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LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo cuarto

El principio de la soberanía del pueblo en los Estados Unidos

Domina a toda la sociedad norteamericana - Aplicación que los norteamericanos hacían de este principio antes de su revolución - Desarrollo que le dio dicha revolución - Reducción gradual e irresistible del censo.




Cuando se quiere hablar de las leyes políticas de los Estados Unidos, hay que comenzar siempre por el dogma de la soberanía del pueblo.

El principio de esa soberanía, que se encuentra siempre más o menos en el fondo de casi todas las instituciones humanas, permanece en ellas de ordinario como sepultado. Se le obedece sin reconocerle, o si a veces acontece que aparece claramente, apresúranse al punto a volverlo a sepultar en las tinieblas del santuario.

La voluntad nacional es una de las palabras de las que los intrigantes de todos los tiempos y los déspotas de todas las edades han abusado más. Los unos vieron en ella la expresión de los sufragios comprados por algunos agentes del poder y los otros en los votos de una minoría interesada o temerosa. Hasta hay quienes la han encontrado ya formulada en el silencio de los pueblos, pensando que del hecho de la obediencia nacía para ellos el derecho del mando.

En Norteamérica, el principio de la soberanía del pueblo no está oculto ni es estéril como en algunas naciones: Es reconocido por las costumbres, proclamado por las leyes, se extiende con la libertad y alcanza sin obstáculos sus últimas consecuencias.

Si hay algún país en el mundo en el que se pueda apreciar en su justo valor el dogma de la soberanía del pueblo, estudiarlo en su aplicación a los negocios públicos y juzgar sus ventajas y sus peligros, ese país es sin duda Norteamérica.

He dicho anteriormente que, desde el origen, el principio de la soberanía del pueblo había sido el principio generador de la mayor parte de las colonias inglesas de Norteamérica.

Sin embargo, no llegó a dominar ni con mucho el gobierno de la sociedad como lo hace en nuestros días.

Dos obstáculos, uno exterior, interior el otro, retrasaban su marcha invasora.

No podía mostrarse ostensiblemente a plena luz en el seno de las leyes, puesto que las colonias estaban todavía constreñidas a obedecer a la metrópoli. Se veía reducido a ocultarse en las asambleas provinciales y sobre todo en la comuna. Alli se propagaba en secreto.

La sociedad norteamericana de entonces no estaba todavía preparada para adoptarla con todas sus consecuencias. Los destellos de la cultura en la Nueva Inglaterra y las riquezas al sur del Hudson, ejercieron durante largo tiempo, como lo hice ver en el capítulo que precede, una especie de influencia aristocrática que tendía a concentrar en pocas manos el ejercicio de los poderes sociales. Faltaba mucho todavía para que todos los funcionarios fuesen electivos y todos los ciudadanos electores. El derecho electoral estaba encerrado en ciertos límites y subordinado a la existencia de un censo. Ese censo era muy débil en el Norte y más considerable en el Sur.

La revolución de Norteamérica estalló. El dogma de la soberanía del pueblo salió de la comuna y se apoderó del gobierno. Todas las clases sociales se comprometieron por su causa; se combatió y se triunfó en su nombre; llegó a ser la ley entre las leyes.

Un cambio casi tan rápido se efectuó en el interior de la sociedad. La ley de sucesiones acabó de romper las influencias locales.

En el momento en que este efecto de las leyes y de la revolución comenzó a revelarse ante todos, la victoria se había ya pronunciado irrevocablemente en favor de la democracia. El poder estaba, de hecho, en sus manos. Ni siquiera era permitido luchar ya, contra ella. Las clases elevadas se sometieron sin murmurar y sin prestar combate a un mal ya inevitable. Les sucedió lo que acontece de ordinario a los poderes que caen: el egoísmo individual se apoderó de sus miembros; como no se podía arrancar ya la fuerza de manos del pueblo no se detestaba lo suficiente a la multitud para sentir placer en provocarla, no se pensó sino en ganar su benevolencia a cualquier precio. Las leyes más democráticas fueron votadas a porfía por los hombres cuyos intereses más lesionaban. De esta manera, las clases elevadas no excitaron contra ellas las pasiones populares; pero contribuyeron a precipitar el triunfo del orden nuevo. Así, ¡cosa singular!, fue como se vio el impulso democrático más avasallador en los Estados donde la aristocracia tenía mejores raíces.

El Estado de Maryland, que había sido fundado por grandes señores, proclamó primero el voto universal (1), e introdujo en el conjunto de su gobierno las formas más democráticas.

Cuando un pueblo comienza a intervenir en el censo electoral, se puede prever que llegará, en un plazo más o menos largo, a hacerlo desaparecer completamente. Ésta es una de las reglas más invariables que rigen a las sociedades. A medida que se hace retroceder el límite de los derechos electorales, se siente la necesidad de hacerlos retroceder más todavía; porque, después de cada concesión nueva, las fuerzas de la democracia aumentan y sus exigencias crecen con su nuevo poder. La ambición de aquellos que se deja fuera del censo se irrita en proporción a los que se encuentran dentro. La excepción hácese al fin la regla; las concesiones se deducen sin interrupción, y no se detienen hasta que se ha llegado al sufragio universal.

En nuestros días, el principio de la soberanía del pueblo ha tomado en los Estados Unidos todos los desarrollos prácticos que la imaginación puede concebir. Se halla desligado de todas las ficciones de que se ha tenido buen cuidado de rodearlo en otras partes. Se le ve revestirse sucesivamente de todas las formas, según la necesidad de los casos. Unas veces el pueblo en masa hace las leyes como en Atenas; otras los diputados elegidos por el votO universal lo representan y actúan en su nombre bajo su vigilancia casi inmediata.

Hay países en donde un poder, en cierto modo ajeno al cuerpo social, obra sobre él y lo obliga a marchar en cierta dirección.

Hay otros donde la fuerza está dividida, hallándose colocada a la vez en la sociedad y fuera de ella. Nada semejante se ve en los Estados Unidos. La sociedad obra allí por sí misma y sobre sí misma. No existe poder sino dentro de su seno; no se encuentra a nadie casi que se atreva a concebir y sobre todo a expresar la idea de buscar ese poder en otro lado. El pueblo participa en la composición de las leyes por la selección de los legisladores, en su aplicación por la elección de los agentes del poder ejecutivo y se puede decir que del mismo gobierno, tan restringida y débil es la parte dejada a la administración y tanto se resiente ésta de su origen popular, obedeciendo al podér del que emana. El pueblo dirige el mundo norteamericano como Dios lo hace con el universo. Él es la causa y el fin de todas las cosas. Todo sale de él y todo vuelve a absorberse en su seno (H).




Notas

(1) Reforma hecha a la constitución del Maryland en 1801 y en 1809.

(H) RESUMEN DE LAS CONDICIONES ELECTORALES EN LOS ESTADOS UNIDOS

Todos los Estados conceden el disfrute de los derechos a los veintiún años. En todos los Estados, es necesario haber residido cierto tiempo en el distrito en que se vota. Este tiempo varía desde tres meses hasta dos años.

En cuanto al censo en el Estado de Massachusetts se requiere para ser elector tener 5 libras esterlinas de renta, o 60 de capital.

En Conecticut se necesita tener una propiedad cuya utilidad sea de 17 dólares (90 francos aproximadamente). Un año de servicio en la milicia da igualmente derecho electoral.

En Nueva Jersey, el elector debe tener 50 libras esterlinas de fortuna.

En Rhode Island, se necesita poseer una propiedad rústica que valga 155 dólares (704 francos).

En Carolina del Sur y en Maryland, el elector debe poseer 50 acres de tierra.

En el Estado de Tennessee, debe poseer una propiedad cualquiera.

En los Estados de Misisipi, Ohio, Georgia, Virginia, Pensilvania, Delaware, Nueva York, basta para ser elector pagar impuestos y en la mayor parte de estos Estados, el servicio de la milicia equivale al pago del impuesto.

En el Maine y en Nueva Hampshire, basta no figurar en la lista de indigentes.

En fin, en los Estados de Misuri, Alabama, Illinois, Luisiana, Indiana, Kentucky, Vermont no se exige ninguna condición que se relacione con la fortuna del elector.

No existe más que la Carolina del Norte que impone a los electores del Senado condiciones distintas que a los de la Cámara de representantes. Los primeros deben poseer en propiedad 50 acres de tierra. Basta para poder elegir a los representantes, pagar un impuesto.

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