Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo octavo de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo vigésimo de la segunda parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

Capítulo décimo noveno

Lo que inclina a casi todos los norteamericanos a las profesiones industriales

Creo que, de todas las artes útiles, la agricultura es la que hace menos progresos en las naciones democráticas, y aun podría decirse que es estacionaria, porque muchas otras parecen correr en su adelanto.

Por el contrario, casi todos los gustos y hábitos que nacen de la igualdad, conducen naturalmente a los hombres hacia el comercio y la industria.

Figurémonos un hombre activo, ilustrado, libre, con comodidades y lleno de deseos. Este hombre, demasiado pobre para vivir ocioso y bastante rico para no temer hallarse en la necesidad, se ocupa en mejorar su suerte. Como ha concebido el placer de los goces materiales y ve a otros muchos que se abandonan a esos gustos, ha empezado a entregarse a ellos y se consume, tratando de aumentar los medios de satisfacerlos todavía más. Sin embargo, la vida pasa y el tiempo apremia. ¿Qué va a hacer?

El cultivo de la tierra promete a sus esfuerzos resultados ciertos, pero lentos, y nadie se enriquece por este medio, sino poco a poco y con dificultad. La agricultura no conviene sino a los ricos que tienen ya un gran sobrante o a los pobres que no aspiran más que a vivir. La resolución está tomada: vende sus tierras, deja su habitación y se dedica a cualquier otra carrera arriesgada, pero lucrativa.

Ahora bien, las sociedades democráticas abundan en gente de esta especie, que crecen a medida que la igualdad de condiciones aumenta.

No solamente multiplica la democracia el número de trabajadores, sino que los inclina más bien a un trabajo que a otro, y mientras les hace odiar la agricultura, los dirige hacia el comercio y la industria (1).

Ese espíritu se deja ver hasta en los ciudadanos más ricos.

En los países democráticos, por opulento que se suponga a un hombre, está siempre descontento de su fortuna, porque se encuentra menos rico que su padre y teme que sus hijos lo sean todavía menos que él. La mayor parte de los ricos de las democracias piensan sin cesar en los medios de adquirir riquezas y vuelven naturalmente su visita hacia el comercio y la industria, que les parecen los medios más prontos y seguros de procurárselas. Participan en esto de los sentimientos del pobre sin tener sus necesidades o más bien se hallan impelidos por la más imperiosa necesidad: la de no venir a menos.

En las aristocracias, los ricos son al mismo tiempo los que gobiernan. La atención que prestan constantemente a los grandes negocios públicos, los separa de los pequeños cuidados que exigen el comercio y la industria. Sin embargo, si la voluntad de alguno de ellos se dirige por casualidad hacia el negocio, la del cuerpo viene presto a estorbarle el paso; por más que se levante contra el imperio del número, nunca escapa de su yugo, y en el seno mismo de los cuerpos aristocráticos que se niegan tan obstinadamente a reconocer los derechos de la mayoría nacional, se forma una particular que gobierna (A).

En los países democráticos, donde el dinero no sirve para conducir al poder al que lo posee y más bien lo separa de él frecuentemente, los ricos no saben qué hacer en sus ocios. La inquietud y la grandeza de sus deseos, la extensión de sus recursos, el gusto por lo extraordinario que experimentan casi siempre los que se elevan de cualquier manera que sea sobre la multitud, los apresura siempre a obrar, y sólo encuentran abierta la ruta del comercio. En las democracias no hay nada más grande ni más brillante que el comercio: atrae las miradas del público, llena la imaginación de la multitud y hacia él se dirigen todas las pasiones enérgicas. Nada puede impedir a los ricos entregarse al comercio, ni sus propias ocupaciones, ni las de ningún otro. Los ricos de las democracias no forman nunca un cuerpo que tenga costumbres y orden especiales; las ideas propias de su clase no los detienen y las generales de su país los impelen. Como, por otra parte, las grandes fortunas que se ven en el seno de un pueblo democrático han tenido casi siempre un origen comercial, es necesario que se sucedan muchas generaciones antes de que sus poseedores hayan perdido enteramente el hábito de los negocios.

Los ricos de las democracias, reducidos al estrecho espacio que la política les permite, se lanzan por todas partes al comercio, porque en él pueden extenderse y usar sus ventajas naturales; en cierto modo, por la audacia misma y la grandeza de sus empresas industriales, se debe juzgar el poco caso que habrían hecho de la industria si hubieran nacido en el seno de una aristocracia.

La misma observación es aplicable a todos los hombres de las democracias, sean pobres o ricos.

Los que viven en medio de la inestabilidad democrática tienen incesantemente ante los ojos la imagen de la casualidad y acaban por amar todas las empresas en que ésta figura. Se inclinan todos al comercio, no solamente por el lucro que promete, sino por amar todas las empresas en que ésta figura.

Hace solamente medio siglo que los Estados Unidos de América salieron de la dependencia colonial en que los tenía Inglaterra; por eso, el número de las grandes fortunas es muy reducido y los capitales todavía escasos. Sin embargo, no hay pueblo sobre la Tierra que haga progresos tan rápidos en la industria y en el comercio como los norteamericanos; hoy forman la segunda nación marítima del mundo, y aunque sus manufacturas tengan que luchar contra obstáculos naturales casi insuperables, no dejan de desarrollarse diariamente.

Las más grandes empresas industriales se llevan a cabo sin dificultad en los Estados U nidos, porque la población entera se mezcla con la industria, y el más pobre, lo mismo que el ciudadano más opulento, unen con gusto sus esfuerzos para ese fin. Es admirable, sin duda, ver los trabajos inmensos que ejecuta cada día sin dificultad una nación en donde, por decirlo así, no hay ningún rico.

Los norteamericanos llegaron ayer al suelo que habitan y han trastornado ya el orden de la naturaleza en su provecho. Han unido el Hudson al Misisipí; lograron comunicar el Océano Atlántico con el Golfo de México, atravesando más de quinientas leguas de continente que separan estos dos mares, y hoy, los más grandes ferrocarriles que existen se hallan en Norteamérica.

Pero lo que más llama la atención en los Estados Unidos, no es la grandeza extraordinaria de algunas empresas industriales, sino la cantidad innumerable de las pequeñas.

Casi todos los cultivadores de los Estados Unidos han agregado alguna clase de comercio a la agricultura, y la mayor parte han hecho de la agricultura un comercio. Es raro que un cultivador norteamericano se fije siempre en el suelo que ocupa. En las nuevas provincias del Oeste, principalmente, se desmonta un campo para venderlo después y no para cultivarlo; se construye una granja con la esperanza de que cambiando pronto el estado del país por el continuo aumento de la población, se podrá obtener un buen precio por ella.

Todos los años baja un número considerable de habitantes del Norte hacia el Mediodía y va a establecerse a las comarcas donde se cultiva el algodón y la caña de azúcar. Esos hombres labran la tierra con objeto de hacerla producir en pocos años lo bastante para enriquecerse, y entrevén ya el momento en que podrán volverse a su patria a gozar de la comodidad así adquirida. Los norteamericanos extienden a la agricultura el espíritu de los negocios y sus pasiones industriales se muestran allí como en cualquiera otra parte.

Los norteamericanos hacen inmensos progresos en la industria, porque se ocupan todos a la vez de ella, y por esa misma causa están sujetos a crisis industriales inesperadas y formidables.

Como todos se ocupan del comercio, éste se halla sujeto a influencias tan numerosas y complicadas, que es imposible prever las dificultades que pueden nacer y como cada uno se mezcla más o menos en la industria, al menor choque que los negocios experimenten, todas las fortunas particulares flaquean al mismo tiempo y el Estado vacila.

Creo que la reproducción de las crisis industriales es una enfermedad endémica en las naciones democráticas de nuestros días, y aunque se la puede hacer menos peligrosa, no será fácil curarla, porque no depende de un accidente, sino del temperamento mismo de esos pueblos.




Notas

(1) Muchas veces se ha observado que los comerciantes y los hombres dedicados a la industria tienen un gusto inmoderado por los goces materiales, acusándose de esto al comercio y a la industria; pero yo creo que se ha tomado el efecto por la causa. No son ciertamente el comercio ni la industria los que sugieren a los hombres el gusto por los goces materiales, sino más bien este mismo gusto es el que los conduce hacia las profesiones comerciales e industriales, porque esperan satisfacerlo en ellas más pronto y más cumplidamente.

Si el comercio y la industria contribuyen a aumentar el deseo del bienestar, esto proviene de que toda pasión se fortifica a medida que el hombre se ocupa de ella, y crece con los esfuerzos que se hacen para satisfacerla.

Todas las causas que hacen predominar en el corazón humano el amor a los bienes de este mundo, desarrollan el comercio y la industria. La igualdad es una de ellas; favorece el comercio, no directamente dando a los hombres el gusto por los negocios, sino indirectamente, fortificando y generalizando en sus almas el amor al bienestar.

(A) Hay, sin embargo, aristocracias que han hecho con ardor el comercio, y cultivado con éxito la industria. La historia del mundo nos presenta varios brillantes ejemplos de esto; mas, en general, debe decirse que la aristocracia no favorece el desarrollo de la industria y el comercio, y que sólo las aristocracias del dinero hacen la excepción de esta regla.

En ellas son siempre indispensables las riquezas para satisfacer los deseos. El amor a las riquezas viene a ser, por decirlo así, el gran camino de las pasiones humanas. Todos los demás se acercan a él o lo atraviesan.

La afición al dinero y la sed de consideración y de poder se confunden entonces de tal modo en las mismas almas, que es dificil distinguir si los hombres son codiciosos por ambición, o si son ambiciosos por codicia. Esto es lo que sucede en Inglaterra, donde se quiere ser rico para llegar a los honores, y se desean los honores como manifestación de la riqueza. El espiritu humano está entonces ocupado por todos los extremos y arrastrado hacia la industria y el comercio, que son los caminos más cortos que conducen a la opulencia.

Por lo demás, esto me parece un hecho excepcional y transitorio. Cuando la riqueza llega a ser la única señal de la aristocracia, es dificil que los ricos se mantengan solos en el poder y que excluyan a todos los demás.

La aristocracia de nacimiento y la democracia pura, se hallan colocadas a los dos extremos del estado social y político de las naciones; la aristocracia del dinero se encuentra en medio. Se acerca a la aristocracia del nacimiento, por los grandes privilegios que confiere a un pequeño número de ciudadanos y participa de la democracia, porque estos mismos privilegios pueden adquirirse sucesivamente por todos; de manera que forma como una transición natural entre estas dos cosas, y no puede decirse si termina el reinado de las instituciones aristocráticas, o abre ya la nueva era de la democracia.

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