medias e inferiores de la sociedad; de suerte que las mismas familias que se presentaban hace cincuenta años como más relajadas y libres son ahora las más ejemplares, y la democracia parece no haber moralizado sino a las clases aristocráticas.

Dividiendo la revolución la fortuna de los nobles, forzándoles a ocuparse constantemente de sus negocios y de sus familias, encerrándolos con sus hijos bajo el mismo techo, y dando, en fin, a sus ideas un giro más razonable y más grave, les ha sugerido, sin que ellos mismos lo descubran, el respeto a las creencias religiosas, el amor al orden, a los goces pacíficos, a las satisfacciones y placeres domésticos y al bienestar, mientras que el resto de la nación, que naturalmente tenía estos gustos, se veía arrastrado hacia el desorden por el esfuerzo mismo que era preciso hacer para trastornar las leyes y las costumbres políticas.

La antigua aristocracia francesa ha sufrido las consecuencias de la Revolución, y no se ha resentido de las pasiones revolucionarias ni participa del movimiento anárquico que la ha producido; y es fácil concebir que experimenta en sus costumbres la influencia saludable de esta Revolución, antes que los mismos que la hicieron.

PermÍtaseme decir que, aunque a primera vista sorprenda, en nuestros días las clases más antidemocráticas de la nación son las que muestran mejor la especie de moralidad que razonablemente debemos esperar de la democracia.

No puedo dejar de creer que, cuando nosotros hayamos obtenido todos los efectos de la revolución democrática, después de desembarazamos del tumulto que ha creado, lo que no es hoy verdadero sino respecto a algunos, lo será poco a poco a todos.




Notas

(C) No es la igualdad de condiciones la que hace a los hombres inmorales e irreligiosos; pero, cuando tienen estas inclinaciones, y al mismo tiempo son iguales, los efectos de la inmoralidad y de la irreligión se producen fácilmente, pues los hombres tienen poca acción los unos sobre los otros, y no hay clase que pueda encargarse del buen orden de la sociedad. La igualdad no crea jamás la corrupción de las costumbres, pero algunas veces la deja surgir.

(1) Para convencerse de esta verdad, basta leer con atención las diversas literaturas de Europa.

Cuando un europeo quiere pintar en sus ficciones algunas de las grandes catástrofes que se presentan frecuentemente entre nosotros en el seno del matrimonio, cuida de antemano de excitar la compasión del lector, representándole seres mal avenidos o forzados. Aunque una larga tolerancia haya relajado hace mucho tiempo nuestras costumbres, sería dificil interesarnos en las desgracias de esos personajes, si no se empezase por excusar su falta. Este artificio tiene, por lo regular, un buen éxito, pues la contemplación de lo que pasa todos los días nos prepara a la indulgencia.

Los escritores norteamericanos no podrían hacer verosímiles semejantes excusas; como sus leyes y sus costumbres no se prestan a considerar el desorden estimable, optan por no representarlo nunca. A esta causa es preciso atribuir, en parte, el corto número de novelas que se publican en los Estados Unidos.

Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo duodécimo de la tercera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha