Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo octavo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo décimo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo noveno

Por qué el ejemplo de los norteamericanos no prueba que un pueblo democrático deje de tener la aptitud y el gusto para las ciencias, la literatura y las artes

Es necesario reconocer que, entre los pueblos civilizados de nuestros días, hay pocos en los que la alta ciencia haya progresado menos que en los Estados Unidos y haya producido menos grandes artistas, poetas ilustres y escritores célebres.

Muchos europeos, admirados de este espectáculo, lo consideran como un resultado natural e inevitable de la igualdad, y aun han creído que si el estado social y las instituciones democráticas llegasen alguna vez a prevalecer sobre todos los países de la Tierra, el espíritu humano vería oscurecerse poco a poco la luz que lo ilumina y los hombres volverían a caer en las tinieblas.

Los que así raciocinan confunden muchas ideas que conviene dividir y examinar separadamente, y mezclan, sin querer, lo que es democrático con lo que es puramente norteamericano.

La religión, que profesaban los primeros colonos o emigrados y que han legado a sus descendientes, sencilla en su culto, austera y casi salvaje en sus principios, enemiga de signos exteriores y de la pompa de las ceremonias, es naturalmente poco favorable a las bellas artes y no permite, sino con pesar, los goces literarios.

Los norteamericanos componen un pueblo antiguo y muy instruido, que ha encontrado un país nuevo e inmenso en que pueden extenderse a su voluntad y cultivar sin trabajo. Esto no tiene ejemplo en el mundo, y así es que en Norteamérica encuentra cada uno medios fáciles para hacer su fortuna o para aumentarla, que son desconocidos en otros puntos; porque los deseos inmoderados, por una parte, y el espíritu humano, separado siempre de los placeres de la imaginación y de los trabajos de la inteligencia, por otra, no propenden sino a la adquisición de las riquezas. No sólo se ven en los Estados Unidos, como en todos los países, clases industriales y comerciantes, sino que todos los hombres se ocupan a la vez de industria y de comercio, cosa que no se había visto jamás hasta ahora. Estoy, sin embargo, convencido de que si los norteamericanos se hubiesen hallado solos en el universo, con la libertad y las luces adquiridas por sus padres y las pasiones que les son propias, no habrían tardado mucho en descubrir que no se pueden hacer por largo tiempo grandes progresos en la práctica de las ciencias, sin cultivar la teoría; que todas las artes se perfeccionan las unas por las otras, y por embebidos que se hallasen en alcanzar el objeto primario de sus deseos, pronto habrían reconocido que es preciso de cuando en cuando desviarse de él, para conseguirlo mejor.

El gusto por los placeres del espíritu es, por otro lado, tan natural en el corazón del hombre civilizado, que aun entre las naciones incultas, que son las menos dispuestas a entregarse a él, se encuentra siempre un número de ciudadanos que lo concibe, y una vez sentida esta necesidad intelectual, es bien pronto satisfecha.

Pero mientras los norteamericanos no piden a la ciencia sino las aplicaciones particulares a las artes y los medios de hacer la vida agradable, la docta y literaria Europa se encarga de remontarse al origen general de la verdad, y perfecciona al mismo tiempo todo lo que puede contribuir a los placeres y servir a las necesidades del hombre.

Los habitantes de los Estados Unidos distinguían, a la cabeza de las naciones ilustradas del mundo antiguo, una con la cual les unía estrechamente un origen común y hábitos análogos; y encontraron en ella sabios célebres, artistas hábiles y grandes escritores, que les permitían recoger los tesoros de la inteligencia sin tener el trabajo de reunirlos.

Por mi parte, no puedo convenir en separar a América de Europa, a pesar del Océano que las divide, porque considero a los Estados Unidos como la porción del pueblo inglés encargada de beneficiar los bosques del Nuevo Mundo, al paso que el resto de la nación, más libre de tareas y menos entregado a los cuidados materiales de la vida, puede darse al estudio y ensanchar en todos sentidos el espíritu humano.

La situación de los norteamericanos es, pues, enteramente excepcional, y debe creerse que ningún pueblo democrático la alcanzará nunca. Su origen puritano, sus hábitos únicamente comerciales, el país mismo que habitan y que parece alejar su inteligencia del cultivo de las ciencias, de las letras y de las artes; la proximidad de Europa, que les permite abandonar tal cultivo sin recaer en el estado de barbarie, y mil otras causas de las que no he podido indicar sino las principales, han debido reducir el espíritu norteamericano de una manera singular al estudio de las cosas puramente materiales. Las pasiones, las necesidades, la educación, las circunstancias, todo parece, en efecto, concurrir a inclinar al habitante de los Estados Unidos hacia las cosas temporales, y sólo la religión lo eleva, de tiempo en tiempo, a la contemplación pasajera de las divinas.

Dejemos de ver a todos los países democráticos bajo la forma del pueblo norteamericano, y considerémoslos bajo sus propios caracteres. Figurémonos, por un momento, un pueblo en el que no hubiese divisiones, jerarquías, ni clases; donde la ley, no reconociendo privilegios, dividiese igualmente las herencias, y que al propio tiempo estuviera privado de luces y de libertad. Ésta no es, sin embargo, una vana hipótesis, pues en los intereses de un déspota cabe hacer a sus vasallos iguales y dejarlos en la ignorancia, a fin de conservar con más facilidad la esclavitud.

No solamente un pueblo democrático de esta especie no tendría gusto ni aptitud para las ciencias, la literatura ni las artes, sino que nunca llegaría a formárselo; y la ley de sucesiones se encargaría por sí misma de destruir en cada generación las fortunas, de modo que nadie crearía otras nuevas. El pobre, privado de luces y de libertad, ni aun concebiría la idea de la riqueza; y el rico se dejaría arrastrar hacia la pobreza, sin saber impedirlo. Se establecería entre estos dos ciudadanos una completa, invencible igualdad, y nadie tendría ni tiempo, ni gusto para entregarse a los trabajos y a los placeres de la inteligencia, porque todos permanecerían entorpecidos con la misma ignorancia y en igual esclavitud.

Cuando imagino una sociedad democrática de esta especie, creo lrasladanne a uno de esos subterráneos reducidos y ahogados, en donde las luces traídas de fuera se debilitan y acaban al fin apagándose. Me parece, pues, que una pesadez súbita me abruma y que yo mismo me lanzo en medio de las tinieblas que me rodean para hallar la salida que debe conducirme al aire y a la claridad; mas todo esto no puede aplicarse a los hombres ya ilustrados que, después de haber destruido entre ellos los derechos particulares y hereditarios que fijaban para siempre las fortunas en medio de ciertos individuos o de ciertos cuerpos, permanecen libres.

Cuando los hombres que viven en el seno de una sociedad democrática son ilustrados, descubren sin trabajo que nada los limita, los sujeta u obliga a contentarse con su fortuna presente, conciben la idea de aumentarla, y si son libres, tratan de hacerlo; pero no todos obtienen igual resultado. Aunque la Legislatura no conceda privilegios, la natUraleza nos da, porque siendo muy grande la desigualdad natural, las fortunas dejan de ser iguales en el momento en que cada uno hace uso de tOdas sus facultades para enriquecerse.

La ley de sucesiones se opone a la constituciÓn de familias ricas, pero no impide que haya riquezas. Ella dirige a los ciudadanos hacia un nivel común, del que salen sin cesar, haciéndose más desiguales en bienes a medida que sus luces son mayores y su libertad más grande.

En nuestro tiempo se ha levantado una secta célebre por su genio y extravagancias, que pretendía reunir lodos los bienes en las manos de un poder central, encargándolo de distribuirlos en seguida según el mérito de los particulares, a fin de sustraerse de este modo a la perfecta y eterna igualdad que parecía amenazar a las sociedades democráticas.

Hay otro remedio más sencillo y menos peligroso, cual es el de no conceder a nadie privilegios, dar a todos las mismas luces e igual independencia y dejar a cada uno el cuidado de señalarse su puesto; pero en este caso, la desiguldad natural aparecería pronto, y la riqueza por sí misma iría a manos de los más capaces.

Las sociedades libres y democráticas encierran siempre en su seno una multitud de gente opulenta o con comodidades; pero estos ricos no se ligarán nunca entre ellos tan estrechamente como los miembros de la antigua aristocracia; tendrán inclinaciones diferentes y casi nunca un sosiego tan completo y asegurado, porque serán infinitamente más numerosos que los que en la aristocracia componían esta clase. Estos hombres no estarán completamente encerrados en las preocupaciones de la vida material y podrán, con más o menos fuerza, entregarse a los placeres y trabajos de la inteligencia y se entregarán sin duda, pues si bien es cierto que el espíritu humano se inclina por una parte a lo limitado, a lo material y lo útil, por otra se eleva naturalmente hacia lo infinito, lo inmaterial y lo bello. Las necesidades físicas lo inclinan a la tierra, pero cuando dejan de retenerlo, se levanta de nuevo por sí mismo. No sólo el número de los que pueden interesarse en las teorías del espíritu será más grande, sino que el gusto de los goces intelectuales se manifestará en seguida hasta en los mismos que en las sociedades aristocráticas parece que no tienen el tiempo ni la capacidad de entregarse a él.

Cuando ya no existen riquezas hereditarias, privilegios de clase ni prerrogativas de nacimiento, y cada uno es fuerte por sí mismo, parece evidente que lo que logra la principal diferencia entre la fortuna de los hombres, es su capacidad intelectual. Entonces todo aquello que sirve para fortificar, extender o adornar la inteligencia adquiere un gran valor.

La ventaja del saber se manifiesta inclusive a los ojos mismos de la multitud con suma claridad. Los que no gustan de sus encantos, aprecian sus efectos y hacen algunos esfuerzos para alcanzarlo.

En los siglos democráticos, ilustrados y libres, los hombres no tienen quien los separe ni quien los retenga en su puesto, y se eleven o descienden con una rapidez singular. Todas las clases se ven constantemente, porque se encuentran próximas; se comunican y se mezclan todos los dias; se imitan y se envidian; y esto sugiere al pueblo una multitud de ideas, de nociones y de deseos que no habría tenido si las clases hubiesen estado fijas y la sociedad inmóvil. En estas naciones, el criado no se considera como totalmente extraido a los goces y a los trabajos del amo, ni el pobre a los del rico; el hombre del campo se esfuerza en asemejarse a la de la ciudad y las provincias a la metrópoli.

Así, nadie se contrae únicamente a los cuidados materiales de la vida, y el más humilde artesano echa de cuando en cuando algunas miradas codiciosas y furtivas al mundo superior de la inteligencia. No se lee con el mismo espíritu ni del mismo modo que entre los pueblos aristocráticos; pero el círculo de los lectores se extiende sin cesar y concluye por comprender a todos los ciudadanos.

Desde el momento en que la multitud principia a interesarse en los trabajos del espíritu, se considera como un medio de adquirir la gloria, el poder y la riqueza, el distinguirse en alguno de ellos. La inquieta ambición que la igualdad produce, se vuelve tan pronto de este lado como de los otros, y el número de los que cultivan las ciencias, las letras y las artes viene a ser inmenso, porque se despierta una actividad prodigiosa en el mundo de la inteligencia; cada uno trata de abrirse un camino en él, y se esfuerza en atraer sobre sí las miradas del público. Mucha analogía tiene esto con lo que sucede en los Estados Unidos en la sociedad política: las obras son allí frecuentemente imperfectas, pero innumerables; y aunque el éxito de los esfuerzos individuales sea ordinariamente pequeño, el resultado general es muy grande. No hay razón para decir que los hombres que viven en los siglos democráticos son naturalmente indiferentes por las ciencias, las letras y las artes; pues sólo se puede reconocer que las cultivan a su modo y que, por lo mismo, tienen las cualidades y defectos que les son propios.

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