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LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo tercero

Por qué los norteamericanos muestran más aptitud y gusto para las ideas generales que sus padres los ingleses

Dios no se ocupa, en general, de la especie humana. Él ve de una sola mirada y separadamente a todos los seres de que se compone la humanidad, y descubre en cada uno de ellos las semejanzas que lo unen a los demás y las diferencias que lo aíslan.

Dios no tiene, pues, necesidad de ideas generales; es decir, que no necesita unir bajo la misma forma un gran número de objetos análogos para pensar con facilidad.

No sucede así al hombre. Si el entendimiento humano emprendiese la tarea de examinar y juzgar individualmente todos los casos particulares que llaman su atención, se perdería al momento entre la inmensidad de detalles y no vería nada. En tal situación ha tenido que recurrir a un método imperfecto, pero necesario, que prueba su debilidad y que lo ayuda.

Después de haber considerado superficialmente un número de objetos y observado su semejanza, les da a todos un mismo nombre, los separa y prosigue su ruta. Las ideas generales no demuestran, pues, la fuerza de la inteligencia humana, sino más bien su incapacidad, porque no existen seres exactamente iguales en la naturaleza, hechos idénticos, ni reglas aplicables indistintamente y del mismo modo a muchos objetos a la vez.

Lo que tienen de admirable las ideas generales, es que permiten al intelecto humano juzgar rápidamente sobre un gran número de objetos a la vez; pero, por otro lado, no le suministran sino nociones incompletas, haciéndole perder siempre en exactitud lo que le proporcionan en extensión.

A medida que las sociedades envejecen, adquieren el conocimiento de hechos nuevos, y casi sin sentirlo se apropian diariamente de algunas verdades particulares.

A medida que el hombre adquiere más ideas de esta especie, se dispone naturalmente a concebir un mayor número de ideas generales. No es posible ver múltiples hechos particulares separadamente, sin descubrir al fin el lazo común que los une. Muchos individuos hacen que se conozca la especie; muchas especies conducen por necesidad a la idea del género. El hábito y el sabor de las ideas generales serán tanto mayores en un pueblo, cuanto más antigua y más intensa sea su cultura.

Pero hay otras razones todavía que incitan al hombre a generalizar sus ideas o a alejarle de ellas. Los norteamericanos hacen uso más frecuentemente de las ideas generales que los ingleses, y también se complacen más en ellas, lo cual parece muy singular a primera vista, si se considera que estos dos pueblos tienen un mismo origen, que han vivido durante muchos siglos bajo las mismas leyes y que se comunican sin cesar sus opiniones y sus costumbres. El contraste parece aún más patente cuando se fija la vista en Europa y se comparan entre sí los dos pueblos más ilustrados que la habitan. Se dirá que entre los ingleses el espíritu humano no se aparta sino con pesar y con dolor de la contemplación de los hechos particulares para remontarse de allí a las causas, y que no generaliza sino a despecho de sí mismo.

Parece, al contrario que entre nosotros los franceses, el gusto por las ideas generales ha llegado a ser una pasión desenfrenada, que es necesario satisfacer a cadá paso. Yo veo que todos los días se descubren leyes generales y eternas de que antes jamás se ha oído hablar. No hay escritor, por mediano que sea, al cual baste para su ensayo descubrir verdades aplicables a un gran reino, y que no quede descontento de sí mismo si no ha podido encerrar a todo el género humano en el objeto de su discurso.

Semejante diferencia entre estos dos pueblos ilustrados me asombra. Si vuelvo, en fin, la vista hacia Inglaterra, y observo lo que pasa en su seno de cuarenta años a esta parte, creo poder afirmar que el gusto por las ideas generales se desenvuelve a medida que la antigua constitución del país pierde su rigor.

El estado más o menos avanzado de cultura no basta por sí solo para explicar qué es lo que sugiere al espíritu humano el amor a las ideas generales y lo que derive de ellas. Cuando las condiciones son muy desiguales, y las desigualdades son permanentes, los individuos se hacen poco a poco tan diferentes, que se diría que hay tantas humanidades distintas como clases; nunca se descubre a la vez sino una sola, y perdiendo de vista el lazo general que las une a todas en el vasto seno del género humano, no se alcanza a ver más que a ciertos hombres, y no al hombre.

Aquellos que viven en estas sociedades aristocráticas jamás conciben ideas muy generales relativas a sí mismos, y esto basta para darles una desconfianza habitual y una repugnancia instintiva hacia ellas.

El hombre que habita en países democráticos no encuentra cerca de él más que seres poco más o menos semejantes; no puede ocuparse de una parte cualquiera de la especie humana sin que su pensamiento se extienda hasta abrazar el conjunto. Todas las verdades son aplicables igualmente y del propio modo a cada uno de sus conciudadanos y semejantes. Habiendo contraído el hábito de las ideas generales en el estudio que más le ocupa e interesa, lo sigue en todos los demás, y así es como la necesidad de descubrir reglas comunes en todas las cosas, de encerrar un gran número de objetos bajo una misma forma y de explicar un conjunto de hechos mediante una sola causa, llega a ser una pasión ardiente y frecuentemente ciega del género humano.

Nada muestra mejor la verdad de lo que precede que las opiniones de la Antigüedad con respecto a los esclavos. Los ingenios más profundos y vastos de Roma y de Grecia no pudieron llegar jamás a la idea, tan general y al mismo tiempo tan sencilla, de la semejanza de los hombres y del derecho igual que al nacer tiene cada uno a la libertad; y aun se esforzaron en probar que la esclavitud estaba en la naturaleza y que existiría siempre. Diré más: que todo indica que aun los antiguos que de las clases de esclavos pasaron a ser libres, muchos de los cuales nos han dejado excelentes escritos, consideraban la esclavitud desde este mismo punto de vista.

Todos los grandes escritores de la Antigüedad formaban parte de la aristocracia de los maestros o, al menos, la veían establecida sin hacer reparo alguno. Su espíritu, después de extenderse por muchos lados, se encontrÓ limitado en éste, y fue preciso que Jesucristo viniese al mundo para hacer comprender que todos los miembros de la especie humana eran naturalmente iguales y semejantes.

En los siglos de igualdad todos los hombres son independientes unos de otros, aislados y débiles. No se ve a ninguno cuya voluntad dirija de una manera permanente los movimientos de la multitud. En tales tiempos la humanidad parece que marcha casi siempre por sí sola. Para explicar lo que pasa en el mundo es preciso recurrir a algunas grandes causas que, obrando de igual modo sobre cada uno de sus semejantes, los conduce así a seguir todos una misma senda. Esto lleva naturalmente al espíritu humano a concebir ideas generales y a encontrarles gusto.

He demostrado que la igualdad de condiciones lleva a cada uno a buscar la verdad por sí mismo. Es fácil conocer que un método semejante guía insensiblemente el espíritu humano hacia las ideas generales. Cuando yo dejo a un lado las tradiciones de clase, de profesión y de familia, y abandono el imperio del ejemplo para buscar por el solo esfuérzo de mi razón la vía que deba seguir, me inclino a sacar la causa de mis opiniones de la naturaleza misma del hombre; lo cual conduce necesariamente y casi sin notarlo, hacia un gran número de nociones muy generales.

Todo lo que precede acaba de explicar por qué los ingleses muestran menos aptitud y gusto por la generación de las ideas que sus hijos los norteamericanos, y sobre todo, que sus vecinos los franceses, y por qué los ingleses de nuestros días muestran esto más que lo manifestaron sus padres.

Los ingleses han sido, por largo tiempo, un pueblo ilustrado y a la par aristocrático; sus luces les daban sin cesar una tendencia hacia las ideas muy generales, y sus hábitos aristocráticos los retenían en las ideas muy particulares. De aquí nace esta filosofía a la vez tímida, amplia y estrecha, que ha dominado hasta ahora en Inglaterra, y que conserva aún tantos espíritus oprimidos e inmóviles.

Independientemente de las causas que he señalado arriba, se encuentran otras todavía menos aparentes, pero no menos eficaces, que producen en casi todos los pueblos democráticos el gusto y aun la pasión por las ideas generales.

Es necesario distinguir entre estas clases de ideas. Hay unas que son el resultado de un trabajo lento y minucioso de la inteligencia, y éstas ensanchan la esfera de los conocimientos humanos. Otras, que nacen fácilmente de un primero y rápido esfuerzo del espíritu, y no dan sino nociones muy superficiales e inciertas.

Los hombres que viven en los siglos democráticos son muy curiosos, pero tienen poco descanso. Su vida es tan laboriosa, tan agitada, tan activa y complicada, que les deja poco tiempo para pensar. Aman las ideas generales, porque les dispensan el estudio de los casos particulares, conteniendo, si puedo explicarme así, muchas cosas bajo un pequeño volumen, y ofreciendo en poco tiempo un gran producto. Cuando después de un examen poco atento y breve, creen descubrir una relación común entre ciertos objetos no llevan más lejos su investigación, y sin examinar detalladamente cómo estos diversos objetos se parecen o se diferencian, se apresuran a arreglarlas todos bajo la misma forma a fin de pasar adelante.

Uno de los caracteres distintivos de los siglos democráticos es el agrado que experimentan todos los hombres con las cosas fáciles y los goces presentes. Esto se advierte en las carreras intelectuales y en todas las demás. La mayor parte de los que viven en los tiempos de igualdad están llenos de una ambición a la vez viva y blanda; quieren obtener grandes ventajas, pero no a costa de grandes esfuerzos. Estos instintos contrarios los conducen directamente al estudio de las ideas generales, con cuyo auxilio se lisonjean de trazar vastos planes a costa de bien poco y de atraer sin trabajo las miradas del público.

No sé si hacen mal en pensar así, porque sus lectores aborrecen tanto como ellos el profundizar, y no buscan de ordinario en los trabajos del entendimiento sino placeres fáciles e instrucción sin fatiga.

Si las naciones aristocráticas no hacen bastante uso de las ideas generales, o más bien las miran con un desprecio inconsiderado, los pueblos democráticos se hallan, por el contrario, dispuestos siempre a abusar de esta clase de ideas y a entusiasmarse indiscretamente con ellas.

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