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LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo tercero

Estado social de los angloamericanos

El estado social es corrientemente el producto de un hecho, a veces de las leyes y muy frecuentemente de ambas cosas unidas; pero, una vez que existe, se le puede considerar a él mismo como la causa primera de la mayor parte de las leyes, de las costumbres y de las ideas que rigen la conducta de las naciones. Así, lo que no rinde, lo modifica.

Para conocer la legislación y las costumbres de un pueblo es necesario comenzar por estudiar su estado social.




EL PUNTO SALIENTE DE LOS ANGLOAMERICANOS ES ESENCIALMENTE DEMOCRÁTICO

Primeros emigrantes de la Nueva Inglaterra - Iguales entre si - Leyes aristocráticas introducidas en el Sur - Epoca de la revolución - Cambio de las leyes de sucesión - Efectos producidos por esos cambios - Igualdad llevada a sus últimos limites en los nuevos Estados del Oeste - Igualdad entre las inteligencias.




Se podrían hacer varias objeciones importantes al estado social de los angloamericanos; pero hay una que domina todas las demás.

El estado social de los norteamericanos es eminentemente democrático. Ha tenido este carácter desde el nacimiento de las colonias; lo tiene aún más en nuestros días.

He sostenido en el capítulo precedente que predominaba una gran igualdad entre los emigrantes que fueron a establecerse a las orillas de la Nueva Inglaterra. El germen mismo de la aristocracia no fue trasladado nunca a esa parte de la Unión. Nunca se pudieron asentar allí más que influencias intelectuales. El pueblo se acostumbró a reverenciar ciertos nombres, como emblemas de luz y de virtud. La voz de algunos ciudadanos obtuvo sobre él un poder que se habría llamado, tal vez con razón, aristocrático, si pudiese transmitirse invariablemente de padres a hijos.

Esto pasaba en el este del Hudson. El sudoeste de este río y bajando hasta la Florida, era de otra manera.

En la mayor parte de los Estados situados al sudoeste del Hudson fueron a establecerse grandes propietarios ingleses. Los principios aristocráticos, y con ellos las leyes inglesas sobre sucesiones, habían sido transportados allí. Di a conocer ya las razones que impedían que se estableciese en Norteamérica una aristocracia poderosa. Esas razones, sin dejar de subsistir al sudoeste del Hudson, tenían, sin embargo, menos fuerza que al este de ese río. Al Sur, un solo hombre podía, con ayuda de esclavos, cultivar una gran extensión de terreno. Se veían, pues, en esa parte del continente a ricos propietarios del suelo; pero su influencia no era precisamente aristocrática, como se entiende en Europa, puesto que no poseían ningúnos privilegios y el cultivo por medio de esclavos no les daba señorío y, por consiguiente, tampoco protección. Sin embargo, los grandes propietarios, al sur del Hudson, formaban una clase superior, con ideas y gustos propios, concentrando en general la acción política en su seno. Era una aristocracia poco diferente de la masa del pueblo, que hacía propios fácilmente sus pasiones e intereses, sin despertar ni amor ni odio. En suma, era débil y poco vivaz. Esta clase fue la que, en el Sur, se puso a la cabeza de la insurrección, y la revolución de Norteamérica le debe sus más grandes hombres.

En esa época la sociedad entera quedó desquiciada. El pueblo, en cuyo nombre se había combatido, transformado en una potencia, concibió el deseo de actuar por sí mismo; los instintos democráticos se despertaron; al romper el yugo de la metrópoli, se adquirió gústo por toda suerte de independencia; las influencias individuales dejaron poco a poco de hacerse sentir y las costumbres, como las leyes, comenzaron a caminar de acuerdo hacia el mismo fin.

Pero la ley sobre sucesiones fue la que hizo dar a la igúaldad su último paso.

Me sorprende que los publicistas antigúos y modernos no hayan atribuido a las leyes sobre las sucesiones (1) una gran influencia en la marcha de los negocios humanos. Esas leyes pertenecen, es verdad, al orden civil; pero deberían estar colocadas a la cabeza de todas las instituciones políticas; porque influyen increíblemente sobre el estado social de los pueblos, cuyas leyes políticas no son más que su expresión. Tienen además una manera segura y uniforme de obrar sobre la sociedad, apoderándose en cierto modo de las generaciones antes de su nacimiento. Por ellas, el hombre está armado de un poder casi divino sobre el porvenir de sus semejantes. El legislador reglamenta una vez la sucesión de los ciudadanos, y puede descansar durante siglos; dado el movimiento a su obra, puede retirar la mano; la máquina actúa por sus propias fuerzas, y se dirige por sí misma hacia la meta indicada de antemano. Constituida de cierta manera, reúne, concentra, agrupa en torno de algúna cabeza la propiedad y muy pronto, después, el poder, haciendo surgir de algún modo la aristocracia de la tierra. Conducida por otros principios, y lanzada en otra dirección, su acción es más rápida aún: divide, reparte y disminuye los bienes y el poder. Ocurre a veces que sorprende la rapidez de su marcha, desconfiando de detener su movimiento, se intenta al menos poner ante ella dificultades y obstáculos y se quiere contrabalancear su acción por medio de esfuerzos contrarios. ¡Cuidados inútiles! Porque tritura o hace volar en pedazos todo lo que halla a su paso; se yergue y vuelve a caer por tierra, hasta que no se presenta ante la vista más que un polvo movedizo e impalpable, sobre el cual se asienta la democracia.

Cuando la ley de sucesiones permite y con más fuerte razón ordena el reparto por igúal de los bienes del padre entre todos los hijós, sus efectos son de dos clases. Importa distingúirlos con cuidado, aunque tiendan al mismo fin.

En virtud de la ley de sucesiones, la muerte de cada propietario provoca una revolución en la propiedad. No solamente los bienes cambian de dueño, sino que cambian, por decirlo así, de naturaleza. Se fraccionan sin cesar en partes cada vez más pequeñas.

Ese es el efecto directo en cierto modo material de la ley. En los países donde la legislación establece la igualdad en el reparto, los bienes, y particularmente las fortunas territoriales, tienen una tendencia permanente a reducirse. Sin embargo, los efectos de esta legislaCión no se dejatían sentir sino a la larga, si la ley estuviera abandonada a sus propias fuerzas; puesto que, aunque la familia no se componga más que de dos hijos (y el promedio de las familias en un país más poblado que Francia, es según se dice, de tres cuando menos), esos hijos al repartirse la fortuna de su padre y de su madre, no serán más pobres que cada uno de éstos individualmente.

Pero la ley del reparto igual no solamente ejerce influncia sobre el porvenir de los bienes; actúa sobre el ánimo de los propietarios y suscita pasiones en su ayuda. Sus efectos indirectos son los que destruyen rápidamente las grandes fortunas y sobre todo las grandes propiedades territoriales.

En los pueblos donde la ley de sucesiones está fundada sobre el derecho de primogenitura, pasan más o menos de generación en generación sin dividirse. Resulta de ello que el espíritu de familia se materializa de cierto modo en la tierra misma. La familia representa a la tierra, la tierra representa a la familia; perpetúa su nombre, su origen, su gloria, su poder y sus virtudes. Es un testigo imperecedero del pasado, y una prenda preciosa de la existencia futura.

Cuando la ley de sucesiones establece el reparto igual, destruye la unión intima que existía entre el espíritu de familia y la conservación de la tierra, la tierra cesa de representar a la familia, puesto que, no pudiendo dejar de ser repartida al cabo de una o de dos generaciones, es evidente que debe reducirse sin cesar acabando por desaparecer enteramente. Los hijos de un gran propietario territorial, si son en pequeño número, o si la suerte les favorece, pueden tener la esperanza de no ser menos ricos que su padre, pero no la de poseer sus mismos bienes. Su riqueza se compondrá necesariamente de otros elementos.

Ahora bien, desde el momento en que se priva a los propietarios territoriales de un gran interés de sentimiento, de recuerdos, de orgullo y ambición para conservar la tierra, se puede estar seguro de que tarde o temprano la venderán, porque tienen un gran interés pecuniario en venderla, ya que los capitales mobiliarios producen más intereses que los demás, y se prestan mejor a satisfacer las pasiones del momento.

Una vez divididas, las grandes propiedades territoriales no vuelven a rehacerse, porque el pequeño agricultor obtiene más utilidad de su parcela (2), guardada la proporción, que el gran propietario y lo puede vender más caro que él. Así los mismos cálculos económicos que han llevado al hombre rico a vender sus propiedades, le impedirán, con más fuerte razón, comprar otras pequeñas para recomponer las grandes.

Lo que se llama el espíritu de familia está a menudo fundado sobre una ilusión del egoísmo individual. Busca perpetuarse e inmortalizarse de cierto modo en sus biznietos. Allí donde termina el espíritu de familia, el egoísmo individual reaparece en la realidad de sus tendencias. Como la familia no se representa ya a través de tal espíritu, sino como algo vago, indeterminado e incierto, cada uno se concentra en la comodidad de su presente; piensa en la generación que va a seguir, y nada más.

No se busca perpetuar a la familia, o por lo menos se busca perpetuarla por medios distintos a la propiedad territorial.

Así, la ley de sucesiones no solamente hace dificil a las familias conservar intactas las mismas propiedades, sino que les quita el deseo de intentarlo, y las arrastra, en cierto modo, a cooperar con ella para sU propia ruina.

La ley del reparto igual procede por dos vías: al operar sobre la cosa, obra sobre el hombre o al obrar sobre el hombre, llega a la cosa.

De ambas maneras, logra herir profundamente a la propiedad territorial y hace desaparecer con rapidez familias y fortunas (3).

Sin duda no nos toca a nosotros, franceses del siglo XIX, testigos cotidianos de cambios políticos y sociales que la ley de sucesiones hace nacer, poner en duda su poder. Cada día la vemos pasar y volver a pasar sin cesar por nuestro suelo, derribando a su paso los muros de nuestras moradas y destruyendo el cerco de nuestros campos. Pero si la ley de sucesiones ha hecho ya bastante entre nosotros, le falta hacer mucho más todavía. Nuestros recuerdos, nuestras opiniones y nuestras costumbres le oponen poderosos obstáculos.

En los Estados Unidos, su obra de destrucción está casi terminada. Allí es donde se pueden estudiar sus principales resultados.

La legislación inglesa sobre la transmisión de los bienes fue abolida en casi todos los Estados en la época de la revolución.

La ley sobre las sustituciones fue modificada en forma de no estorbar, más que de modo insensible, la libre circulación de los bienes (G).

La primera generación pasó; las tierras comenzaron a dividirse. El movimiento volvióse cada vez más rápido a medida que el tiempo transcurría. Hoy día, cuando apenas han pasado sesenta años, el aspecto de la sociedad es ya irreconocible; las familias de los grandes propietarios territoriales se han sumergido casi todas en el seno de la masa común. En el Estado de Nueva York, donde se contaba gran número de ellas, dos sobrenadan apenas sobre el abismo pronto a absorberlas. Los hijos de esos opulentos ciudadanos son actualmente comerciantes, abogados o médicos. La mayor parte han caído en la oscuridad más profunda. La última huella de las clases sociales y de las distinciones hereditarias está destruida. La ley de sucesiones ha pasado por todas partes su rasero.

No es que en los Estados Unidos, como en otras partes, no haya ricos. No conozco ningún país en el que el amor al dinero tenga más amplio lugar en el corazón del hombre, y donde se profese un desprecio más profundo hacia la teoría de la igualdad permanente de los bienes. Pero la fortuna circula allí con una incomparable rapidez, y la experiencia enseña que es raro ver a dos generaciones recibir igualmente sus favores.

Este cuadro, por coloreado que se le suponga, no da todavía sino una idea incompleta de lo que pasa en los nuevos Estados del Oeste y del Sud-oeste.

A fines del siglo pasado, aventureros audaces comenzaron a penetrar en los valles del Misisipí. Fue como un nuevo descubrimiento de la América del Norte. Pronto, el grueso de la emigración se dirigió allí. Vióse entonces cómo sociedades desconocidas salían de repente del desierto. Estados, cuyo nombre ni siquiera existía pocos años antes, se alinearon en el seno de la Unión Americana. En el Oeste es donde puede observarse la democracia llegada a su límite extremo. En esos Estados, improvisados de cierto modo por la fortuna, los habitantes llegaron ayer al suelo que ocupan. Se conocen apenas unos a otros, y todos ignoran la historia de su vecino más próximo. En esta parte del continente americano la población escapa, pues, no solamente a la influencia de los grandes nombres y de las grandes riquezas, sino a esa natural aristocracia que emana de la ilustración y de la virtud. Nadie tiene allí ese respetable poder que los hombres conceden al recuerdo de una vida entera ocupada en hacer el bien ante sus ojos. Los nuevos Estados del Oeste tienen ya habitantes; pero la sociedad no existe allí todavía.

No solamente las fortunas son iguales en Norteamérica. La igualdad se extiende hasta cierto punto sobre las mismas inteligencias.

No creo que haya país en el mundo donde, en proporción con la población, se encuentren tan pocos ignorantes y menos sabios que en Norteamérica.

La instrucción primaria está allí al alcance de todos. La instrucción superior no se halla casi al alcance de nadie.

Esto se comprende sin dificultad y es, por decirlo así, el resultado lógico de lo que hemos señalado más arriba.

Casi todos los norteamericanos tienen tranquilidad económica. Pueden fácilmente procurarse los primeros elementos de los conocimientos humanos.

En los Estados Unidos, hay pocos ricos; casi todos los norteamericanos tienen, pues, necesidad de ejercer una profesión. Ahora bien, toda profesión exige un aprendizaje. Los norteamericanos no pueden entregarse al cultivo general de la inteligencia sino en los primeros años de la vida: a los quince entran en una carrera. Así, su educación concluye muy a menudo en la época en que la nuestra comienza. Si se prosigue hasta más lejos, no se dirige ya sino hacia una materia especial y lucrativa; se estudia una ciencia como se toma un oficio, y no captan más que las aplicaciones cuya utilidad presente es reconocida.

En Norteamérica, la mayor parte de los ricos comenzaron siendo pobres. Casi todos los ociosos han sido, en su juventud, gente ocupada, de donde resulta que, cuando se podría tener el gusto del estudio, no se tiene tiempo para dedicarse a él, y cuando se ha conquistado el tiempo para consagrarse a él, ya no se cuenta con el gusto de hacerlo.

En los Estados Unidos no existe clase en la cual la inclinación al placer intelectual se transmita con la comodidad económica y los ocios hereditarios, y que considere como un honor los trabajos de la inteligencia.

Así la voluntad de entregarse a esos trabajos es tan difícil de encontrarla como el poder.

Está establecido en Norteamérica, a través de los conocimientos humanos, cierto nivel medio. Todos los espíritus se le han acercado: unos elevándose, otros rebajándose.

Se encuentra, pues, una cantidad inmensa de individuos que tienen el mismo número de nociones, poco más o menos, en materia de religión, de historia, de ciencias, de economía política, de legislación y de gobierno.

La desigualdad intelectual viene directamente de Dios, y el hombre no podría impedir que se restablezca siempre.

Pero sucede por lo menos, y esto se deduce de lo que acabamos de decir, que las inteligencias, aun permaneciendo desiguales, tal como le plugo al Creador, encuentren a su disposición medios iguales.

Así pues, en nuestros días, en Norteamérica, el elemento aristocrático, siempre débil desde su nacimiento, está si no destruido, por lo menos debilitado de tal suerte, que es difícil asignarle una influencia cualquiera en la marcha de los negocios.

El tiempo, los acontecimientos y las leyes, por el contrario, han hecho al elemento democrático, no tan sólo preponderante, sino, por decirlo así, único. Ninguna influencia de familia ni de cuerpo se deja sentir allí. A menudo no se puede descubrir una influencia individual que sea durable.

Norteamérica presenta, pues, en su estado social, el más extraño fenómeno. Los hombres se muestran allí más iguales por su fortuna y por su inteligencia o, en otros términos, más igualmente fuertes que lo que lo son en ningún país del mundo, o que lo hayan sido en ningún siglo de que la historia guarde recuerdo.


CONSECUENCIAS POLÍTICAS DEL ESTADO SOCIAL DE LOS ANGLOAMERICANOS

Las consecuencias políticas de semejante estado social son fáciles de deducir.

Es imposible comprender que la igualdad no acabe por penetrar en el mundo político como en otras partes. No se podría concebir a los hombres eternamente desiguales entre sí en un solo punto e iguales en los demás; llegarán, pues, en un tiempo dado, a serlo en todos.

Ahora bien, no sé más que dos maneras de hacer prevalecer la igualdad en el mundo político: hay que dar derechos iguales a cada ciudadano, o no dárselos a ninguno.

En cuanto a los pueblos que han llegado al mismo estado social que los angloamericanos, es muy difícil percibir un término medio entre la soberanía de todos y el poder absoluto de uno solo.

No hay que disimular que el estado social que acabo de describir se presta casi tan fácilmente a una como a otra de esas dos consecuencias.

Hay en efecto una pasión viril y legítima por la igualdad, que excita a los hombres a querer ser todos fuertes y estimados. Esa pasión tiende a elevar a los pequeños al rango de los grandes; pero se encuentra también en el corazón humano un gusto depravado por la igualdad, que inclina a los débiles a querer atraer a los fuertes a su nivel, y que conduce a los hombres a preferir la igualdad en la servidumbre a la igualdad en la libertad. No es que los pueblos cuyo estado social es democrático desprecien naturalmente la libertad. Tienen por el contrario un gusto instintivo por ella. Pero la libertad no es el objeto principal y continuo de su deseo; lo que aman con amor eterno, es la igualdad; se lanzan hacia ella por impulsión rápida y por esfuerzos súbitos, y si no logran el fin, se resignan; pero nada podría satisfacerles sin la igualdad, y desearían más perecer que perderla.

Por otro lado, cuando los ciudadanos son todos casi iguales, les resulta difícil defender su independencia contra las agresiones del poder. No siendo ninguno de ellos lo bastante fuerte para luchar solo con ventaja, no hay más que la combinacion de las fuerzas de todos que pueda garantizar la libertad. Ahora bien, tal combinación no se logra muchas veces.

Los pueblos pueden sacar dos grandes consecuencias políticas del mismo estado social: esas consecuencias difieren entre sí prodigiosamente, pero emanan ambas del mismo hecho.

Sometidos primero que nadie a esa temible alternativa que acabo de describir, los angloamericanos fueron bastante afortunados para huir del poder absoluto. Las circunstancias, el origen, las luces, y sobre todo las costumbres, les han permitido fundar y mantener la soberanía del pueblo.




Notas

(1) Entiendo por leyes de sucesiones todas las leyes cuyo objeto principal es regular la suerte de los bienes después de la muerte del propietario.

La ley sobre sustituciones es de esta clase y tiene como resultado impedir al propietario la disposición de sus bienes antes de su muerte, imponiéndole la obligación de conservarlos durante su vida para hacerlos llegar intactos a sus herederos. El fin principal de la ley de sustituciones es reglamentar la suerte de los bienes después de la muerte del propietario.

(2) No quiero decir que el pequeño propietario cultive mejor, sino que lo hace con más ardor y cuidado, y gana por el trabajo lo que le falta en el sentido del arte.

(3) Siendo la tierra la propiedad más sólida, se encuentran de tiempo en tiempo hombres ricos que están dispuestos a hacer grandes sacrificios para adquirirla, y que pierden de buena gana una parte considerable de su renta para asegurar el resto. Pero esos son meros accidentes. El amor a la propiedad inmobiliaria ya sólo se encuentra habitualmente en el pobre. El pequeño propietario territorial, que tiene menos ilustración, menos imaginación y menos pasiones que el grande, no está, en general preocupado sino del deseo de aumentar su dominio, y a menudo acontece que las sucesiones, los matrimonios o la suerte en el comercio, le proporcionan poco a poco los medios de realizarlo.

Al lado de la tendencia que lleva a los hombres a dividir la tierra, existe otra que los inclina a incrementarla. Esta tendencia, que basta para impedir que las propiedades se dividan hasta el infinito, no es lo bastante fuerte para crear grandes fortunas territoriales, ni sobre todo para mantenerlas en las mismas familias.

(G) Lo que sigue se encuentra en las Memorias de Jefferson:

En los primeros tiempos del establecimiento de los ingleses en Virginia, cuando se obtenían tierras por poco o aun por nada, algunos individuos previsores adquirieron grandes concesiones, y, deseando mantener el esplendor de su familia, legaron sus bienes a sus descendientes. La transmisión de esas propiedades de generación en generación a individuos que llevaban el mismo apellido acabó por hacer surgir una clase determinada de familias que, teniendo por la ley el privilegio de perpetuar sus riquezas, formaban de esta manera una especie de patricios distinguidos por la grandeza y el lujo de sus residencias. Entre esa orden es donde el rey escogía de ordinario sus consejeros de Estado. (Jefferson's Memoirs).

En los Estados Unidos, las principales disposiciones de la ley inglesa sobre sucesiones han sido rechazadas por todos.

La primera regla que seguimos en materia de sucesión, dice Mr. Kent, es ésta: Cuando un hombre muere intestado, sus bienes pasan a sus herederos en línea directa; si no hay más que un heredero o una heredera, él o ella reciben solos toda la sucesión. Si existen varios herederos del mismo grado, comparten por igual entre ellos la sucesión, sin distinción de sexo.

Esta regla fue aceptada por primera vez en el Estado de Nueva York por un estatuto de 23 de febrero de 1786. (Véase Revised Statutes, vol. III: Apéndice, pág. 48). Ha sido adoptada después en los estatutos revisados del mismo Estado. Prevalece ahora en todos los Estados Unidos, con la sola excepción de que en el Estado de Vermont el heredero varón toma doble parte. (Kent's Commentaries, vol. IV, pág. 370).

Kent, en la misma obra (vol. IV, págs. 1-22), hace la historia de la legislación norteamericana en relación con las sustituciones. Resulta de ella que antes de la revolución de Norteamérica las leyes inglesas sobre las sustituciones formaban el derecho común en las colonias. Las sustituciones propiamente dichas (estates' tail) fueron abolidas en Virginia desde 1776 (esta abolición tuvo lugar a moción de jefferson; véase Jefferson's Memoirs, en el Estado de Nueva York en 1786). La misma abolición tuvo lugar más tarde en Carolina del Sur, Kentucky, Tennesse, Georgia y Misouri. En el Estado de Vermont, en Indiana, Illinois, Carolina del Sur y Luisiana, las sustituciones han sido siempre inusitadas. Los Estados que creyeron deber conservar la legislación inglesa relativa a las sustituciones, la modificaron para quitarle sus principales características aristocráticas. Nuestros principios generales en materia de gobierno, dice Mr. Kent, tienden a favorecer la libre circulación de la propiedad.

Lo que sorprende singularmente al lector francés que estudia la legislación norteamericana relativa a sucesiones, es que nuestras leyes sobre la misma materia son infinitamente más democráticas que las suyas.

Las leyes norteamericanas reparten por igual los bienes del padre, pero solamente en el caso en que su voluntad no es conocida: pues cada hombre, dice la ley, en el Estado de Nueva York (Revised Statutes, vol. III; Apéndice, pág. 51), tiene plena libertad, poder y autoridad para disponer de sus bienes por testamento o para legarlos y dividirlos en favor de cualquiera persona, siempre que no teste en favor de un cuerpo político o de una sociedad organizada.

La ley francesa hace del reparto igual o casi igual la norma del testador.

La mayor parte de las Repúblicas norteamericanas admiten todavía las sustituciones, y se limitan a restringir sus efectos.

La ley francesa no permite las sustituciones en ningún caso.

Si el estado social de los norteamericanos es todavía más democrático que el nuestro lo cierto es que nuestras leyes son más democráticas que las suyas. Esto se explica mejor por esto: en Francia, la democracia está todavía ocupada en demoler y en América reina tranquilamente sobre ruinas.

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