Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo octavo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo vigésimo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo décimo noveno

Algunas observaciones acerca del teatro en los pueblos democráticos

Cuando la revolución, que ha cambiado el estado social y político de un pueblo democrático, empieza a mostrarse en la literatura, donde comúnmente se presenta desde el principio es en el teatro y allí permanece siempre visible.

El espectador de una obra dramática es, en cierto modo, sorprendido por la impresión que se le causa. No tiene tiempo de consultar su memoria ni a los inteligentes; no se ocupa de combatir las nuevas tendencias literarias, que comienzan a manifestarse en él mismo, y cede ante ellas antes de conocerlas.

Los autores perciben al instante de qué lado se inclina secretamente el gusto del público, y hacia él dirigen sus obras; las piezas dramáticas, después de haber hecho descubrir la revolución literaria que se prepara, acaban muy pronto por ponerla en práctica. El que quiera juzgar anticipadamente la literatura de un pueblo que se hace democrático, debe estudiar su teatro.

Las piezas de teatro forman en las naciones aristocráticas la parte más democrática de la literatura. No hay goce literario más al alcance del pueblo que el que se experimenta en la escena. Para percibirlo, no se necesita preparación ni estudio y se experimenta en medio de las preocupaciones y de la ignorancia. Cuando el amor, apenas formado, por los placeres del espíritu empieza a penetrar en alguna de las clases sociales, inmediatamente la dirige hacia el teatro. Los teatros de las naciones aristocráticas están siempre llenos de espectadores que no pertenecen a la aristocracia. Sólo sucede en ellos que las clases superiores se mezclen con las medianas y con las inferiores, y que consientan, si no en recibir su opinión, al menos en sufrir que la den; y es donde los eruditos y los letrados han tenido siempre más dificultad en hacer prevalecer su gusto sobre el del pueblo e impedir ser arrastrados por aquél. Si le es difícil a una aristocracia impedir al pueblo que asista al teatro, esto mismo hace comprender que la multitud debe reinar allí, cuando los principios democráticos, penetrando en las leyes y en las costumbres, confundan las clases, acerquen las inteligencias, como las fortunas y la clase superior pierda, con sus riquezas hereditarias, su poder, sus tradiciones y sus comodidades.

Los gustos y los instintos naturales de los pueblos democráticos en materia de literatura se manifestarán, desde luego, en el teatro y aun puede preverse que se introducirán allí con violencia. Las leyes literarias de la aristocracia se modificarán poco a poco y, por decirlo así, de una manera legal en todos los escritos; pero en el teatro se verán derrocadas tumultuosamente. El teatro saca a la luz la mayor parte de las cualidades y casi todos los vicios inherentes a las literaturas democráticas.

Los pueblos democráticos hacen un mediano aprecio de la erudición y no se cuidan de saber a fondo lo que sucedía en Roma y en Atenas; quieren que se les hable de sí mismos y reclaman el reflejo de lo presente.

Cuando los héroes y las costumbres de la Antigüedad se reproducen con frecuencia en la escena y se guarda fidelidad a las tradiciones antiguas, esto basta para inferir que las clases democráticas no dominan en el teatro.

Racine se excusa con mucha humildad en el prefacio de Britannicus por haber incluido a Junia entre las vestales, donde, según dice Aulo Gelio, no se recibe a ninguna joven antes de la edad de seis años ni después de los diez. Puede creerse que si él hubiera escrito en nuestros días, no habría pensado en acusarse o defenderse de semejante delito.

Un hecho igual me informa no sólo del estado de la literatura en el tiempo a que se refiere, sino también de la sociedad misma. Un teatro democrático no prueba que la nación sea democrática, pues, como acabamos de manifestar, en las aristocracias mismas puede suceder que los gustos democráticos influyan en la escena; pero, cuando el espíritu aristocrático impera sólo en el teatro, demuestra invariablemente que la sociedad entera es aristocrática y se puede afirmar resueltamente que esta misma clase erudita y letrada que dirige a los autores manda a los ciudadanos y domina los negocios.

Es muy raro que los gustos refinados y las inclinaciones altaneras de la aristocracia, cuando es la que dirige el teatro, no la conduzcan, por decirlo así, a hacer una elección en la naturaleza humana; ciertas condiciones sociales la interesan principalmente, y se complace en verlas representadas en la escena; ciertas virtudes y aun ciertos vicios le parecen más dignos de reproducirse; considera, por lo mismo, más grato el cuadro de estos objetos y aleja de su vista todos los demás. En el teatro, como fuera de él, la aristocracia no quiere jamás encontrar sino grandes señores, y sólo los reyes la conmueven. Lo mismo sucede en cuanto al estilo. Una aristocracia impone a los autores dramáticos ciertas maneras de decir, y quiere que todo se diga en ese tono. Así es que el teatro llega con frecuencia a no pintar al hombre más que por un lado, y aun a representar algunas veces lo que no ecuentra en la naturaleza humana, pudiéndose decir que se eleva hasta salir de ella misma.

En las sociedades democráticas, los espectadores no hacen semejantes preferencias y dejan ver raras veces tales antipatías; desean encontrar en la escena la mezcla confusa de condiciones, de sentimientos y de ideas que presencian todos los días, y entonces el teatro viene a ser más interesante, más vulgar y más verdadero. Sin embargo, los que en tiempos democráticos escriben para el teatro, se separan también algunas veces de la naturaleza humana: pero lo hacen por el lado opuesto al de sus antecesores y, a fuerza de querer reproducir minuciosamente las pequeñas singularidades del momento presente y la fisonomía particular de ciertos hombres, se olvidan de trazar los caracteres generales de la especie.

Cuando las clases democráticas rigen el teatro, introducen tanta libertad en la manera de tratar el asunto como en su elección.

Siendo el amor al teatro, entre todos los gustos literarios, el más natural en los pueblos democráticos, el número de autores y el de espectadores, así como el de espectáculos, crece sin cesar entre ellos y una multitud semejante, compuesta de elementos tan diversos y extendidos en tan distintos lugares, no puede reconocer las mismas leyes ni someterse a las mismas reglas. Resulta de esto que no existe conformidad absoluta entre tan numerosos jueces, pues no sabiendo el punto de coincidencia, da cada uno su fallo separadamente. Si el efecto de la democracia es, en general, hacer dudosas las reglas y los convencionalismos literarios, en el teatro las anula del todo para sustituirlas por el capricho de cada autor y de cada público.

En el teatro, asimismo, es donde se hace ver principalmente lo que he dicho en otra parte, de una manera general, hablando del estilo y del arte en las literaturas democráticas. Cuando se leen las críticas de las obras dramáticas del siglo de Luis XIV, se sorprende uno al ver el gusto tan acentuado del público por la verosimilitud y la importancia que daba a que un hombre, permaneciendo siempre de acuerdo consigo mismo, no hiciese nada que no pudiese ser fácilmente explicado y comprendido.

También es muy sorprendente la importancia que se daba entonces a las formas del lenguaje y las críticas que se hacían a los autores dramáticos.

Parece que los hombres del siglo de Luis XIV daban un valor muy exagerado a esos detalles, que se perciben en el gabinete, pero que no se conocen en la escena; pues bien mirado el principal objeto de una pieza es ser representada y su primer mérito conmover. Esto provenía de que los espectadores de esa época eran al mismo tiempo lectores y al salir de la representación aguardaban en su casa la obra del escritor, para acabar de juzgarla.

En las democracias se oyen las piezas de teatro, pero no se leen. La mayor parte de los que asisten a las representaciones teatrales no busca los placeres del espíritu sino las conmociones vivas del corazón. No esperan encontrar allí una obra de literatura, sino un mero espectáculo y con tal que el actor hable correctamente la lengua del país para hacerse entender y que los personajes exciten la curiosidad y despierten simpatía, están completamente satisfechos; de modo que, sin pedir nada más a la ficción, entran muy pronto en el mundo real. El estilo es allí menos necesario, porque en la escena no es tan fácil advertir la inobservancia de sus reglas.

En cuanto a la verosimilitud, es imposible, permaneciendo fiel a ella, ser original y ágil; no hay riesgo en descuidarla, porque el público la perdona fácilmente y aun puede creerse que no se fijará en los medios que se utilicen, y si al fin se encuentra delante de un problema que lo conmueve. Así, jamás reprobará que se le haya enternecido a despecho de las reglas.

Los norteamericanos dejan ver especialmente estos sentimientos que acabo de describir cuando van al teatro; pero es preciso saber que sólo un corto número lo frecuenta. Aunque los espectadores y los espectáculos hayan aumentado prodigiosamente, después de cuarenta años, en los Estados Unidos la población no se entrega todavía a esta especie de recreo, sino con una extrema circunspección.

Esto nace de causas que el lector ya conoce y que basta recordarle en dos palabras. Los puritanos que fundaron las Repúblicas norteamericanas no solamente eran enemigos de los placeres, sino que tenían un especial horror al teatro. Lo consideraban como una diversión abominable y, mientras reinó sólo su espíritu, las representaciones dramáticas eran absolutamente desconocidas entre ellos. Tales opiniones de los primeros padres de la colonia, han dejado huellas profundas en el ánimo de sus descendientes.

La extrema regularidad del hábito y la gran rigidez de costumbres que se observa en los Estados Unidos, han sido hasta ahora poco favorables para el desarrollo del arte teatral. Es imposible que haya materia para componer dramas, en un país que no ha presenciado grandes catástrofes políticas y en donde el amor conduce siempre, por un camino directo y fácil, al matrimonio. Personas que emplean todos los días de la semana en hacer fortuna y el domingo en rogar a Dios, no se prestan, de modo alguno, al genio de la comedia. Un hecho sólo basta para probar que el teatro es poco popular en los Estados Unidos.

Los norteamericanos, cuyas leyes autorizan la libertad y hasta la licencia de la palabra en todas las cosas, han sometido, sin embargo, a los autores dramáticos a una especie de censura. Las representaciones dramáticas no pueden tener lugar sino cuando los regidores de la municipalidad las permiten; lo cual manifiesta que los pueblos son como los individuos: se entregan sin miramientos a las principales pasiones, teniendo buen cuidado después de no dejarse arrastrar por gustos que no conocen.

No hay parte de la literatura más estrechamente ligada al estado actual de la sociedad que el teatro. El teatro de una época no puede nunca convenir a la que la sigue, si una importante revolución ha cambiado, entre las dos, costumbres y leyes.

No dejan de estudiarse aún los grandes escritores de otros siglos; pero no por eso se asiste a la representación de las piezas escritas para otros públicos; los autores dramáticos de los tiempos pasados no existen más que en los libros.

El gusto tradicional de algunos hombres, la vanidad, la moda y el genio de un actor pueden sostener por algún tiempo o restablecer el teatro aristocrático en el seno de una democracia; pero muy pronto declinará por sí mismo, pues si bien no se obstaculiza, se le abandona.

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