Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo décimo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo duodécimo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo undécimo

En qué sentido cultivan las artes los norteamericanos

Haría perder el tiempo a los lectores y lo perdería yo también, si tratase de dar a conocer de qué manera la mediocridad general de las fortunas, la ausencia de lo superfluo, el deseo universal de bienestar y la labor constante a que cada uno se consgra para procurárselo, hacen predominar en el corazón del hombre el gusto de lo útil sobre el amor a lo bello. En las naciones democráticas se encuentran todas estas cosas, y por eso se cultivarán las artes que conducen a hacer la vida cómoda, con preferencia a aquellas cuyo objeto es sólo embellecerla; preferirán habitualmente lo Útil a lo bello y querrán que lo bello sea útil.

Mas yo aspiro a señalar antes el primer rasgo, para después ocuparme de los otros.

Sucede con mucha frecuencia que, en los tiempos de privilegios, el ejercicio de todas las artes se convierte en privilegio, y cada profesión es un mundo aparte, en el que no está permitido a todos entrar; aun cuando la industria sea libre, la inmovilidad natural de las naciones aristocráticas hace que todos aquellos que se ocupan en un mismo arte acaben por formar una clase distinta, compuesta siempre de las mismas familias, cuyos miembros se conocen todos y en donde pronto nace una opinión pública y un orgullo de cuerpo. En una clase industrial de esta especie, cada artesano no atiende solamente a la fortuna que debe hacer, sino a la consideración que tiene que guardar; no es sólo su propio interés el que los dirige, ni el del comprador, sino el del cuerpo, y el de éste consiste en que cada artesano produzca obras maestras. En los siglos aristocráticos, la aspiración de las artes es hacer lo mejor posible, y no lo más pronto ni más barato.

Cuando, por lo contrario, cada profesión está abierta a todos los hombres en general, y todo el mundo entra y sale en ella sin cesar, y sus diversos miembros vienen a ser extraños, indiferentes y casi desconocidos los unos de los otros a causa de su gran número, el lazo social se destruye: cada obrero, mirando para sí mismo, no pretende sino ganar lo más que le sea posible, con los menores gastos, y sólo la voluntad del consumidor lo limita; pero sucede que también este último sufre su correspondiente revolución.

En los países donde tanto la riqueza como el poder se hallan concentrados en determinadas manos y no salen de ellas, el uso de la mayor parte de los bienes de este mundo pertenece a un corto número de personas, siempre el mismo; y la necesidad, la opinión y la moderación de los deseos separan de él a todos los demás hombres.

Como la clase aristocrática permanece inmóvil en el nivel de grandeza en que se halla colocada, sin estrecharse ni extenderse, experimenta siempre las mismas necesidades y las siente con fuerza siempre igual, y los hombres que la componen toman naturalmente de la posición superior y hereditaria que ocupan, el gusto por lo que está bien hecho y es muy durable, lo cual da una dirección general a las ideas de la nación, en materia de artes. Sucede también que, en estos pueblos, aun el hombre rústico prefiere privarse de las cosas que desea, a adquirirlas imperfectas.

En las aristocracias, los artesanos no trabajan sino para un pequeño número de compradores, difíciles de contentar, y de la perfección de sus trabajos depende la ganancia que ellos esperan.

No sucede lo mismo cuando, estando destruidos los privilegios, se mezclan las clases y todos los hombres ya descienden o se elevan de continuo en la escala social.

En el seno de un pueblo democrático hay siempre una gran cantidad de ciudadanos cuyo patrimonio se divide y disminuye, los cuales, habiendo adquirido en otros tiempos más felices ciertas necesidades que conservan aun después de que la facultad de satisfacerlas ha dejado dc existir y buscan con impaciencia otros medios de remediarlas.

Por otra parte, en las democracias se encuentra siempre un gran número de hombres cuya fortuna va en aumento, pero cuyos deseos crecen con más rapidez que la fortuna, y devoran con la vista los bienes que ella les promete, mucho antes de obtenerlos. Buscan por todos lados los caminos más cortos para llegar a los goces inmediatos. De la combinación de estas dos causas resulta que hay siempre en las democracias una multitud de ciudadanos cuyas necesidades están fuera del alcance de sus recursos, y que preferirían satisfacerlas incompletamente a renunciar del todo al objeto de su ambición.

El artesano comprende fácilmente estas dos pasiones, porque él mismo participa de ellas; si en la aristocracia trataría de vender sus productos a muy alto precio a un reducido número de individuos, ve que hay en la democracia otro medio más expedito de enriquecerse, y es el de vender muy barato a todo el mundo.

No hay más que dos maneras de conseguir que disminuya el precio de cualquier mercancía: la primera, encontrar medios mejores, más prontos y más capaces para producir; la segunda, fabricar en mayor cantiuad objetos casi semejantes, pero de menor valor. En los pueblos democráticos, las facultades intelectuales del industrial se dirigen a estos dos puntos: se esfuerza siempre en inventar medios que ie permitan no sólo trabajar mejor, sino más aprisa y con el menor gasto posible y, si no lo consigue, amenguará las cualidades intrínsecas de la cosa en que se ocupa, sin hacerla enteramente impropia para el uso a que se la destina.

Cuando sólo los ricos usaban relojes, casi todos eran excelentes; hoy apenas se encuentran más que regulares, pero todo el mundo los lleva. Así, la democracia no propende solamente a dirigir el espíritu humano hacia las artes útiles, sino que también a inducir al artesano a que haga con rapidez muchas cosas imperfectas y al consumidor a contentarse con ellas. No es esto precisamente porque en las democracias no pueda el arte producir obras maestras en caso de necesidad, pues se ve lo contrario cuando se presentan compradores que se avienen a pagar el tiempo y la fatiga. En esa lucha de todas las industrias, en medio de esa competencia inmensa y de numerosos ensayos, se forman operarios excelentes que llegan hasta el último límite de perfección, pero que raras veces se les presenta la ocasión de hacer ver cuanto saben. Economizan cuidadosamente sus esfuerzos para mantenerse en una mediocridad aceptable y, aunque son susceptibles de alcanzar mayor elevación, no atienden sino al objeto que se han propuesto. En la aristocracia, por el contrario, los obreros hacen siempre lo que saben hacer, y cuando se detienen es porque han llegado al fin de sus conocimientos.

Cuando llego a un país y veo algunas admirables producciones de arte, nada puedo juzgar por esto acerca de su estado social y de su constitución política; pero si descubro que los productos de las artes son, por lo común, imperfectos, que los hay en gran número y a bajo precio, conozco al momento que en el pueblo donde esto sucede los privilegios pierden sus fuerzas, las clases comienzan a mezclarse y están próximas a confundirse.

Los artesanos que viven en las épocas democráticas, no tratan solamente de poner al alcance de todos los ciudadanos sus productos útiles, sino que también se esfuerzan en dar a todos éstos las cualidades que antes no tenían.

En la confusión de todas las clases, cada uno parece lo que no es, y hace para conseguirlo grandes esfuerzos. La democracia no crea este sentimiento, que es demasiado natural en el corazón del hombre; pero lo aplica a las cosas materiales, y así como la hipocresía de la virtud ha existido en todos los tiempos, la del lujo pertenece más particularmente a los tiempos democráticos.

Para satisfacer estas nuevas necesidades de la vanidad humana, no hay ficción a la que las artes no hayan recurrido; la industria va algunas veces tan lejos en este sentido, que suele perjudicarse a sí misma; así es que se ha llegado a imitar con tal propiedad el diamante, que es muy fácil equivocarse, y yo creo que desde el momento en que se lleguen a fabricar los falsos con una perfección tal que no puedan distinguirse de los verdaderos, es verosímil que se abandonarán los unos y los otros y vendrán a estimarse como pedernales.

Todo esto me conduce a tratar de las artes llamadas por excelencia bellas. No creo que el efecto necesario del estado social y de las instituciones democráticas sea disminuir el número de los hombres que cultivan las bellas artes; pero éstas influyen poderosamente en el modo como se cultivan. La mayor parte de los que habían contraído el gusto de las bellas artes se empobrecen; por otro lado, muchos de los que no son todavía ricos empiezan a aficionarse a ellas por imitación. De aquí resulta que el número de los consumidores aumenta en general y entre éstos son raros los muy ricos y de gusto delicado. Entonces, las bellas artes tienen algo análogo a lo que hice ver, hablando de las artes útiles: multiplican sus obras y disminuyen el mérito de cada una de ellas, y no pudiendo atender a lo elevado se busca lo elegante y bonito, fijándose menos en la realidad que en la apariencia. En los países aristocráticos se hacen algunos grandes cuadros, y en los democráticos muchas pinturas de escaso mérito. En los primeros se elevan estatuas de bronce y en los segundos, de yeso.

Cuando llegué por primera vez a Nueva York, por la parte del Océano Atlántico que se llama el río del Este, me sorprendí al ver a lo largo de la ribera, a alguna distancia de la ciudad, cierto número de palacios pequeños, de mármol blanco, cuya mayor parte tenían una arquitectura antigua. Al día siguiente fui a visitarlos para contemplar más de cerca lo que particularmente había atraído mi atención y me encontré con que sus muros eran de ladrillos blanqueados y las columnas de madera pintada, y que del mismo modo estaban construidos todos los monumentos que había admirado la víspera.

El estado social y las instituciones democráticas dan, además, a todas las artes de imitación, tendencias particulares que es fácil señalar. Ellas las separan frecuentemente de la pintura del alma para no aplicarlas sino a la del cuerpo y sustituyen la representación de movimientos y sensaciones por sentimientos e ideas, de modo que en lugar de lo ideal ponen, por lo común, lo positivo.

Dudo que Rafael hiciese un estudio tan profundo de los más pequeños resortes del cuerpo humano como los pintores de nuestros días. Él no daba la misma importancia que éstos a la exactitud rigurosa, porque pretendía superar a la naturaleza. Quería hacer del hombre algo que fuese superior al hombre. y osaba embellecer a la beldad misma.

David y sus discípulos eran, por el contrario, tan buenos anatomistas como pintores. Representaban maravillosamente los modelos que tenían a la vista; pero era raro que imaginaran algo más; seguían exactamente a la naturaleza. mientras que Rafael procuraba excederla. Aquéllos nos han dejado, en verdad, una exacta pintura del hombre; pero éste nos hace descubrir a la Divinidad en sus obras.

Se puede aplicar a la elección misma del objeto lo que he dicho de la manera de tratarlo. Los pintores del Renacimiento buscaban fuera de sí o lejos de su tiempo, grandes objetos que presentaran a la imaginación una vasta carrera; pero los de nuestro tiempo se esfuerzan en reproducir exactamente los detalles de la vida privada que tienen de continuo a la vista, y copian siempre objetos pequeños, cuyos originales se encuentran con abundancia en la naturaleza.

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