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LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo vigésimo primero

La elocuencia parlamentaria en los Estados Unidos

En los pueblos aristocráticos, todos los hombres dependen los unos de los otros y existe entre ellos un lazo jerárquico, con cuya ayuda cada uno puede mantenerse en su lugar, y el cuerpo entero en la obediencia. Algo análogo se encuentra siempre en el seno de las asambleas políticas de estos pueblos, Los partidos se alistan allí bajo ciertos jefes, a quienes obedecen por una especie de instinto que no es sino el resultado de hábitos contraídos en otra parte y llevan a la pequeña sociedad las costumbres de la más grande.

En los países democráticos, sucede muchas veces que un gran número de ciudadanos se dirige siempre hacia el mismo fin; pero ninguno marcha o por lo menos se lisonjea de no marchar más que por sí solo. Acostumbrado a dirigir sus movimientos según sus propios impulsos, difícilmente se somete a recibir las reglas de otros: tal gusto y tal uso de la independencia lo acompañan en los consejos nacionales, y si consiente en asociarse a los demás a fin de seguir un mismo designio, quiere al menos conservar el derecho de cooperar al éxito común, a su modo. De aquí nace que en los países democráticos, los partidos se presten difícilmente a que se les dirija y no se manifiesten subordinados sino cuando el peligro es muy grande y, sin embargo, la autoridad de los jefes, que en estas circunstancias puede extenderse hasta hacer obrar y hablar, no tiene casi nunca el poder de hacer callar.

En los pueblos aristocráticos, los miembros de las asambleas políticas son al mismo tiempo los de la aristocracia. Cada uno de ellos ocupa por sí mismo un puesto elevado y estable, y el lugar que le está reservado en la asamblea es frecuentemente menos importante a su modo de ver que el que ocupa en el país. Esto lo consuela de no figurar en la discusión de los negocios y lo dispone a no solicitar con demasiado afán una intervención mediocre.

En Norteamérica, sucede de ordinario que el diputado no tiene otra importancia que la que le da su posición en la asamblea; por consiguiente, le atormenta sin cesar la necesidad de adquirir predicamento en ella y siente un deseo petulante de sacar a la luz a cada momento sus ideas. No sólo se ve impulsado en este sentido por su vanidad, sino por la de sus electores y por la necesidad continua de agradarlos. En los pueblos aristocráticos, el miembro del Parlamento rara vez se halla en dependencia estrecha con los electores y frecuentemente es para ellos un representante en cierto modo necesario; algunas veces él los tiene en una completa dependencia y, si llega el caso, en fin, de qüe le rehusen sus sufragios, se hará designar con facilidad en otra parte, o bien renunciando a la carrera pública se reducirá a una ociosidad que tenga, sin embargo, esplendor.

En un país democrático, como los Estados Unidos, el diputado no tiene jamás prestigio durable en el ánimo de sus electores. Por pequeño que sea un cuerpo electoral, la inestabilidad democrática hace que cambie continuamente y así es preciso cautivarle todos los días.

El diputado, por consiguiente, no está nunca seguro de él y, si le abandona, pronto queda sin solución, porque no tiene naturalmente una posición bastante elevada, para que pueda ser conocido con facilidad por los que no están muy cerca, y en la independencia absoluta en que viven los ciudadanos, no es de esperar que ni sus amigos ni el gobierno influyan en un cuerpo electoral que no los conoce. Toda su suerte depende del cantón que representa, y de este rincón de tierra es preciso que salga para elevarse a dominar el pueblo e influir en los destinos del mundo.

Así, nada hay más natural que el que los miembros de las asambleas políticas en los países democráticos, piensen más en sus electores que en su mismo partido, mientras que en las aristocracias se ocupan más de su partido que de sus electores.

Mas lo que es preciso decir para satisfacer a los electores, no es siempre lo que conviene hacer para servir a la opinión política que profesan.

El interés general de un partido consiste casi siempre en que el diputado miembro de él, no hable jamás de los grandes asuntos cuando no los comprende perfectamente; que tome poca parte en los pequeños problemas que entorpecen la marcha de los grandes, y muchas veces, quizá, que se calle completamente. Guardar silencio es el servicio más útil que un orador mediano puede prestar a la cosa pública; mas no es así como lo entienden los electores.

La población de un cantón encarga a un ciudadano tomar parte en el gobierno del Estado, porque ha concebido una idea muy vasta de su mérito, y como los hombres parecen más grandes a medida que se encuentran rodeados de objetos más pequeños, es de creerse que la opinión que se formará del mandatario será tanto más elevada cuanto menos talento haya entre los que él representa. Sucederá, pues, muchas veces, que los electores esperaán más de su diputado cuando debieran esperar menos y que, por incapaz que sea, no dejarán de exigirle señalados esfuerzos que correspondan a la dignidad en que lo han colocado.

Independientemente del legislador del Estado, los electores ven en su representante al protector natural del cantón cerca del Parlamento y aún no están lejos de considerarle como el apoderado de cada uno de los que lo han elegido, lisonjeándose de que no desplegará menos celo en hacer valer sus intereses particulares que los del país.

Bajo tal concepto, los electores están anticipadamente seguros de que el diputado que elijan será un orador; que hablará a menudo si puede y que en caso de que sea preciso limitarse, se esforzará, al menos, en exponer en sus escasos discursos todos los grandes negocios del Estado, sin olvidarse siquiera de los pequeños agravios de que tienen ellos mismos que quejarse. Así, no pudiendo mostrarse con frecuencia, hará ver en cada ocasión lo que sabe hacer y en lugar de extenderse incesantemente se reducirá lo más posible y, de cuando en cuando, hará una especie de compendio brillante y completo de sus comitentes y de sí mismo. Bajo tal condición es como ellos le prometen sus próximos sufragios.

Esto sólo excita la desesperación de los hombres honrados de la clase media que, conociéndose, no serían capaces por sí mismos de manifestarse. El diputado a quien se excita de esta manera, toma la palabra, con gran disgusto de sus amigos, y lanzándose imprudentemente en medio de los más célebres oradores, embrolla el debate y fatiga a la asamblea.

Las leyes que se dirigen a hacer al elegido más dependiente del elector, no solamente modifican la conducta de los legisladores, como lo he hecho ver en otra parte, sino también su lenguaje; influyen a la vez sobre los asuntos y sobre el modo de hablar de ellos. No hay miembro del Congreso que consienta en volver a su hogar sin haberse hecho preceder al menos por un discurso, ni que sufra que se le interrumpa antes de haber podido encerrar en los límites de su arenga todo lo que puede decirse con utilidad de los veinticuatro Estados de que se compone la Unión, y especialmente del distrito que representa. Muestra a sus oyentes grandes verdades generales que muchas veces él mismo no comprende y que no indica sino confusamente, y pequeñas particularidades que le es muy fácil descubrir y exponer. Sucede también que en el seno de este gran cuerpo, la discusión se hace vaga y embarazosa, y lejos de caminar directamente hacia el término que se ha propuesto, parece dirigirse a él como arrastrado. Creo que siempre se encontrará alguna cosa semejante en las asambleas públicas de las democracias.

Buenas leyes y circunstancias felices pudieran conseguir que la legislatura de un pueblo democrático se compusiese de hombres más notables que aquellos que los norteamericanos envían a sus Congresos; pero no se impedirá jamás a los hombres mediocres que allí se encuentren, manifestarse gustosamente y por todos lados.

El mal no parece muy fácil de curar, porque no procede sólo del reglamento de la Asamblea, sino de su constitución y hasta de la del país. Los habitantes de los Estados Unidos, parecen considerar esto desde el mismo punto de vista y acreditan su largo uso de vida parlamentaria, no precisamente absteniéndose de los malos discursos, sino sometiéndose con resolución a oírlos; parece que se resignan a ellos como a un mal que la naturaleza les ha hecho considerar inevitable.

Creemos haber dado a conocer por un lado las discusiones políticas en la democracia, hagámoslas ver ahora por el otro.

Lo que ha pasado desde hace ciento cincuenta años en el Parlamento de Inglaterra, no ha sido nunca de gran resonancia en el exterior; las ideas y los sentimientos expresados por los oradores han hallado siempre poca simpatía, aun en los pueblos que se encuentran colocados cerca del gran teatro de la libertad británica, mientras que desde los primeros debates que tuvieron lugar en las pequeñas asambleas coloniales de Norteamérica, en la época de su revolución, Europa entera se conmovió.

Esto no dependió solamente de circunstancias particulares y fortuitas, sino de causas generales y permanentes.

Yo no encuentro nada más poderoso ni admirable que un buen orador discutiendo grandes asuntos en el seno de una asamblea democrática, pues como no hay allí jamás clase alguna que tenga sus representantes encargados de sostener sus intereses, se habla siempre a la nación entera, y en nombre de toda ella. Esto engrandece el pensamiento y eleva el lenguaje.

Como los precedentes tienen muy poca fuerza, y no existen allá privilegios particulares para ciertos bienes, ni derechos inherentes a ciertos cuerpos o a ciertos hombres, el espíritu está obligado a remontarse a las verdades generales sacadas de la naturaleza humana, para tratar el asunto que le ocupa.

De esto nace en las discusiones políticas de un pueblo democrático, por pequeño que sea, un carácter de generalidad que las hace importantes para el género humano, y todos los hombres se interesan en ellas, porque se trata del hombre, que en todas partes es el mismo.

Todo lo contrario sucede en los pueblos aristocráticos; las cuestiones mas generales se discuten siempre con razones particulares, sacadas de los usos de una época o de los derechos de una clase, y esto no interesa sino a la clase de que se habla o cuando más, al pueblo en cuyo seno se encuentra ésta.

A tal causa, tanto como al poder de la nación francesa, y a las disposiciones favorables de los pueblos que las escuchan, es preciso atribuir el grande efecto que nuestras discusiones políticas producen algunas veces en el mundo.

Nuestros oradores hablan a veces a todos los hombres, aun en el caso mismo de dirigirse sólo a sus conciudadanos.

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