Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo noveno de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo vigésimo primero de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo vigésimo

Algunas tendencias particulares de los historiadores de los siglos democráticos

Los historiadores que escriben en los siglos aristocráticos, hacen depender casi todos los acontecimientos de la voluntad particular y del carácter de ciertos hombres, y deducen de los más pequeños accidentes las revoluciones más importantes: dan un gran valor a las causas más pequeñas y frecuentemente no perciben las más grandes. Los historiadores que viven en los siglos democráticos, demuestran tendencias enteramente opuestas. La mayor parte de ellos no atribuye casi ninguna influencia al individuo sobre el destino de la especie, ni a los ciudadanos sobre la suerte del pueblo; pero, en compensación, deduce grandes causas de hechos nimios y particulares. Estas tendencias opuestas pueden explicarse.

Cuando los historiadores de los siglos aristocráticos detienen la vista sobre el teatro del mundo, descubren inmediatamente en él a un pequeño número de actores principales que dirigen el drama. Estos grandes personajes, que se mantienen siempre en el proscenio, también detienen fija la mirada, mientras se dedican a descubrir los motivos secretos que hacen obrar y hablar a aquéllos, olvidando absolutamente lo demás.

La importancia de las cosas que ven hacer a algunos hombres, les da una idea muy exagerada de la influencia que puede ejercer cualquiera de ellos y los dispone naturalmente a creer que es preciso recurrir siempre a la acción particular de un individuo, para explicar los movimientos de la multitud.

Cuando, por el contrario, todos los ciudadanos son independientes los unos de los otros y cada uno es por sí débil, no se descubre quién ejerce un poder muy grande o duradero sobre la masa.

A primera vista, parece que los individuos carecen absolutamente de influencia sobre ella, y podría decirse que la sociedad marcha sólo por el libre y espontáneo concurso de todos los hombres que la componen.

Esto conduce al espíritu humano, naturalmente, a inquirir la razón general que ha podido fijar a la vez tantas inteligencias, y dirigirlas al propio tiempo hacia el mismo lado.

Estoy convencido de que, en las naciones democráticas, el genio, los vicios o las virtudes de ciertos individuos retardan o precipitan el curso natural del destino del pueblo; pero estas causas fortuitas y secundarias son infinitamente más variadas, más ocultas, más complicadas, menos poderosas y, por consecuencia, más difíciles de distinguir y conocer en los tiempos de igualdad, que en los aristocráticos, en los que únicamente se trata de analizar, en medio de los hechos generales, la acción particular de uno solo o de algunos hombres. El historiador se cansa pronto de semejante trabajo; su espíritu se pierde en medio de este laberinto, y no pudiendo llegar a percibir con claridad ni a descubrir las influencias individuales, acaba por negarlas. Prefiere entonces hablarnos de los linajes, de la constitución física del país o del espíritu de la civilización, y con menos trabajo satisface mejor al lector.

La Fayette ha dicho en sus Memorias que el sistema exagerado de las causas generales era muy ventajoso para los hombres públicos de mediano talento, y yo añadiré que también lo es para los historiadores mediocres. Suministra siempre algunas grandes razones que lo sacan pronto de apuros en lo más difícil de sus escritos y favorece la debilidad o la pereza de su espíritu, haciendo honor a su capacidad.

Por lo que hace a mí, pienso que no hay una época en que no sea preciso atribuir una parte de los acontecimientos de este mundo a hechos muy generales, y otra, a influencias muy particulares: estas dos causas se encuentran siempre y sólo su relación difiere. Los hechos generales explican más cosas en los siglos democráticos que en los aristocráticos, y las influencias particulares, menos. En los tiempos de aristocracia sucede lo contrario: las influencias particulares son más fuertes y las causas generales más débiles, a no ser que se considere como una causa general el hecho mismo de la desigualdad de condiciones, que permite a algunos individuos oponerse a las tendencias naturales de todos los demás.

Los historiadores que pretenden describir lo que pasa en las sociedades democráticas, tienen razón al atribuir una gran parte a las causas generales, interesándose principalmente en descubrirlas; pero no en negar enteramente la acción particular de los individuos, porque sea difícil encontrarla y seguirla.

No solamente los historiadores de los siglos democráticos se inclinan a señalar a cada hecho una gran causa sino a enlazar los hechos y a hacer surgir de ellos un sistema.

En los siglos aristocráticos, la atención de los historiadores se dirige siempre hacia los individuos y pierden el enlace de los acontecimientos, o más bien, no creen en un enlace semejante y el hilo de la historia les parece interrumpido a cada instante por el paso de un hombre. En los democráticos sucede al contrario, pues viendo el historiador mucho menos a los actores y mucho más los actos, le es fácil establecer una filiación y un orden metódico entre éstos.

La literatura antigua, que nos ha dejado tan bellas historias, no ofrece ni un solo gran sistema histórico, al paso que las más humildes literaturas modernas abundan en ellos. Parece que los historiadores antiguos no hacían bastante uso de estas teorías generales, de las que los nuestros están siempre dispuestos a abusar. Todavía tienen una tendencia más peligrosa los que escriben en los periodos democráticos. Cuando se pierde la huella de la acción de los individuos sobre las naciones, sucede frecuentemente que el mundo se conmueve sin que se descubra el motor, y como es muy difícil averiguar y analizar las razones que, obrando separadamente sobre la voluntad de cada ciudadano, acaban por producir el movimiento del pueblo, se inclina uno a creer que este movimiento no es voluntario y que las sociedades obedecen, sin saberlo, a una fuerza superior que las domina.

Aun cuando se cree descubrir en la tierra el hecho general que dirige la voluntad particular de todos los individuos, esto no salva la libertad humana. Una causa muy vasta para aplicarse a la vez a millones de hombres y bastante fuerte para inclinarlos a todos al mismo lado, parece irresistible; cuando se ha visto que todos ceden ante ella no es difícil persuadirse de que no era posible resistirla.

Los historiadores de las épocas democráticas, no solamente niegan a algunos ciudadanos el poder de obrar sobre el destino del pueblo, sino que quitan a los pueblos mismos la facultad de modificar su propia suerte, y la someten, ya sea a una providencia inflexible, ya a una ciega fatalidad. Según ellos, cada nación está inevitablemente ligada por su posición, su origen, su naturaleza y sus antecedentes, a cierto destino que todos sus esfuerzos no pueden cambiar. Suponen a las generaciones dependientes las unas de las otras, y remontando así, de edad en edad y de uno en otro acontecimiento necesario hasta el origen del mundo, forman una fuerte e inmensa cadena que rodea y liga a todo el género humano. Como no les basta mostrar las razones que produjeron los hechos, pretenden hacer ver que no podían suceder de otra manera. Consideran, por ejemplo, una nación que ha llegado a cierto punto de su historia y afirman que se ha visto precisada a seguir el camino que la ha conducido de este modo; lo cual es más fácil que enseñar lo que hubiera debido hacer para tomar mejor ruta.

Los historiadores de los siglos aristocráticos, y particularmente los de la Antigüedad, parecen dar a entender que el hombre puede hacerse dueño de su suerte y gobernar a sus semejantes, con sólo aprender a dominarse a sí mismo; mientras que, recorriendo las historias escritas en nuestros días, se diría que el hombre no puede nada sobre él, ni sobre lo que le rodea. Los historiadores de la Antigüedad enseñaban a mandar, los de nuestro tiempo no enseñan más que a obedecer. En sus escritos el autor parece frecuentemente grande, pero la humanidad es siempre pequeña.

Si esta doctrina de la fatalidad, que tiene tantos atractivos para los que escriben la historia en los siglos democráticos, pasando de los escritores a sus lectores, penetrase así en la masa de los ciudadanos y se apoderase del espíritu público, se podría prever que paralizaría muy pronto el movimiento de las nuevas sociedades, y convertiría a los cristÍanos en turcos.

Diré, además, que una doctrina semejante es en particular peligrosa en la época en que nos hallamos: nuestros contemporáneos se inclinan mucho a dudar del libre albedrío, porque cada uno de ellos se siente limitado de todos lados por su debilidad; pero conceden, sin embargo, la fuerza y la independencia a los hombres reunidos en un cuerpo social.

Es preciso tratar de no oscurecer esta idea, pues se trata de reanimar las almas y no de acabar de abatirlas.

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