Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo noveno de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo undécimo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo décimo

Por qué razón los norteamericanos se aplican más bien a la práctica de las ciencias que a su teoría

Si el estado social y las instituciones democráticas no detienen el vuelo del espíritu humano, a lo menos es incontestable que lo dirigen más bien hacia un lado que hacia otro. Sus esfuerzos, aunque limitados, son por otra parte muy grandes, y espero que se me perdonará me detenga un momento para contemplarlos.

Cuando hablé del método filosófico de los norteamericanos, hice varias observaciones que servirán ahora.

La igualdad desenvuelve en cada hombre el deseo de juzgar de todo por si mismo; le da en todas las cosas el gusto por lo tangible y lo positivo y el desprecio de las tradiciones y de las formas. Estos instintos generales se hacen ver principalmente en el objeto particular de este capítulo.

Los que cultivan las ciencias, en los pueblos democráticos, temen siempre perderse en las utopías; desconfían de los sistemas y quieren acercarse a los hechos a fin de estudiarlos por sí mismos; pero, como no se dejan engañar fácilmente por el nombre de algunos de sus semejantes, no se hallan dispuestos a jurar bajo la palabra de una autoridad en la materia y, antes al contrario, se les ve constantemente ocupados en buscar el lado débil de su doctrina. Las tradiciones científicas tienen poco imperio sobre ellos; jamás se detienen largo tiempo en las sutilezas de una escuela, y se cuidan muy poco de palabras escogidas; penetran cuanto pueden hasta las partes principales del objeto que los ocupa, y les gusta exponerlas en lengua vulgar. Entonces, las ciencias alcanzan una marcha más libre y segura, pero menos elevada.

El entendimiento puede, a mi modo de ver, dividir la ciencia en tres partes:

La primera contiene los principios más teóricos, las nociones más abstractas, cuya aplicación no es conocida o está muy distante.

La segunda se compone de las verdades generales, que aunque fijas en la teoria pura, conducen, sin embargo, por una vía recta y corta, a la práctica.

Los medios de aplicación y de ejecución forman la tercera.

Cada una de estas diferentes partes de la ciencia puede cultivarse separadamente, aunque la razón y la experiencia hagan conocer que ninguna de ellas puede prosperar por largo tiempo, cuando se la separa enteramente de las otras dos.

En Norteamérica, la parte puramente práctica de las ciencias se cultiva de una manera admirable, y se ocupan asimismo los yanquis con esmero de la parte teórica, que inmediatamente se requiere para la aplicación. En esto manifiestan los norteamericanos un espíritu claro, libre, original y fecundo; pero no hay casi nadie en los Estados Unidos que se entregue completamente al aspecto teórico y abstracto de los conocimientos humanos. Los norteamericanos muestran en esto el exceso de una tendencia que se hallará, según creo, aunque en grado inferior, en todos los pueblos democráticos.

No hay nada tan preciso para el cultivo de las altas ciencias, o para la parte más elevada de ellas, como la meditación, y nada tampoco es menos propio para la medicación que el interior de una sociedad democrática. Jamás se encuentra en ella, como en los pueblos aristocráticos, una clase numerosa que se mantenga en el reposo porque se halle a gusto, ni otra que deje de agitarse porque desespere de mejorar. Todos allí se agitan; los unos quieren obtener el poder; los otros, apoderarse de la riqueza, y en medio de este movimiento universal, de este choque continuo de intereses contrarios, de esta marcha constante de los hombres en pos de la fortuna, ¿cómo ha de encontrarse la calma que necesitan las profundas combinaciones de la inteligencia? ¿Cómo es posible detener el pensamiento sobre un solo punto, cuando alrededor de sí todo se conmueve, y aun el hombre mismo se encuentra arrastrado y envuelto cada día en la corriente impetuosa que todo lo arrolla en torno a él? Es preciso distinguir la especie de agitación permanente que reina en el seno de una democracia tranquila y constitUida, de los movimientos tumultuosos y revolucionarios que acompañan casi siempre al nacimiento y desarrollo de una sociedad democrática; pues cuando una revolución violenta tiene lugar en un pueblo civilizado, no puede dejar de producir un impulso súbito en los sentimientos y en las ideas; y esto sucede, sobre todo, en las revoluciones democráticas, que, removiendo a la vez todas las clases de que se compone un pueblo, hacen nacer a la par innumerables ambiciones en el corazón de cada ciudadano.

Que los franceses hayan hecho de repente tan admirables progresos en las ciencias exactas, en el momento mismo en que acaban de destruir los restos de la antigua sociedad feudal, hay que atribuirlo, no a la democracia, sino a la revolución sin ejemplo que acompañó su desarrolló. Lo que ocurrió entonces fue un hecho particular, y sería imprudente ver en él indicio de una Ley general.

Las grandes revoluciones no son más comunes en los pueblos democráticos que en los otros, y yo creo que aun lo son menos: pero reina en el seno de estas naciones un movimiento incómodo y una especie de agitación incesante, en que los hombres, rodando por decirlo así los unos sobre los otros, turban y distraen el entendimiento sin animarlo ni elevarlo.

No solamente los hombres que viven en las sociedades democráticas se entregan con dificultad a la meditación, sino que natUralmente la estiman en poco. El estado social y las instituciones democráticas dirigen a la mayor parte de los hombres hacia la acción incesante; mas los hábitos del espíritu que convienen a la acción no se armonizan siempre con el pensamiento y el hombre que obra tiene frecuentemente que contentarse poco más o menos con lo que consiga, porque nunca llegaría al término de su objeto si quisiese perfeccionar cada cosa individualmente. Para esto necesita apoyarse sobre ideas que no ha tenido tiempo de profundizar, a causa de que más bien se atiene a la oportunidad de las que utiliza que a su rigurosa exactitud; y, en todo caso, hay menos riesgo en hacer uso de algunos principios falsos que en consumir el tiempo depurando la verdad de todos ellos. El mundo no se conduce mediante largas y sabias demostraciones, pues la visión rápida de un hecho particular, el estudio diario de las mudables pasiones de la muchedumbre, la casualidad del momento y la habilidad de aprovecharse de él, deciden en todos los negocios.

En los siglos, pues, en que casi todo el mundo obra, hay una disposición general a otorgar un premio excesivo al atrevimiento impetuoso y a las concepciones superficiales de la inteligencia y, por el contrario, a despreciar sin medida su trabajo fecundo y lento. Esta opinión pública influye sobre el juicio de los hombres que cultivan las ciencias, los persuade de que pueden tener buen éxito sin meditación o los separa de las ciencias que la exigen.

Hay un gran número de maneras de estudiar las ciencias. Nótase en una gran cantidad de hombres un gusto egoísta, mercantil e industrial por los descubrimientos del espíritu, que no debe confundirse con la pasión desinteresada que se enciende en el corazón de un corto número; y hay, entre otros, un deseo de hacer útiles los conocimientos y un anhelo decidido por adquirirlos. No dudo que nazca de tiempo en tiempo entre algunos un amor inagotable y ardiente por la verdad, que se nutra por sí mismo y goce incesantemente sin poder llegar a verse nunca satisfecho. Este amor ardiente, orgulloso y desinteresado, es el que conduce a los hombres al manantial abstracto de la verdad para tomar en él las ideas primordiales.

Si Pascal no hubiera aspirado más que a algún provecho, o si le hubiera movido sólo el deseo de la gloria, no creo que hubiera podido reunir jamás, como lo hizo, todo el poder de su inteligencia para descubrir mejor los secretos más recónditos del Creador. Cuando lo veo arrancar su alma, en cierto modo, de entre los cuidados de la vida, a fin de aplicarla toda entera a esta investigación y, rompiendo prematuramente los lazos que la retienen al cuerpo, morir viejo antes de cumplir los cuarenta años de su edad, me detengo por efecto de una admiración que me prohibe ir más adelante, y comprendo que no puede ser una causa común lo que produzca tan extraordinarios esfuerzos.

El porvenir probará si estas pasiones raras y fecundas nacen y se desarrollan tan fácilmente en medio de las sociedades democráticas, como en el seno de la aristocracia: por lo que a mí toca, confieso que tengo dificultad en creerlo. En las sociedades aristocráticas, la clase que dirige la opinión y maneja los negocios, hallándose colocada de una manera permanente y hereditaria sobre la multitud, concibe naturalmente una idea soberbia de sí misma y del hombre. Se imagina para sí goces gloriosos y fija brillantes fines a sus deseos.

Las acciones de los aristócratas son frecuentemente tiránicas e inhumanas; pero ellos conciben raras veces pensamientos bajos; manifiestan cierto desdén orgulloso por los pequeños placeres, aun cuando se den a ellos, y esto eleva las almas a un alto tono. En los siglos aristocráticos se tienen generalmente ideas vastas de la dignidad, del poder y de la grandeza del hombre. Tales opiniones influyen sobre los que cultivan las ciencias como sobre todos los demás; facilitan el vuelo natural del espíritu hacia las más altas regiones del pensamiento, y lo disponen a concebir el amor sublime y casi divino por la verdad.

Los sabios de esos tiempos son frecuentemente arrastrados hacia la teoría, y aun les sucede muchas veces que conciben un gran desprecio por la práctica. Arquímedes -dice Plutarco-, tuvo un corazón tan grande, que no quiso dejar por escrito ninguna obra sobre el modo de dirigir las máquinas de guerra; y reputando vil, baja y mercenaria toda ciencia de inventar y componer máquinas y generalmente todo arte que dé alguna utilidad poniéndolo en práctica, ocupó su entendimiento y su estudio en escribir sólo cosas cuyas bellezas e ingenio no se mezclasen en ningún modo con la necesidad. He aquí el designio aristocrático de las ciencias. Éste no puede ser el mismo en las naciones democráticas. La mayoría de los hombres que forman parte de estas naciones son muy codiciosos de goces materiales y presentes; y como se hallan siempre descontentos de la posición que ocupan y son siempre dueños de abandonarla, no piensan sino en los medios de cambiar su fortuna o de aumentarla.

Para los espíritus así dispuestos, todo nuevo método que conduzca por un camino más corto a la consecución de riqueza, toda máquina que abrevie el trabajo, todo instrumento que disminuya los gastos de producción, todo descubrimiento que facilite lbs placeres y los aumente, parece el más espléndido esfuerzo de la inteligencia humana. Por este lado es por donde los pueblos democráticos se dedican principalmente él las ciencias, las comprenden y las honran. En los siglos aristocráticos se buscan con especialidad en las ciencias los goces del espíritu, y en las democracias, los del cuerpo.

Mientras más democrática, ilustrada y libre es una nación, más aumenta el número de los apreciadores interesados del genio científico y más provecho, más gloria y aun más poder darán a sus autores los descubrimientos inmediatamente aplicables a la industria; porque en las democracias, la clase trabajadora toma parte en los negocios públicos, y los que la sirven aguardan de ella tanto los honores como el dinero.

Fácilmente se puede ver que, en una sociedad organizada de este modo, el espíritu humano es insensiblemente llevado a abandonar la teoría y que debe, por el contrario, sentirse impelido, por una energía sin igual, hacia la práctica o al menos hacia esa posición de la teoría que es indispensable a los que la aplican; y en vano una inclinación instintiva lo elevará hacia la más alta esfera de la inteligencia, pues el interés lo hará descender a las medianas, y allí será donde, desplegando su fuerza y su inquieta actividad creará, por decirlo así, maravillas. Esos mismos norteamericanos, que no han descubierto ni una sola de las leyes generales de la mecánica, han introducido en la navegación una máquina nueva que cambia la disposición del casco.

Estoy lejos de pretender que los pueblos democráticos de nuestros días estén destinados a ver extinguirse las luces superiores del espíritu humano, ni aunque dejen de brillar otras nuevas en su seno. En el tiempo en que nos hallamos y entre tantas naciones ilustradas a las que atormenta sin cesar el ardor de la industria, los lazos que unen entre sí las diferentes partes de la ciencia atraen necesariamente las miradas, y aun el amor a la práctica, si es ilustrado, debe conducir a los hombres a no abandonar la teoría. En medio de tantos ensayos de aplicaciones y de tantas experiencias repetidas cada día, es imposible que las leyes generales no aparezcan con frecuencia, de tal suerte que los grandes inventores sean escasos.

Por otra parte, yo creo en las altas vocaciones científicas. Si la democracia no conduce al hombre a estudiar las ciencias por ellas mismas, aumenta extraordinariamente el nÚmero de los que las cultivan, y es de creer que entre tan gran cantidad nazca de tiempo en tiempo algún genio especulativo a quien infláme el solo amor de la verdad. Entonces puede asegurarse que él se esforzará en penetrar los más profundos misterios de la naturaleza, cualquiera que sea el espíritu de su país y de su tiempo, sin necesidad de que se ayude su vuelo, pues sólo bastaría contrarrestarlo. Lo que quiero decir es que la desigualdad perenne de condiciones conduce a los hombres a encerrarse en la orgullosa y estéril investigación de las verdades abstractas, mientras que el estado social y las instituciones de carácter democrático lo disponen a no pedir a las ciencias más que sus aplicaciones útiléS e inmediatas.

Tendencia semejante es natural y necesaria. Conviene conocerla, y aun acaso es preciso hacerla ver.

Si aquellos que están llamados a dirigir las naciones de nuestros días percibiesen claramente y de lejos estos nuevos instintos, que pronto serán irresistibles, comprenderían que con instrucción y libertad, los hombres que viven en los siglos democráticos no pueden dejar de perfeccionar la parte industrial de las ciencias, y que en adelante, todo el esfuerzo del poder social debe dirigirse a sostener los altos estudios y a crear grandes aficiones científicas.

En nuestros días, es preciso retener el entendimiento humano en la teoria, pues corre por sí mismo a la práctica, y en lugar de atraerlo constantemente hacia el examen detallado de los efectos secundarios, conviene apartarlo algunas veces de él para elevarlo a la contemplación de las causas primarias. Como la civilización romana murió a causa de la invasión de los bárbaros, estamos nosotros muy inclinados a creer que la civilización moderna no puede morir de otro modo.

Si las luces que nos alumbran se hubiesen de apagar, se oscurecerían poco a poco y como por sí mismas; a fuerza de consagrarse a la aplicación, se perderían de vista los principios, y cuando éstos se hubieran olvidado enteramente, se seguirían los métodos que se derivan de ellos; no se podrían inventar otros nuevos, y se emplearían sin inteligencia y sin arte sabios procedimientos que ya no se comprenderían.

Cuando, hace trescientos años, los europeos llegaron a la China, encontraron allí casi todas las artes en cierto grado de perfección; pero se admiraron de que, habiendo llegado a este punto, no estuviesen más adelantadas aún. Más tarde, descubrieron los vestigios de algunas altas ciencias, ya perdidas. La nación era industrial, y la mayor parte de los métodos cientificos se habían conservado en su seno, pero la ciencia misma no existía. Esto explicó a dichos europeos la inmovilidad singular en que habían encontrado al espíritu de aquel pueblo. Los chinos, siguiendo las huellas de sus padres, habían olvidado la razón que dirigiÓ a éstos; se servían de las fórmulas, sin averiguar su sentido; conservaban el instrumento, pero ya no poseian el arte de modificarlo o reproducirlo; los chinos, pues, no podían hacer cambio alguno y debían renunciar a la mejora; de modo que estaban obligados a imitar siempre y en todo a sus padres, a fin de no lanzarse en las tinieblas impenetrales, si se separaban un instante del camino que estos últimos habían trazado. La fuente de los conocimientos humanos estaba casi agotada, y aunque el río corriese todavía, no podía ya aumentar su caudal sin cambiar su dirección.

No obstante, la China existía pacíficamente desde hacía algunos siglos; sus conquistadores, los tártaros, habían tomado sus costumbres y reinaba el orden en ella, advirtiéndose por todos lados una especie de bienestar material. Las revoluciones eran raras y la guerra por decirlo así, desconocida.

Es necesario, pues, no confiar en que los bárbaros están todavía lejos de nosotros, porque si hay pueblos que se dejan arrancar las luces de las manos, hay otros que las apagan bajo sus mismos pies.

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