Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo primero de la primera parte del LIBRO PRIMEROCapítulo tercero de la primera parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Primera parte

Capítulo segundo

Punto de partida y su importancia para el porvenir de los angloamericanos

Utilidad de conocer el punto de partida de los pueblos para comprender su estado social y sus leyes - Nortemérica es el único país en el que se ha podido percibir claramente el punto de partida de un gran pueblo - En qué se parecían todos los hombres que fueron a poblar la América inglesa - En qué diferían - Observación aplicable a todos los europeos que fueron a establecerse en las playas del Nuevo Mundo - Colonización de la Virginia - Colonización de la Nueva Inglaterra - Carácter general de los primeros habitantes de la Nueva Inglaterra - Su llegada - Sus primeras leyes - Contrato social - Código penal tomado de la legislación de Moisés - Ardor religioso - Espíritu republicano - Unión íntima del espíritu de religión y del espíritu de libertad.




Un hombre acaba de nacer. Sus primeros años transcurren oscuramente entre los juegos o los trabajos de la infancia. Crece, la virilidad comienza, las puertas del mundo se abren en fin para recibirle y entra en contacto con sus semejantes. Se le estudia entonces por primera vez, y cree uno ver formarse en él el germen de los vicios y de las virtudes de la edad madura.

Es esto, si no me engaño, un gran error.

Volvamos hacia atrás; examinemos al niño en los brazos de su madre; veamos el mundo exterior reflejarse por primera vez en el espejo aún obscuro de su inteligencia; contemplemos los ejemplos que hieren su mirada; escuchemos las primeras palabras que despiertan en él las potencias dormidas del pensamiento; asistamos en fin a las primeras luchas que tiene que sostener; y solamente entonces comprenderemos de dónde vienen los prejuicios, los hábitos y las pasiones que van a dominar su vida. El hombre se encuentra, por decirlo así, entero en los pañales de su cuna.

Sucede algo análogo entre las naciones. Los pueblos se resienten siempre de su origen. Las circunstancias que acompañaron a su nacimiento y sirvieron a su desarrollo influyen sobre todo el resto de su vida.

Si nos fuese posible remontarnos hasta los elementos de las sociedades, y examinar los primeros monumentos de su historia, no dudo que podríamos descubrir en ellos la causa primera de los prejuicios, de los hábitos, de las pasiones dominantes, de todo lo que compone en fin lo que se llama el carácter nacional. Encontraríamos en ellos la explicación de usos que, actualmente, parecen contrarios a las costumbres imperantes; leyes que parecen en oposición con los principios reconocidos; opiniones incoherentes que se encuentran aquí y allí, en la sociedad, como esos fragmentos de cadenas rotas que se ven colgar aún a veces de las bóvedas de un viejo edificio, y que no sostienen nada ya. Así se explica el destino de ciertos pueblos que una fuerza desconocida parece arrastrar hacia una meta que ellos mismos ignoran. Pero hasta aquí faltaron los hechos para un estudio semejante; el espíritu de análisis no se ha conocido en las naciones sino a medida que envejecen, y cuando por fin pensaron en contemplar su cuna, el tiempo la había envuelto en una nube y la ignorancia y el orgullo la rodearon de fábulas, tras de las cuales se oculta la verdad.

Norteamérica es el único país en donde se puede asistir al desenvolvimiento natural y tranquilo de una sociedad, en que es posible precisar la influencia ejercida por el punto de partida sobre el porvenir de los Estados.

En la época en que los pueblos europeos arribaron a las orillas del Nuevo Mundo, los rasgos de su carácter nacional estaban ya bien definidos; cada uno de ellos tenía una fisonomía distinta; y como habían llegado ya a ese grado de civilización que lleva a los hombres al estudio de sí mismos, nos han transmitido el cuadro fiel de sus opiniones, de sus costumbres y de sus leyes. Los hombres del siglo XV nos son casi tan conocidos como los del nuestro. Norteamérica nos muestra, pues, a plena luz lo que la ignorancia o la barbarie de las primeras edades sustrajeron a nuestras miradas.

Bastante cerca de la época en que las sociedades norteamericanas fueron fundadas para conocer en detalle sus elementos y bastante lejos de este tiempo para poder juzgar ya lo que esos gérmenes produjeron, los hombres de nuestros días parecen estar destinados a ver más allá que sus antecesores los acontecimientos humanos. La Providencia nos ha puesto al alcance una antorcha que faltaba a nuestros padres, permitiéndonos discernir, en el destino de las naciones, las causas primeras que la oscuridad del pasado les ocultaba.

Cuando, después de haber estudiado atentamente la historia de Norteamérica, se examina con cuidado su estado político y social, se siente uno profundamente convencido de esta verdad: que no hay opinión, hábito, ley y hasta podría decir acontecimiento, cuyo punto de partida no se explique sin dificultad. Los que lean este libro encontrarán en el presente capítulo el germen de lo que va a seguir y la clave de casi toda la obra.

Los emigrantes que vinieron, en diferentes periodos, a ocupar el territorio que cubren hoy día los Estados Unidos de América, diferían unos de otros en muchos puntos; su objetivo no era el mismo, y se gobernaban segÚn principios diversos.

Esos hombres tenían sin embargo entre sí rasgos comunes, y se encontraban todos en situación análoga.

El lazo del lenguaje es tal vez el más fuerte y más durable que pueda unir a los hombres. Todos los emigrantes hablaban la misma lengua; eran todos hijos de un mismo pueblo. Nacidos en un país agitado desde siglos por la lucha de los partidos, donde las facciones habían sido obligadas, alternativamente, a colocarse bajo la protección de las leyes, su educación política se había realizado en esa ruda escuela, y se veían en ellos difundidas más nociones de los derechos y más principios de verdadera libertad que en la mayor parte de los pueblos de Europa. En la época de las primeras emigraciones, el gobierno comunal, ese germen fecundo de las instituciones libres, había entrado ya profundamente en las costumbres inglesas, y con él el dogma de la soberanía del pueblo se había introducido en el seno mismo de la monarquía de los Tudor.

Se estaba entonces en medio de las querellas religiosas que agitaron al mundo cristiano. Inglaterra se había lanzado con una especie de furor por esa nueva vía. El carácter de los habitantes, que había sido siempre grave y reflexivo, se hizo austero y razonador. La instrucción se acrecentó mucho con esas luchas intelectuales y el espíritu recibió en ellas una cultura más profunda. Mientras se estaba ocupado en hablar de religión, las costumbres se habían vuelto más puras. Todos esos rasgos generales de la nación se volvían a encontrar reproducidos poco más o menos en la fisonomía de aquellos de sus hijos que habían ido a buscar un nuevo porvenir en las orillas opuestas del Océano.

Una observación, por otra parte, a la que tendremos ocasión de volver más tarde, es aplicable no solamente a los ingleses, sino aun a los franceses, a los españoles y a todos los europeos que fueron sucesivamente a establecerse a las riberas del Nuevo Mundo. Todas las colonias europeas contenían, si no el desarrollo, por lo menos el germen de una completa democracia. Dos causas llevaban a ese resultado: se puede decir que, en general, a su partida de la madre patria, los emigrantes no tenían ninguna idea de superioridad de cualquier género, unos sobre otros. No son por cierto los más felices y poderosos quienes se destierran, y la pobreza, así como la desgracia, son las mejores garantías de igualdad que se conocen entre los hombres. Sucedió, sin embargo, que en varias ocasiones grandes señores pasaron a Norteamérica a consecuencia de querellas políticas o religiosas. Se hicieron allí leyes para establecer en la nueva patria la jerarquía de los rangos, pero pronto se dieron cuenta de que el suelo norteamericano rechazaba absolutamente la aristocracia territorial. Se vio que, para cultivar esa tierra rebelde, eran precisos todos los esfuerzos constantes e interesados del propietario mismo. Cultivado el predio, se cayó en la cuenta de que sus productos no eran bastantes para enriquecer a la vez a un patrón y a un campesino. El terreno se fraccionó, pues, naturalmente en pequeñas parcelas que sólo el propietario cultivaba. Ahora bien, en la tierra es donde se hace la aristocracia, es en el suelo donde se arraiga y apoya; no son sólo los privilegios quienes la establecen, no es el nacimiento quien la constituye, sino la propiedad rústica hereditariamente transmitida. Una nación puede tener inmensas fortunas y grandes miserias; pero si esas fortunas no son territoriales, se ven en su seno pobres y ricos y no hay, a decir verdad, aristocracia.

Todas las colonias inglesas tenían entre sí, en la época de su nacimiento, un gran aire de familia. Todas, desde un principio, parecían destinadas a contribuir al desarrollo de la libertad, no ya de la libertad aristocrática de su madre patria, sino de la libertad burguesa de la que la historia del mundo no presentaba todavía un modelo exacto.

En medio de este tinte general se percibían, sin embargo, muy fuertes matices que es necesario señalar.

Se pueden distinguir en la gran familia angloamericana dos brotes principales que, hasta el presente, han crecido sin confundirse enteramente, uno al Sur y otro al Norte.

Virginia recibió la primera colonia inglesa. Los inmigrantes llegaron en 1607. Europa, en esa época; estaba aún convencida de que las minas de oro y plata hacen las riqueza de los pueblos, idea funesta que ha empobrecido más a las naciones que se dedicaron a mantenerla y acabó con más hombres en Norteamérica, que la guerra y todas las malas leyes juntas. Fueron, pues, buscadores de oro los que se enviaron a Virginia (1), gente sin recursos y sin conducta, cuyo espíritu inquieto y turbulento trastornó la infancia de la colonia (2), e hizo inseguros sus progresos. En seguida llegaron los industriales y los cultivadores más morales y tranquilos, que no se elevaban casi del nivel de las clases inferiores de Inglaterra (3). Ningún noble pensamiento, ninguna combinación inmaterial presidió la fundación de los nuevos establecimientos. Apenas la colonia había sido creada, se introdujo allí la esclavitud (4). Ése fue el hecho capital que debía ejercer una inmensa influencia sobre el carácter, las leyes y el porvenir del Sur.

La esclavitud, como lo explicaremos más tarde, deshonra el trabajo; introduce la ociosidad en la sociedad, y con ella la ignorancia y el orgullo, la pobreza y el lujo. Enerva las fuerzas de la inteligencia y adormece la actividad humana. La influencia de la esclavitud, combinada con el carácter inglés, explica las costumbres y el estado social del Sur.

Sobre este mismo fondo inglés se dibujaban, al Norte, matices muy contrarios. Aquí se me permitirá dar algunos detalles.

Fue en las colonias inglesas del Norte, más conocidas con el nombre de Estados de la Nueva Inglaterra (5), donde se llegaron a combinar las dos o tres ideas principales que hoy día forman las bases de la teoría social de los Estados Unidos.

Los principios de la Nueva Inglaterra se extendieron primero por los Estados vecinos. En seguida ganaron, poco a poco, hasta los más lejanos, y concluyeron, si puedo expresarme asi, penetrando en la confederación entera. Ejercen ahora su influencia más allá de sus límites sobre todo el mundo norteamericano. La civilización de la Nueva Inglaterra ha sido como esas grandes hogueras encendidas en las alturas que, después de haber expandido su calor en torno a ellas, tiñen aún con sus claridades los últimos confines del horizonte.

La fundación de la Nueva Inglaterra presentó un espectáculo nuevo: todo era allí singular y original.

Casi todas las colonias tuvieron como primeros habitantes hombres sin educación y sin recursos, a quienes la miseria o la mala conducta empujaban fuera del país que los había visto nacer, o especuladores ávidos y empresarios de industria. Hay colonias que no pueden ni siquiera reclamar parecido origen; Santo Domingo fue fundado por piratas y, en nuestros días, las Cortes de justicia de Inglaterra se encargan de poblar Australia.

Los emigrantes que fueron a establecerse en las orillas de la Nueva Inglaterra pertenecían todos a las clases acomodadas de la madre patria. Su reunión en suelo norteamericano presentó, desde el origen, el singular fenómeno de una sociedad en donde no se encontraban ni grandes señores ni pueblo y, por decirlo así, ni pobres ni ricos. Había, guardada la proporción, una mayor masa de luces esparcida entre esos hombres que en el seno de ninguna nación europea de nuestros días. Todbs, sin exceptuar tal vez a nadie, habían recibido una educación bastante avanzada, y varios de ellos se habían dado a conocer por su talento y por su ciencia. Las otras colonias habían sido fundadas por aventureros sin familia; los emigrantes de la Nueva Inglaterra llevaban consigo admirables recursos de orden y de moralidad; se encaminaban al desierto acompañados de sus mujeres y de sus hijos. Pero lo que los distinguía sobre todo de los demás, era el objeto mismo de su empresa. No era la necesidad la que los obligaba a abandonar su país; dejaban en él una posición social envidiable y medios de vida asegurados; no pasaban tampoco al Nuevo Mundo a fin de mejorar su situación o de acrecentar sus riquezas; se arrancaban de las dulzuras de la patria para obedecer a una necesidad puramente intelectual: al exponerse a los rigores inevitables del exilio, querían hacer triunfar una idea.

Los emigrantes o, como ellos se llamaban a sí mismos, los peregrinos (pilgrims), pertenecían a esa secta de Inglaterra a la cual la austeridad de sus principios había dado el nombre de puritana. El puritanismo no era solamente una doctrina religiosa; se confundía en varios puntos con las teorías democráticas y republicanas más absolutas. De eso les habían venido sus más peligrosos adversarios. Perseguidos por el gobierno de la madre patria, heridos en sus principios por la marcha cotidiana de la sociedad en cuyo seno vivían, los puritanos buscaron una tierra tan bárbara y abandonada del mundo, que les permitiese vivir en ella a su manera y orar a Dios en libertad.

Algunas citas harán comprender mejor el espíritu de esos piadosos aventureros que todo lo que pudiéramos añadir nosotros.

Nathaniel Morton, el historiador de los primeros años de la Nueva Inglaterra, entra así en materia (6): He creído siempre -dice-, que era un deber sagrado para nosotros, cuyos padres recibieron prendas tan numerosas y memorables de la bondad divina en el establecimiento de esa colonia. perpetuar por escrito su recuerdo. Lo que hemos visto y lo que nos ha sido contado por nuestros padres, debemos darlo a conocer a nuestros hijos, a fin de que las generaciones venideras aprendan a alabar al Señor; a fin de que la estirpe de Abraham, su siervo, y los hijos de Jacob, su elegido, guarden siempre la memoria de las milagrosas obras de Dios (Salmo CV, 5, 6). Es preciso que sepan cómo el Señor ha llevado su viña al desierto; cómo le preparó un lugar, enterrando profundamente sus raíces, y la dejó en seguida extenderse y cubrir a lo lejos la tierra (Salmo LXXX, 15, 13); y no solamente esto, sino también cómo guió a su pueblo hacia su santo tabernículo, y lo estableció sobre la montaña de su heredad (Exodo, XV, 13). Estos hechos deben ser conocidos, a fin de que Dios obtenga el honor que le es debido, y que algunos rayos de su gloria puedan caer sobre los nombres venerables de los santos que le sirvieron de instrumentos.

Es imposible leer este principio sin sentirse dominado a pesar nuestro por una impresión religiosa y solemne. Parece que se respira en él un aire de antigüedad y una especie de perfume bíblico.

La convicción que anima al escritor realza su lenguaje. No es ya a nuestros ojos, como a los suyos, una pequeña tropa de aventureros que va a buscar fortuna allende los mares; es la simiente de un gran pueblo que Dios va a depositar con sus manos en una tierra predestinada.

El autor continúa y pinta de esta manera la partida de los primeros emigrantes (7): Así fue -dice- como ellos dejaron esta ciudad (Delf-Haleft) que había sido para ellos un lugar de reposo; sin embargo, estaban tranquilos; sabían que eran peregrinos y extranjeros aquí abajo. No se engreían con las cosas de la tierra, sino que elevaban los ojos hacia el cielo, su cara patria, donde Dios había preparado para ellos su ciudad santa. Llegaron al fin al puerto donde el barco les esperaba. Un gran número de amigos, que no podían partir con ellos, habían por lo menos querido seguirles hasta allí. La noche transcurrió sin sueño; se pasó en desbordamientos de amistad, en piadosos discursos, en expresiones llenas de una verdadera ternura cristiana. Al día siguiente, ellos se dirigieron a bordo; sus amigos quisieron todavía acompañarles; fue entonces cuando se oyeron profundos suspiros, se vieron lágrimas correr de todos los ojos, se escucharon largos ósculos y ardientes plegarias que conmovieron hasta a los extraños. Habiendo sonado la señal de partida, cayeron de rodillas, y su pastor, alzando al cielo sus ojos llenos de lágrimas, los encomendó a la misericordia del Señor. Se despidieron finalmente unos de otros, y pronunciaron ese adiós que para muchos de ellos debía ser el postrero.

Los emigrantes eran un número de ciento cincuenta poco más o menos, tanto hombres como mujeres y niños. Su objeto era fundar una colonia a las orillas del Hudson; pero, después de haber andado errantes largo tiempo en el Océano, se vieron al fin forzados a abordar en las costas áridas de la Nueva Inglaterra, en el lugar donde se alza hoy día la ciudad de Plymouth. Se muestra aún la roca donde descendieron los peregrinos (8).

Pero antes de ir más lejos -dice el historiador que cito-, consideremos un instante la condición presente de ese pobre pueblo, y admiremos la bondad de Dios que lo ha salvado (9).

Habían pasado ahora el vasto Océano, llegaban al término de su viaje, pero no veían amigos para recibirlos, ni habitación que les ofreciese abrigo; se estaba en medio del invierno, y los que conocen nuestro clima saben cuán rudos son los inviernos, y qué furiosos huracanes asuelan entonces nuestras costas. En esa estación, es difícil atravesar lugares conocidos, con mayor razón establecerse en orillas nuevas. En torno de ellos no aparecía sino un desierto hórrido y desolado, lleno de animales y de hombres salvajes, cuyo grado de ferocidad y cuyo número ignoraban. La tierra estaba helada; el suelo cubierto de selvas y zarzales. Todo tenía un aspecto bárbaro. Tras de ellos, no percibían sino el inmenso Océano que los separaba del mundo civilizado. Para hallar un poco de paz y de esperanza, no podían dirigir sus miradas sino hacia arriba.

No hay que creer que la piedad de los puritanos fuera solamente especulativa, ni que se mostrara extraña a la marcha de las cosas humanas. El puritanismo, como lo dije antes, era casi tanto una teoría política como una doctrina religiosa. Apenas desembarcados en esa orilla inhospitalaria, que Nathaniel Morton acaba de describir, el primer cuidado de los emigrantes es organizarse en sociedad. Realizan inmediatamente un acto trascendente (10): Nosotros, cuyos nombres siguen, que, por la gloria de Dios, el desarrollo de la fe cristiana y el honor de nuestra patria, hemos emprendido el establecimiento de la primera colonia en estas remotas orillas, convenimos en estas presentes, por consentimiento mutuo y solemne, y delante de Dios, formarnos en cuerpo de sociedad política, con el fin de gobernarnos, y de trabajar por la realización de nuestros designos; y en virtud de este contrato, convenimos en promulgar leyes, actas, ordenanzas y en instituir según las necesidades magistrados a los que prometemos sumisión y obediencia.

Esto pasaba en 1620. A partir de esa época la emigración no se detuvo ya. Las pasiones religiosas y políticas, que desgarraron el imperio británico durante todo el reinado de Carlos I, empujaron cada año, a las costas de América, nuevos enjambres de sectarios. En Inglaterra, el hogar del puritanismo continuaba colocado entre las clases medias y del seno de las clases medias era de donde procedían la mayor parte de los emigrantes. La población de la Nueva Inglaterra crecía rápidamente y, en tanto que la jerarquía de los rangos clasificaba aun despóticamente a los hombres en la madre patria, la colonia presentaba cada vez más el espectáculo nuevo de una sociedad homogénea en todas sus partes. La democracia, tal como no se había atrevido a soñarla la antigüedad, se escapaba muy fuerte y bien armada del medio de la vieja sociedad feudal.

Contento de arrojar de sí gérmenes de perturbación y elementos de revoluciones nuevas, el gobierno inglés veía sin pena esa emigración numerosa. Llegaba hasta a favorecerla con todo su poder, y parecía no ocuparse apenas del destino de los que iban a suelo norteamericano a buscar un asilo contra la dureza de sus leyes. Se hubiera dicho que miraba a la Nueva Inglaterra como una región entregada a los sueños de la imaginación, que se debía abandonar a los libres ensayos de los novadores.

Las colonias inglesas, y ésta fue una de las principales causas de su prosperidad, han gozado siempre de más libertad interior y de más independencia política que las colonias de los demás pueblos; pero en ninguna parte ese principio de libertad fue más rígidamente aplicado que en los Estados de la Nueva Inglaterra.

Era generalmente admitido entonces que las tierras del Nuevo Mundo pertenecían a la nación europea que, primero, las había descubierto.

Casi todo el litoral de la América del Norte volvióse de esta manera una posesión inglesa hacia fines del siglo XVI. Los medios empleados por el gobierno británico para poblar esos nuevos dominios fueron de naturaleza diferente: en ciertos casos, el rey sometía una parte del Nuevo Mundo a un gobierno de su elección, encargado de administrar el país en su nombre y bajo sus órdenes inmediatas (11), que es el sistema colonial adoptado en el resto de Europa. Otras veces, concedía a un hombre o a una compañía la propiedad de ciertas porciones del país (12). Todos los poderes civiles y políticos se encontraban entonces concentrados en manos de uno o de varios individuos que, bajo la inspección y el control de la corona, vendían las tierras y gobernaban a los habitantes. Un tercer sistema consistía, en fin, en dar a cierto número de emigrantes el derecho de formarse en sociedad política, bajo el patronato de la madre patria, y de gobernarse a sí mismos en todo lo que no era contrario a sus leyes.

Este modo de colonización, tan favorable a la libertad, no fue puesto en práctica sino en la Nueva Inglaterra (13).

Desde 1628 (14), una constitución de esta naturaleza fue concedida por Carlos I a unos emigrantes que fueron a fundar la colonia de Massachusetts.

Pero, en general, no se otorgaron constituciones a las colonias de la Nueva Inglaterra sino largo tiempo después de que su existencia húbose considerado un hecho consumado. Plymouth, Providencia, New Haven, el Estado de Conecticut y el de Rhode-Island (15) fueron fundados sin el concurso y en cierto modo sin conocimiento de la madre patria. Los nuevos habitantes, sin negar la supremacía de la metrópoli, no bebieron en su seno la fuente de los poderes; se constituyeron por sí mismos, y no fue hasta treinta o cuarenta años después, bajo Carlos II, cuando una carta magna real vino a legalizar su existencia.

Por lo tanto, es a menudo difícil al recorrer los primeros monumentos históricos y legislativos de la Nueva Inglaterra, precisar el lazo que une a los emigrantes al país de sus antepasados. Se les ve en cada instante hacer acto de soberanía, nombrar sus magistrados, fraguar la paz y la guerra, establecer reglamentos de policía y darse leyes como si hubiesen sólo dependido de Dios (16).

Nada más singular y más instructivo a la vez que la legislación de esa época. En ella es, sobre todo, donde se encuentra la clave del gran enigma social que los Estados Unidos presentan al mundo de nuestros días.

Entre esos monumentos, distinguiremos particularmente, como uno de los más característicos, el código de leyes que el pequeño Estado de Conecticut se dio en 1650 (17).

Los legisladores del Conecticut (18) se ocupan primeramente de las leyes penales; y, para formularlas, conciben la idea extraña de inspirarse en los textos sagrados.

Quienquiera que adore a otro Dios que no sea el Señor, será reo de muerte.

Siguen diez o doce disposiciones de la misma naturaleza, tomadas textualmente del Deuteronomio, del Éxodo y del Levítico.

La blasfemia, la hechicería, el adulterio (19) y la violación, son castigados con la pena de muerte; el ultraje hecho por un hijo a sus padres es castigado con la misma pena. Se trasladaba así la legislación de un pueblo rudo y semicivilizado al seno de una sociedad cuyo espíritu era ilustrado y sus costumbres dulces: por consiguiente, jamás se vio la pena de muerte más prodigada en las leyes, ni aplicada a menos culpables.

Los legisladores, en este cuerpo de leyes penales, se preocupan sobre todo por el cuidado de mantener el orden moral y las buenas costumbres en la sociedad; penetran así sin cesar en el dominio de la conciencia, y no hay casi pecados que no dejen de someterse a la censura del magistrado. El lector ha podido observar con qué severidad esas leyes castigaban el adulterio y la violación. El simple escarceo entre personas no casadas está también severamente reprimido. Se deja al juez el derecho de infligir a los culpables una de estas tres penas: la multa, los azotes o el matrimonio (20), y si hay que dar crédito a los registros de Nueva Haven, las condenas de esta naturaleza no eran raras. Allí se encuentra, con la fecha del 19 de mayo de 1660, un juicio decretando multa y reprimenda contra una joven a la que se acusaba de haber pronunciado palabras indiscretas y de haberse dejado dar un beso (21). El código de 1650 abunda en medidas preventivas. La pereza y la embriaguez son en él severamente castigadas (22). Los hosteleros no pueden proporcionar más de cierta cantidad de vino a cada consumidor. La multa o el látigo reprimen la simple mentira cuando puede hacer daño (23). En otros pasajes, el legislador, olvidando completamente los grandes principios de libertad religiosa reclamados por él mismo en Europa, obliga, bajo pena de multa, a asistir al servicio divino (24), y llega a amenazar con penas severas (25) y a menudo de muerte a los cristianos que quieren adorar a Dios con métodos distintos al suyo (26). Algunas veces, en fin, el ardor reglamentario que lo domina lo lleva a ocuparse de menesteres indignos de él. Así se encuentra en e! mismo código una ley que prohibe el uso del tabaco (27). No hay que perder de vista, que esas leyes extrañas o tiránicas no eran impuestas; que solían ser votadas por el libre concurso de los mismos interesados, y que las costumbres eran más austeras y puritanas que las leyes. En 1649, se constituye en Boston una asociación solemnemente que tiene por objeto prevenir el lujo mundano de los cabellos largos (28) (E).

Parecidos extravíos son sin lugar a duda una vergüenza para el espíritu humano; atestiguan la inferioridad de nuestra naturaleza que, incapaz de discernir firmemente lo verdadero y lo justo, se ve reducida muy a menudo a no elegir sino entre dos excesos.

Al lado de esta legislación penal tan fuertemente impregnada de mezquino espíritu sectario y de todas las pasiones religiosas que la persecución había exaltado, que fermentaban todavía en el fondo de las almas, se encuentra situado, y en cierto modo eslabonado con ellas, un cuerpo de leyes políticas que, trazado hace doscientos años, parece adelantarse todavía desde muy lejos al espíritu de libertad de nuestra época.

Los principios generales sobre los que descansan las constituciones modernas, principios que la mayor parte de los europeos del siglo XVII comprenden apenas, y que triunfaban entonces imperfectamente en la Gran Bretaña, son todos reconocidos y fijados en las leyes de la Nueva Inglaterra: la intervención del pueblo en los negocios públicos, el voto libre de impuestos, la responsabilidad de los agentes del poder, la libertad individual y el juicio por medio de jurado, son establecidos sin discusión y de hecho.

Esos principios generadores consiguen una aplicación y un desarrollo que ninguna nación de Europa se ha atrevido a darles.

En el Estado de Conecticut, el cuerpo electoral se compone, desde su origen, de todos los ciudadanos, y esto se concibe sin dificultad (29).

En ese pueblo naciente imperaba entonces una igualdad casi perfecta de fortunas y más todavía en las inteligencias (30).

En el Estado de Conecticut, en esa época, todos los agentes del poder ejecutivo eran elegidos, incluso e! gobernador del Estado (31).

Los ciudadanos de más de dieciséis años eran llamados a filas y formaban una milicia nacional que nombraba sus oficiales y debía encontrarse dispuesta en cualquier tiempo para la defensa del país (32).

En las leyes de Conecticut, como en todas las de la Nueva Inglaterra, es donde se ve nacer y desarrollarse la independencia comunal, que constituye aún en nuestros días el principio y la vida de la libertad norteamericana.

En la mayor parte de las naciones europeas, la preocupación política comenzó en las capas más altas de la sociedad, que se fue comunicando poco a poco y siempre de una manera incompleta, a las diversas partes del cuerpo social.

En Norteamérica, al contrario, se puede decir que la comuna ha sido organizada antes que el condado, el condado antes que el Estado y el Estado antes de la Unión.

En la Nueva Inglaterra, desde 1650, la comuna está completa y definitivamente constituida. En torno de la individualidad comunal, van a agruparse y a unirse fuertemente intereses, pasiones, deberes y derechos. En el seno de la comuna se ve dominar una política real, activa, enteramente democrática y republicana. Las colonias reconocen aún la supremacia de la metrópoli; la monarquía es la ley del Estado, pero ya la República está plenamente viva en la comuna.

La comuna nombra a todos sus magistrados; establece el presupuesto; reparte y percibe el impuesto por sí misma (33). En la comuna de Nueva Inglaterra, la ley de representación no es admitida. En la plaza pública y en el seno de la asamblea general de ciudadanos es donde se tratan, como en Atenas, los asuntos que conciernen al interés general.

Cuando se estudia con atención las leyes que fueron promulgadas durante esa primera época de las repúblicas norteamericanas, se sorprende uno de la inteligencia gubernamental y de las teorías avanzadas del legislador.

Es evidente que tienen de los deberes de la sociedad hacia sus miembros una idea más elevada y más completa que los legisladores europeos de entonces, que les impone obligaciones que no tenían en cuenta todavía en otras partes. En los Estados de la Nueva Inglaterra, desde su origen, el porvenir de los pobres queda asegurado (34); tómanse medidas severas para el mantenimiento de las carreteras y se nombran funcionarios para vigilarlas (35), las comunas tienen registros públicos donde se inscribe el resultado de las deliberaciones generales, los fallecimientos, los matrimonios y el nacimiento de los ciudadanos (36); se designan escribanos para llevar esos registros (37), oficiales para encargarse de administrar las sucesiones vacantes, otros para vigilar los límites de las heredades y varios tienen por principal función mantener la tranquilidad pública en la comuna (38).

La ley entra en mil detalles distintos para prevenir y satisfacer un gran número de necesidades sociales, de lo que se tiene aún en nuestros días una idea confusa en Francia.

Pero en los acuerdos relativos a la educación pública, es donde, desde el principio, se ve con toda claridad el carácter original de la civilización norteamericana.

Considerando -dice la ley-, que Satanás, enemigo del género humano, halla en la ignorancia de los hombres sus armas más poderosas, y que nos interesa a todos que las luces que trajeron nuestros padres no permanezcan sepultadas en su tumba; considerando que la educación de los niños es una de las primeras preocupaciones del Estado, con la asístencia del Señor ... (39) Siguen unas disposiciones que crean escuelas en todas las comunas, obligando a sus habitantes, bajo pena de fuertes multas, a comprometerse a sostenerlas. De la misma manera se fundan escuelas superiores en los distritos más populosos. Los magistrados municipales deben velar porque los padres envíen a sus hijos a las ecuelas; tienen derecho a multar a los que se resistan a ello y, si la resistencia continúa, la sociedad, colocándose entonces en el lugar de la familia, se apodera del niño y desposee a los padres de los derechos que la naturaleza les dio, pero de los que tan mal uso habían hecho (40). El lector habrá observado sin duda el preámbulo de esas ordenanzas: en Norteamérica la religión es la que lleva a la luz y la observancia de las leyes divinas es la que conduce al hombre a la libertad.

Cuando, después de haber dirigido una mirada rápida a la sociedad norteamericana de 1650, se examina la situación de Europa hacia la misma época, se siente uno sobrecogido de profunda sorpresa: en el continente europeo, a principios del siglo XVII, triunfaba en todas partes la monarquía absoluta sobre los restos de la libertad oligárquica y feudal de la Edad Media. En el seno de esa Europa brillante y literaria, nunca fue tal vez más completamente desconocida la idea de los derechos; los pueblos nunca habían vivido menos su vida política; jamás las nociones de la verdadera libertad habían preocupado menos a los espíritus. Fue entonces cuando esos mismos principios, no conocidos en las naciones europeas o despreciados por ellas, se proclamaron en los desiertos del Nuevo Mundo y llegaron a ser el símbolo de un futuro gran pueblo. Las más atrevidas teorías del espíritu humano se hallaban convertidas a la práctica en esa sociedad tan humilde en apariencia, de la qUe sin duda ningún hombre de Estado de entonces hubiera dignado ocuparse. Entregada a la originalidad de su naturaleza, la imaginación del hombre improvisaba allá un legislación sin precedente. En el seno de esa oscura democracia, que no había engendrado aún ni generales, ni filósofos, ni grandes escritores, un hombre podía erguirse en presencia de sU pueblo libre, y dar, entre las aclamaciones de todos, esta bella definición de la libertad:

No hos engañemos sobre lo que debemos entender por nuestra independencia. Hay en efecto una especie de libertad corrompida, cuyo uso es común a los animales y al hombre, que consiste en hacer cuanto le agrada. Esta libertad es enemiga de toda autoridad; se resiste impacientemente a cualesquiera reglas; con ella, nos volvemos inferiores a nosotros mismos; es enemiga de la verdad y de la paz; y Dios ha creído un deber alzarse contra ella. Pero hay una libertad civil y moral que encuentra su fuerza en la unión y que la misión del poder mismo es protegerla; es la libertad de hacer sin temor todo lo que es justo y bueno. Esta santa libertad, debemos defenderla en todas las ocasiones y exponer, si es necesario, por ella nuestra vida (41).

Ya he hablado sobre esto lo suficiente para esclarecer el carácter de la civilización angloamericana. Es el producto -y este punto de partida debemos tenerlo siempre presente- de dos elementos completamente distintos, que en otras partes se hicieron a menudo la guerra, pero que, en América, se ha logrado incorporar en cierto modo el uno al otro, y combinarse maravillosamente: el espíritu de religión y el espíritu de libertad.

Los fundadores de la Nueva Inglaterra eran a la vez ardientes sectarios y renovadores exaltados. Unidos por los lazos más estrechos de ciertas creencias religiosas, se sintieron libres de todo prejuicio político.

He ahí dos tendencias distintas, pero no contrarias, cuya huella es díficil encontrar por doquiera, tanto en las costumbres como en las leyes.

Unos hombres sacrifican a una opinión religiosa a sus amigos, a su familia y a su patria. Se les puede considerar absortos en la prosecución de ese bien intelectual que compraron a tan alto precio. Se les ve, sin embargo, buscar con ardor casi igual la riqueza material y los goces morales: el cielo en el otro mundo y el bienestar y la libertad en éste.

Bajo su mano, los principios políticos, las leyes y las instituciones parecen cosas moldeables, que pueden torcerse y combinarse a voluntad.

Ante ellos se hunden las barreras que aprisionaban a la sociedad en cuyo seno nacieron; las viejas opiniones, que desde hacía siglos dirigían al mundo, se desvanecen; una carrera casi sin límites y un campo sin horizonte se descubre; el espíritu humano se precipita en ellos; los recorre en todos sentidos; pero, llegado a los límites del mundo político, se detiene por sí mismo; abandona temblando el uso de sus más temibles facultades; abjura de la duda; renuncia a la necesidad de innovar; se abstiene incluso de levantar el velo del santuario y se inclina ante verdades que admite sin discutirlas.

Así, en el mundo moral, todo aparece clasificado, coordinado, previsto, y decidido de antemano. En el mundo político, todo está agitado, puesto en duda e incierto. En el uno predomina la obediencia pasiva, aunque voluntaria; en el otro la independencia, el menosprecio de la experiencia y la sospecha de toda autoridad.

Lejos de perjudicarse, esas dos tendencias, en apariencia tan opuestas, caminan de acuerdo y parecen prestarse mutuo apoyo.

La religión ve en la libertad civil un noble ejercicio de las facultades del hombre; en el mundo político, un campo concedido por el Creador a los esfuerzos de la inteligencia. Libre y poderosa en su esfera, satisfecha del lugar que le ha sido reservado, sabe que su imperio está bien establecido porque no reina más que por sus propias fuerzas y domina sin apoyo externo sobre los corazones.

La libertad ve en la religión a la compañera de sus luchas y de sus triunfos; la cuna de su infancia y la fuente divina de sus derechos. Considera a la religión como la salvaguardia de sus costumbres y a las costumbres como garantía de las leyes y la prenda de su propia duración (F).




RAZONES DE ALGUNAS SINGULARIDADES QUE PRESENTAN LAS LEYES Y LAS COSTUMBRES DE LOS ANGLOAMERICANOS

Restos de instituciones aristocráticas en el seno de la más completa democracia - ¿Por qué? - Es preciso distinguir con cuidado lo que es de origen puritano o de origen inglés.




No es necesario que el lector saque consecuencias demasiado generales o demasiado absolutas de lo que precede. La condición social, la religión y las costumbres de los primeros emigrantes ejercieron sin duda una inmensa influencia sobre el destino de su nueva patria. Sin embargo, no dependió de ellos fundar una sociedad cuyo punto de partida eran ellos mismos. Nadie puede desligarse enteramente del pasado y lo que les ha sucedido fue que mezclaron, ya sea voluntariamente o sin darse cuenta, con las ideas y con los usos que les eran propios, otras costumbres y otras ideas que procedían de su educación o de las tradiciones nacionales de su país.

Cuando se quiere conocer y juzgar a los angloamericanos de nuestros días, se debe distinguir con cuidado lo que es de origen puritano o de origen inglés.

Se encuentran a menudo en los Estados Unidos de América leyes y costumbres que contrastan con todo lo que las rodea. Esas leyes parecen redactadas con un espíritu opuesto al espíritu dominante en la legislación norteamericana; esas costumbres parecen contrarias al conjunto del estado social. Si las colonias inglesas hubieran sido fundadas en un siglo de tinieblas, o si su origen se perdiera ya en la noche de los tiempos, el problema sería insoluble.Citaré un solo ejemplo para hacer comprender mi pensamiento.

La legislación civil y penal de los norteamericanos no conoce más que dos medios de acción: la prisión y la fianza. El primer paso en el procedimiento consiste en obtener caución del demandado, o si rehusa, en aprehenderlo. Se discute entonces la validez del título o la gravedad de los cargos.

Es evidente que semejante legislación está dirigida contra el pobre y no favorece sino al rico.

El pobre no siempre encuentra la caución, aun en materia civil y, si se ve obligado a esperar la justicia en la cárcel, su inacción forzada lo reduce pronto a la miseria.

El rico, al contrario, logra siempre escapar de la prisión en materia civil. Más aún, si ha cometido un delito, se sustrae fácilmente al castigo que debía alcanzarle, que después de haber otorgado fianza desaparece. Puede decirse que, para él, todas las penas que inflige la ley se reducen a multas (42). ¿Hay algo más aristocrático que semejante legislación?

En los Estados Unidos, sin embargo, son los pobres los que hacen la ley y reservan naturalmente para ellos mismos las mayores ventajas de la sociedad.En Inglaterra es donde hay que buscar la explicación de este fenómeno: las leyes de que hablo son inglesas (43). Los norteamericanos no las han cambiado, aunque desprecien el conjunto de su legislación y la mayor parte de sus ideas.

Lo que un pueblo cambia menos, después de sus costumbres, es su legislación civil. Las leyes civiles no son familiares sino a los legistas, es decir, a quienes tienen un interés directo en mantenerlas tales como son, buenas o malas, por la sencilla razón de que las conocen. La mayor parte de la nación las ignora. No las ve operar más que en casos particulares, y no acierta a percibir fácilmente su tendencia, sometiéndose a ellas sin reflexión.

He citado un ejemplo y hubiera podido señalar otros muchos.

El cuadro que presenta la sociedad norteamericana está, si puedo expresarme así, cubierto de una apariencia democrática, bajo la cual se ven de cuando en cuando asomar los antiguos colores aristocráticos.




Notas

(1) La carta concedida por la Corona de Inglaterra, en 1609, señalaba entre otras cláusulas que los colonos pagaban a la Corona la quinta parte del producto de las minas de oro y de plata. Véase Vida de Washington, por Marshall, vol. I, págs. 18-66.

(2) Una gran parte de los nuevos colonos, dice Stith (History of Virginia), eran jóvenes de familia, desarreglados, a quienes sus padres habían embarcado para sustraerlos a una suerte ignominiosa. Antiguos domésticos, individuos en bancarrota fraudulenta, depravados y otra gente de esa especie, más propios para pillar y destruir que para consolidar el establecimiento, formaban el resto. Jefes sediciosos arrastraron fácilmente a esa tropa a toda clase de extravagancias y de excesos. Véase, en relación con la historia de Virginia, las obras que siguen: History of Virginia from the first settlement in the year 1624, de Smith; History of Virginia, de William Stith. History of Virginia from the cartiest period, de Beverley, traducida al francés en 1807.

(3) No fue sino más tarde, cuando cierto número de ricos propietarios fueron a establecerse a la colonia.

(4) La esclavitud fue introducida hacia el año 1620 por un barco holandés que desembarcó veinte negros en las orillas del río James. Véase Chalmer.

(5) Los Estados de la Nueva Inglaterra están situados al este del Hudson; son hoy seis:

1° Connecticut;
2° Rhode Island;
3° Massachusetts;
4° Vermont;
5° New Hampshire;
6° Maine.

(6) New England's Memorial, pág. 14, Boston, 1826. También Histoire de Hutchinson t. II, pág. 440.

(7) New England's Memorial, pág. 22.

(8) Esa roca ha llegado a ser un objeto de veneración en los Estados Unidos. He visto fragmentos de ella conservados con cuidado en varias ciudades de la Unión. ¿No muestra esto claramente que el poder y la grandeza del hombre se hallan por entero en su alma?He aqul una piedra que los pies de algunos miserables tocan un instante, y esa piedra se vuelve célebre; atrae las miradas de un gran pueblo; se veneran sus fragmentos y se distribuye a distancia su polvo. ¿Qué ha sido del umbral de tantos palacios? ¿Quién se preocupa de ellos?

(9) New England's Memorial, pág. 35.

(10) Los emigrantes que crearon el Estado de Rhode Island en 1638, los que se establecieron en New Haven en 1637, los primeros habitantes de Connecticut en 1639, y los fundadores de Providencia en 1640, comenzaron igualmente por redactar un contrato social que fue sometido a la aprobación de todos los interesados. (Pitkin's History, págs. 42 Y 47).

(11) Ése fue el caso del Estado de Nueva York.

(12) Maryland, las Carolinas, Pensilvania, Nueva Jersey, se hallaban en ese caso. Véase Pitkin's History, vol. I, págs. 11-31.

(13) Véase en la obra intitulada Historical collection of state papers and other authentic documents in tended as materials for an history of the United States of America de Ebeneser Hasard, impreso en Filadelfia en 1792, el gran número de documentos preciosos por su contenido y su autenticidad, relativos a la primera edad de las colonias, entre otros las diferentes constituciones que les fueron concedidas por la corona de Inglaterra, así como los primeros actos de sus gobiernos.

Véase igualmente el análisis que hace de todas estas constituciones, Story, juez en la Corte Suprema de los Estados Unidos, en la introducción de su Comentario sobre la Constitución de los Estados Unidos.

Resulta de todos estos documentos que los principios del gobierno representativo y las formas exteriores de la libertad pol+itica fueron introducidos en todas las colonias casi desde su nacimiento. Esos principios habían recibido mayor desarrollo en el Norte que en el Sur, pero existían en todas partes.

(14) Véase Pitkin's History, pág. 35, tomo I. Véase la History of the Colony of Massachusetts, de Hutchinson, vol. I, pág. 9.

(15) Véase idem, págs. 42-47.

(16) Los habitantes de Massachusetts, en el establecimiento de las leyes penales y civiles de los procedimientos y cortes de justicia, se habían apartado de los usos seguidos en Inglaterra: en 1650, el nombre del rey no aparecía todavía a la cabeza de los mandatos judiciales. Véase Hutchinson, vol. I, pág. 452.

(17) Code of 1650, pág. 28 (Hartford, 1830).

(18) Véase igualmente en la Historia de Hutchinson, vol. I, págs. 435-456, el análisis del Código penal adoptado en 1648 por la colonia de Massachusetts. Ese código está redactado sobre principios análogos al de Connecticut.

(19) El adulterio era igualmente castigado con pena de muerte por la ley de Massachusetts y Hutchinson, vol. I, pág. 441, dice que varias personas sufrieron en efecto la muerte por ese delito; cita a tal propósito una anécdota curiosa, que se refiere al año 1663. Una mujer casada había tenido relaciones amorosas con un joven; enviudó y se casó con él. Pasaron varios años. Al fin, habiendo llegado a sospechar el público la intimidad que había antes entre los esposos, fueron perseguidos criminalmente; se les encarceló, y poco faltó para que se les condenara a muerte.

(20) Code of 1650, pág. 48. Sucede algunas veces que los jueces sentencian con varias penas acumulativas, como se puede ver en un proceso que tuvo lugar en 1643 (pág. 114, New Haven Antiquities), que señala que Margarita Bedfort, convicta de haber realizado varios actos punibles, sufrirá la pena de azotes, condenándosele a que se case con su cómplice Nicolas Jennings.

(21) New Haven Antiquities, pág. 104. Véanse también en la Historia de Hutchinson, vol. I, pág. 435, varios juicios tan extraordinarios como éste.

(22) Id., 1650, págs. 50, 57.

(23) Id., pág. 64.

(24) Id., pág. 44.

(25) Esto no regía en el Estado de Connectticut. Véase, entre otras cosas, la ley de 13 de septiembre de 1644, en Massachusetts, que condena al destierro a los anabaptistas (Historical Collection of State Papers, vol. I, pág. 538). Véase también la ley publicada el 14 de octubre de 1656 contra los cuáqueros: Considerando, dice la ley, que acaba de constituirse una especie maldita de heréticos llamados cuáqueros ... Siguen las disposiciones que condenan a fuerte multa a los capitanes de barco que lleven cuáqueros al país. Los cuáqueros que logren introducirse en él serán azotados y encerrados en una prisión para trabajar en ella. Aquellos que defiendan sus opiniones serán primero multados, luego encarcelados, y expulsados de la provincia. (Misma colección, vol. I, pág. 630).

(26) En la ley penal del Massachusetts, el sacerdote católico que ponga el pie en la colonia después de haber sido expulsados, es castigado con la muerte.

(27) Code of 1650, pág. 96.

(28) New England's Memorial, pág. 316.

(E) Aunque el rigorismo puritano que presidió el nacimiento de las colonias inglesas de América se haya debilitado ya mucho, se encuentran aún en las costumbres y en las leyes huellas extraordinarias de él.

En 1792, en la época misma en que la República anticristiana de Francia comenzaba su existencia efímera, el cuerpo legislativo del Estado de Massachusetts promulgaba la ley que se va a leer, para forzar a los ciudadanos a la observancia del domingo. He aquí el preámbulo y las principales disposiciones de esta ley, que merece la atención del lector:

Considerando -dice el legislador- que la observancia del domingo es de interés público; que produce una suspensión útil en los trabajos; que lleva a los hombres a reflexionar sobre los deberes de la vida y sobre los errores a los que la Humanidad está tan sujeta; que permite honrar en particular y en público al Dios creador y gobernador del Universo y entregarse a esos actos de caridad que son el ornato y el alivio de las sociedades cristianas; considerando que las personas irreligiosas o ligeras, olvidando los deberes que el domingo impone y la ventaja que la sociedad saca de ellos, profanan su santidad entregándose a sus placeres o trabajos; que esta manera de obrar es contraria a sus propios intereses como cristianos; que, además, es de naturaleza que puede turbar a aquellos que no siguen su ejemplo y causa un perjuicio real a la sociedad entera al introducir en su seno el gusto por ]a disipación y las costumbres disolutas;

El Senado y la Cámara de representantes ordenan lo que sigue:

1° Nadie podrá, el día domingo, tener abierta su tienda o su taller. Nadie podrá ese mismo día ocuparse de ningún trabajo o negocios cualesquiera, asistir a ningún concierto, baile o espectáculo de ningún género, ni dedicarse a ninguna especie de caza, juego o recreo, so pena de multa. La multa no será menor de 10 chelines y no excederá de 30 por cada contravención.

2° Ningún viajero, conductor o carretero, excepto en caso de necesidad, podrá viajar el domingo, so pena de la misma multa.

3° Los taberneros, detallistas y hosteleros impedirán que ningún habitante domiciliado en su comuna venga a su establecimiento el domingo, para pasar allí el tiempo en placeres o negocios. En caso de contravención, el hostelero y su huésped pagarán la multa. Además, el hostelero podrá perder su licencia.

4° Aquel que, estando en buena salud y sin razón suficiente, omita durante tres meses tributar a Dios un culto público, será condenado a 10 chelines de multa.

5° Aquel que en el recinto de un templo observe una conducta inconveniente, pagará una multa de 5 chelines a 40.

6° Están encargados de vigilar por la ejecución de esta ley los tythingmen de las comunas (Oficiales elegidos anualmente que por sus funciones se asemejan al guarda campestre y al oficial de policia judicial en Francia) Tienen el derecho de visitar el domingo todos los departamentos de las hosterías o lugares públicos. El hostelero que les obstaculice la entrada en su casa será condenado por ese solo hecho a 40 chelines de multa.

Los tythingmen deberán detener a los viajeros y averiguar la razón que los obligó a ponerse en camino el domingo. El que rehuse responder será condenado a una multa, que podrá ser de 5 libras esterlinas.

Si la razón dada por el viajero no parece suficiente al tythingmen, perseguirá a dicho viajero ante el juez de paz del cantón.

Ley de 8 de marzo de 1792. General Laws of Massachusetts, vol. I, pág. 410.

El 11 de marzo de 1797, una nueva ley vino a aumentar el monto de las multas, de las que la mitad debía pertenecer al que perseguía al delincuente. Misma colección, vol. I, pág. 525.

El 16 de febrero de 1816, una nueva ley confirmó estas mismas medidas. Misma colección, vol. II, pág. 405.

Disposiciones análogas existen en el Estado de Nueva York, revisadas en 1827 y en 1828 (Véase Revised Statutes, parte I, cap. 20, pág. 675.) Se dice en ellas que el domingo nadie podrá cazar, pescar, jugar ni frecuentar las casas donde se da de beber. Nadie podrá viajar, si no es en caso de necesidad.

No es ésta la única huella que el espíritu religioso y las costumbres austeras de los primeros emigrantes ha dejado en las leyes.

Se lee en los estatutos revisados del Estado de Nueva York, volumen I, pág. 662, el articulo siguiente:

Quienquiera que gane o pierda en el espacio de veinticuatro horas, al jugar o apostar la suma de 25 dólares (aproximadamente 132 francos), será reputado culpable de un delito (misdemeanor), y una vez probado el hecho será condenado a una multa igual, o por lo menos a cinco veces el valor de la suma perdida o ganada, multa que será entregada en manos del inspector de pobres de la comuna.

Aquel que pierda 25 dólares o más puede reclamarlos en justicia. Si omite hacerlo, el inspector de pobres tiene acción contra el ganador y puede hacerle dar, en provecho de los pobres, la suma ganada o una suma triple de ésa.

Las leyes que acabamos de citar son muy recientes; pero, ¿quién podria comprenderlas sin remontarse hasta el origen de las colonias? No dudo que en nuestros días la parte penal de esta legislación no es sino raras veces aplicada; las leyes conservan su inflexibilidad cuando ya las costumbres se han plegado al movimíento del tiempo. Sin embargo, la observancia del domingo en Norteamérica es todavía lo que más llama la atención al extranjero.

Hay especialmente una gran ciudad norteamericana en la cual, a partir del sábado en la noche, el movimiento social está casi suspendido. Recorrimos sus muros a la hora que parece convidar a la edad madura a los negocios y a la juventud a los placeres, y nos encontramos en una profunda soledad. No solamente nadie trabaja, sino que nadie parece vivir. No se oye ni el movimiento de la industria, ni los acentos de la alegría, ni aun el murmullo confuso que se eleva sin cesar en el seno de una gran ciudad. Se tienden cadenas en los alrededores de las iglesias; las hojas de las ventanas semicerradas no dejan sino furtivamente entrar un rayo de sol en la morada de los ciudadanos. Apenas de vez en cuando se percibe un hombre aislado que se desliza sin ruido a través de las encrucijadas desiertas y a lo largo de las calles abandonadas.

Al día siguiente, al rayar el alba, el rodar de los carros, el ruido de los martillos y los gritos de la población vuelven a empezar a dejarse oír; la ciudad se despierta; una multitud inquieta se precipita hacia los barrios comerciales o industriales; todo se agita, todo se apretuja en torno nuestro. A una especie de modorra letárgica sucede una actividad febril; diríase que cada ciudadano no tiene más que un solo día a su disposición para adquirir la riqueza y, para gozar de ella.

(29) Constitución de 1638, pág. 17.

(30) Desde 1641, la asamblea general de Rhode-Island declaraba por unanimidad que el gobierno del Estado era una democracia, y que el poder descansaba sobre los hombres libres, quienés tenían, exclusivamente, el derecho de hacer las leyes y de velar por su ejecución. (Code of 1650, pág. 70).

(31) Pitkin's History, pág. 47.

(32) Constitución de 1638, pág. 12.

(33) Code of 1650, pág. 80.

(34) Id., pág. 78.

(35) Id., pág. 49.

(36) Véase la Historia de Hutchinson, vol. I, pág. 455.

(37) Code of 1650, pág. 86.

(38) Id., pág. 40.

(39) Code of 1650, pág. 90.

(40) Id., pág. 83.

(41) Mathiew's magnalia Christi americana, vol. II, pág. 13. Ese discurso fue pronunciado por Winthrop. Se le acusaba de haber cometido, como magistrado, actos arbitraríos. Después de haber pronunciado el discurso cuyo fragmento transcribo, fue absuelto con aplausos y desde entonces fue siempre reelecto gobernador del Estado. Véase Marshall, vol. I, pág. 166.

(F) Es inútil decir que, en el capítulo que se acaba de leer, no he pretendido hacer una historia de Norteamérica. Mi único objetivo ha sido dar a conocer al lector la influencia que ejercieron las opiniones y las costumbres de los primeros emigrantes en la suerte de las diferentes colonias y de la Unión en general. Debí limitarme a citar algunos fragmentos separados.

No sé si me engaño; pero me parece que, andando por el camino que no hago aquí sino señalar, se podrla presentar en la misma edad de las repúblicas norteamericanas cuadros que no serían indignos de atraer las miradas del público, y que proporcionarían, sin duda, materia de reflexión a los hombres de Estado. No pudiendo consagrarme personalmente a ese trabajo, quise al menos facilitarlo a otros. He creído necesario presentar aquí una corta nomenclatura y un análisis abreviado de las obras que me parecen más útiles para documentarse.

En el número de los documentos generales que se pueden recomendar colocaré ante todo la obra titulada Historical collection of state papers and other documents, intented as materials for a History of the United States of America, de Ebenezer Hazard.

El primer volumen de esta compilación, que fue impreso en Filadelfia en 1792, contiene la copia textual de todas las constituciones otorgadas por la Corona de Inglatena a los emigrantes, así como las principales actas de los gobiernos coloniales durante los primeros tiempos de su existencia. Se encuentra allí, entre otros, un gran número de documentos auténticos sobre los negocios de la Nueva Inglaterra y de Virginia durante este periodo.

El segundo volumen está consagrado casi entero a las actas de la Confederación de 1643. Este pacto federal, que tuvo lugar entre las colonias de la Nueva Inglaterra con el fin de resistir a los indios, fue el primer ejemplo de unión que dieron los angloamericanos. Hubo todavía otras varias confederaciones de la misma naturaleza, hasta la de 1776, que acarreó la Independencia de las colonias. La colección histórica de Filadelfia se encuentra en la Biblioteca Real. Cada colonia tiene además sus monumentos históricos, entre los que algunos son preciosos. Comienzo mi examen por el Estado de Virginia, que es el más antiguamente poblado.

El primero de todos los historiadores de Virginia es su fundador, el capitán John Smith. El capitán Smith nos dejó un volumen en 4° titulado The General History of Virginia and New England, by Captain John Smith, some time Governor in those Countries and Admiral of New England, impreso en Londres en 1627. (Este volumen se encuentra en la Biblioteca Real).

La obra de Smith está ilustrada con mapas y grabados muy curiosos, que datan de la época en que fue impreso. El relato del historiador se extiende desde el año 1584 hasta 1626. El libro de Smith es estimado y merece serio. El autor es uno de los más célebres aventureros que han aparecido en aquel siglo lleno de aventuras, a cuyo final vivió. El libro mismo respira ese ardor de descubrimientos, ese espíritu de empresa, que caracterizaba a los hombres de entonces. Se ven allí las costumbres caballerescas que se mezclaban con los negocios y que servían para la adquisición de riquezas.

Pero lo que es sobre todo notable en el capitán Smith es que mezcla a las virtudes de sus contemporáneos cualidades que han sido extrañas a la mayor parte de ellos. Su estilo es sencillo y claro, sus relatos tienen todo el sello de la verdad y sus descripciones no están adornadas.

Este autor proporciona sobre el estado de los indios en la época del descubrimiento de Norteamérica datos preciosos.

El segundo historiador digno de consultarse es Beverley. La obra de Beverley, que forma un volumen en 12°, fue traducida al francés e impresa en Amsterdam en 1707. El autor comienza sus relatos en el año 1585 y los finaliza en el 1700. La primera parte de su libro contiene documentos históricos propiamente dichos relativos a la infancia de la colonia. La segunda encierra una pintura curiosa del estado de los indios en esta época remota. La tercera da ideas muy claras sobre las costumbres, el estado social y los hábitos políticos de los habitantes de Virginia en tiempos del autor.

Beverley era originario de Virgina, lo que le hace decir al comenzar que suplica a los lectores no examinen su obra como crlticos muy rígidos, considerando que por haber nacido en las Indias no aspira a la pureza del lenguaje. A pesar de esta modestia de colono, el autor da muestras en todo el curso del libro de que soporta impacientemente la supremacía de la madre patria. Se encuentran igualmente en la obra de Beverley numerosas huellas de ese espíritu de libertad civil que animaba desde entonces a las colonias inglesas de Norteamérica. Se encuentra allí también la huella de las divisiones que han existido durante tanto tiempo en medio de las mismas, que retardaron su Independencia. Beverley detesta a sus vecinos católicos de Maryland, más aún que al gobierno inglés. El estilo de ese autor es sencillo; sus relatos están a menudo llenos de interés e inspiran confianza. La traducción francesa de la historia de Beverley se encuentra en la Biblioteca Real.

He visto en Norteamérica, pero no la pude encontrar en Francia, una obra que merecía también ser consultada. Se intitula History of Virginia, por William Stith. Este libro ofrece detalles curiosos; pero me pareció largo y difuso.

El más antiguo y mejor documento que se puede consultar sobre la historia de las Carolinas es un pequeño libro en 4° intitulado: The History of Carolina por John Lawson, impreso en Londres en 1718.

La obra de Lawson contiene, ante todo, un viaje de descubrimientos al oeste de la Carolina. Ese viaje está escrito en forma de diario; los relatos del autor son confusos y sus observaciones muy superficiales. Se encuentra en ellos solamente una pintura bastante vívida de los estragos que hacían la viruela y el alcohol entre los salvajes de la época, y un cuadro curioso de la corrupción de las costumbres que reinaba entre ellos, que la presencia de los europeos favorecía.

La segunda parte de la obra de Lawson está consagrada a describir el estado físico de la Carolina y a dar a conocer sus productos.

En la tercera parte el autor hace una descripción interesante de las costumbres, usos y gobierno de los indios de esa época. Hay a menudo ingenio y originalidad en esta parte del libro.

La Historia de Lawson termina con la Constitución concedida a la Carolina del tiempo de Carlos II.

El tono general de esta obra es ligero, a menudo licencioso y forma un contraste marcado con el estilo profundamente grave de las obras publicadas en la misma época en la Nueva Inglaterra.

La Historia de Lawson es un documento extremadamente raro en Norteamérica y que no se puede obtener en Europa. Hay, sin embargo, un ejemplar en la Biblioteca Real.

De la extremidad sur de los Estados Unidos, paso inmediatamente a la extremidad norte. El espacio intermedio no fue poblado sino más tarde.

Debo indicar ante todo una compilación muy curiosa intitulada Collection of the Massachusetts Historical Society, impresa por primera vez en Boston en 1792 y reimpresa en 1806. Esta obra no existe en la Biblioteca Real, ni creo que en ninguna otra.

Esta colección (que continúa) encierra una gran cantidad de documentos preciosos relativos a la historia de los diferentes Estados de la Nueva Inglaterra. Se encuentran en ella correspondencias inéditas y piezas auténticas que estaban sepultadas en los archivos provinciales. La obra entera de Gookin relativa a los indios fue insertada en ella.

Indiqué varias veces en el curso del capítulo a que esta nota se refiere, la obra de Nathaniel Morton intitulada New England's Memorial. Lo que dije entonces basta para probar que merece llamar la atención de quienes quieran conocer la historia de la Nueva Inglaterra. El libro de Nathaniel Morton forma un volumen en 8°, reimpreso en Boston en 1826. No existe en la Biblioteca Real.

El autor dividió su obra en siete libros.

El primero presenta la historia de lo que preparo y acarreó la fundación de la Nueva Inglaterra.

El segundo contiene la vida de los primeros gobiernos y de los principales magistrados que administraron a ese país.

El tercero está consagrado a la vida y a los trabajos de los ministros evangélicos que, durante el mismo periodo, dirigieron los cultos allí.

En el cuarto, el autor da a conocer la fundación y el desarrollo de la Universidad de Cambridge (Massachusetts).

En el quinto, expone los principios y la disciplina de la Iglesia de la Nueva Inglaterra.

El sexto está consagrado a narrar ciertos hechos que denotan, según Mather, la acción benéfica de la Providencia sobre los habitantes de la Nueva Inglaterra.

En el séptimo, en fin, el autor nos hace saber las herejías y perturbaciones a que se vio expuesta la Iglesia de la Nueva Inglaterra.

Cotton Mather era un ministro evangélico que, habiendo nacido en Boston, pasó toda su vida allí.

Todo el ardor y todas las pasiones religiosas que condujeron a la fundación de la Nueva Inglaterra animan y vivifican estos relatos. Se descubren en ellos fácilmente huellas de mal gusto en la manera de escribir; pero atrae, porque está lleno de un entusiasmo que acaba por comunicarse al lector. Es a menudo intolerante y más a menudo crédulo; pero no se advierte en él nunca el deseo de engañar y algunas veces presenta su obra bellos pasajes y pensamientos verdaderos y profundos, tales como éstos:

Antes de la llegada de los puritanos -dice- (vol. 1, cap. IV, pág. 61), los ingleses habían tratado varias veces de poblar el pais que habitamos; pero como sólo tenían puesta la mira en el logro de sus intereses materiales, fueron reducidos bien pronto por los obstáculos. No sucedió lo mismo con los hombres que llegaron a Norteamérica, empujados y sostenidos por un alto pensamiento religioso. Aunque éstos hayan encontrado más enemigos que ningunos otros quizá de los fundadores de ninguna colonia, persistieron en su designio, y el establecimiento que formaron subsiste aún en nuestros días.

Mather mezcla a veces a la austeridad de sus cuadros imágenes llenas de dulzura y de sentimiento. Después de haber hablado de una dama inglesa a quien el ardor religioso arrastró con su marido a las playas de Norteamérica, que sucumbió pronto a causa de las fatigas y miserias del destierro, añade: En cuanto a su virtuoso marido, lsaac Johnson, intentó poder vivir sin ella, y no habiendo podido, murió. (Vol. I, pág. 71).

El libro de Mather da a conocer admirablemente la época y el país que quiere describir.

Si quiere explicarnos los motivos por los cuales los puritanos buscaron asilo allende los mares, dice:

El Dios del cielo hizo un llamamiento a todo su pueblo que habitaba en Inglaterra. Hablando al mismo tiempo a millares de hombres que nunca se hablan visto entre si, los llenó del deseo de abandonar las comodidades de la vida de que disfrutaban en su patria y de atravesar un océano terrible para ir a establecerse en medio de desiertos más sobrecogedores todavía, con el único fin de someterse allí sin obstáculo a sus leyes.

Antes de ir más lejos -añade- es bueno dar a conocer cuáles fueron los motivos de esta empresa, a fin de que sean bien comprendidos por la posteridad. Es sobre todo importante suscitar su recuerdo a los hombres de nuestros días, para evitar que, al perder de vista el objetivo que perseguían sus padres, no descuiden los verdaderos intereses de la Nueva Inglaterra.

Transcribiré, pues, aquí lo que se encuentra en un manuscrito en el que entonces fueron expuestos algunos de estos motivos:

Primer motivo: Sería prestar un grandísimo servicio a la Iglesia llevar el Evangelio a esa parte del Mundo (la América del Norte) y elevar una muralla que pueda defender a los fieles contra el Anticristo, cuyo imperio se trata de fundar en el resto del Universo.

Segundo motivo: Todas las demás Iglesias de Europa han sido sacudidas por la desolación y es de temer que Dios haya dado el mismo fallo contra la nuestra. ¿Quién sabe si no tuvo cuidado de preparar este lugar (la Nueva Inglaterra) para servir de refugio a los que quiere salvar de la destrucción general?

Tercer motivo: El país en que vivimos parece cansado de sus habitantes. El hombre, que es la más preciosa de las criaturas, tiene aquí menos valor que el suelo que huella con sus pies. Se mira como pesado fardo tener hijos, vecinos y amigos; se huye del pobre y los hombres rechazan lo que debiera caUsar los mayores goces de este mundo, si las cosas siguiesen el orden natural.

Cuarto motivo: Nuestras pasiones han llegado al punto de que no hay fortuna que permitir al hombre mantener su rango entre sus iguales. Y sin embargo, el que no puede lograrlo es blanco del desprecio. De donde resulta que en todas las profesiones se busca enriquecerse por medios ilícitos y viene a ser dificil vivir para la gente de bien con comodidades y sin deshonor.

Quinto motivo: ¿La tierra entera no es acaso el jardín del Señor? ¿No la entregó Dios a los hijos de Adán para que la cultiven y embellezcan? ¿Por qué nos dejamos morir de hambre por falta de espacio, en tanto que vastas comarcas igualmente propias para la vida del hombre permanecen deshabitadas y sin cultivo?

Sexto motivo: Las escuelas donde se enseñan las ciencias y la religión están tan corrompidas, que la mayor parte de los niños, y a menudo los mejores y más distinguidos en quienes teníamos puestas nuestras más legítimas esperanzas, se encuentran enteramente pervertidos por la gran cantidad de malos ejemplos de que son testigos y por la licencia que los rodea.

Séptimo motivo: Elevar una Iglesia reformada y sostenerla en su infancia; unir nuestras fuerzas con las de un pueblo fiel para fortificarla; hacerla prosperar y sacarla de los azares y tal vez de la miseria completa a la cual estaría expuesta sin ese apoyo: ¿qué obra es más noble y bella, qué empresa más digna de un cristiano?

Octavo motivo: Si los hombres cuya piedad es conocida, que viven aquí (en Inglaterra) en medio de la riqueza y de la felicidad, abandonaran estas ventajas para trabajar en el establecimiento de la Iglesia reformada y consintieran en compartir con ella una suerte oscura y penosa, sería un gran y útil ejemplo que reanimaría la fe de los fieles en las plegarias que dirigen a Dios en favor de la colonia, inclinando a muchos otros a reunirse con ellos.

Más adelante, al exponer los principios de la Iglesia de la Nueva Inglaterra en materia de moral, Mather se indigna contra la costumbre de beber a la salud de alguien, que califica de costumbre pagana y abominable.

Proscribe con el mismo rigor todos los adornos que las mujeres se ponen en el cabello y condena sin piedad la moda establecida entre ellas, de descubrir el cuello y los brazos.

En otra parte de su obra, nos cuenta muy extensamente varios actos de brujería que sembraron el terror en la Nueva Inglaterra. Se ve que la acción visible del demonio en los asuntos de este mundo le parece una verdad indiscutible y demostrada.

En un gran número de pasajes del mismo libro se revela el espíritu de libertad civil e independencia política que caracterizaba a los contemporáneos del autor. Sus principios en materia de gobierno se muestran a cada paso. Así es como, por ejemplo, se ve a los habitantes de Massachusetts, desde el año 1630, diez años después de la fundación de Plymouth, consagrar 400 libras esterlinas al establecimiento de la Universidad de Cambridge.

Si paso de los documentos relativos a la historia de la Nueva Inglaterra a los que se refieren a los diversos Estados comprendidos en sus límites, tendré desde luego que indicar la obra intitulada The History of the Colony of Mssachusetts, por Hutchinson, Lieutenant-Governor of the Massachusetts Province, 2 volúmenes en 8°. Se encuentra en la Biblioteca Real un ejemplar de este libro. Es una segunda edición impresa en Londres en 1765.

La historia de Hutchinson, que he citado varias veces en el capítulo al que se refiere esta nota, comienza en el año 1628 y termina en 1750. Reina en toda la obra un gran fondo de veracidad y su estilo es sencillo y sin adornos. Es una historia muy detallada.

El mejor documento de consulta, en cuanto a Conecticut, es la historia de Benjamin Trumbull, intitulada: A Complete History of Connecticut, Civil and Eclesiastical, 1630-1764, 2 vols. en 8°, impresos en 1818 en New Haven. No creo que la obra de Trumbull se encuentre en la Biblioteca Real.

Esta Historia contiene una exposición clara y fría de todos los acontecimientos sucedidos en Conectituc durante el periodo indicado en el título. El autor ha bebido en las mejores fuentes y sus relatos conservan el sello de la verdad. Todo lo que dice de los primeros tiempos de Conecticut es extremadamente curioso. Véase especialmente en su obra la Constitución de 1693, vol. I, cap. VI, pág. 100; y también las Leyes penales de Conecticut, vol. I, cap. VII, pág. 123.

Se aprecia con razón la obra de Jérémíe Belknap intitulada History of New Hampshire, 2 vols. en 8°, impresos en Boston en 1792. Véase particularmente, en la obra de Belknap, el cap. III del primer volumen. En ese capítulo, el autor da detalles extremadamente preciosos sobre los principios políticos y religiosos de los puritanos, sobre las causas de su emigración y sobre sus leyes. Contiene una cita curiosa de un sermón predicado en 1663: Es necesario que la Nueva Inglaterra se acuerde sin cesar de que ha sido fundada con un fin religioso y no con un fin comercial. Se lee en su frente que hizo profesión de pureza en materia de doctrina y de disciplina. Que los comerciantes y todos aquellos que se han ocupado en acumular moneda tras moneda se acuerden, pues, de que fue la religión y no la ganancia el objeto de la fundación de estas colonias. Si hay alguno entre nosotros que, en la estimación que hace del mundo y de la religión, considera el primero como 13 y toma la segunda solamente como 12, ese tal no está animado de los sentimientos de un verdadero hijo de la nueva Inglaterra.

Los lectores encontrarán en Belknap más ideas generales y mayor fuerza de pensamiento que en ningún otro de los historiadores norteamericanos hasta el presente.

Ignoro si este libro se encuentra en la Biblioteca Real.

Entre los Estados del centro, cuya existencia es ya antigua, que merecen que nos ocupemos de ellos, se distinguen sobre todo el Estado de Nueva York y Pensilvania. La mejor historia que tenemos del Estado de Nueva York se intitula History of New York, por William Smith, impresa en Londres en 1767. Existe de ella una traducción francesa, igualmente impresa en Londres en 1767, vol. I en 12° Smith nos proporciona útiles detalles sobre las guerras de los franceses y de los ingleses en Norteamérica. De todas las historias norteamericanas es la que mejor da a conocer la famosa confederación de los iroqueses.

En cuanto a Pensilvania, no podría indicar nada mejor que la obra de Proud intitulada The History of Pennsylvania, from the Original lnstitution and Settlement of the Province, under, the First Propietor and Governor William Penn, in 1681 till after the year 1742, por Robert Proud, 2 vols. en 8°, impresos en Filadelfia en 1797.

Este libro merece llamar particularmente la atención del lector; contiene una gran cantidad de documentos muy curiosos sobre Penn, la doctrina de los cuáqueros, el carácter, las costumbres y los usos de los primeros habitantes de Pensilvania. No existe, según creo, en la Biblioteca Real.

No tengo necesidad de añadir que entre los documentos más importantes relativos a Pensilvania están las obras de Penn mismo y las de Franklin. Esas obras son conocidas por gran número de lectores.

La mayor parte de las obras que acabo de citar habían sido consultadas ya por mí durante mi permanencia en Norteamérica. La Biblioteca Real ha tenido la fineza de confiarme algunas. Las demás me fueron prestadas por Mr. Varden, antiguo cónsul general de los Estados Unidos en París, autor de una excelente obra sobre Norteamérica. No quiero terminar esta nota sin rogar a Mr. Varden que acepte aquí la expresión de mi reconocimiento.

(42) Hay sin duda delitos por los cuales no se admite caución; pero son muy poco numerosos.

(43) Véase Blackstone y Delolme, libro I, Capítulo X.

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